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jueves, 12 de junio de 2014


ITALO CALVINO - DINO




     Todos menos yo, porque también yo, en cierto período, fui Dinosaurio:
     digamos durante unos cincuenta millones de años; y no me arrepiento:
     entonces, siendo Dinosaurio se tenía la conciencia de estar en lo justo, y
     uno se hacía respetar.
     Después la situación cambió, es inútil que les cuente los detalles,
     empezaron las dificultades de todo género, derrotas, errores, dudas,
     traiciones, pestilencias. Una nueva población crecía en la tierra, enemiga
     nuestra. Nos caían encima de todas partes, no acertábamos ni una. Ahora
     algunos dicen que el gusto de extinguirse, la pasión de ser destruidos
     eran propios del espíritu de nosotros los Dinosaurios ya desde antes. No
     se: yo ese sentimiento jamas lo he experimentado; si otros lo conocían, es
     porque ya se sentían perdidos.
     Prefiero no volver con la memoria a la época de la gran mortandad. Nunca
     hubiera creído librarme de ella. La larga migración me puso a salvo, la
     hice a través de un cementerio de osamentas descarnadas, en las cuales
     sólo una cresta, o un cuerno, o la placa de una coraza, o un jirón de piel
     toda escamas recordaba el esplendor antiguo del viviente. Y sobre esos
     restos trabajaron los picos, los colmillos, las ventosas de los nuevos
     amos del planeta. Cuando no vi más huellas ni de vivos ni de muertos me
     detuve.
     En aquellos altiplanos desiertos pasé muchos y muchos años. Había
     sobrevivido a las emboscadas, a las epidemias, a la inanición, al hielo,
     pero estaba solo. Seguir allí eternamente no podía. Me puse en camino para
     bajar.
     El mundo había cambiado: no reconocía ni los montes ni el río ni las
     plantas. La primera vez que vi seres vivientes me escondí; eran una manada
     de los Nuevos, ejemplares pequeños pero fuertes.
     - íEh, tú! - Me habían descubierto, y en seguida me pasmó aquel modo
     familiar de apostrofarme. Escapé; me persiguieron. Hacía milenios que
     estaba acostumbrado a provocar terror entorno de mi, y a sentir terror de
     las reacciones ajenas al terror provocaba. Ahora nada: - íEh tú! - Se
     acercaban a mi como si nada, ni hostiles ni asustados.
     - ¿Por qué corres? ¿Qué te pasa por la cabeza? - Querían solamente que les
     indicara el camino para ir a no s‚ dónde. Balbuce‚ que no era del lugar. -
     ¿Qué te ocurre que escapas? - dijo uno -. íParecía que hubieras visto...
     un Dinosaurio! - y los otros rieron. Pero en aquella carcajada sentí por
     primera vez un tono de aprensión. Era una risa un poco forzada. Y uno de
     ellos se puso grave y añadió: - No lo digas ni en broma. No sabes lo que
     son...
     Entonces, el terror de los Dinosaurios continuaba en los Nuevos, pero
     quizá hacía varias generaciones que no los veían y no sabían reconocerlos.
     Seguí mi camino, cauteloso pero impaciente por repetir el experimento. En
     una fuente había una joven de los Nuevos; estaba sola. Me acerque
     despacito, estiré el cuello para beber a su lado; ya presentía su grito
     desesperado apenas me viera, su fuga afanosa. Daría la señal de alarma,
     vendrían los Nuevos armados a darme caza... En el momento me había
     arrepentido ya de mi gesto; si quería salvarme debía destrozarla
     enseguida: recomenzar...
     La joven se volvió, dijo: - ¿No es cierto que est  fresca? - Se puso a
     conversar amablemente, con frases un poco de circunstancias, como se hace
     con los extranjeros, a preguntarme si venía de lejos y si había tenido
     lluvia o buen tiempo en el viaje. Yo nunca hubiera imaginado que se
     pudiese hablar así, con no-Dinosaurios, y estaba todo tenso y casi mudo.
     - Yo siempre vengo a beber aquí - me dijo -, a la Fuente del Dinosaurio...
     Enderecé bruscamente la cabeza, abrí los ojos hasta desorbitarme.
     Si, si, la llaman así, la Fuente del Dinosaurio, desde tiempos antiguos.
     Dicen que una vez se escondió aquí un Dinosaurio, uno de los últimos, y al
     que venía a beber le saltaba encima y lo despedazaba, ímadre mía!
     Hubiera querido desaparecer. "Ahora se da cuenta de quién soy - pensaba -,
     "ahora me observa mejor y me reconoce!", y como hace el que no quiere que
     lo miren, yo tenía los ojos bajos y enroscaba la cola como para
     esconderla. Tal era el esfuerzo nervioso que cuando ella, toda sonriente,
     me saludó y siguió su camino, me sentí cansado como si hubiera librado una
     batalla, de aquellas de la ‚poca en que nos defendíamos con dientes y
     uñas. Me di cuenta de que ni siquiera había sido capaz de contestarle
     buenos días.
     Llegue a la orilla de un río donde los Nuevos tenían sus guaridas y vivían
     de la pesca. Para hacer un embalse en el río donde el agua, menos rápida,
     retuviera a los peces, construían un dique de ramas. Apenas me vieron,
     alzaron la cabeza del trabajo y se detuvieron; me miraron, se miraron
     entre si, como interrogándose, siempre en silencio. "Ahora se arma - pense
     -, no me queda más que vender caro el pellejo", y me preparé al salto.
     Por fortuna supe detenerme a tiempo. Aquellos pescadores no tenían nada
     contra mí; viéndome robusto, querían preguntarme si podía quedarme con
     ellos para trabajar en el transporte de la madera.
     - Este es un lugar seguro - insistieron, frente a mi aire perplejo -.
     Dinosaurios, desde la ‚poca de los abuelos de nuestros abuelos no se los
     ve...
     A ninguno se le ocurría sospechar quién podía ser yo. Me quedé. El clima
     era bueno, la comida desde luego no para nuestros gustos pero discreta, y
     un trabajo no demasiado pesado, dada mi fuerza. Me llamaron por un
     sobrenombre: "el Feo", porque era distinto a ellos, no por otra cosa.
     Estos Nuevos, no sé cómo diablos les llaman ustedes, Pantoteros o algo por
     el estilo, eran una especie todavía un poco informe, de la cual en
     realidad salieron todas las demás especies, y ya en aquel tiempo entre un
     individuo y otro se pasaba por las m s variadas semejanzas y desemejanzas
     posibles, de manera que yo, aunque un tipo completamente distinto, tuve
     que convencerme de que al fin y al cabo no llamaba tanto la atención.
     No es que no me acostumbrara del todo a esa idea: seguía sintiéndome
     siempre un Dinosaurio entre enemigos, y todas las noches, cuando empezaban
     a contar historias de Dinosaurios, transmitidas de generación en
     generación yo retrocedía en la sombra con los nervios tensos.
     Eran historias aterradoras. Los oyentes, pálidos, irrumpiendo cada tanto
     con gritos de espanto, estaban pendientes de los labios del que contaba,
     quien, a su vez, traicionaba en su voz una emoción no menor. Pronto tuve
     la evidencia de que esas historias eran sabidas de todos (a pesar de que
     constituyeran un repertorio bastante copioso), pero al escucharlas el
     espanto se renovaba cada vez. Los Dinosaurios eran presentados como
     monstruos, descritos con detalles que jamás hubieran permitido
     reconocerlos, y destinados tan sólo a acarrear perjuicios a los Nuevos,
     como si los Nuevos hubieran sido desde el principio los moradores más
     importantes de la tierra, y nosotros no hubiéramos tenido otra cosa que
     hacer más que andarles detrás de la mañana a la noche. Para mi, pensar en
     nosotros los Dinosaurios era en cambio recorrer con la mente una larga
     serie de peripecias, de agonías, de lutos; las historias que de nosotros
     contaban los Nuevos están tan lejos de mi experiencia que hubieran debido
     dejarme indiferente, como si hablaran de extraños, de desconocidos. Y sin
     embargo, escuchándolas yo comprendía que nunca había pensado en lo que
     parecíamos a los demás, y que entre muchas patrañas aquellos relatos, en
     algunos detalles y desde el especial punto de vista de ellos, estaban en
     lo cierto. En mi mente sus historias de terrores infligidos por nosotros,
     se confundían con mis recuerdos de terror sufrido: cuanto m s me enteraba
     de lo que habíamos hecho temblar, más temblaba.
     Contaban una historia cada uno, y en cierto momento: - y el Feo, ¿qué
     dices? - preguntaban - ¿Tú no tienes historias que contar? ¿En tu familia
     no han ocurrido aventuras con los Dinosaurios?
     - Si, pero... - farfullaba - ha pasado tanto tiempo..., si supierais...
     La que venía en mi ayuda en aquellos trances era Flor de Helecho, la joven
     de la fuente. - Dejadlo en paz... Es forastero, todavía no se ha
     aclimatado, habla mal nuestra lengua...
     Terminaban por cambiar de tema. Yo respiraba. Entre Flor de Helecho y yo
     se había establecido una especie de confianza. Nada demasiado íntimo:
     nunca me había atrevido a rozarla. Pero hablábamos largo y tendido. Es
     decir, era ella la que me contaba muchas cosas de su vida; yo, por temor
     de traicionarme, de hacerle sospechar mi identidad, me mantenía siempre en
     generalidades. Flor de Helecho me contaba sus sueños:
     - Anoche vi a un Dinosaurio enorme, espantoso, que echaba fuego por las
     narices. Se acerca, me toma por la nuca, me lleva, quiere comerme viva.
     Era un sueño terrible, terrible pero yo, qu‚ extraño, no estaba nada
     asustada, no, ¿cómo decirte? me gustaba...
     Por aquel sueño hubiera debido comprender muchas cosas, y sobre todo una:
     que Flor de Helecho no deseaba otra cosa que ser agredida. Había llegado
     el momento, para mi, de abrazarla. Pero el Dinosaurio que ellos imaginaban
     era demasiado distinto del Dinosaurio que era yo, y este pensamiento me
     volvía aún m s tímido y diferente. En una palabra, perdí una buena
     oportunidad. Después, el hermano de Flor de Helecho volvió de la temporada
     de pesca en la llanura, la joven estaba mucho más vigilada, y nuestras
     conversaciones escasearon.
     El hermano, Zahn, desde que me vio adoptó un aire suspicaz. - ¿Y ése quién
     es? ¿De donde viene? - pregunto a los otros, señalándome.
     - Es el Feo, un forastero que trabaja en la madera - le dijeron -. ¿Por
     qué? ¿Qué tiene de raro?
     - Quisiera preguntárselo a él - dijo Zahn, con aire torvo -. Eh, tú, ¿qué
     tienes de raro?
     ¿Qué‚ debía responder? ¿Yo? Nada...
     - Porque tú, a tu parecer, no eres raro, ¿eh? - y se rió. Aquella vez
     terminó ahí, pero yo no me esperaba nada bueno.
     Zahn era uno de los tipos m s decididos del pueblo. Había corrido mundo y
     demostraba saber muchas m s cosas que los otros. Cuando oía las habituales
     conversaciones sobre los Dinosaurios le asaltaba una especie de
     impaciencia. - Patrañas - dijo una vez -, todas patrañas las vuestras.
     Quisiera veros si llegara aquí un dinosaurio de verdad.
     - Hace tanto tiempo que no existen - intervino un pescador.
     - No tanto - dijo Zahn con una risita burlona -, y nadie ha dicho que no
     ande todavía alguna manada por los campos... En la llanura, los nuestros
     se turnan para vigilar día y noche. Pero alli pueden fiarse de todos, no
     admiten a tipos que no conocen... - y detuvo en mi la mirada, con
     intención.
     Era inutil prolongar la situación: mejor agarrar el toro por los cuernos,
     en seguida. Di un pasa adelante.
     - ¿Por qué te la tomas conmigo? - pregunté.
     - Me la tomo con alguien que no sabemos de quién a nacido ni de donde
     viene, y pretende comer de lo nuestro, y cortejar a nuestras hermanas...
     Uno de los pescadores asumió mi defensa: - El Feo se gana la vida; es de
     los que trabajan duro...
     - ser  capaz de llevar troncos sobre el lomo, no lo niego - insistió Zahn
     -, pero en un momento de peligro, cuando tengamos que defendernos con
     dientes y uñas, ¿quién nos garantiza que se portar  como es debido?
     Comenzó una discusión general. Lo extraño era que la posibilidad de que yo
     fuese un Dinosaurio nunca se tenía en cuenta; la culpa que se me achacaba
     era la de ser Distinto, un Extranjero y por lo tanto Sospechoso; y el
     punto debatido era en qué medida mi presencia aumentaba el peligro de un
     eventual regreso de los Dinosaurios.
     - Quisiera verlo en combate, con esa boquita de lagartija - seguía
     provocándome Zahn, despectivo.
     Me le acerqué, brusco, nariz contra nariz.- Puedes verme ahora mismo si no
     escapas.
     No se lo esperaba. Miró alrededor. Los otros hicieron rueda. Ahora no
     quedaba más que pelear.
     Avancé, esquivé un mordisco torciendo el cuello, ya le había asestado una
     patada que lo revolcó patas arriba, y me le fui encima. Era un movimiento
     equivocado: como si no lo supiera, como si no hubiera visto morir
     Dinosaurios a arañazos y mordiscos en el pecho y en el vientre, mientras
     creían que habían inmovilizado al enemigo. Pero la cola todavía sabía
     usarla para mantenerme firme; no quería dejarme tumbar; hacía fuerza pero
     sentía que estaba por ceder...
     Entonces uno del público gritó: -¡Dale, fuerza, Dinosaurio! - Saber que me
     habían desenmascarado y volver a ser el de antes fue todo uno: perdido por
     perdido lo mismo daba hacerles sentir el antiguo espanto. Y golpeé a Zahn,
     una, dos, tres veces...
     Nos separaron. - Zahn, te lo habíamos dicho: el Feo tiene músculos. ¡Con
     el Feo no se bromea! - y se reían y me felicitaban, me daban manotones en
     la espalda. Yo, que me creía descubierto, no entendía nada; sólo más tarde
     comprendí que el apóstrofe de "Dinosaurio" era una manera de decir, de
     animar a los rivales en una especie de: "¡Dale que te lo cargas!", y ni
     siquiera se sabía si se lo habían gritado a mí o a Zahn.
     Desde aquel día todos me respetaron. Hasta Zahn me alentaba, me andaba
     detrás para verme dar nuevas pruebas de fuerza. Debo decir que también sus
     discursos habituales sobre los Dinosaurios habían cambiado un poco, como
     sucede cuando uno se cansa de juzgar las cosas de la misma manera y la
     moda comienza a tomar otra dirección. Ahora, si querían criticar alguna
     cosa en el pueblo, habían adquirido la costumbre de decir que entre los
     Dinosaurios no hubieran sucedido ciertas cosas, que los Dinosaurios podían
     dar ejemplo en muchos casos, que el comportamiento de los Dinosaurios en
     esta o aquella situación (por ejemplo en la vida privada) no había nada
     que criticar. En una palabra, parecía asomar casi una admiración póstuma
     por esos Dinosaurios de los cuales nadie sabía nada preciso.
     A mí una vez se me ocurrió decir: - No exageremos: ¿qué creéis que era un
     Dinosaurio, al fin y al cabo?
     Me reconvinieron: - Calla, ¿tú qué sabes si nunca los viste?
     Quizás era el momento justo de empezar a llamar al pan pan. - Sí que los
     ví - exclamé -, y si queréis os puedo explicar cómo eran!
     No me creyeron: pensaban que quería tomarles el pelo. Para mi, esta nueva
     manera que tenían de hablar de los Dinosaurios era casi tan insoportable
     como la de antes. Porque - aparte del dolor que sentía por el cruel
     destino de mi especie- yo la vida de los Dinosaurios la conocía desde
     adentro, sabía como entre nosotros prevalecía una mentalidad limitada,
     llena de prejuicios, incapaz de ponerse a la altura en las situaciones
     nuevas. ­Y ahora tenía que ver cómo éstos tomaban por modelo aquel mundo
     nuestro pequeño, tan retrógrado, tan -digámoslo- ¡aburrido! ¡Tenía que
     soportar cómo me imponían ellos una suerte de sagrado respeto por mi
     especie, yo que nunca lo había sentido! Pero en el fondo era justo que
     fuera así: estos Nuevos, ¿en qué se diferenciaban de los Dinosaurios de
     los buenos tiempos? Seguros en su pueblo, con los diques y las pesquerías,
     les había asomado también una jactancia, una presunción... ¡Me pasaba que
     sentía entre ellos la misma impaciencia que me había producido mi
     ambiente, y cuanto más los oía admirar a los Dinosaurios, más detestaba a
     los Dinosaurios y a ellos al mismo tiempo!
     - Sabes, anoche soñé que iba a pasar un Dinosaurio delante de mi casa - me
     dijo Flor de Helecho -, un Dinosaurio magnífico, un príncipe o un rey de
     los Dinosaurios. Yo me ponía bonita, me ataba una cinta a la cabeza y me
     asomaba a la ventana. Trataba de atraer la atención del Dinosaurio, le
     hacía una reverencia, pero ‚l ni siquiera se daba cuenta, no se dignaba a
     echarme una mirada...
     Este nuevo sueño me dió una nueva clave para entender el estado de ánimo
     de Flor de Helecho con respecto a mí: la joven debía de haber confundido
     mi timidez con una desdeñosa soberbia. Ahora que lo pienso, comprendo que
     me hubiera bastado insistir un poco en aquella actitud, demostrar un
     altivo desapego, y la hubiera conquistado del todo. En cambio la
     revelación me conmovió tanto que me arrojé a sus pies con lágrimas en los
     ojos, diciendo: - No, no, Flor de Helecho, no es como tú crees, tú eres
     mejor que cualquier Dinosaurio, cien veces mejor, y yo me siento tan
     inferior a ti...
     Flor de Helecho se puso rígida, dio un paso atrás. - ¿Pero qué estás
     diciendo?
     No era lo que ella esperaba; estaba desconcertada y encontraba la escena
     un poco desagradable. Yo me di cuenta demasiado tarde; me rehice en
     seguida, pero una atmósfera de incomodidad pesaba ahora entre nosotros.
     No hubo tiempo de pensarlo, con todo lo que sucedió después. Mensajeros
     jadeantes llegaron a la aldea. -¡Vuelven los Dinosaurios!- Se había visto
     una manada de monstruos desconocidos corriendo furiosa por la llanura. Si
     seguían a aquel paso al alba del día siguiente atacarían la aldea. Se dio
     la señal de alarma.
     Pueden imaginarse, la tempestad de sentimientos que se desencadenó en mi
     pecho a la noticia: ­ mi especie no estaba extinguida, podía reunirme con
     mis hermanos, recomenzar la antigua vida! Pero el recuerdo de la antigua
     vida que me volvía a la mente era una serie de interminables derrotas,
     fugas, peligros; recomenzar significaba quizás tan sólo un temporario
     suplemento de aquella agonía, el retorno a una fase que me hacía ilusión
     haber cerrado ya. Ahora había alcanzado, aquí en la aldea, una especie de
     nueva tranquilidad y me pesaba perderla.
     El ánimo de los Nuevos también estaba dividido entre sentimientos
     diferentes. Por un lado el pánico, por el otro el deseo de triunfar del
     viejo enemigo, por otro también la idea de que si los dinosaurios habían
     sobrevivido y ahora se avanzaban en busca de un desquite, era señal de que
     nadie podía detenerlos, y no estaba excluido que una victoria de ellos,
     aunque fuese despiadada, pudiera constituir un bien para todos. Los Nuevos
     querían, en una palabra, al mismo tiempo defenderse, huir, exterminar al
     enemigo, ser vencidos; y esta inseguridad se reflejaba en el desorden de
     sus preparativos de defensa.
     - ¡Un momento! - grito Zahn -. ¡Hay uno solo entre nosotros que est  en
     condiciones de tomar el mando!. ­ El más fuerte de todos, el Feo!
     - ¡Es cierto! ­ El Feo es el que debe mandarnos! - dijeron en corro todos
     los otros -. ¡Si, si, el mando al Feo! - y se ponían a mis órdenes.
     - Pero no, cómo queréis que yo, un extranjero, no estoy a la altura... -
     me defendía yo. No hubo modo de convencerlos.
     ¿Qué debía hacer? Aquella noche no pude cerrar los ojos. La voz de la
     sangre me obligaba a desertar y a reunirme con mis hermanos; la lealtad
     hacia los Nuevos que me habían acogido y brindado hospitalidad y confiado
     en mí quería, en cambio, que me considerase parte de ellos; además sabía
     bien que ni los Dinosaurios ni los Nuevos merecían que se moviera un dedo
     por ellos. Si los Dinosaurios trataban de restablecer su domino con
     invasiones y matanzas, era la señal de que no habían aprendido nada con la
     experiencia, que habían sobrevivido sólo por error. Y los Nuevos era
     evidente que dándome a mí el mando habían encontrado la solución más
     cómoda: descargar todas las responsabilidades en un extranjero que podía
     ser tanto el salvador como, en caso de derrota, un chivo expiatorio que se
     entrega al enemigo para calmarlo, o bien un traidor que puesto en manos
     del enemigo realizara el sueño inconfesable de los Nuevos, de ser
     dominados por los Dinosaurios. En una palabra, no quería saber nada ni de
     unos ni de otros; ­ que se degollasen entre ellos!; me importaba un rábano
     de todos. Tenía que escapar cuanto antes, dejarlos que se cocinaran en su
     salsa, no tener nada m s que ver con esas viejas historias.
     Esa misma noche, escurriéndome en la oscuridad, dejé la aldea. El primer
     impulso era alejarme lo más posible del campo de batalla, regresar a mis
     refugios secretos; pero la curiosidad fue más fuerte: volver a ver a mis
     semejantes, saber quién vencería. Me escondí en lo alto de unas rocas que
     dominaban el embalse del río, y esperé al alba.
     Con la luz, aparecieron figuras en el horizonte. Avanzaban a la carga.
     Antes de distinguirlos bien, ya podía excluir que los Dinosaurios hubieran
     corrido con tan poca gracia. Cuando los reconocí no sabía si reír o
     avergonzarme. Rinocerontes, una manada, de los primeros, grandes y bastos
     y torpes, cubiertos de protuberancias de materia córnea, pero en esencia
     inofensivos, dedicados a comer hierba: ¡con eso habían confundido a los
     antiguos Reyes de la Tierra!
     La manada de rinocerontes galopó con ruido de trueno, se detuvo a lamer
     unas matas, reanudo la carrera hacia el horizonte sin percatarse siquiera
     de los destacamentos de los pescadores.
     Volví corriendo a la aldea. - ¡No se han dado cuenta de nada! ¡No eran
     dinosaurios! - anuncié -. ¡Rinocerontes, eso era lo que eran! ¡Ya se
     fueron! ¡No hay más peligro! - Y añadí, para justificar mi deserción
     nocturna -: ¡Yo había salido a explorar! ¡A espiar y a contarlos!
     - Quizá no nos hayamos dado cuenta de que no eran Dinosaurios - dijo con
     calma Zahn -, pero nos hemos dado cuenta de que no eres un héroe - y me
     volvió la espalda.
     Sí, se habían desilusionado: de los Dinosaurios, de mí. Entonces sus
     historias de Dinosaurios se convirtieron en chistes en los cuales los
     terribles monstruos aparecían como personajes ridículos. A mi no me afecta
     ese espíritu mezquino. Ahora reconocía la grandeza de alma que nos había
     hecho elegirla desaparición antes que vivir en un mundo que ya no era para
     nosotros. Si yo sobrevivía era solamente para que un Dinosaurio siguiera
     sintiéndose como tal en medio de esa gentuza que disfrazaba con bromas
     triviales el miedo que todavía la dominaba. ¨Y que otra opción podía
     presentarse a los Nuevos sino entre irrisión y miedo?
     Flor de Helecho reveló una actitud distinta contándome un sueño: - Había
     un Dinosaurio, cómico, verde verde, y todos le tomaban el pelo, le tiraban
     de la cola. Y me di cuenta de que, con ser ridículo, era la m s triste de
     las criaturas, y de sus ojos amarillos y rojos corría un río de lágrimas.
     ¿Qué sentí al oír aquellas palabras? ¿La negativa a identificarme con las
     imágenes del sueño, el rechazo de un sentimiento que parecía haberse
     convertido en piedad, la imposibilidad de tolerar la idea disminuida que
     todos ellos se hacían de la dignidad dinos urica? Tuve un arrebato de
     soberbia, me puse rígido y le eché a la cara unas pocas frases
     despreciativas: - ¿Por qué me aburres con esos sueños tuyos cada vez m s
     infantiles? ¡No sabes soñar más que estupideces!
     Flor de Helecho estalló en l grimas. Yo me alejé encogiéndome de hombros.
     Esto había sucedido en el muelle; no estábamos solos; los pescadores no
     habían oído nuestro diálogo pero se habián dado cuenta de mi estallido y
     de las lágrimas de la muchacha.
     Zahn se sintió obligado a intervenir. - ¿Pero quién te crees que eres -
     dijo con voz agria- para faltarle el respeto a mi hermana?
     Me detuve y no contesté. Si quería pelear, estaba dispuesto. Pero el
     estilo de la aldea había cambiado los últimos tiempos: todo lo tomaban a
     broma. Des grupo de pescadores salió un grito en falsete: -¡Termínala,
     Dinosaurio!- Esta era, lo sabía bien, una expresión burlona que había
     empezado a usarse últimamente para decir: "Baja el copete, no exageres", y
     así. Pero a mí me revolvió algo en la sangre.
     -¡Sí, lo soy, si queréis saberlo - grité -, un Dinosaurio, eso mismo! ¡Si
     nunca habéis visto un Dinosaurio, aquí me tenéis, mirad!
     Estalló una carcajada general de burla
     - Yo vi uno ayer - dijo un viejo -, salió de la nieve.
     - A su alrededor reinó el silencio.
     El viejo volvía de un viaje a las montañas. El deshielo había fundido un
     antiguo glaciar y había asomado un esqueleto de Dinosaurio.
     La noticia se propagó por la aldea. -¡Vamos a ver al Dinosaurio!- Todos
     subieron corriendo la montaña y yo con ellos.
     Dejando atrás una morrena de guijarros, troncos arrancados, barro y
     osamentas de pájaros, se habría un pequeño valle en forma de concha. Un
     primer velo de líquenes verdecía en las rocas liberadas del hielo. En
     medio, tendido como si durmiera, con el cuello estirado por los intervalos
     de las vértebras, la cola desplegada en una larga línea serpentina, yacía
     el esqueleto de un Dinosaurio gigantesco. La caja torácica se arqueaba
     como una vela y cuando el viento golpeaba contra los listones chatos de
     las costillas parecía que aún le latiera dentro un corazón invisible. El
     cráneo había girado hasta quedar torcido, la boca abierta como en un
     último grito.
     Los Nuevos corrieron hasta allí dando voces jubilosas: frente al cráneo se
     sintieron mirados fijamente por la órbitas vacías; permanecieron a unos
     pasos de distancia, silenciosos; después se volvieron y reanudaron su
     necio jolgorio. Hubiera bastado que uno de ellos pasase su mirada del
     esqueleto a mi, que estaba contemplándolo, para darse cuenta de que éramos
     idénticos. Pero nadie lo hizo. Aquellos huesos, aquellos colmillos,
     aquellos miembros exterminadores, hablaban una lengua ahora ilegible, ya
     no decían nada a nadie, salvo aquel vago nombre que había perdido relación
     con las experiencias del presente.
     Yo seguía mirando el esqueleto, el Padre, el Hermano, el igual a mí, Yo
     mismo; reconocía mis miembros descarnados, mis rasgos grabados en la roca,
     todo lo que habíamos sido y ya no éramos, nuestra majestad, nuestras
     culpas, nuestra ruina.
     Ahora aquellos despojos servirían a los Nuevos, distraídos ocupantes del
     planeta, para señalar un punto en el paisaje, seguirían el destino del
     nombre "Dinosaurio" convertido en un sonido opaco sin sentido. No debía
     permitirlo. Todo lo que incumbía a la verdadera naturaleza de los
     Dinosaurios tenía que permanecer oculto. En la noche, mientras los Nuevos
     dormían en torno al esqueleto embanderado, trasladé y sepulté, vértebra
     por vértebra a mi Muerto.
     Por la mañana los Nuevos no encontraron huellas del esqueleto. No se
     preocuparon mucho. Era un nuevo misterio que se añadía a los tantos
     relacionados con los Dinosaurios. Pronto se les borró de la memoria.
     Pero la aparición del esqueleto dejó una huella, en el sentido de que en
     todos ellos la idea de los Dinosaurios quedó unida a la de un triste fin,
     y en las historias que contaban ahora predominaba un acento de
     conmiseración, de pena por nuestros padecimientos. Esta compasión de nada
     me servía. ¿Compasión de qué? Si una especie había tenido jamas una
     evolución plena y rica, un reino largo y feliz, había sido la nuestra. La
     extinción era un epílogo grandioso, digno de nuestro pasado. ¿Qué podían
     entender esos tontos? Cada vez que los oía ponerse sentimentales con los
     pobres Dinosaurios, me daban ganas de tomarles el pelo, de contar
     historias inventadas e inverosímiles. En adelante la verdad sobre los
     Dinosaurios no la comprendería nadie, era un secreto que yo custodiaría
     sólo para mí.
     Una banda de vagabundos se detuvo en la aldea. Entre ellos había una
     joven. Me sobresalté al verla. Si mis ojos no me engañaban, aquella no
     tenía en las venas sólo sangre de los Nuevos: era una mulata, una mulata
     dinosauria. ¿Lo sabía? Seguramente que no, a juzgar por su desenvoltura.
     Quizá no uno de los padres, pero uno de los abuelos o bisabuelos o
     trisabuelos había sido dinosaurio, y los caracteres, la gracia de
     movimientos de nuestra progenie, volvían a aparecer en un gesto casi
     desvergonzado, irreconocible para todos, incluso para ella. Era una
     criatura graciosa y alegre; en seguida le anduvo detrás un grupo de
     cortejantes, y entre ellos el más asiduo y enamorado era Zahn.
     Empezaba el verano. La juventud daba una fiesta en el río.- ¡Ven con
     nosotros!- me invito Zahn, que después de tantas peleas trataba de hacerse
     amigo; después se puso a nadar junto a la Mulata.
     Me acerque a Flor de Helecho. Quizás había llegado el momento de buscar un
     entendimiento. -¿Qué soñaste anoche? - pregunté por iniciar una
     conversación.
     Permaneció con la cabeza baja. - Vi a un Dinosaurio que se retorcía
     agonizando. Reclinaba la cabeza noble y delicada, y sufría, sufría... Yo
     lo miraba, no podía despegar los ojos de ‚l y me di cuenta de que sentía
     un placer sutil viéndolo sufrir...
     Los labios de Flor de Helecho se estiraban en un pliegue maligno que nunca
     le había notado. Hubiera querido sólo demostrarle que en aquel juego suyo
     de sentimientos ambiguos y oscuros yo no tenía nada que ver: yo era de los
     que gozan de la vida, el heredero de una estirpe feliz. Me puse a bailar a
     su alrededor, la salpiqué con el agua del río agitando la cola.
     - ¡No se te ocurren m s que conversaciones tristes! - dije, frívolo -.
     ¡Termínala, ven a bailar!
     No me entendió. Hizo una mueca.
     - ¡Y si no bailas conmigo, bailar‚ con otra! - exclamé. Tomé por una pata
     a la Mulata, llevándomela en las propias narices de Zahn, que primero la
     miró alejarse sin entender, tan absorto estaba en su contemplación
     amorosa, después tuvo un sobresalto de celos. Demasiado tarde; la Mulata y
     yo ya nos habíamos zambullido en el río y nadábamos hacía la otra orilla,
     para escondernos en los matorrales.
     Quizás sólo quería dar a Flor de Helecho una prueba de quién era realmente
     yo, desmentir las ideas siempre equivocadas que se había hecho de mí. Y
     quizá me movía también un viejo rencor hacia Zahn, quería ostentosamente
     rechazar su nuevo ofrecimiento de amistad. O bien, más que nada, las
     formas familiares y sin embargo insólitas de la Mulata eran las que me
     daban ganas de una relación natural, directa, sin pensamientos secretos,
     sin recuerdos.
     La caravana de vagabundos partiría por la mañana. La Mulata consintió en
     pasar la noche en los matorrales. Me qued‚ haciendo el amor con ella hasta
     el alba.
     Estos no eran sino episodios efímeros de una vida por lo demás tranquila y
     escasa de acontecimientos. Había dejado hundirse en el silencio la verdad
     acerca de mí y acerca de la era de nuestro reino. Ahora de los Dinosaurios
     casi no se hablaba; tal vez nadie creía ya que hubiesen existido. Hasta
     Flor de Helecho había dejado de soñar con ellos.
     Cuando me contó: - Soñé que en una caverna quedaba el único superviviente
     de una especie cuyo nombre nadie recordaba, y yo iba a preguntárselo, y
     estaba oscuro, y yo sabía que estaba allí, y no lo veía, y sabía bien
     quién era y cómo era pero no hubiera podido decirlo, y no entendía si era
     él el que contestaba a mis preguntas o yo a las suyas... - fue para mí la
     señal de que finalmente había empezado un entendimiento amoroso entre
     nosotros, como lo deseaba desde que me había detenido por primera vez en
     la fuente y aún no sabía si me sería permitido sobrevivir.
     Desde entonces había aprendido tantas cosas, y sobre todo la forma en que
     vencen los Dinosaurios. Primero creí que desaparecer había sido para mis
     hermanos la magnánima aceptación de su derrota; ahora sabía que los
     Dinosaurios cuanto m s desaparecen m s extienden su dominio, y sobre
     selvas mucho m s inmensas que las que cubren los continentes: en la maraña
     de pensamientos del que se queda. Desde la penumbra de los miedos y las
     dudas de generaciones ahora ignoras, continuaban extendiendo el cuello,
     levantando las zarpas, y cuando la última sombra de su imagen se había
     borrado, su nombre continuaba superponiéndose a todos los significados,
     perpetuando su presencia en las relaciones de los seres vivientes. Ahora,
     borrado hasta el nombre, les aguardaba convertirse en una sola cosa con
     los moldes mudos y anónimos del pensamiento, a través de los cuales cobran
     forma y sustancia las cosas pensadas: por los Nuevos, y por los que
     vendrían aún después.
     Miré alrededor: la aldea que me había visto llegar como extranjero, ahora
     bien podía decirla mía, y decir mía a Flor de Helecho: de la manera que un
     Dinosaurio puede decirlo. Por eso, con un silencioso gesto de saludo me
     despedí de Flor de Helecho, dejé la aldea, me fui para siempre.
     Por el camino miraba los árboles, los ríos y los montes y no sabía
     distinguir los que ya estaban en los tiempos de los Dinosaurios y los que
     habían venido después. Alrededor de algunas guaridas habían acampado unos
     vagabundos. Reconocí de lejos a la Mulata, siempre agradable, un poco más
     gorda. Para que no me vieran me resguardé en el bosque y la espié. La
     seguía un hijito que apenas podía correr sobre sus piernas meneando la
     cola. ¿Cuanto tiempo hacía que yo no veía a un pequeño Dinosaurio tan
     perfecto, tan pleno de la exacta esencia de Dinosaurio, y tan ignorante de
     lo que Dinosaurio significaba?
     Lo esperé en un claro del bosque para verlo jugar, perseguir a una
     mariposa, deshacer una piña contra una piedra para sacar los piñones. Me
     acerqué. Era realmente mi hijo.
     Me miró con curiosidad. -¿Quién eres?- me preguntó.
     - Nadie - dije.- Y tú, ¿sabes quién eres?
     - ¡Claro! Lo saben todos: ¡soy un Nuevo! - dijo.
     Era exactamente lo que esperaba oír. Le acaricié la cabeza, le dije:
     - Muy bien - y me fui.
     Recorrí valles y llanuras. Llegué a una estación, tomé el tren, me
     confundí con la multitud.


Italo Calvino - Asomándose desde la Abrupta Costa




     Me estoy convenciendo de que el mundo quiere decirme algo, mandarme
     mensajes, avisos, señales. Es desde que estoy en Pëtkwo cuando lo he
     advertido. Todas las mañanas salgo de la pensión Kudgiwa para mí
     acostumbrado paseo hasta el puerto. Paso por delante del observatorio
     meteorológico y pienso en el fin del mundo que se aproxima, más aún, está
     en marcha desde hace mucho tiempo. Si el fin del mundo se pudiera
     localizar en un punto concreto, este sería el observatorio meteorológico
     de Pëtkwo: un cobertizo de palastro que se apoya en cuatro postes de
     madera un poco tambaleantes y abriga, alineados sobre una repisa,
     barómetros registradores, higrómetros, termógrafos, con sus rollos de
     papel graduado que giran con un lento tictac de relojería contra un plumín
     oscilante. La veleta de un anemómetro en la cima de una alta antena y el
     rechoncho embudo de un pluviómetro contemplan el frágil equipo del
     observatorio, que, aislado al borde de un talud en el jardín municipal,
     contra el cielo grisperla uniforme e inmóvil, parece una trampa para
     ciclones, un cebo puesto allí para atraer las trombas de aire de los
     remotos océanos tropicales, ofreciéndose ya como despojo ideal a la furia
     de los huracanes.
     Hay días en los que cada cosa que veo parece cargada de significados:
     mensajes que me sería difícil comunicar a otros, definir, traducir a
     palabras, pero que por eso mismo se me presentan como decisivos. Son
     anuncios o presagios que se refieren a mí y al mundo a un tiempo: y de mí
     no a los acontecimientos externos de la existencia sino a lo que ocurre
     dentro, en el fondo; y del mundo no a algún hecho particular sino al modo
     de ser general de todo. Comprenderéis pues mi dificultad para hablar de
     ello, salvo por alusiones.
     Lunes. Hoy he visto una mano asomar por una ventana de la prisión, hacia
     el mar. Caminaba por el rompeolas del puerto, como es mi costumbre,
     llegando hasta detrás de la vieja fortaleza. La fortaleza está toda
     encerrada en sus murallas oblicuas; las ventanas, protegidas por rejas
     dobles o triples, parecen ciegas. Aún sabiendo que allí están encerrados
     los presos, siempre he visto la fortaleza como un elemento de la
     naturaleza inerte del reino mineral. Por eso la aparición de la mano me ha
     asombrado como si hubiera salido de una roca. La mano estaba en una
     posición innatural; supongo que las ventanas están situadas en lo alto de
     las celdas y empotradas en la muralla; el preso debe haber realizado un
     esfuerzo de acróbata, mejor dicho, de contorsionista, para hacer pasar el
     brazo entre reja y reja de modo que su mano tremolase en el aire libre. No
     era una señal de un preso a mí, ni a ningún otro; en cualquier caso, yo no
     la he tomado por tal; e incluso de momento no pensé para nada en los
     presos; diré que la mano me pareció blanca y fina, una mano no diferente a
     las mías, en la cual nada indicaba la tosquedad que uno espera de un
     presidiario. Para mí ha sido como una señal que venía de la piedra: la
     piedra quería advertirme de que nuestra sustancia era común y que por ello
     algo de lo que constituye mi persona perduraría, no se perdería con el fin
     del mundo: todavía será posible una comunicación en el desierto carente de
     vida y de todo recuerdo mío. Cuento las primeras impresiones registradas,
     que son las que importan.
     Hoy he llegado al mirador bajo el cual se divisa un trocito de playa, allá
     abajo, desierta ante el mar gris. Los sillones de mimbre de altos
     respaldos curvados, en cesto, para abrigar del viento, dispuestos en
     semicírculo, parecían indicar un mundo en el cual el género humano ha
     desaparecido y las cosas no saben sino hablar de su ausencia. He
     experimentado una sensación de vértigo, como si no hiciera mas que
     precipitarme de un mundo a otro y a cada cual llegase poco después de que
     el fin del mundo se hubiese producido.
     He vuelto a pasar por el mirador al cabo de media hora. Desde un sillón
     que se me presentaba de espalda flameaba una cinta lila. He bajado por el
     abrupto sendero del promontorio, hasta una terraza donde cambia el ángulo
     visual: como me esperaba, sentada en el cesto, completamente oculta por
     las protecciones de mimbre, estaba la señorita Zwida con el sombrero de
     paja blanca, el álbum de dibujo abierto sobre las rodillas; estaba
     copiando una concha. No he estado contento de haberla visto; los signos
     contrarios de esta mañana me desaconsejaban entablar conversación; ya hace
     unos veinte días que la encuentro sola en mis paseos por escollos y dunas,
     y no deseo sino dirigirle la palabra, e incluso con este propósito bajo de
     mi pensión cada día, pero cada día algo me disuade.
     La señorita Zwida para en el hotel del Lirio Marino; ya había ido a
     preguntare su nombre al portero; quizá ella lo supo; los veraneantes de
     esta estación son poquísimos en Pëtkwo; y además los jóvenes podrían
     contarse con los dedos de una mano; al encontarme tan a menudo, ella acaso
     espera que yo un día le dirija un saludo. Las razones que sirven de
     obstáculo a un posible encuentro entre nosotros son más de una. En primer
     lugar, la señorita Zwida recoge y dibuja conchas; yo tuve una buena
     colección de conchas, hace años, cuando era adolescente, pero después lo
     dejé y lo he olvidado todo: clasificaciones, morfología, distribución
     geográfica de las diversas especies; una conversación con la señorita
     Zwida me llevaría inevitablemente a hablar de conchas y no decidirme sobre
     la actitud a adoptar: si fingir una incompetencia absoluta o bien apelar a
     una experiencia lejana y que quedo en vagarosa; es la relación con mi vida
     hechas de cosas no llevadas a término y semiborradas lo que el tema de las
     conchas me obliga a considerar; de ahí el malestar que acaba por ponerme
     en fuga.
     Agrégese a ello el hecho de que la aplicación con la que esta muchacha se
     dedica a dibujar conchas indica en ella una búsqueda de la perfección como
     forma que el mundo puede y por ende debe alcanzar; yo, al contrario, estoy
     convencido hace tiempo de que la perfección sólo se produce accesoriamente
     y por azar; por tanto no merece el menor interés, pues la verdadera
     naturaleza de las cosas sólo se revela en la destrucción; al acercarme a
     la señorita Zwida debería manifestar cierta apreciación sobre sus dibujos
     - de calidad finísima, por otra parte, por cuanto he podido ver -, y por
     lo tanto, al menos en un primer momento, fingir consentimiento a un ideal
     estético y moral que rechazo; o bien declarar de buenas a primeras mi modo
     de sentir, a riesgo de herirla.
     Tercer obstáculo, mi estado de salud que, aunque muy mejorado por la
     estancia en el mar prescrita por los médicos, condiciona mi posibilidad de
     salir y encontrarme con extraños; estoy aún sujeto a crisis intermitentes,
     y sobre todo al reagudizarse de un fastidioso eczema que me aparta de todo
     propósito de sociabilidad.
     Intercambio de vez en cuando unas palabras con el meteorólogo, el señor
     Kauderer, cuando lo encuentro en el observatorio. El señor Kauderer pasa
     siempre al mediodía, a anotar los datos. Es un hombre largo y enjuto, de
     cara oscura, un poco como un indio de América. Se adelanta en bicicleta,
     mirando fijo en sí, como si mantenerse en equilibrio en el sillín
     requiriese toda su concentración. Apoya la bicicleta en el cobertizo,
     deshebilla una bolsa colgada de la barra y saca un registro de páginas
     anchas y cortas. Sube los peldaños de la tarima y marca las cifras
     proporcionadas por los instrumentos, unas a lápiz, otras con una gruesa
     estilográfica, sin disminuir por un momento su concentración. Lleva
     pantalones bombachos bajo un largo gabán; todas sus prendas son grises, o
     de cuadritos blancos y negros, incluso la gorra de visera. Y sólo cuando
     ha llevado a término estas operaciones advierte que lo estoy observando y
     me saludo afablemente.
     Me he dado cuenta de que la presencia del señor Kuderer es importante para
     mí: el hecho de que alguien demuestre aún tanto escrúpulo y metódica
     atención, aunque sé perfectamente que todo es inútil, tiene sobre mí un
     efecto tranquilizador, acaso porque viene a compensar mi modo de vivir
     impreciso, que - pese a las conclusiones a las que he llegado – continúo
     siendo como una culpa. Por eso me paro a mirar al meteorólogo, y hasta a
     charlar con él, aunque no sea la conversación en sí lo que me interesa. Me
     habla del tiempo, naturalmente, en circunstanciados términos técnicos, y
     de los efectos de las variaciones de la presión sobre la salud, pero
     también de los tiempos inestables en los que vivimos, citando como
     ejemplos episodios de la vida local o también noticias leídas en los
     periódicos. En esos momentos revela un carácter menos cerrado de lo que
     parecía a primera vista, más aún, tiende a enfervorizarse y a volverse
     locuaz, sobre todo al desaprobar el modo de obrar y de pensar de la
     mayoría, porque es un hombre inclinado al descontento.
     Hoy el señor Kauderer me ha dicho que, teniendo el proyecto de ausentarse
     unos días, debería encontrar quien lo sustituya en la anotación de los
     datos, pero no conoce a nadie de quien pueda fiarse. Charlando de esto ha
     llegado a preguntarme si no me interesaría aprender a leer los
     instrumentos meteorológicos, en cuyo caso me enseñaría. No le he
     respondido ni que si ni que no, o al menos no he pretendido darle ninguna
     respuesta concreta, pero me he encontrado a su lado en la tarima mientras
     él me explicaba cómo establecer las máximas y las mínimas, la marcha de la
     presión, la cantidad de precipitaciones, la velocidad de los vientos. En
     resumen, casi sin darme cuenta, me ha confiado el encargo de hacer sus
     veces durante los próximos días, empezando mañana a las doce. Aunque mi
     aceptación haya sido un poco forzada, al no haberme dejado tiempo para
     reflexionar, ni para dar a entender que no podía decidir así de sopetón,
     esta obligación no me desagrada.
     
     Martes. Esta mañana he hablado por primera vez con la señorita Zwida. El
     encargo de anotar los datos meteorológicos ha desempeñado desde luego un
     papel para hacerme superar mis incertidumbres. En el sentido de que por
     primera vez en mis días Pëtkwo había algo fijado de antemano a lo cual no
     podía faltar; por eso, fuera como fuera nuestra conversación, a las doce
     menos cuarto diría: "Ah, me olvidaba, tengo que darme prisa en ir al
     observatorio porque es la hora de las anotaciones." Y me despediría, quizá
     de mala gana, quizá con alivio, pero en cualquier caso con la seguridad de
     no poder obrar de otro modo. Creo haberlo comprendido confusamente ya
     ayer, cuando el señor Kauderer me hizo la propuesta, que esta tarea me
     animaría a hablar con la señorita Zwida: pero sólo ahora tengo la cosa
     clara, admitiendo que esté clara.
      La señorita Zwida estaba dibujando un erizo de mar. Estaba sentada en un
     taburetito plegable, en el muelle. El erizo estaba patas arriba sobre la
     roca, abierto; contraía las púas tratando inútilmente de enderezarse. El
     dibujo de la muchacha era un estudio de la pulpa húmeda del molusco, en su
     dilatarse y contraerse, pintada en claroscuro, y con un bosquejo denso e
     hirsuto todo alrededor. La conversación que yo tenía en mente, sobre la
     forma de las conchas como armonía engañosa, envoltura que esconde la
     verdadera sustancia de la naturaleza, ya no venía a cuento. Tanto la vista
     del erizo como el dibujo transmitían sensaciones desagradables y crueles,
     como una víscera expuesta a las miradas. He pegado la hebra diciendo que
     no hay nada más difícil que dibujar erizos de mar: tanto la envoltura de
     púas vista desde arriba, como el molusco tumbado, pese a la simetría
     radial de su estructura, ofrecen pocos pretextos para una representación
     lineal. Me ha respondido que le interesaba dibujarlo porque era una imagen
     que se repetía en sus sueños y que quería librarse de ella. Al despedirme
     le he preguntado si podíamos vernos mañana por la mañana en el mismo
     sitio. Ha dicho que mañana tiene otros compromisos; pero que pasado mañana
     saldrá de nuevo con el álbum de dibujo y me será fácil encontrarla.
     Mientras comprobaba los barómetros, dos hombres se han acercado al
     cobertizo. No los había visto nunca; arropados, vestidos de negro, con las
     solapas levantadas. Me han preguntado si no estaba el señor Kauderer;
     despues, dónde había ido, si sabía su paradero, cuándo colvería. He
     respondido que no sabía y he preguntado quiénes eran y por qué me lo
     preguntaban.
     - Nada, no importa - han dicho, alejándose.
     
     Miércoles. He ido a llevar un ramillete de violetas al hotel para la
     señorita Zwida. El portero me ha dicho que había salido hace rato. He dado
     muchas vueltas, esperando encontrarla por azar. En la explanada de la
     fortaleza estaba la cola de los parientes de los presos: hoy es día de
     visita en la cárcel. Entre las mujercitas con pañuelos en la cabeza y los
     niños que lloran he visto a la señorita Zwida. Llevaba el rostro tapado
     por un velillo negro bajo las alas del sombrero, pero su porte era
     inconfundible: estaba con la cabeza alta, el cuello erguido y como
     orgulloso.
     En un ángulo de la explanada, como vigilando la cola de la puerta de la
     cárcel, estaban los dos hombres de negro que me habían interpelado ayer en
     el observatorio.
     El erizo, el velillo, los dos desconocidos: el color negro sigue
     apareciéndoseme en circunstancias tales que atraen mi atención: mensajes
     que interpreto como una llamada de la noche. Me he dado cuenta de que hace
     mucho tiempo que tiendo a reducir la presencia de la oscuridad en mi vida.
     La prohibición de los médico de salir después del ocaso me ha constreñido
     hace meses a los confines del mundo diurno. Pero no es sólo esto: es que
     encuentro en la luz del día, el la luminosidad difusa, pálida, casi sin
     sombras, una oscuridad más espesa que la de la noche.
     Miércoles por la noche. Cada tarde paso las primeras horas de oscuridad
     pergeñando estas páginas que no sé si alguien leerá jamás. El globo de
     pasta de vidrio de mi habitación en la Pensión Kudgiwa ilumina el fluir de
     mi escritura quizá demasiado nerviosa para que un futuro lector pueda
     descifrarla. Quizá este diario salga a la luz muchísimos años después de
     mi muerte, cuando nuestra lengua haya sufrido quién sabe que
     transformaciones y algunos de los vocablos y giros usados por mí
     corrientemente suenen insólitos y de significado incierto. En cualquier
     caso, quien encuentre este diario tendrá una ventaja segura sobre mí: de
     una lengua escrita es siempre posible deducir un vocabulario y una
     gramática, aislar las frases, transcribirlas o parafrasearlas en otra
     lengua, mientras que yo estoy tratando de leer en la sucesión de las cosas
     que se me presentan cada día, las intenciones del mundo respecto a mí, y
     avanzo a tientas, sabiendo que no puede existir ningún vocabulario que
     traduzca a palabras el peso de oscuras alusiones que se ciernen sobre las
     cosas. Quisiera que este aletear de presentimientos y dudas llegase a
     quien me lea, no como un obstáculo accidental para la comprensión de lo
     que escribo, sino como su sustancia misma; y sí la marcha de mis
     pensamientos parece huidiza a quien trate de seguirla partiendo de hábitos
     mentales radicalmente cambiados, lo importante es que le sea transmitido
     el esfuerzo que estoy realizando para leer entre las líneas de las cosas
     el sentido evasivo de lo que me espera.
     
     Jueves. Gracias a un permiso especial de la dirección - me ha explicado la
     señorita Zwida - puedo entrar en la cárcel los días de visita y sentarme
     en la mesa del locutorio con mis holas de dibujo y el carboncillo. La
     sencilla humanidad de los parientes de los presos ofrece temas
     interesantes para estudios del natural.
     Yo no le había hecho ninguna pregunta, pero al advertir que la había visto
     ayer en la explanada, se había creído en la obligación de justificar su
     presencia en aquel lugar. Hubiese preferido que no me dijese nada, porque
     no siento la menor atracción por los dibujos de figuras humanas y no
     habría sabido comertárselos si ella me los hubiese enseñado, cosa que no
     ocurrió. Pense que acaso esos dibujos estuvieran encerrados en una carpeta
     especial, que la señorita Zwida dejaba en las oficinas de la cárcel de una
     vez para otra, dado que ella ayer - lo recordaba bien- no llevaba consigo
     el inseparable álbum encuadernado ni el estuche de los lápices.
     -Si supiera dibujar, me aplicaría solamente a estudiar la forma de los
     objetos inanimados - dije con cierta perentoriedad, porque quería cambiar
     de conversación y también porque de veras una inclinación natural me lleva
     a reconocer mis estados de ánimo en el inmóvil sufrimiento de las cosas.
     La señorita Zwida se mostró al punto de acuerdo: el objeto que dibujaría
     más a gusto, dijo, era una de esas anclitas de cuatro uñas llamadas
     "rezones", que usan los barcos de pesca. Me señaló algunas al pasar junto
     a las barcas atracadas en el muelle, y me explicó las dificultades que
     presentaba dibujar los cuatro ganchos en sus diversas inclinaciones y
     perspectivas. Comprendí que el objeto encerraba un mensaje para mí y que
     debía descifrarlo: el ancla, una exhortación a fijarme, a engancharme, a
     tocar fondo, a poner fin a mi estado fluctuante, a mi mantenerme en la
     superficie. Pero esta interpretación podía dar paso a dudas: podía también
     ser una invitación a zarpar, a lanzarme a mar abierto. Algo en la forma
     del rezón, los cuatro dientes remachados, los cuatro brazos de hierro
     gastados al arrastrarse contra las rocas del fondo, me prevenían de que
     cualquier decisión produciría laceraciones y sufrimientos. Para mi alivio
     quedaba el hecho de que no se trataba de una pesada ancla de alta mar,
     sino una ágil anclita: no se me pedía, pues que renunciase a la
     disponibilidad de la juventud, sino sólo que me detuviera un momento, que
     reflexionase, que sondease la oscuridad de mí mismo.
     - Para dibujar a mis anchas ese objeto desde todos los puntos de vista -
     dijo Zwida - debería poseer uno para tenerlo conmigo y familiarizarme con
     él. Cree que podría comprarle uno a un pescador?
     - Se puede pregunta - dije.
     - ¿Por qué no prueba usted a comprarme uno? No me atrevo a hacerlo yo
     misma, porque una señorita de la ciudad que se interesa por un tosco
     utensilio de pescadores suscitaría cierto estupor.
     Me vi a mí mismo en el acto de presentarle el rezón de hierro como si
     fuese un ramo de flores; la imagen en su incongruencia, tenía algo de
     estridente y feroz. Con certeza se ocultaba en ello un significado que se
     me escapaba; y prometiéndome meditarlo con calma respondí que sí.
     Quisiera que el rezón estuviera sujeto a su cuerda de amarre - precisó
     Zwida. - Puedo pasar horas sin cansarme dibujando un montón de sogas
     enrolladas. Compre, pues, también una cuerda muy larga: diez, incluso doce
     metros.
     Jueves por la noche. Los médicos me han dado permiso para un uso moderado
     de bebidas alcohólicas. Para festejar la noticia, a la puesta del sol he
     entrado en la posada "La Estrella de Suecia", a tomar una taza de ron
     caliente. En torno al mostrador había pescadores, aduaneros, mozos de
     cordel. Sobre todas las voces dominaba la de un anciano con uniforme de
     guardia de la cárcel, que disparataba ebriamente en un mar de chácharas: -
     Y todos los miércoles la damisela perfumada me da un billete de cien
     coronas para que la deje sola con el detenido. Y el jueves las cien
     coronas ya se han ido en cerveza. Y cuando a terminado la hora de la
     visita la damisela sale con el tufo de la prisión en su traje elegante; y
     el detenido vuelve a la celda con el perfume de la damisela en sus ropas
     de presidiario. Y yo me quedo con el olor de la cerveza. La vida no es más
     que un intercambio de olores.
      - La vida y también la muerte, puedes jurarlo - terció otro borracho,
     cuya profesión era, como me enteré enseguida, sepulturero. - Yo con el
     olor a cerveza trato de quitarme de encima el olor a muerto. Y sólo el
     olor a muerto te quitará de encima el olor a cerveza, como a todos los
     bebedores a quienes me toca cavarles la fosa.
     He tomado este diálogo como una advertencia a estar en guardia: el mundo
     se va deshaciendo e intenta arrastrarme en su disolución.
     
     Viernes. El pescador se volvió desconfiado de repente: - ¿Y para qué la
     quiere? ¿Qué hace usted con un rezón?
     Eran preguntas indiscretas; habría debido responder: "Dibujarlo" pero
     conocía la renuencia de la señorita Zwida a exhibir su actividad artística
     en un ambiente que no es capaz de apreciarla; además, la respuesta exacta,
     por mi parte, habría sido: "Pensarlo, y figurémonos si me iban a entender.
     - Asuntos míos - respondí. Habíamos empezado a conversar afablemente, dado
     que nos habíamos conocido ayer por la noche en la posada, pero de
     improviso nuestro diálogo se había vuelto brusco.
     - Vaya a una tiendo de efectos navales - cortó en seco el pescador -. Yo
     mis cosas no las vendo.
     Con el tendero me sucedió lo mismo: apenas hice mi petición se le
     ensombreció el rostro. - No podemos vender estas cosas a forasteros - dijo
     - No queremos problemas con la policía. Y una cuerda de doce metros,
     encima..., No es que sospeche de usted, pero no sería la primera vez que
     alguien lanza un rezón hasta las rejas de la cárcel para que se evada un
     preso...
     La palabra "evadir" es una de esas que no puedo oír sin abandonarme a un
     laboreo sin fin de la mente. La búsqueda del ancla en que me he metido
     parece indicarme la vía de una evasión, acaso de una metamorfosis, de una
     resurrección. Con un escalofrío alejo del pensamiento de que la prisión
     sea mi cuerpo mortal y la evasión que me espera sea el apartamiento del
     alma, el inicio de la vida ultraterrena.
     
     Sabado. Era mi primera salida nocturna tras muchos meses y eso me
     inspiraba no poca aprensión, sobre todo por los resfriados de cabeza a que
     estoy sometido, tanto que, antes de salir, me enfundé un pasamontañas y
     encima un gorro de lana y, todavía, el sombrero de fieltro. Así arropado,
     y además con una bufanda en torno al cuello y otra entorno a los riñones,
     el chaquetón de lana, el chaquetón de pelo y el chaquetón de cuero, las
     botas forradas, podía recobrar cierta seguridad. La noche, como pude
     comprobar luego, era apacible y serena. Pero seguía sin entender por qué
     el señor Kauderer necesitaba citarme en el cementerio en plena noche, con
     un billete misterioso, que me fue entregado congran secreto. Si había
     regresado, por qué no podíamos vernos como todos los días? Y si no había
     regresado, a quién iba a encontrar en el cementerio?
     Quien me abrió la puerta fue el sepulturero al que había conocido ya en la
     posada "La Estrella Sueca". -
     Busco al señor Kauderer - le dije.
     Respondió: - El señor Kauderer no está. Pero como el cementerio es la casa
     de los que no están, entré.
     Avanzaba entre las lápidas cuando me rozó una sombra veloz y crujiente;
     frenó y bajó del sillín. – ¡Señor Kauderer! - exclamé, maravillado de
     verlo andar en bicicleta entre las tumbas con el faro apagado.
     - ¡Chist! - me calló. - Comete usted grandes imprudencias. Cuando le
     confié el observatorio no suponía que se iba a comprometer en un intento
     de evasión. Sepa que nosotros somos contrarios a las evasiones
     individuales. Hay que dar tiempo al tiempo. Tenemos un plan más general
     que llevar adelante, a más largo plazo.
     Al oírle decir "nosotros" con un amplio gesto a su alrededor, pensé que
     hablaba en nombre de los muertos. Eran los muertos, de quienes el señor
     Kauderer era evidentemente el portavoz, los que declaraban que no querían
     aceptarme aún entre ellos. Experimenté un indudable alivio.
     Por culpa suya tendré que prolongar mi ausencia - agregó. - Mañana o
     pasado lo llamará el comisario de policía, que lo interrogará a propósito
     del ancla de rezón. Ándese con ojo para no mezclarme en ese asunto; tenga
     en cuenta que las preguntas del comisario tenderán todas a hacerle admitir
     algo referente a mi persona. Usted de mi no sabe nada, salvo que estoy de
     viaje y no he dicho cuándo volveré. Puede decir que le rogué que me
     sustituyera en la anotación de los datos unos cuantos días. Por lo demás,
     a partir de mañana está dispensado de ir al observatorio.
     - ¡No, eso no! - exclamé, presa de una repentina desesperación, como si en
     ese momento me diera cuenta de que sólo la comprobación de los
     instrumentos meteorológicos me ponía en condiciones de señorear las
     fuerzas del universo y reconocer el ellas un orden.
     
     Domingo. Con la fresca he ido al observatorio meteorológico, he subido a
     la tarima y me he quedado allí de pie escuchando el tictac de los
     instrumentos registradores como la música de las esferas celestes. El
     viento corría por el cielo matutino transportando suaves nubes; las nubes
     se disponían en festones de cirros, después en cúmulos; hacia las nueve y
     media hubo un chaparrón y el pluviómetro conservó unos cuantos
     centilitros; lo siguió un arcoiris parcial, de breve duración; el cielo
     volvió después a oscurecerse, la plumilla del barógrafo descendió trazando
     una línea casi vertical; retumbó el trueno y empezó a granizar. Yo desde
     allá arriba en la cima sentía que tenía en mis manos los escampos y las
     tormentas, los rayos y la calígine; no como un dios, no, no me crean loco,
     no me sentía Zeus tonante, sino un poco como un director de orquesta que
     tiene delante la partitura ya escrita y sabe que los sonidos que sufren
     los instrumentos responden a un destino cuyo principal custodio y
     depositario es él. El cobertizo de palastro resonaba como un tambor bajo
     los chaparrones; el anemómetro remolineaba; aquel universo todo estallidos
     y saltos era traducible en cifras para alinearlas en mi registro; una
     calma soberana presidía la trama de los cataclismos.
     En ese momento de armonía y plenitud un crujido me hizo bajar la mirada.
     Acurrucado entre los peldaños de la tarima y los postes de sostén del
     cobertizo había un hombre barbudo, vestido con una tosca chaqueta de rayas
     empapada de lluvia. Me miraba con firmes ojos claros.
     - Me he evadido - dijo -. No me traicione. Tendría que ir a avisar a una
     persona. ¿Quiere? Vive en el hotel del Lirio Marino.
     Sentí al punto que en el orden perfecto del universo se había abierto una
     brecha, un desgarrón irreparable.



Italo Calvino - El tío Acuático




      Los primeros vertebrados que en el Carbonífero abandonaron la vida
     acuática por la terrestre, derivaban de los peces óseos pulmonados cuyas
     aletas podían girar debajo del cuerpo y utilizarse como patas en la tierra.

     Era evidente que en adelante los tiempos del agua habían terminado
     -recordo el viejo Ofwfq-, los que se decidían a dar el gran paso eran cada
     vez más numerosos, no había familia que no tuviera alguno de los suyos en
     lugar seco, todos contaban cosas extraordinarias de lo que se podía hacer
     en tierra firme y llamaban a los parientes. Entonces a los peces jóvenes
     no había quien los contuviera, agitaban las aletas en las orillas de barro
     para ver si funcionaban como patas, como había sucedido con los mas
     dotados. Pero justamente en aquellos tiempos se acentuaban las diferencias
     entre nosotros: había la familia que vivía en tierra desde varias
     generaciones atrás, y en la que los jóvenes ostentaban maneras que ya no
     eran ni siquiera de anfibios sino casi de reptiles; y había quien se
     demoraba todavía en hacerse el pez, e incluso se volvía mas pez de lo que
     había sido ser pez en otro tiempo.
     Nuestra familia, debo decirlo, con los abuelos a la cabeza, pataleaba en
     la playa sin faltar uno, como si nunca hubiéramos conocido otra vocación.
     De no ser por la obstinación del tío abuelo N'ba N'ba, los contactos con
     el mundo acuático se hubieran perdido hacia rato.
     Si, teníamos un tío abuelo pez, y precisamente por parte de mi abuela
     paterna, nacida de los Celacantos del Devoniano (de los de agua dulce, los
     que al final serian primos de los otros, pero no quiero detenerme en los
     grados de parentesco, total nadie consigue seguirlos). Este tío abuelo
     habitaba, pues, ciertas aguas bajas y legamosas, entre raíces
     protoconiferas, en el brazo de laguna donde habían nacido todos nuestros
     viejos. No se movía jamas de allí: en cualquier estación bastaba asomarse
     sobre los estratos de vegetación mas fofos hasta sentir que uno se hundía
     en suelo mojado, y allí abajo, a pocos palmos de la orilla, veíamos la
     columna de burbujitas que mandaba arriba bufando, como hacen los
     individuos de edad, o la nubecita de fango que raspaba con su hocico
     agudo, siempre hurgoneando, mas por costumbre que por buscar algo.
     -¡Tio N'ba N'ba! ¡Venimos a verlo! ¿Nos esperaba?- gritábamos, chapoteando
     en el agua con las patas y la cola para atraer su atención -. ¡Le hemos
     traido insectos nuevos que crecen donde vivimos! ¡Tío N'ba N'ba! ¿Vio
     alguna vez cucarachas tan grandes? Pruebe, a ver si le gustan ...
     -!Con esas cucarachas hediondas pueden limpiarse las verrugas asquerosas
     que tienen en el lomo!
     - La respuesta del tío abuelo era siempre una frase de este tipo, o quizás
     mas grosera todavía; siempre nos recibía así, pero no le hacíamos caso
     porque sabíamos que al cabo de un rato terminaba por calmarse, agradecer
     los regalos y conversar con tono mas cortes.
     -¿Que verrugas, tío N'ba N'ba? ¿Cuando nos ha visto una verruga?
     Eso de las verrugas era un prejuicio de los viejos peces: que a nosotros,
     que vivíamos en lugar seco, nos habían salido en todo el cuerpo muchísimas
     verrugas que rezumaban un liquido, lo cual era cierto, si, pero solo para
     los sapos, que nada tenían que ver con nosotros; al contrario, nuestra
     piel era lisa y resbalosa como jamas la había tenido ningún pez; y el tío
     abuelo lo sabia perfectamente, pero no renunciaba a enjaretar en sus
     discursos todas las calumnias y las prevenciones en que se había criado.
     Ibamos a visitar al tío abuelo una vez al año, toda la familia al mismo
     tiempo. Era también una ocasión para encontrarnos todos, dispersos como
     estabamos en el continente, y discutir viejos asuntos de interés que
     habían quedado en suspenso.
     El tío abuelo terciaba incluso en cuestiones que estaban de el a
     kilómetros y kilómetros de tierra firme, como por ejemplo el reparto de
     las zonas de caza de la libélula, y daba la razón a unos o a otros según
     criterios suyos, que eran también siempre acuáticos. -¿Pero no saben que
     el que caza en el fondo siempre lleva ventaja al que caza en la
     superficie? ¿De que se quejan, entonces?
     - Pero tío, mire, no es cuestión de superficie o de fondo: yo estoy al pie
     de la colina y el en la mitad de la cuesta... Las colinas, recuerde,
     tío... Y el: -Al pie de los escollos es donde hay siempre los mejores
     camarones.- No había manera de hacerle aceptar como posible una realidad
     diferente de la suya.
     Y sin embargo su juicio seguía teniendo autoridad sobre todos nosotros:
     terminábamos por pedirle consejo sobre hechos que no entendía, aunque
     supiéramos que podía cometer un error garrafal. Quizás su autoridad le
     venia justamente de ser vestigio del pasado, de usar viejos modismos,
     como: -!Y baja un poco las aletas compadre! - cuyo significado ni siquiera
     entendíamos bien.
     Tentativas de llevarlo a tierra con nosotros habíamos hecho varias y
     seguimos haciéndolas; aun mas, en este punto nunca se había extinguido la
     rivalidad entre as varias ramas de la familia, por que el que consiguiera
     llevarse al tío abuelo a su casa se encontraría en una posición digamos
     preeminente con respecto a toda la parentela. Era una rivalidad inútil,
     por que el tío abuelo ni soñaba con dejar la laguna.
     -Tío, a sus años, si supiera que poco nos gusta dejarlo así siempre solo,
     con esa humedad... Sabe, se nos ha ocurrido una idea... - empezábamos.
     -Me esperaba que lo entendieran -interrumpía el viejo pez-. El gusto de
     patalear en tierra seca ya se lo han dado, es hora de que vuelvan a vivir
     como seres normales. Aquí hay agua para todos, y en cuanto a comer, la
     estación de las lombrices nunca ha sido mejor. Métanse en el agua
     enseguida y no se hable mas.
     -Pero no, tío N'ba N'ba, ¿que esta pensando? Nosotros queríamos llevarlo a
     un pradito. Vera que bien se encuentra. Le haremos un pocito húmedo,
     fresco: puede dar todas las vueltas que quiera igual que aquí; podrá
     también dar unos pasos alrededor, vera que bien le sienta. Y además a su
     edad el clima de la tierra es mas adecuado. Vamos tío N'ba N'ba, no se
     haga de rogar mas: ¿viene?
     -!No! -era la respuesta seca del tío abuelo, y metiéndose de nariz en el
     agua desaparecía de nuestra vista.
     En un bufido a flor de agua, antes de hundirse con un coletazo todavía
     ágil, nos llegaba la ultima respuesta del tío abuelo: -!Nada de panza en
     el barro quien tiene pulgas entre las escamas! -que debía de ser un modo
     de decir de sus tiempos (del mismo tipo de nuestro proverbio nuevo y mucho
     mas conciso: "Al que le pique, que se rasque"), con aquella expresión
     "barro" que seguí usando en todas las ocasiones en que nosotros decíamos
     "tierra".
     Por aquella época me enamore. Pasaba los días con Lii, persiguiéndonos;
     ágil como ella nunca se había visto ninguna; a los helechos, que en aquel
     tiempo eran tan altos como arboles, Lii subía hasta la cima de un envión,
     y las cimas se inclinaban casi hasta el suelo, y ella bajaba de un salto y
     proseguía su carrera: yo, con movimientos un poco mas lentos y torpes, la
     seguía. Nos internábamos tierra adentro donde ninguna huella había marcado
     jamas el suelo seco y costroso; a veces me detenía espantado de haberme
     alejado tanto de la zona de las lagunas. Pero nada parecía tan lejos de la
     vida acuática como ella, Lii: los desiertos de arena y piedra, las
     praderas, la espesura de los montes, los relieves rocosos, las montañas de
     cuarzo, ese era su mundo: un mundo como hecho a propósito para ser
     escrutado por los ojos oblongos y recorrido por su paso sinuoso. Mirando
     su piel lisa parecía que nunca hubieran existido placas o escamas.
     Los parientes de Lii me cohibían un poco: eran una de esas familias que
     por haberse establecido en la tierra una época mas antigua, habían
     terminado por convencerse de que estaban allí desde siempre; una de esas
     familias en las que hasta los huevos se ponían en un ligar seco,
     protegidos por una cascara resistente; y mirando a Lii en sus brincos, en
     sus movimientos fulminantes, se veía que había nacido tal como era ahora,
     de uno de aquellos huecos calientes de arena y de sol, saltándose a pies
     juntillas la fase nadante y melómana del renacuajo, todavía obligada en
     nuestras familias menos evolucionadas.
     Había llegado el momento en que Lii conociese a los míos, y como el mas
     anciano y autorizado de la familia era el tío N'ba N'ba, no podía dejar de
     hacerle una visita para presentarle a mi novia. Pero cada vez que se
     presentaba la oportunidad, la postergaba lleno de confusión: conociendo
     los prejuicios en que la habían criado, aun no me había atrevido a decir a
     Lii que mi tío abuelo era un pez.
     Un ida nos habíamos internado en uno de aquellos aguanosos promontorios
     que rodean a la laguna, donde el duelo mas que arena esta formado por
     marañas de raíces y vegetación marchita. Lii me lanzo uno de sus
     habituales desafíos o pruebas de coraje:
     -Qfwfq, ¿hasta donde eres capaz de mantener el equilibrio? !A ver quien
     corre mas por la orilla! - y se lanzo adelante con sus piruetas de tierra
     firme, pero un poco vacilante.
     Esta vez me sentía capaz no solo de emularla, sino de vencerla, porque en
     terreno húmedo mis patas encontraban mejor asidero. -!Hasta la orilla
     cuando quieras! -exclame- !y quizás todavía mas allá!
     -!No digas tonterías! -me contestó-. Mas allá de la orilla, ¿como vas a
     correr? !Esta el agua!
     Tal vez era el momento favorable para sacar el tema de mi tío abuelo. -¿Y
     que?- le dije- Hay quien corre mas allá de la orilla y quien mas acá.
     -!Estas diciendo cosas sin pies no cabeza! -!Digo que mi tío abuelo N'ba
     N'ba esta en el agua como nosotros en tierra, y nunca ha salido de ella!
     -!Aja! !Quisiera conocer a ese N'ba N'ba! No había terminado de decirlo y
     en la turbia superficie de la laguna gorgotearon burbujitas, se formaron
     algunos remolinos y afloro un hocico todo cubierto de escamas espinosas.
     -Bueno, aquí estoy, ¿que hay? -dijo el tío abuelo, mirando a Lii con ojos
     redondos e inexpresivos como piedras y haciendo latir las branquias a los
     lados del enorme gaznate. Jamas el tío abuelo me había parecido tan
     distinto de nosotros: un monstruo hecho y derecho.
     -Tio, si me permite, esta... tengo el gusto de presentarle a... mi
     prometida, Lii -y señale a mi novia, que quien sabe por que se había
     incorporado sobre las patas de atrás, en una de sus actitudes mas
     rebuscadas y por cierto menos gratas para aquel viejo zafio.
     -¿De modo, señorita, que ha venido a mojarse un poco la cola? -dijo el tío
     abuelo, una frase que en su tiempo quizá fuera una galantería, pero que a
     nosotros nos sonaba directamente indecente.
     Mire a Lii, seguro de verla pegar media vuelta y largarse con un chillido
     escandalizado. Pero no había calculado cuan fuerte era en ella lo que le
     habían enseñado: "ignorar toda vulgaridad del mundo circundante".
     - Escuche, esa plantitas - dice, desenvuelta, y señala ciertas juncias que
     crecían gigantescas en medio de la laguna-, dígame, las raíces, ¿donde se
     hunden?
     Una pregunta de las que se hacen para seguir la conversación, !que podía
     importarle a ella las juncias! Pero aprecia que el tío abuelo no esperaba
     nada mejor para ponerse a explicar el porque y el como de las raíces de
     los arboles flotantes y la forma en que podía nadar entre ellas, mas
     todavía: los mejores lugares para cazar están allí debajo. No la terminaba
     nunca. Yo bufaba, trataba de interrumpirlo. Pero en cambio, ¿que hace la
     impertinente? ¿No se pone a darle cuerda? -Ah, si, ¿usted caza entre las
     raíces flotantes? !Que interesante! Yo quería que me tragara la tierra de
     vergüenza. Y el: -No son cuentos: ¡Allí hay lombrices como para darse un
     atracón! -Y sin pensarlo mas, se zambulle. Una zambullida ágil, como nunca
     se la había visto; y un salto en alto: brinca fuera del agua cuan largo
     es, con las escamas todas manchadas, desplegando los abanicos espinosos de
     las aletas; después de describir en el aire un lindo semicírculo, vuelve a
     caer sumergiéndose de cabeza, y desaparece rápido con una especie de
     movimiento en espiral de la cola falcada.
     Ante ese espectáculo, el discursito que me había preparado para
     justificarme apresuradamente ante Lii, aprovechando el alejamiento del tío
     abuelo: "Sabes, hay que comprenderlo, con esa idea fija de vivir como un
     pez, ha terminado por parecerse a un pez de verdad...", se me atraganto.
     Ni yo mismo sabia hasta que punto era pez el hermano de mi abuela. Dije
     apenas: -Lii, es tarde, vamos... - y ya el tío desaparecía sosteniendo
     entre sus labios de escualo un festón de lombrices y algunas babosas.
     No podía creerlo cuando nos despedimos, pero trotando en silencio detrás
     de Lii pensaba que ahora ella comenzaría a hacer sus comentarios, es
     decir, que todavía no había llegado lo peor para mi. Y entonces Lii, sin
     detenerse, se vuelve apenas hacia mi y: - !Simpático tu tío! - dice, y
     nada mas. Frente a su ironía, ya mas de una vez me había sentido
     desarmado; pero el frío glacial que me dio esta respuesta fue tal que
     hubiera preferido no verla mas antes de enfrentar nuevamente el tema. Pero
     seguimos viéndonos, saliendo juntos, y no volvió a hablar del episodio de
     la laguna. Yo me sentía inseguro: era inútil que tratara de convencerme de
     que ella se había olvidado; cada tanto me asaltaba la sospecha de que se
     callaba para poder avergonzarme de alguna manera clamorosa, delante de los
     suyos, o de que - y esta hipótesis era todavía peor para mi- solo por
     compasión es esforzaba por hablar de otra cosa. Hasta que, de buenas a
     primeras, una buena mañana so sale diciéndome: -Oye, ¿no me llevas mas a
     ver a tu tío?
     Con un hilo de voz pregunte: - ¿Estas bromeando? Pero no, hablaba en
     serio, no veía la hora de volver a echar un parrafito con el viejo N'ba
     N'ba. Yo ya no entendía nada.
     Aquella vez, la visita a la laguna fue mas larga. Nos tendimos los tres en
     una orilla e declive, el tío abuelo mas bien del lado del agua, pero
     también nosotros a medias sumergidos, tanto que viéndonos de lejos,
     estaríamos uno junto al otro, no se hubiera sabido quien era el terrestre
     y quien acuático.
     El pez empezó con su tema habitual: la superioridad de la respiración en
     el agua con respecto a la aérea, con todo su repertorio de vituperios:
     "!Ahora Lii le salta encima y le devuelve la pelota!", pensaba yo. Pero se
     ve que aquel día Lii empleaba otra táctica: discutía con aplicación,
     defendiendo nuestros puntos de vista, pero como si tomara muy en serio los
     del viejo N'ba N'ba.
     Las tierras emergidas, según el tío abuelo, eran un fenómeno limitado:
     desaparecían como habían aparecido o, en todo caso, sufrían continuos
     cambios: volcanes, helamientos, terremotos, corrugaciones, mutaciones de
     clima y de vegetación. Y nuestra vida en medio de todo eso tendría que
     hacer frente a transformaciones continuas, en las cuales poblaciones
     enteras desaparecerían y solo sobreviviría el que estaba dispuesto a
     cambiar las bases de la propia existencia tanto en las razones por las
     cuales valía la pena vivir serian simplemente distintas y se olvidarían.
     Una perspectiva que se daba de narices con el optimismo en que nosotros,
     hijos de la costa, habíamos sido criados y que yo rebatía con protestas
     escandalizadas. Pero para mi, la verdadera, viviente refutación de
     aquellos argumentos era Lii: veía en ella la forma perfecta, definida,
     nacida de la conquista de los territorios emergidos, la suma de las
     nuevas, ilimitadas posibilidades que se abrían. ¿Como podía el tío abuelo
     pretender negar la realidad encarnada por Lii? Yo ardía de pasión polémica
     y me parecía que mi compañera se mostraba demasiado paciente y comprensiva
     con nuestro contradictor.
     Es cierto que aun para mi - que estaba habituado a oír de boca del tío
     abuelo solo refunfuños e improperios - esta argumentación tan bien hilada
     sonaba como una novedad, aunque aderezada de expresiones anticuadas y
     enfáticas y con la comicidad que le daba su característica tonada. Pasmaba
     también oírle dar pruebas de una competencia minuciosa - aunque totalmente
     exterior- acerca de la tierras continentales.
     Pero Lii, con sus preguntas, trataba de hacerle hablar lo más posible de
     la vida debajo del agua; y desde luego este era el tema sobre el cual la
     argumentación del tío abuelo era mas precisa y por momentos conmovida.
     Frente a las incertidumbres de la tierra y del aire, lagunas y mares y
     océanos representaban un futuro de seguridad. Allí los cambios serian
     mínimos, los espacios y provisiones sin limites, la temperatura
     encontraría siempre su equilibrio, en una palabra, la vida se conservaría
     como se había desenvuelto hasta ahora, en sus formas plenas y perfectas,
     sin metamorfosis o añadidos de dudoso éxito, y cada uno podía ahondar en
     la propia naturaleza, llegar a la esencia de si mismo y de toda cosa. El
     tío hablaba del porvenir acuático sin adornos o ilusiones, no se le
     ocultaba los problemas incluso graves que se presentarían (el mas
     inquietante de todos: el aumento de salinidad); pero eran problemas que
     trastornarían los valores y las proporciones en las que el creía.
     -¡Pero nosotros ahora galopamos por valles y montañas, tío! - exclame, en
     mi nombre y sobretodo en el de Lii, que en cambio estaba callada.
     -¡Anda, renacuajo, que en cuanto te pones en remojo te sientes como en tu
     casa! - me apóstrofo, volviendo al tono que siempre había oído emplear con
     nosotros.
     -¿No cree, tío, que si ahora quisiéramos aprender a respirar bajo el agua
     seria demasiado tarde? - pregunto Lii, seria, y yo no sabia si sentirme
     halagado porque había llamado tío a mi viejo pariente, o desorientado
     porque ciertas preguntas (por lo menos así estaba yo acostumbrado a
     pensar) no se plantean siquiera.
     -¡Si te interesa, estrella - dijo el pez -, te enseño en seguida!
     Lii lanzo una carcajada extraña y finalmente se echo a correr, a correr
     tanto que yo no podía seguirla.
     La busqué por llanuras y colinas, llegue a la cima de un espolón de
     basalto que dominaba en torno el paisaje de desiertos y bosques circundado
     por las aguas. Lii estaba allí. Claro, era esto lo que había querido
     decirme - !yo la había entendido !- cuando escuchaba a N'ba N'ba y después
     al escapar y refugiarse allá arriba: que había que estar en nuestro mundo
     con la misma fuerza con que el viejo pez estaba en el suyo.
     - Yo estaré como el tío allá - grite, farfullando un poco, después me
     corregí -: !Estaremos los dos, juntos! - porque era cierto que sin ella no
     me sentía seguro.
     Y entonces Lii ¿qué me contesto? Todavía hoy me ruborizo, a tantas eras
     geológicas de distancia, me ruborizo al recordarlo. Respondio: ¡Anda
     renacuajo, te faltan uñas para guitarrero! - y yo no sabia si quería
     remedar al tío abuelo para burlarse de él y de mi al mismo tiempo, o si de
     veras había adoptado como suya la actitud de aquel viejo carcamal hacia el
     sobrino nieto, y tanto una como otra hipótesis eran desalentadoras, porque
     las dos significaban que ella me consideraba a mitad de camino, alguien
     que no estaba cómodo ni en un mundo ni en el otro.
     ¿La había perdido? En la duda me precipite a reconquistarla. Empece por
     las proezas: en la caz de insectos voladores, en el salto, en la
     excavación de cuevas subterráneas, en la lucha con los mas fuertes de los
     nuestros. Me enorgullecía de mi mismo, pero cada vez que hacia algo
     esforzado, ella no estaba presente para verme: desaparecía continuamente,
     no se sabia donde iba a esconderse.
     -¡Sabes - me dijo, contenta al verme -, las patas funcionan perfectamente
     como aletas!
     - Que inteligente, lindo paso adelante - no pude menos de comentar con
     sarcasmo.
     Era un juego para ella, yo comprendía. Pero un juego que no me gustaba.
     Debía llamarla a la realidad, al futuro que nos aguardaba.
     Un día la espere en medio de un bosque de altos helechos que se desplomaba
     en el agua.
     - Lii, tengo que hablarte - dije apenas la vi -, ya te has divertido
     bastante. Tenemos cosas mas importantes por delante. He descubierto un
     pasaje en la cadena de montes: del otro lado se extiendo una inmensa
     llanura de piedra, hace poco abandonada por las aguas. Seremos los
     primeros en establecernos allí, poblaremos territorios ilimitados,
     nosotros y nuestros hijos.
     - El mar es ilimitado - dijo Lii.
     - Déjate de repetir las patrañas de ese viejo chocho. El mundo es del que
     tiene piernas, no de los peces, lo sabes.
     - Lo que se es que el es alguien - dijo Lii.
     -¿Y yo?
     - No hay nadie con piernas que sea como el.
     -¿Y tu familia?
     - Nos hemos peleado. No han entendido nunca nada.
     -¡Estas loca! !No se puede volver atrás!
     - Yo si.
     -¿Y que vas a hacer sola con un viejo pez?
     - Casarme con é. Volverme pez con él. Y echar al mundo otros peces. Adiós.
     Y gateando como solía, subió hasta la cima de una alta hoja de helecho, la
     inclino hacia la laguna y se dejo caer, zambulliéndose. Reapareció, pero
     no estaba sola: la robusta cola falcada del tío abuelo N'ba N'ba afloro
     junto a la suya y juntos hendieron el agua.
     Fue un duro revés para mi. Pero al fin, ¿qué hacerle? Seguí mi camino en
     medio de las transformaciones del mundo, también yo transformándome. Cada
     tanto, entre las muchas formas de los seres vivos encontraba a alguno que
     "era alguien" en mayor medida que yo: uno que anunciaba el futuro,
     ornitorrinco que amamanta al pichón salido del huevo, jirafa desvaída en
     medio de la vegetación todavía baja; o que testimoniaba un pasado sin
     retorno, dinosaurio superviviente después del comienzo del Cenozoico, o
     bien -cocodrilo- un pasado que había encontrado la manera de mantenerse
     inmóvil a través de los siglos. Todos tenían algo, lo se, que los hacia de
     algún modo superiores a mi, sublimes, y que hacia de mi, por comparación,
     un mediocre. Y sin embargo no me hubiera cambiado por ninguno de ellos.