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jueves, 19 de junio de 2014

Sabiduría Divina

Quién mira afuera, sueña; quién mira adentro, despierta.
(Carl Gustav Jung)
Los grandes espíritus siempre han encontrado oposición violenta de los mediocres. Éstos últimos no pueden entender cuando un hombre no se rinde sin pensar a prejuicios hereditarios, sino que franca y valientemente usa su inteligencia.
(Albert Einstein)
Todas las verdades son fáciles de entender una vez que son descubiertas; el punto es descubrirlas.
(Galileo)
No intentes estudiar la más elevada de todas las ciencias si no has decidido de antemano entrar en el sendero de la Virtud, porque aquellos que no son capaces de sentir la Verdad no comprenderán mis palabras.
Únicamente aquellos que entren en el Reino de los Cielos comprenderán los Misterios Divinos, y cada uno de ellos aprenderá la Verdad y la Sabiduría sólo en la medida de su capacidad para recibir en el corazón la Luz Divina de la Verdad. Para aquellos cuya vida consiste únicamente en la mera luz de su ego intelectual, los Misterios Divinos de la Naturaleza no serán comprensibles, porque las palabras que pronuncia la Luz no son oídas por sus Almas; únicamente aquel que se desliga de su ego o propio yo puede Conocer la Verdad, porque la Verdad sólo es posible conocerla en la Región del Bien Absoluto.
Todo cuanto existe es producto de la actividad del Espíritu. La más elevada de todas las Ciencias es aquella por cuyo medio aprende el hombre a conocer el lazo de unión entre la inteligencia espiritual y las formas corpóreas. Entre el Espíritu y la Materia no existen las líneas de separación marcadas, pues entre ambos extremos se presentan todas las gradaciones posibles.
Dios es Fuego, emitiendo la Luz más pura. Esta Luz es Vida, y las gradaciones existentes entre la Luz y las Tinieblas se hallan fuera de la concepción humana. Cuanto más nos aproximamos al centro de la Luz, tanta mayor es la fuerza que recibimos, y tanto mayor poder y actividad resultan. El destino del hombre es elevarse hasta aquel Centro Espiritual de Luz, por sus propios medios. El hombre primordial era un Hijo de aquella Luz. Permanecía en un estado de Perfección Espiritual muchísimo más elevado que en el presente, en que ha descendido a un estado más material asumiendo una forma corpórea y grosera. Para ascender de nuevo a su altitud primera, tiene que volver atrás en el sendero por el cual descendió.
Cada uno de los objetos animados de este mundo obtiene su vida y su actividad gracias al Poder del Espíritu; los elementos groseros hállanse regidos por los más sutiles, y estos a su vez por otros que lo son todavía más, hasta llegar al poder puramente espiritual y divino, y de este modo, Dios influye en todo y lo gobierna todo. En el hombre existe un germen de Poder Divino, germen que desarrollándose, puede llegar a convertirse en un árbol del cual cuelguen frutos maravillosos. Pero este germen puede únicamente desenvolverse gracias a la influencia del calor que radia en torno del Centro Flamígero del Gran Sol Espiritual, y en la medida en que nos aproximamos a la Luz, es este calor sentido.
Desde el centro o causa suprema y original, radian continuamente poderes activos, difundiéndose a través de las formas que su actividad eterna ha producido, y desde estas formas radian otra vez hacia la causa primera, dando lugar con esto a una cadena ininterrumpida en donde todo es actividad, luz y vida. Habiendo el hombre abandonado la radiante esfera de luz, se ha hecho incapaz de contemplar el pensamiento, la voluntad y la actividad del Infinito en su unidad, y en la actualidad tan sólo percibe la imagen de Dios en una multiplicidad de imágenes varias. Así es que él contempla a Dios bajo un número de aspectos casi infinito, pero el mismo Dios permanece uno. Todas estas imágenes deben recordarle la exaltada situación que un tiempo ocupó y a la reconquista de la misma deben tender todos sus esfuerzos.
A menos que se esfuerce en elevarse a mayor altura espiritual, ira sumiéndose cada vez más profundamente en la sensualidad, y le será entonces mucho más difícil el volver a su estado primero.
Durante nuestra vida terrestre actual nos encontramos rodeados de peligros, y para defendernos nuestro poder es bien poco. Nuestros cuerpos materiales nos mantienen encadenados al reino de lo sensual y un millar de tentaciones se lanzan sobre nosotros todos los días. De hecho, sin la reacción del espíritu, la acción del principio animal en el hombre rápidamente lo arrastraría al cieno de la sensualidad, en donde su humanidad desaparecería en último resultado. Sin embargo, este contacto con lo sensual es necesario para el hombre, pues le proporciona la fuerza sin la cual no sería capaz de elevarse. El poder de la voluntad es el que permite al hombre elevarse, y aquel en quien la voluntad ha llegado a un tal estado de pureza que es una y la misma con la voluntad de Dios, puede, incluso durante su vida en la tierra, llegar a ser tan espiritual que contemple y comprenda en su unidad al reino de la inteligencia.
Un hombre tal puede llevar a cabo cualquier cosa; porque unido con el Dios universal, todos los poderes de la naturaleza son sus propios poderes, y en él se manifestarán la armonía y la unidad del todo. Viviendo en lo eterno, no se halla sujeto a las condiciones de espacio y de tiempo, porque participa del poder de Dios sobre todos los elementos y poderes que en los mundos visible e invisible existen, y comparte y goza de la gloria (conciencia) de lo que es eterno. Diríjanse todos tus esfuerzos a alimentar la tierna planta de virtud que en tu seno crece. Para facilitar su desarrollo purifica tu Voluntad y no permitas que las ilusiones de la sensualidad y del tiempo te tienten y te engañen; y cada uno de los pasos que des en el sendero que a la vida eterna conduce, te encontrarás con un aire más puro, con una vida nueva, con una luz más clara, y a medida que asciendas hacia lo alto aumentará la expansión de tu horizonte mental.
La inteligencia sola no conduce a la sabiduría. El espíritu lo conoce todo, y sin embargo ningún hombre le conoce. La inteligencia sin Dios enloquece, empieza a adorarse a sí misma y rechaza la influencia del Espíritu Santo. ¡Ah, cuán poco satisfactoria y engañosa es una tal inteligencia sin espiritualidad! ¡Cuán pronto perecerá! El espíritu es la causa de todo, ¡y cuán pronto cesará de brillar la luz de la más brillante de las inteligencias una vez abandonada por los rayos de vida del sol del espíritu!
Para comprender los secretos de la sabiduría no basta el especular y el inventar teorías acerca de los mismos. Lo  que principalmente se necesita es sabiduría. Solamente aquel que se conduce sabiamente es en realidad sabio, aunque no haya recibido jamás la menor instrucción intelectual. Para poder ver necesitamos tener ojos, y no podemos prescindir de los oídos si queremos oír. Para poder percibir las cosas del espíritu necesitamos el poder de la percepción espiritual. Es el espíritu y no la inteligencia quien da la vida a todas las cosas, desde el ángel planetario hasta el molusco del fondo del océano. Esta influencia espiritual siempre desciende de arriba abajo, y nunca asciende de abajo arriba, en otras palabras: siempre radia desde el centro a la periferia, pero jamás de la periferia al centro. Esto explica por qué siendo tan sólo la inteligencia del hombre el producto o efecto de la luz del espíritu que brilla en la materia no puede nunca elevarse por encima de su propia esfera de la luz, que procede del espíritu.
La inteligencia del hombre será capaz de comprender las verdades espirituales. Únicamente con la condición de que su conciencia entre en el reino de la luz espiritual. Esta es una verdad que la gran mayoría de las personas científicas e ilustradas no querrán comprender. No pueden elevarse a un estado superior al de las esferas intelectuales creadas por ellas mismas, y consideran todo lo que se halla fuera de ellas como vaguedades y sueños ilusorios. Por lo tanto, su comprensión es oscura, en su corazón residen las pasiones, y no se les permite a ellos el contemplar la luz de la verdad. Aquel cuyo juicio es determinado por lo que percibe con sus sentidos extremos no puede realizar las verdades espirituales. Un hombre dominado por los sentidos se mantiene adherido a su yo individual, el cual es una ilusión, y naturalmente, odia la verdad, porque el conocimiento de la misma destruye su personalidad. El instinto natural del yo inferior del hombre le impulsa a considerarse a sí mismo como un ser aislado, distinto del Dios universal. El conocimiento de la verdad destruye aquella ilusión, y por lo tanto, el hombre sensual odia la verdad.
El hombre espiritual es un hijo de la Luz. La regeneración del hombre y su restauración a su primer estado de perfección, en el cual sobrepasa a todos los demás seres del universo, depende de la destrucción y remoción de todo cuanto oscurece o vela su verdadera naturaleza interna. El hombre es, por decirlo así un fuego concentrado en el interior de una cascara material y grosera. Es su destino el disolver en este fuego las porciones materiales y groseras (del alma) y unirse de nuevo con el flamígero centro, del cual es a manera de centella durante su vida terrestre. Si la conciencia y la actividad del hombre hállanse continuamente concentradas en las cosas externas, la luz que radia de la centella divina desde el interior del corazón va debilitándose poco a poco, y desaparece finalmente. Pero si el fuego interno se cultiva y alimenta, destruye los elementos groseros, atrae otros principios más etéreos, hace al hombre más y más espiritual y le concede poderes divinos.
No sólo cambia el estado del alma (la actividad interna), cambia también el estado receptivo más perfecto para las influencias puras y divinas, y ennoblece por completo la constitución del hombre hasta que se convierte en el verdadero Señor de la creación. La Sabiduría Divina o «Teosofía» no consiste en conocer intelectualmente muchas cosas, en ser sabio en pensamientos, palabras y acciones. No puede existir ninguna Teosofía especial ni cristiana. La Sabiduría en absoluto (Sabiduría Divina) no posee calificaciones. Es el reconocimiento practico de la verdad absoluta, y esta verdad es sólo UNA

Ieshúa

El Nombre de Yeshua Yehosua o Ieshua que en la traducción del Hebreo significa Salvación, o simplemente Salvador. En tiempos cuando Roma dictaba en Judea había muchos problemas politicos, ha resultado de esto grupos de Judíos incluyendo Simon Pedro en hebreo como "Shimeon Kepha Ha-Tzadik" el Zelote[1] hacían enfrentamientos en contra del imperio romano como también el famoso Barrabas o en hebreo como"Bar Aba" ( hijo del Padre) adoptaban nombres "mesiánicos" o proféticos para que el pueblo judío de la época los apoyara en la revolución en contra de la dictadua del Imperio Romano. Es probable que Miriam (maria) su madre lo nombro Yeshua, un nombre común en aquella época a causa del mismo. Estas guerrillas entre Judea y Romanos tenían una data desde el ano 100 AEC (antes de la era común) en la revuelta de los Maccabeos y la Independencia temporal de Judea[2]
Como es mencionado en aquel tiempo Judea estaba dominada dictorialmente por Roma, en el cual todo judío tenía que pagar impuestos al Emperador, en el medio de aquel caos muchos grupos surgieron y necesitaban un líder, una persona que moviera masas, una persona que les sirva como voz y fuerza en contra de la dictadura de roma, fue entonces que emerge Yeshua, el judaísmo no asegura que es el mesías o el mashiaj ben david, pero definitivamente fue una persona que movía masas, miles de personas lo seguían.
El judaísmo niega que Yeshua fue Rabino, pero las ensenanzas fueron totalmente doctrina judía, como por ejemplo la de Perdonar al pecador, o la más grande de todas en el judaísmo la doctrina del arrepentimiento en hebreo como Teshuva [3] que literalmente de traduce como retornar al Padre, o el de Nacer de nuevo, son doctrinas Judías, la doctrina del sumergirse en Agua para la limpieza de los pecados en Hebreo como sumergirse en una Mikve [4] podriamos enumerar muchos otros.
La Gemara (también Gemorah) (×'×ž×¨× – de la gramatica: Hebrea "[completo]"; Aramaic "[a] estudiar")cuenta[5] que Yeshua tenía conocimiento de la Kabbala[6] (hebreo ×§Ö·×`ָּלָ×") y menciona en que entro al templo y toco el Arca del Pacto y se quemó las manos y a causa de las llagas podía sanar enfermos, también hacia uso del vocablo en hebreo en fórmulas para sanar enfermedades especificas, como también los 72 nombres de Di-s para controlar la creación.
Algunos grupos judíos niegan en absoluto todo esto, y asumen que fue un profano hijo de un soldado romano y no de Yosef y que fue un mal estudiante e profano de la Torah, pero no hay prueba antropóloga que pueda probar lo dicho hasta el dia de hoy.
Según lo escrito en la Gemara (también Gemorah) (×'×ž×¨× – de la gramatica: Hebrea "[completo]"; Aramaic "[a] estudiar")cuenta que[7] Yeshua HaNotzri (nazareno) nació aprox en el año 3582 de la Creación (aprox año 2 de la Era Común o cristiana.
Fue hijo de una mujer llamada Miriam que estaba casada con Yosef un carpintero.
Hizo sus primeros estudios en la Yeshiva (Escuela de estudios Judaicos)bajo la doctrina de Shammai[8] (50 BCE–30 CE) Shammai Era un erudito judío del primer siglo, y de una figura importante en el trabajo del centro de judaísmo y de la literatura rabínica, el Mishnah.[9].
En aquella época eran dos doctrinas judías, una encabezadas por Shammai y la otra por Hilel, dos escuelas opuesta la una a la otra, los Fariseos[10] (Hebreo perushim, de parash, que significa "a separar") tenían tendencias Hilelicas.
De acuerdo a sus sabios (los de Israel) Yeshua tuvo cinco discípulos: Mattay, diminutivo de Matitiyahu (Mateo); Nakay al parecer Lucas; Nétzer; Buny o Bunay; Todá, adaptado de Taday (Tadeo).
De acuerdo con lo encontrado por Antropólogos e Arqueólogos se dice que tuvo 13 discípulos.
La Historia relata que más de 250,000 judíos fueron víctimas de la Crucifixion, era una de las tantas formas brutales de asesinar y ejecutar vidas humanas. Fue considera una forma extremadamente deshonrosa y dolorosa la forma de ejecución en la que el Imperio Romano mataba a quien ellos consideraron "Enemigos de Roma"
Según el escritor en la época Romana Flavio Josefo[11]Yeshua fue un Judío mas como otros 250,000 víctima del abuso cometido por el Imperio Romano, parece ser que Roma no veía a Yeshua como un judío más, o mucho menos como un profeta o enviado, para Roma él era un movedor de Masas, una persona que podría traer problemas al Imperio porque a los ojos de Roma el podría causar otra revuelta como paso años atrás.
Finalmente fue ejecutado por ser enemigo para el Imperio.
En otros grupos de judíos no aceptan esta historia, a pesar de que ha sido aprobada por estudios antropologicos e arqueológicos.
El Judaísmo Mesiánico es una más entre las diversas corrientes del judaísmo; quizá incluso la más vieja de todas. Su diferencia con las demás, se basa fundamentalmente en la aceptación del mesianísmo de Yeshua (Jesús).
Sus Orígenes se remontan al siglo primero de la era común, en la que doce judíos provenientes de diversas corrientes y esferas sociales, creen que en Yeshua de Nazareth, se cumplen las profecías mesiánicas anunciadas en el Tanaj, por medio de los patriarcas y profetas; razón por la cual aceptan su invitación a seguirle y predicar las buenas nuevas entre la Casa de Israel (Mat 10:1-7). Por estos mismos motivos, el Mesías les promete que durante su reinado -la restauración de la monarquía davídica-; gobernarían conjuntamente con él, a las doce tribus de Israel (Mat 19:28).
Luego de la resurrección de Yeshua, los judíos mesiánicos -conocidos entonces por la sociedad jerosolimitana como el grupo "Ha Derej"(El Camino)-, permanecen como una más de las corrientes judías de la época; así que el Templo de Jerusalén, continúa siendo el centro de su adoración y la puerta de Salomón, su lugar predilecto de reunión (Hechos 2:46, 3:1-26,4:1-4, 5:38-42, 6:7, etc.). A los pocos años y como consecuencia de la muerte de Esteban, a excepción de los apóstoles, el resto huye de Jerusalén, y de ésta manera el mensaje que les había sido depositado por su amado rabí, comienza a ser escuchado en Judea y Samaria (Hechos 8:1,4).
Sin embargo, no es hasta que Dios llama a su servicio a un joven e intransigente rabino, de nombre Shaul (Saulo-Pablo) , para que su mensaje sea llevado a todo el mundo conocido. Momento histórico en el que nace justamente el cristianismo (Hechos 11:19-26). Por desgracia y debido a diversos factores políticos, sociales, culturales -sin olvidar la voluntad permisiva de Dios- : judíos mesiánicos y cristianos comienzan a caminar por sendas separadas (aunque unidos espiritualmente por el mismo Camino trazado por Yeshua-Jesús) .
Largos siglos de dolor, persecución e ignominia, esperaban al judaísmo mesiánico. La huella del antisemitismo no fue menos profunda en sus hijos, que en el resto de sus hermanos de las otras corrientes judías, pues a la hora de las persecuciones no importó en absoluto, si se creía, o no, en Yeshua. Por fortuna, nuevos tiempos comenzaron a soplar en Europa, de tal forma que durante el siglo XVIII, muchos judíos de distintos países, además de creer que Yeshua es el Mesías anunciado en las Kitvei Kodesh (Sagradas Escrituras); consideran que no tenía ningún sentido, ni apoyo bíblico, que para creer en su propio Dios, en su propio Mesías, y en sus propias Escrituras; tuviesen que renunciar a su herencia y cultura judía, por lo que tímidamente comienzan a organizarse de nuevo.
Diversas agrupaciones se forman por toda Europa, pero no es sino hasta el 14 de mayo de 1866, en que se forma la Alianza Hebreo-Cristiana de la Gran Bretaña (intentar utilizar el nombre "judío mesiánica" hubiera sido casi un suicidio). Su primer presidente es el Dr. Carl Schwartz, de manera que su ejemplo es seguido por otros países, por lo que se forman también Alianzas Nacionales en casi todo el continente.
Concluida la Primera Guerra Mundial, las Alianzas Nacionales sobrevivientes convocan a una reunión de carácter internacional en la ciudad de Londres, pues creían que así como el sentimiento sionista imperante en esa época estaba en el fluir divino, de la misma forma era el momento de unificarse y presentar un frente común ante ante tanta adversidad e incomprensión (no pocas veces proveniente de ambos lados)
El 8 de septiembre de 1925 en la ciudad de Londres, con delegados de dieciocho naciones representando a los cinco continentes, se formó, luego de oración y de escuchar mensajes poderosos así como diversas ponencias con sólidas bases bíblicas -acordes por supuesto, al tiempo político que se vivía-: la International Hebrew Christian Alliance (hoy International Messianic Jewish Alliance). La presidencia recayó en un caballero de la corona británica: Sir Leon Levinson (foto al margen).
Dentro de este movimiento, En datos estimados existen aproximadamente 1.5 milones de judíos mesiánicos en todo el mundo.
Judaísmo caraíta
Caraíta, etimológicamente del hebreo laraim, significa `seguidores de la Escritura'. El judaísmo caraíta tiene como libro sagrado a la Biblia hebrea. La interpretació n de la Escritura debe ser individual. No acepta ningún otro escrito, como la Mishnah o el Talmud, ni la tradición oral rabínica.
Surgió en el siglo VIII en Palestina con Anán Ben David. El Caraismo repudia a cualquier tipo de mesianismo fundado en Falsos mesías, como es el caso de Jesus de Nazaret.
Judaísmo ebionita
El judaísmo ebionita (ebionim) considera que Jesús de Nazaret fue un judío con ideas próximas a los profetas de Israel, en cuanto a su fidelidad a la Torah, su apoyo a los pobres, reclamando justicia social.
El movimiento judío ebionista se considera restaurador del antiguo ebionismo, desde 1985. En America latina tiene como Adalid y Traductor a Jorge Arzaquel.
Judaísmo Netzarim Ortodoxo
El judaísmo Netzarim Ortodoxo(Netzarim) considera que Jesús de Nazaret fue El Mesías Del pueblo de israel, pero solo reconocen la Tanaj Hebrea Como Inspirada por dios.

CONFESIONES DE FE DE GRANDES CIENTÍFICOS

Johannes Kepler 1571-1630, fue uno de los mayores astrónomos:
“Dios es grande, grande es su poder, infinita su sabiduría. Alábenle, cielos y tierra, sol luna y estrellas con su propio lenguaje. ¡Mi Señor y mi Creador! La magnificencia de tus obras quisiera yo anunciarla a los hombres en la medida en que mi limitada inteligencia puede comprenderla “
Copérnico (1473- 1543), fundador de la mundovisión moderna:
“¿Quién que vive en íntimo contacto con el orden más consumado y la sabiduría divina, no se sentirá estimulado a las aspiraciones más sublimes? ¿Quién no adorará al Arquitecto de todas estas cosas?
Newton (1643- 1727) fundador de la física teórica clásica:
“Lo que sabemos es una gota, lo que ignoramos un inmenso océano. La admirable disposición y armonía del universo, no ha podido sino salir del plan de un Ser omnisciente y omnipotente”
Linneo (1707- 1778) fundador de la botánica sistemática:
“He visto pasar de cerca al Dios eterno, infinito, omnisciente y omnipotente y me he postrado de hinojos en adoración”
Volta (1745- 1827), descubrió las nociones básicas de la electricidad:
“Yo confieso la fe santa, apostólica, católica y romana. Doy gracias a Dios que me ha concedido esta fe, en la que tengo el firme propósito de vivir y de morir”
Ampere (1775- 1836), descubrió la ley fundamental de la corriente eléctrica:
“!Cuan grande es Dios, y nuestra ciencia una nonada!”
Cauchy (1789- 1857) insigne matemático:
“Soy cristiano, o sea, creo en la divinidad de Cristo, como todos los grandes astrónomos, todos los grandes matemáticos del pasado”
Gauss (1777- 1855), uno de los más grandes matemáticos y científicos alemanes:
“Cuando suene nuestra última hora, será grande e inefable nuestro gozo al ver a quien en todo nuestro quehacer solo hemos podido vislumbrar”
Liebig (1803- 1873), célebre químico:
“La grandeza e infinita sabiduría del Creador la reconocerá realmente sólo el que se esfuerce por extraer sus ideas del gran libro que llamamos la naturaleza”
Robert Mayer (1814- 1878), científico naturalista (Ley de la Conservación de la Energía)
“Acabo mi vida con una convicción que brota de lo más hondo de mi corazón: la verdadera ciencia y la verdadera filosofía no pueden ser otra cosa que una propedéutica de la religión cristiana”.
Secchi (1803- 1895), célebre astrónomo:
“De contemplar el cielo a Dios hay un trecho corto”
Edison (1847- 1931) , el inventor más fecundo, 1200 patentes:
…Mi máximo respeto y mi máxima admiración a todos los ingenieros, especialmente al mayor de todos ellos: Dios”
Schleich (1859- 1922), célebre cirujano:
“Me hice creyente a mi manera por el microscopio y la observación de la naturaleza, y quiero, en cuanto está a mi alcance, contribuir a la plena concordia entre la ciencia y la religión”
Marconi (1874- 1937), inventor de la telegrafía sin hilos, Premio Nobel 1909:
“Lo declaro con orgullo: soy creyente. Creo en el poder de la oración, y creo, no solo como católico, sino también como científico”
Millikan (1868- 1953), gran físico americano, Premio Nobel 1923:
“Puedo de mi parte aseverar con toda decisión que la negación de la fe carece de toda base científica. A mi juicio jamás se encontrará una verdadera contradicción entre la fe y la ciencia”
Eddingtong (1882- 1946) Célebre astrónomo inglés:
“Ninguno de los inventores del ateísmo fue naturalista. Todos ellos fueron filósofos muy mediocres”
Albert Einstein (1879- 1955), fundador de la física contemporánea ( teoría de la relatividad y premio Nobel 1921):
“Todo aquel que está seriamente comprometido con el cultivo de la ciencia, llega a convencerse de que en todas las leyes del universo está manifiesto un espíritu infinitamente superior al hombre, y ante el cual, nosotros con nuestros poderes debemos sentirnos humildes”
Plank (1858- 1947), fundador de la física cuántica, premio Nobel 1918:
“Nada pues nos lo impide, y el impulso de nuestro conocimiento lo exige…relacionar mutuamente el orden del universo y el Dios de la religión. Dios está para el creyente en el principio de sus discursos, para el físico, en el término de los mismos"
Schrödinger (1887- 1961), creador de la mecánica ondulatoria, premio Nobel 1933:
“ La obra maestra más fina es la hecha por Dios, según los principios de la mecánica cuántica…”
Hathaway, padre del Cerebro electrónico.
“ La moderna física me enseña que la naturaleza no es capaz de ordenarse a si misma. El universo supone una enorme masa de orden. Por eso requiere una “Causa Primera” grande, que no está sometida a la segunda ley de la transformació n de la energía y que por lo mismo, es Sobrenatural”
Wernher Von Braun (1912- 1977), constructor alemán- americano de los cohetes espaciales:
“ Por encima de todo está la gloria de Dios, que creó el gran universo, que el hombre y la ciencia van escudriñando e investigando día tras día en profunda adoración”
Charles Townes (Compartió el premio Nobel de física 1964 por descubrir los principios del láser):
“ Como religioso, siento la presencia e intervención de un ser Creador que va más allá de mi mismo, pero que siempre está cercano…la inteligencia tuvo algo que ver con la creación de las leyes del universo”
Allan Sandage (1926-) Astrónomo profesional, calculó la velocidad con la que se expande el universo y la edad del mismo por la observación de estrellas distantes:
“ Era casi un ateo prácticamente en la niñez. La ciencia fue la que me llevó a la conclusión de que el mundo es mucho más complejo de lo que podemos explicar. El misterio de la existencia solo puedo explicármelo mediante lo Sobrenatural”

jueves, 12 de junio de 2014


DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE
DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE
El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto, ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.
Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales.
Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales.

Poder sometido a la fuerza de la ley
En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.
La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar?
Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político.
Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir.
Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿puede hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.

La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado.

Nuevas formas de poder y su control

Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley, y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años.
En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica.
El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿Qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas? La guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro.
La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas.
Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso -y, efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no?
En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.
Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?
En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.

Ley, naturaleza, razón
En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo.
En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas?
Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos.
La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre confesiones.
El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia Católica- la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él.
La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible. De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales). Pero, precisamente, esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los “animalia”, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.
El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo.
Un diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo.

La interculturalidad y sus consecuencias
Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer.
Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.
También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana.
¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global.
En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.

Conclusiones
¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.
  • Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia. Pero, a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.
Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad”.
De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al otro.
  • Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de “quantité négligeable” (cantidad despreciable). Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.
Joseph Ratzinger.
Sumo Pontífice de la Iglesia católica romana con el nombre de Papa Benedicto XVI.
Publicado el 14 de mayo de 2005, en el diario “La Nación” de Buenos Aires.
 

Dialogo de la Razón y la Fe


DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE

 

DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE

El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto, ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.

Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales.

Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales.


Poder sometido a la fuerza de la ley

En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.

La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar?

Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político.

Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir.

Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿puede hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.

La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado.


Nuevas formas de poder y su control

Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley, y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años.

En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica.

El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿Qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas? La guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro.

La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas.

Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso -y, efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no?

En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.

Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?

En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.


Ley, naturaleza, razón

En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo.

En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas?

Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos.

La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre confesiones.

El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia Católica- la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él.

La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible. De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales). Pero, precisamente, esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los “animalia”, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.

El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo.

Un diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo.


La interculturalidad y sus consecuencias

Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer.

Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.

También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana.

¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global.

En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.


Conclusiones

¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.

  • Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia. Pero, a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.

Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad”.

De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al otro.

  • Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de “quantité négligeable” (cantidad despreciable). Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.

Joseph Ratzinger.
Sumo Pontífice de la Iglesia católica romana con el nombre de Papa Benedicto XVI.

Publicado el 14 de mayo de 2005, en el diario “La Nación” de Buenos Aires.