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domingo, 27 de julio de 2014

Es el "dinamismo del amor" el que alimenta la fe El presidente nacional de la Renovación Carismática Católica explica:

para la nueva evangelización es necesario trabajar con el dinamismo de un ganador. «Nosotros anunciamos a Cristo… Por esta razón, me fatigo y lucho con la fuerza de Cristo que obra en mí poderosamente» (cf Col 1, 28-29). «Yo he trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Cor 15, 10b). San Pablo evidenciaba así el "dinamismo del amor", esa efusión del Espíritu prometida por Jesús a los apóstoles en el Cenáculo: «Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes» (cf Hch 1, 8). La nueva Evangelización requiere dinamismo. Dinamismo es la voluntad de salir de nuevo, confianza de hacerlo no fundada en la habilidad propia, sino en la fe en Dios. Dinamismo significa trabajar con entusiasmo, con alegría, con energía real, gloriosa, con el poder del Espíritu. Significa trabajar de forma creativa, perseverante en los esfuerzos hasta la realización de la obra de Dios. Significa no rendirse delante de un "no"; es no ceder nunca al temor y a las preocupaciones. Un dinamismo que crece cuando todo parece oponerse a la evangelización, inversamente proporcional a los problemas que pasamos. Miramos el dinamismo de Jesús: no se detiene delante de nada; también en el gesto extremo del "cáliz de la muerte" va hasta el final. Jesús no ha hecho nunca las cosas a medias, no se ha rendido nunca. Jesús nos ha dado su espíritu para asignar una tarea a cada uno de nosotros: hacer discípulos, salvar almas. Y se espera que se desarrolle de forma dinámica. Esta es nuestra misión. «Jesús le respondió: «El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios» (Lc 9, 62). Jesús está descontento del siervo nervioso, preocupado, que coge su único talento y lo esconde: «Echen afuera, a las tinieblas» (Mt 25, 30). Jesús no ama la higuera estéril: «Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?» (cf Lc 13, 7). Es necesario trabajar con el dinamismo de un vencedor. Desde que nos hemos hecho creyentes, somos hombres dinamizados por el amor, que viven una vida diferente, más intensa, más llena de los otros. En nosotros vive Cristo.

sábado, 26 de julio de 2014

Libro del Espíritu Santo

Durante el tiempo de la Pascua, la iglesia nos presenta para su reflexión y meditación el libro de los Hechos de los Apóstoles, el cual fue escrito probablemente por el autor del tercer evangelio, Lucas, quien con esta obra, da testimonio del nacimiento de la iglesia mediante el poder del Espíritu Santo. Es muy probable que en sus orígenes este libro fuera llamado simplemente Hechos de Apóstoles o “Libro del Espíritu”. Si hubo para esta obra, como para los evangelios, relatos más antiguos que Lucas utilizó para redactar su texto, la armonización de esos diversos documentos fue hecha de manera tan notable que hoy es muy difícil distinguirlos. Algunos especialistas piensan que al comienzo los Hechos de los Apóstoles formaban con el tercer evangelio un único libro, que habría sido dividido después. Sin embargo, es seguro que desde principios del s.II, los Hechos de los Apóstoles aparecen como un texto independiente. Divisiones En el libro de los Hechos podemos distinguir algunas grandes divisiones de la obra, que hacen resaltar el proyecto de Lucas. Sin referirse exclusivamente a Pedro y a Pablo, Lucas les ha asignado la mejor parte. A pesar de numerosas excepciones, la figura de Pedro dominará los doce primeros capítulos y la de Pablo, la segunda parte de la obra. En el plano geográfico Lucas nos va llevando desde los orígenes del cristianismo hasta, la nueva sede de la Iglesia, es decir a Roma, tal como ya lo había anunciado el Señor el día de la Ascensión (Hch 1, 8). De manera que los primeros 13 capítulos nos muestran el desarrollo y los problemas que se presentaron en la Iglesia de Jerusalén. A partir del cap.13, con la conversión de San Pablo, se nos narra el crecimiento de la iglesia con la predicación a los no-judíos. Un dato interesante, para el que lee por primera vez este libro, es darse cuenta que posiblemente San Lucas se unió a San Pablo en Tróade (16, 10) por lo que se puede considerar que todo lo sucedido anteriormente fue narrado al escritor por algunos testigos, mientras que el resto del libro será el testimonio directo de lo que él vio y oyó de Pablo. Mensajes teológicos Como todos los libros de la Sagrada Escritura, el libro de los Hechos, no solamente es un libro que usa los datos históricos con fines propios para presentarnos el nacimiento y desarrollo de la iglesia, sino que es un libro que nos ofrece también un mensaje teológico. Entre los temas teológicos que presenta esta obra están: La relación que existe entre los cristianos e Israel, así como la relación y función del cristianismo en y para el mundo pagano: en ambos casos, el cristianismo se presenta como la opción que Dios ofrece al mundo para alcanzar la plenitud, por lo que no se rechazan los valores de verdad que hay en las demás culturas (podemos ver el discurso de Pablo en el Areópago 17, 22), sino que propone la sublimidad y eminencia del mensaje evangélico. Presenta cómo es Dios, quien siempre ha tomado la iniciativa, esperando sólo una respuesta generosa del hombre. Por otro lado, Jesús es siempre reconocido como “el Cristo, Señor”, principio y autor de la vida, Hijo de Dios. Sobre el Espíritu Santo, se realza: que se recibe en el bautismo con el fin de cumplir una misión determinada, en momentos particulares indica qué es lo que se debe hacer (manifiesta la voluntad de Dios). Finalmente la iglesia es el pueblo de Dios que crece por medio de la predicación de los apóstoles y por la aceptación del mensaje evangélico y el bautismo. La parusía y la observancia de la ley Las principales preocupaciones teológicas de Lucas son básicamente dos: Por un lado la “parusía” o final de los tiempos, la cual se consideraba inminente por la primera comunidad. Lucas resuelve esta cuestión haciendo ver cómo esta “parusía” se vive ya dentro de la vida de la Iglesia en la que está presente Cristo. Por otro lado, está el tema de la observancia de la Ley, la cual es resuelta por el autor al decir que ninguno pude tomar a Dios en “exclusividad” (como lo hacían los judíos, por el hecho de poseer la Ley), ya que para Dios no hay preferencia de personas.

Libertad

Uno de los elementos que nos hacen ser semejantes a Dios es la libertad, por ello en lo más profundo del corazón del hombre está impreso este anhelo, de ser totalmente libre. La opresión, como bien lo señala San Pablo nace del pecado, que esclaviza y destruye al hombre. Este pecado se hace concreción de muchas y muy diversas maneras, pero pude ser identificado, pues destruye y oprime, privando de la libertad a los hombres. El hombre ha buscado siempre esta ansiada libertad sin haber obtenido muchos resultados. Continúa siendo oprimido por las estructuras sociales, por el medio económico, por las guerras y las enfermedades. Y es que la verdadera libertad se encuentra sólo en Cristo, que con la fuerza del Espíritu Santo nos hace ser verdaderos moradores del Reino de los cielos en donde se puede vivir en verdad la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo. Al celebrar nuestra independencia, oremos al Señor para que la verdadera libertad sea una realidad en todos los mexicanos, más aún, en todos los hombres. Oremos para que todas las estructuras sociales se impregnen del poder redentor y liberador del Evangelio, para que los que tienen en sus manos el hacer concreta esta liberación integral del hombre, se dejen conducir por el Espíritu Santo, para que cada mexicano y cada hombre pueda experimentar la alegría de los hijos de Dios. “Con alegría testimoniamos que en Jesucristo tenemos la liberación integral para cada uno de nosotros y para nuestros pueblos; liberación del pecado, de la muerte y de la esclavitud, que está hecha de perdón y de reconciliación.”

La unción de los enfermos

Aunque el hombre difícilmente puede huir de la enfermedad, del dolor y del sufrimiento, tiene dificultad en asumir y asimilar estas realidades como parte de su existencia. La enfermedad, además de ser una alteración de las estructuras y funciones orgánicas, es también una situación antropológica especial que limita y condiciona el comportamiento humano; en ella, el hombre adquiere una experiencia especial de sí mismo, siente una cierta alienación del propio cuerpo que “le duele”, no le obedece y le hace presentir, al menos inconscientemente, la posibilidad de la muerte. También adquiere una experiencia especial de sus relaciones con el mundo, se siente alienado del propio ambiente, separado de las relaciones normales con los demás, más necesitado de ellos, sin poder corresponder a sus atenciones ni renunciar a ellas, así, el enfermo constata que se halla “a merced” de los demás. Finalmente, el enfermo realiza la experiencia límite: experimenta su propia relatividad y contingencia. Por ello la Unción de los enfermos es un sacramento que la iglesia celebra en situación de enfermedad, para significar la oferta y la presencia de Dios en el momento del dolor, y para mostrar la solidaridad de la iglesia con el mismo enfermo, en un momento en que realmente se necesita. Además de pedir, que de acuerdo a la voluntad de Dios el enfermo se restablezca y recobre plenamente la salud. «Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y contribuir, así, al bien del pueblo de Dios». CIC 1499 Jesús sabia de la «tragedia humana», de este «choque existencial» que el hombre experimenta en la enfermedad; y por eso no pudo dejar de ofrecernos un ejemplo y una respuesta, al asumir él mismo todo lo que supone la enfermedad y el dolor de los enfermos con los que se encontraba y además, en su propia carne. También conocía Jesús la tentación de los hombres, de ayer y hoy, de olvidar y marginar al enfermo, de considerarle un estorbo, alguien improductivo e inútil, por lo que las páginas del evangelio nos muestran la solicitud que él siempre tuvo para con ellos. Hoy, al recuperarse el verdadero sujeto de la unción, que son los enfermos y no los moribundos, es necesario que situemos tal acción sacramental en la misma línea que Jesús lo hacía con los enfermos, y del ejercicio de la misión que la iglesia ha recibido de Cristo al respecto. «Esta unción santa de los enfermos fue instituida por Cristo, nuestro Señor, como un sacramento del Nuevo Testamento, verdadero y propiamente dicho, insinuado por Marcos (cf. Mc 6, 13), y recomendado a los fieles y promulgado por Santiago, apóstol y hermano del Señor (cf. St 5, 14-15; DS 1695.).» CIC 1511 Ya desde el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel creía en un Dios que busca la vida. Esta idea la vemos expresada ya desde el Génesis, en donde el autor nos dice que el Dios en el que creemos es un Dios bueno, y que todas las cosas han sido creadas buenas por Él (Gn 1-2). Sin embargo, al experimentar el dolor, la injusticia, la muerte, se pregunta: Si Dios es bueno y quiere la vida, ¿por qué la enfermedad y la muerte?; si Dios está con los justos y los ama, ¿por qué son éstos los que muchas veces padecen, mientras los injustos disfrutan de la vida? La reflexión del pueblo y su fe lo llevaron a darse cuenta que el mal, la enfermedad y la muerte no pueden ser atribuidas a Dios. Tienen su origen en la historia humana y son consecuencia del pecado, de manera particular del pecado original (Gn 3), sin excluir definitivamente que éstos son producto de los pecados personales del hombre (Is 16, 14; 2Re 20, 1-20; Dn 4, 28-30). ¿Es entonces el pecado un castigo? Si la enfermedad es castigo del pecado, ¿por qué padecen los justos? «Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: “Yo, el Señor, soy el que te sana” (Ex 15, 26)» CIC 1502 La Sagrada Escritura nos ilustra en el libro de Job el drama de la enfermedad. Job, en un primer momento ve el sufrimiento como algo trágico, misterioso, le parece como si Dios jugara con el hombre. Después se da cuenta de que es una prueba que Yahveh le pone para provocar una purificación de su fe (Job 1-2). Finalmente, ante la presencia del sufrimiento, Job comprende que el sufrimiento es un misterio y que ante él no nos queda más que el abandono y la confianza. Por otro lado, Isaías nos presenta al Siervo de Yahveh como la figura del A.T. que mejor explica el sufrimiento, la enfermedad y el dolor (Is 53), y su relación con la redención. El sufrimiento no es un absurdo, tiene sentido porque sufre cargando los pecados de los demás convirtiéndose ante el dolor en oblación y servicio; porque tiene como motivo principal el amor; y porque confía en que no acabará en la muerte, sino con la victoria y el triunfo en la resurrección. La enfermedad será vencida y Dios hará justicia (Is 26, 19; 35, 4-6; Jr 33, 6), y el justo vivirá aun después de la muerte. «De aquí deriva también esta reflexión, precisamente en el año de la Redención: la reflexión sobre el sufrimiento. El sufrimiento humano suscita compasión, suscita también respeto, y a su manera atemoriza. En efecto, en él está contenida la grandeza de un misterio específico.» (Salvifici Doloris) SalD 4 En el Nuevo Testamento nos encontramos no sólo con la enseñanza de Jesús respecto a la enfermedad y al dolor, sino con su actitud ante éstos. Podemos ver cómo Jesús no quiere aparecer como curandero, ni mago, y mucho menos, hacer gala de su compasión con los necesitados para recibir aplausos. Los milagros de Jesús son signos mesiánicos que muestran que los últimos tiempos han llegado y que el Reino de Dios está presente y, al mismo tiempo, son signos eficaces que realizan lo que anuncian. Son signos de esperanza que anuncian que el mal está vencido por la victoria de Cristo sobre el pecado y que manifiestan la actitud de Cristo ante los enfermos: lucha y liberación, cercanía y consuelo. Jesús estará siempre cerca de ellos para servirles y ayudarles, Todos los enfermos encontraron en Cristo consuelo y respuesta a su sufrimiento. «En su actividad mesiánica en medio de Israel, Cristo se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano. «Pasó haciendo bien» (Hch 10, 38), y este obrar suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Curaba los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma.» SalD 16 Por la forma como se aplicó este sacramento a lo largo de los años, éste se asoció con la muerte, tanto así que hasta antes del Concilio Vaticano II formaba parte de los “ritos finales” y se le conocía como “extrema unción”, la cual era aplicada al enfermo cuando se presumía que la muerte era inminente. Esto causaba un rechazo natural a participar del sacramento pues el enfermo lo identificaba con la inminencia de la muerte. Además hacía que su administración fuera muy complicada, sobre todo para el presbítero quien era llamado a altas horas de la noche para que se le administrara el sacramento al «moribundo». Hoy el Concilio, la renovación litúrgica y la pastoral le han devuelto el sentido pretendido por Jesús, que está expresado en la carta de Santiago (St 5, 14-15): «¿Está alguno enfermo? Llame a los presbíteros de la iglesia para que oren por él y lo unjan con aceite en el nombre del Señor. La oración hecha con fe le devolverá la salud al enfermo y el Señor lo levantará y si ha cometido pecados se le perdonarán». De manera que la unción es para los enfermos y no para los moribundos. «El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo, quiso que su iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la penitencia y de la unción de los enfermos.» CIC 1421 Si bien es cierto que el sacramento de la unción de los enfermos no es para los moribundos únicamente, debemos recordar que la iglesia ha entendido su uso para los enfermos que tienen una enfermedad grave (con ello se excluyen las enfermedades que padecemos comúnmente como son las gripas, el dolor de cabeza, etc.). Sin embargo, no debemos esperar a que la enfermedad avance y llegue a un estado crítico para solicitar el sacramento. Desde las primeras etapas, un enfermo con un padecimiento grave, puede ser sujeto de la unción. Por otro lado, la iglesia ha considerado que las personas ancianas, aun estando con salud, son sujeto de la unción una vez al año, como ayuda a su vejez, que muchas veces viene acompañada de dolor y sufrimiento. Lo mismo podemos decir de las mujeres que están a punto de dar a luz, ya que el proceso del parto siempre es doloroso y puede en ocasiones ser difícil. El sacramento de la unción de los enfermos es un sacramento que da fuerza al enfermo (o al anciano) y en la medida en que es voluntad de Dios, puede restablecerlo totalmente. «La unción de los enfermos “no es un sacramento sólo para aquellos que están a punto de morir. Por eso, se considera tiempo oportuno para recibirlo cuando el fiel empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez» CIC 1514 “Es apropiado recibir la unción de los enfermos antes de una operación importante” CIC 1515 “El sacramento de la unción de los enfermos tiene por fin conferir una gracia especial al cristiano que experimenta las dificultades inherentes al estado de enfermedad grave o de vejez.” CIC 1527 Recordando lo que dice el apóstol Santiago sobre este sacramento, la oración, debe ser hecha con fe, tanto aquel que ora, como por aquél sobre quien se ora. Como todos los sacramentos, después de la reforma litúrgica, el sacramento de la unción es un sacramento que ha de tener carácter comunitario y participativo. De manera ordinaria, salvo que las circunstancias lo impidan, la familia debe participar de este momento y todos orar con fe, pidiendo al Señor la fortaleza, no sólo para el enfermo, sino incluso por aquellos que lo atienden y que sufren por su estado de salud. Por otra lado, es importante que se respete la libertad del enfermo y que no se aproveche este momento para «forzarlo» a recibir el sacramento. Recordemos que este sacramento por muchos años ha estado ligado a la muerte y esto causa un rechazo del enfermo. Se debe por ello, preparar al enfermo para que comprenda el sentido del sacramento. Además, es un momento oportuno para invitarlo a una conversión más profunda, y en muchos casos, para la reconciliación sacramental que lo reintegre a la vida de la gracia. La preparación al sacramento es una gran oportunidad para la evangelización desde la misericordia de Dios, que envió a su Hijo a salvarnos y a darle sentido al sufrimiento humano. «Como en todos los sacramentos, la unción de los enfermos se celebra de forma litúrgica y comunitaria, que tiene lugar en familia, en el hospital o en la iglesia, para un solo enfermo o para un grupo de enfermos. Es muy conveniente que se celebre dentro de la eucaristía, memorial de la Pascua del Señor. Si las circunstancias lo permiten, la celebración del sacramento puede ir precedida del sacramento de la penitencia y seguida del sacramento de la eucaristía.» CIC 1517 Terminamos nuestra catequesis sobre este sacramento recordando que de acuerdo al Texto Sagrado que lo sostiene, el ministro de éste es el sacerdote y el Obispo, quienes lo administran en una pequeña celebración litúrgica, en la cual están invitados a participar todos los familiares y a unirse a su oración para pedir la salud y la fortaleza para el enfermo y para todos los que lo atienden. En esta celebración, después de la lectura de la Palabra de Dios, el sacerdote impone las manos sobre el enfermo y lo unge con el aceite propio del sacramento (el cual ha sido consagrado por el obispo) y ora por él en comunión con todos los presentes. El sacramento termina con la oración del Padrenuestro y la bendición a todos los presentes. Es muy recomendable que, de ser posible, el enfermo participe primero del sacramento de la reconciliación y que se concluya con la Sagrada Comunión. «El sacramento de la unción de los enfermos se administra a los gravemente enfermos ungiéndolos en la frente y en las manos con aceite de oliva debidamente bendecido o, según las circunstancias, con otro aceite de plantas, y pronunciando una sola vez estas palabras: “Por esta santa unción, y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad”.» CIC 1513.

Distinción ira y enojo

Pregunta: Padre, tengo una pregunta que me hicieron y no pude contestar: ¿El enojo es igual a la ira? Y, si la ira es pecado, ¿por qué Jesús corrió a los cambistas? Agradezco su respuesta. Respuesta: Mi querido hermano: En un sentido amplio, podríamos decir que el enojo y la ira son sinónimos, sin embargo, debemos decir que en sentido estrecho existe una diferencia de grado. El enojo es algo pasajero, que no se genera en el corazón, sino que es generalmente producto de una contrariedad. A este respecto nos dice San Agustín: “Quien se irrita con causa no es culpable; porque si la ira no existiese, ni aprovecharía la doctrina ni los tribunales estarían constituidos, ni los crímenes se castigarían. Así, quien no se irrita, cuando hay causa para ello, peca: la paciencia imprudente fomenta los vicios, aumenta la negligencia e invita a obrar el mal, no sólo a los malos sino también a los buenos.” (San Agustín, la ciudad de Dios, 105). En otro texto Santo Tomas nos dice: “Si uno se encoleriza cuando debe, en la medida que debe, por lo que debe encolerizarse, etc., es entonces la ira un acto de virtud" (Santo Tomás, Sobre los mandamientos, 1. c., p. 263). Generalmente nos enojamos o irritamos con alguien cuando no hace las cosas como se deben, cuando no responde como esperábamos, cuando, en definitiva la otra persona no responde a la expectativa que nosotros tenemos. Así, por ejemplo, el padre de familia se enoja con el hijo cuando éste saca malas calificaciones, cuando no obedece, cuando trata mal a sus hermanos. Pero es algo pasajero, el amor por su hijo permanece en su corazón. De hecho es el amor el que lo ha empujado a enojarse. Es por ello que dice el apóstol San Pablo: “Si se enojan, no pequen. Que no se ponga el sol en su enojo. No den oportunidad al diablo” (Ef 4, 26-27). Jesús, empujado, como lo dice el apóstol San Juan, por el amor a su Padre, se enojó y corrió a latigazos a los vendedores del templo. Su acción obedece a esta situación de enojo por lo que no pecó. La ira, que es un pecado capital, lo es debido a que es una pasión desordenada. En otras palabras, podríamos decir que la ira es un enojo que se sale de control. Por eso dice Casiano, que “la ira cierra el entendimiento y nos hace actuar irracionalmente”. Podemos decir que la ira es ya la antesala del odio y por ello dice Santo Tomás que “si se le deja entrar en el corazón, se transformará en odio, el cual es un pecado sumamente grave pues es contrario al amor”. La ira, es un sentimiento, que aunque puede ser pasajero, engendra ya una serie de perjuicios en contra de una persona que lo puede llevar a obrar realmente mal pues como dice Santo Tomás: “La ira impulsa la venganza”.