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sábado, 6 de agosto de 2016

¿Qué es orar, cómo orar y qué pedir?

¿Qué es orar?

“Señor, enséñanos a orar”, (Lc 11,1) le piden los discípulos a Jesús. Sin embargo ellos sabían mucho de oraciones. En su condición de judíos  tenían que recitarlas varias veces durante el día. Pero se dieron cuenta del maravilloso mundo de estar en compañía de Jesús, su cercana amistad, su natural inclinación por hacer el bien, su pasión por el Reino; entonces se aproximan a Él, para pedirle: “Enséñanos a orar”. Y Jesús les muestra su corazón, les enseña al Padre, les da su vida, su secreto, lo que llevaba de más entrañable dentro de sí.
“La oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo”, dice el Catecismo. “La oración es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él”, señala San Agustín. Y santa Teresa, la santa contemplativa, dijo que “no es otra sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”.


¿Cómo orar y qué pedir a Dios?

Con frecuencia nos encerramos en nosotros mismos pidiendo cosas y ayudas para esta vida, olvidándonos de Dios, del prójimo y de las cosas que benefician a nuestra alma. Hacemos oración o nos dirigimos a Dios cuando tenemos un problema tan grave que no encontramos la manera de resolverlo solos. También nos acordamos de Dios cuando queremos algo: una nueva casa, un nuevo coche, que nos consiga un trabajo, etc. en ocasiones muy poco nos acordamos de Él para alabarlo por las maravillas que hace todos los días. Es necesario poner a Dios primero en nuestra oración, porque Él nos lo da todo y es infinitamente generoso. Si le damos las gracias al que nos ha servido un café en un restaurante, ¿No tenemos acaso una obligación infinitamente más grande con el Sumo Creador, que nos da vida, la luz del sol, el aire que respiramos y que lo ha hecho sin tener ninguna obligación? Nuestra oración debe comenzar por Él y no por nosotros.

Ahora bien, es perfectamente válido pedirle a Dios lo que necesitamos, Jesucristo nos ha enseñado a hacerlo y a tenerle confianza y solicitarle lo que nos hace falta: “Yo os digo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11, 9-13) El problema está en que a veces únicamente le pedimos cosas materiales y temporales ¿Y dónde dejamos a nuestra alma? El Santo Cura de Ars en su Sermón sobre la Oración dice “Podéis pedir cosas temporales… más siempre con la intención de que os serviréis de ellas para gloria de Dios, para salvación de vuestra alma y la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras peticiones procederían del orgullo o de la ambición; y entonces, si Dios rehúsa concederos lo que le pedís, es porque no quiere perderos.”

Es importante reflexionar que antes de pedir cualquier cosa temporal, hay que pensar en pedirle a Dios que perdone nuestras faltas y las ofensas que contra él hemos cometido. Como seres humanos podemos muy poco. Tendemos a ser débiles, a que nos falte voluntad, generosidad, fe. ¿Qué hacer entonces? ¡Pedirle su ayuda! Rogarle que haga del nuestro un corazón generoso, que nos ayude a tener más y más fe. Esto lo expresa muy bellamente (y puedes llevarlo a tu oración si te faltan palabras) el Papa Clemente XI en el primer párrafo de su “Oración Univeral“: “Creo en Tí, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero en Ti, pero ayúdame a esperar con más confianza; te amo, Señor, pero ayúdame a amarte más ardientemente; estoy arrepentido, pero ayúdame a tener mayor dolor“.

Si ponemos primero a Dios en nuestra oración, entonces vamos por el camino correcto. Y podemos pedirle cosas para nosotros, pero… ¿Y qué sucede con el mandamiento del señor en el que nos pide que amemos al prójimo como a nosotros mismos? Recuerda aquel pasaje del Evangelio que dice: “…«¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.» Mc12, 28-31.

Una buena idea es comenzar la oración a Dios alabándole, glorificándole y dándole gracias por todo lo que nos da cada día. En eso comenzamos a cumplir el primer Mandamiento, pero si de inmediato nos ponemos a pedir cosas para nosotros, estamos dejando la caridad a un lado y no estamos cumpliendo bien el mandamiento de “amar al prójimo como a uno mismo”.

Siempre es bueno tener en nuestro cuaderno de oración una lista de personas e intenciones. Por ejemplo, siempre sería buena idea rezar al menos un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria por el Santo Padre, por las necesidades de la Iglesia y del Estado, por el obispo de nuestra diócesis, por las almas del purgatorio. Y luego comenzar pidiendo por nuestros padres, hermanos, familiares, amigos cercanos. Pero no tenemos que quedarnos hasta ahí, también podemos incluir a ese amigo, familiar o conocido que sabemos que tiene la capacidad de hacer un gran bien a las almas si sigue a Jesucristo. ¿Por qué no rezar por él o ella si sabemos que tiene vocación? También podemos incluir a alguna obra de apostolado que conozcamos para que rinda buenos frutos. Podemos pedir por las personas que sabemos que están sufriendo, que tienen alguna necesidad, que están solas, que están enfermas o en la cárcel. Y aunque no tenemos obligación de hacerlo, podemos pedir por nuestros enemigos. Hacerlo es “de mucha perfección” decía Santo Tomás de Aquino.

Tras pensar seriamente en lo que hemos escrito, a nadie le sorprenderá que el Padre Nuestro sea la oración más perfecta, pues alabamos, glorificamos y le pedimos a Dios lo que nos hace falta, y lo hacemos en el orden más perfecto.

Y tras alabar y glorificar a Dios en nuestra oración y pedirle por otros, ya habrá pasado un buen tiempo. ¿Y luego dice uno que “no sabe qué decir en la oración” o que “esa media hora en el oratorio es demasiado larga”? Bueno, pues es que a veces no hacemos bien nuestra oración y nos parece un tiempo interminable tal vez porque somos demasiado egoístas. Si viéramos un poco hacia afuera, nos daríamos cuenta de que ¡hay tanto de qué hablar con Dios aún antes de hacer nuestras peticiones propias!

Una vez que hemos alabado, glorificado y dado gracias a Dios, y que hemos pedido por los demás, entonces es el momento de abrirle al Señor nuestro corazón, contándole confiadamente nuestras cosas, nuestros temores, nuestras esperanzas. Nuestra oración debe ser un íntima confidencia con Dios que nos ama infinitamente. En la oración Dios nos da luces, buenos propósitos, afectos, inspiraciones. La oración fortalece nuestras vidas y les da un sentido teniendo a Dios como centro. Por eso es importante acostumbrarnos a contarle todo a Nuestro Señor: nuestras debilidades y caídas, nuestras luchas, todo lo que está alrededor nuestro y poco a poco, veremos con más claridad lo que Dios espera de nosotros.

No debemos tener miedo de contarle todo a Dios ¡Como si pudiera sorprenderse de las cosas malas que hacemos! Cuando uno va al médico, tiene que decirle dónde le duele, y si la herida se ve fea e incluso es maloliente, uno no debe taparla por vergüenza, o de otro modo el doctor no podrá curarla. Pues lo mismo pasa con Dios. Debemos hablarle con franqueza, hablarle de nuestros pecados, de lo que nos cuesta trabajo. Hay que contarle con sinceridad aquello que tanto nos cuesta porque si Él quiere puede curarnos. No debemos olvidar nunca la gran cantidad de curaciones que hizo Jesús, y así como curaba los cuerpos de tullidos y ciegos, él también puede curar nuestro espíritu.

“Jesús tomó la palabra y dijo: Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”. Mt 11, 28-30.

Las formas de la oración

La forma como estamos acostumbrados a hablar con Dios es la oración que hacemos en palabras, la oración vocal. Pero hay muchas que son de nuestros libros de oraciones. También oramos escuchando una oración, en especial si estamos bien estimulados, con un corazón muy cercano a Dios, entrando con todo en el espíritu de la oración.
Muchas oraciones de hombres buscadores de Dios y la santidad, traen incluida gran fuerza, si las leemos, las escuchamos y las seguimos con gran atención, nuestra alma se inflamará de gozo. Y si nos vamos adentrando en el alma de la oración, dejando que el espíritu se comprenda en ella, obtendremos la fuerza que trae incluida.
Estas pequeñas razones nos invitan a estar siempre dispuestos a orar, porque si no lo estamos, no podremos conseguir la fuerza de la oración. Estar dispuestos es estar preparados para sentirnos cercanos a Dios al orar.

No debemos orar de manera rápida y sin afecto. Nuestra propia experiencia nos lo dice, que no nos resultan nuestros ruegos cuando le pedimos a alguien algo para nosotros si los hacemos de modo poco atento, o si nos damos poco tiempo para hablar o recibir una respuesta. También la experiencia nos enseña que si pedimos algo a alguien, hay darse tiempo para agradecer y mostrar nuestra satisfacción. Por esa razón, al orar hay que mostrase afectuoso con Dios y al final de nuestros momentos de oración agradecer a Dios el encuentro que se ha tenido.
Entonces busquemos orar despacio, con gran atención; no es un diálogo obligado, recitando la oración, convirtiéndola lentamente en una oración mental, buscando que nos eleve muy alto.

“No poseo el valor para buscar plegarias hermosas en los libros; al no saber cuales escoger, reacciono como los niños; le digo sencillamente al buen Dios lo que necesito, y Él siempre me comprende.” (Santa Teresa del Niño Jesus- Teresa de Lisieux).


La preparación para la oración

Al orar tenemos que tener presente una mínima preparación, hacerla con solicitud y sentimientos y una vez finalizada, dejemos un tiempo para disfrutar y prolongar en nosotros ese espacio que nos ha acercado a Dios antes de reinicar nuestras tareas habituales.
Podemos ayudarnos en nuestra preparación con algún buen libro, alguna lectura evangélica o con algún autor místico. Con independencia de dónde nos encontremos, antes de iniciar nuestra oración, debemos darnos un tiempo para liberarnos de esas cosas que nos alejan de Dios, aunque sean mínimas preocupaciones. Es el tiempo para Dios. Hay que avivar el alma. Hay que tener presente que vamos a entablar un diálogo con Dios, todo un ministerio va a estar con nosotros.
Orar es estar en humildad, obediencia y sumisión. Orar es estar en paz, concordia y amistad. Orar es estar armonía, acuerdo y conciliación con Dios. Es un instante en el que debemos estar muy preparados, si lo logramos, hemos avanzado un gran paso.


Orar en amor y amistad

Oremos amando al amado Dios. San Juan de la Cruz dice: “El mirar de Dios es amar”; Carlos de Foucalud escribe: “Mientras mas se ama, mejor se reza”. Dios nos ama con mucha fidelidad, y lo mejor, es que nos ama m-as, cuando mas estamos necesitados de Él. Cuando todos nos han dejado solos en nuestras dificultades, Él no nos abandona.
Oremos sintiendo su amistad. Es un trato amistoso, Dios y yo. Como nos enseño Santa Teresa de Jesus, “Tratar de amistad, estando muchas veces a solas, con quien sabemos nos ama”. Dios es nuestro amigo. Hemos hablado de estar preparado. Si estamos listos, sentiremos lo que es estar con un amigo, entonces ya no estaremos tan preocupados de lo que vamos a decir en este tiempo y disfrutaremos como es estar en un verdadero clima de amistad divina.

“¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida (alma)? Mt 16:26.


Orar con el alma. El acceso a Dios

¿Qué es el alma? Pregunta con muchas respuestas. Y no es fácil dar una contestación que sea bien comprendida. Sin embargo, es lo más valioso que tenemos los hombres. Alma significa el principio espiritual en el hombre (CIC. 363). El alma y el cuerpo forman una naturaleza. Cada alma es creada directamente por Dios y desde la concepción de cada ser humano se crea un alma inmortal. El alma le da al hombre acceso a Dios. En efecto, el hombre, con el alma hacia Dios, abierta totalmente a Él, se abre a la verdad y a las respuestas sobre la existencia de Dios; es en ese instante en el que percibe los signos de su alma espiritual, es allí es donde mejor comprende que su alma no puede tener otro origen que no sea Dios (CIC 33).

La oración es un misterio. Existe un estado donde el amor de Dios es puro al extremo, es el estado donde el alma ama a Dios y se hace dependiente de Él. La oración hecha con toda el alma, es la predilecta para el corazón de Dios, es la oración que le cautiva. Su influencia es asombrosa. Diríamos que la oración es una corriente, un río manso de aguas fecundas que va fertilizando con la lógica desconcertante de Dios los caminos de las almas y sus mismos laberintos. Arquímedes pedía un punto de apoyo para levantar la tierra. El hombre tiene en la oración esa palanca colosal. Si podemos hablar así, diremos que la oración agiganta al hombre y debilita a Dios. La fuerza del hombre y la debilidad de Dios (San Agustín). Un alma unida a Cristo Jesus, orando salva al mundo.

Orar educando el alma

Estar frente a una cruz contemplado al crucificado, nos motiva a orar al Señor; si es frente a la imagen de Maria Santísima, le rogamos que interceda por nosotros; si es algún santo, le rogamos para que actúe milagrosamente a lo que requerimos. Todo esto está bien, pero no debe ser indispensable para que estemos dispuesto a orar.
Cuando sentimos la necesidad de estar con Dios en una conversación por lo que creemos importante, solo tenemos que dirigirnos a Él, no le pedimos una cita ni le preguntamos si está ocupado. Es algo muy sencillo dirigirse a Dios, pero requiere cierta conducta que debe cuidarse, como por ejemplo no apurarse para hablarle. Es bueno estar compenetrado con las palabras con las cuales nos vamos a dirigir. En otras palabras, tenemos que reavivar nuestro corazón para que sea más sencillo comprender y sentir el misterio de dialogar con Él.

Tenemos que evitar que nuestra mente vaya a otros pensamientos, y si éstos se nos van debemos regresar al comienzo nuevamente y así de este modo, ir aprendiendo a no distraernos mientras oramos. Si alguna parte de nuestro diálogo nos inflama el alma, es bueno deleitarlo, porque es signo de que nuestro espíritu de oración esta comenzando a intuir la presencia del gozo por orar y que nos estamos consolidando en el espíritu de la oración.

Al terminar nuestro instante de oración, comencemos el resto de las actividades sin prisa, meditemos el momento que hemos disfrutado y qué sentido ha tenido para nosotros. No hay momentos más dulces en nuestra vida que el amoroso diálogo con Dios, por cuanto después de cada oración intentemos prolongar esa dulzura que hemos saboreado, así vamos educando nuestro espíritu. Si mantenemos esta actitud, nos iremos dando cuenta que saldrá de nuestra mente ese idea de que orar es aburrido, al contrario es fascinante, ya que toda palabra o pensamiento bien invocado, nos dejará una huella imborrable y beneficiosa en nuestra alma. La perseverancia irá profundizando esta huella y nos traerá más permanencia de Dios en nosotros.


Orar dejando al alma a solas con Dios

“El alma que anda en amor, ni cansa, ni se cansa” (San Juan de la Cruz).

Si hemos logrado un acercamiento a Dios mediante la oración íntima, es decir, con las palabras, sentimientos y oraciones que han ido brotando de nuestro corazón, hay que dejar al alma a solas con Dios, que ella entre en diálogo, que ella se encumbre a Dios, se abra y se refugie en Él, y se quede en estado de confianza, de tal modo que pueda expresarle todo lo que sienta, confesarle todo lo que anhela. Si logramos esto, nuestra alma se irá educando en Dios. Por tanto, es muy importante que nos acostumbremos a dirigirnos a Dios. Dirigirnos con el alma enamorada a Él, con el alma entregada a Él, buscando que ya no sea nuestra, sino que toda de Él.

Dios es el creador de toda la naturaleza, esa es nuestra fe y toda palabra que viene de Dios es sabiduría plena, nadie es más justo que Él y Dios lo dirige todo. Si todo esto está en nosotros, y si somos concientes de que Cristo Jesús ha venido para salvarnos, y que tenemos de regalo la gracia, de un Dios amoroso, de un Cristo Jesús que se conmueve de todo sufrimiento humano, el mismo Cristo que lloró al ver el llanto de María (Resurrección de Lázaro, Jn 11:38-44.). Esta emoción y lágrimas de Jesús es una emoción profunda, legítima y bondadosa del Señor ante la muerte de su amigo, a quien Jesús amaba. En esas lágrimas de Jesús, quedaron santificadas todas las lágrimas que nacen del amor y del dolor de cada cristiano. La conciencia de a quienes nos dirigimos, el saber a quien nos entregamos con todo el corazón, su calidad y su actuar sobre nosotros, irá formando al alma para deleitarse de estar con él. Parece un poco rudo decir: deja que Dios te ablande el corazón, pero si se lo entregamos sin restricción, nuestra alma comenzará a fluir en rica oración.

“El alma unida a Dios se diviniza de tal manera que llega a pensar, a desear y obrar conforme a Jesucristo” (Santa Teresa de Jesús).

Orar amando a Dios

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. (Mt 5,43-48)

Comenzamos reconociendo que el amor solo es verdadero si expresa un sentimiento real, sólido y estable, ansioso de encuentro y unión con el amado. El orar amando a Dios debe expresar esos sentimientos y ansias de encuentro con el amado. “Mi Amado es para mí y yo para mi Amado” (Cantares 2, 16). El amor es dar y darse, es renunciar a los deseos propios por los del ser amado sin considerar que esta renuncia es un sacrificio. El amor verdadero desea profundamente el bien y la felicidad plena del ser que ama. Dios nos ama y nosotros amamos a Dios. Pero este amor no es como lo entienden comúnmente los hombres, salvo que haya vivido una experiencia de Dios enriquecedora.

¡Oh, Señor mío! ¡Qué delicada y fina y sabrosamente sabéis tratar a quienes os aman! (Santa Teresa de Jesus V 25, 17).

Pero los hombres no somos muy finos para tratar a muchos hijos de Dios, que se deleitan por ser espirituales y no se abstraen para nada de las cosas de Dios. Incluso, si en un instante caen, nos place criticarlos. Pero esto no es nuevo, hay muchos casos en nuestra historia cristiana donde hombres iluminados han vivido en la oscuridad por ser considerados “bichos raros”. Un gran ejemplo es San Juan de la Cruz, quien sintió en su piel la monición muy utilizada de que nadie es profeta en su tierra. A pesar de haber vivido años muy duros desde su juventud, tiempo en que su hermano Luis murió de hambre, es un hombre empapado de amor, delicado y sensible. “Donde no hay amor, ponga amor y cosechará amor”, pensaba el santo poeta incansable buscador del amor que también decía: “El alma que anda en amor, ni cansa, ni se cansa”. San Juan de la Cruz, define el amar a Dios así: “Amar es trabajar en despojarse y desnudarse por Dios, de todo lo que no es Dios”. Es decir, cultivando el amor, el alma creada por Dios se acerca a los propósitos para la cual fue establecida. En la oscuridad de la noche, San Juan de la Cruz deslumbra y con claridad, mira sus propias raíces y ve como el hombre es como Dios, de quien fuimos creados a su imagen y semejanza. “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt.5, 48)

Para orar amando a Dios, es necesario que en nuestro corazón no existan cosas que no son de Dios. Es decir no podemos tener pensamientos malos al acercarnos a Él. Entonces al iniciar el día, nuestros primeros pensamientos sean el predisponernos a tener un día santo. Iniciemos la mañana alabando a Dios, para que nuestro espíritu se incline a que tengamos un día dedicado a hacer el bien, a pensar bien y a que todo cuanto hagamos sea para obrar bien. Esta decisión nuestra nos ayudara a recordar a Dios durante todo el día. La permanencia de Dios en nuestra alma y mente, mejorara el acercamiento espiritual, y nos acostumbrará a un dialogo constante de hijos a Padre y de padre a Hijo de tal modo, que nuestro corazón lleno de amor por Dios, se gozará no solo de su compañía, sino que se irá preparando para el encuentro cara a cara con ÉEl, cuando seamos llamado a vivir la vida eterna.

¡Oh, Jesús y Señor mío! ¡Cuánto nos ayuda aquí vuestro amor!, porque éste tiene cogido al nuestro, que no le deja libertad para amar en aquel momento a nadie y nada, más que a Vos! (Santa Teresa de Jesus V 14, 2; CN 4).



Orar  enamorando nuestra alma

Hemos comentado que el alma le da al hombre acceso a Dios. Meditar sobre este punto, ciertamente nos permitirá enriquecernos de amor hacia Dios. Una alma llena de Dios, entregada y dirigida a Él, podrá sentir con mucha fuerza el deseo de encumbrarse hacia Él y abrirse con gran confianza. Esto nos traerá otro beneficio, nos iremos acostumbrarnos a mantenernos en mejor estado de gracia, porque irremediablemente, ya no permitiremos que nuestra vida caiga y acepte malas acciones. En efecto, un corazón y alimentado del amor de Dios, solo hace cosas buenas, en cambio un alma influenciada por el mal, solo cosas malas.

Pero tenemos que tener mucho cuidado en jactarnos de que somos los preferidos de Dios por el solo hecho que hemos tomado la determinación de ser de El. Nunca debemos perder el temor de Dios, entonces a través de la oración no dejemos de rogar que nos instruya en todos, y que sea Él que dirija nuestros pasos para no caer en errores. “Los amigos viejos de Dios por maravilla faltan a Dios, porque están ya sobre todo lo que les puede hacer falta” (San Juan de la Cruz).

Un alma enamorada de Dios, está permanentemente en oración. Pero al mismo tiempo estará expuesta a ser bombarda por mucha gente que no está interesada en Dios, y oirá cosas que pueden desconcertarle. Si eso nos sucede, mantengamos nuestro corazón puro y a solas con Dios, es decir no lo dejemos contaminar. “El espíritu bien puro no se mezcla con extrañas advertencias ni humanos respetos, sino solo en soledad de todas las formas, interiormente, con sosiego” (San Juan de la Cruz).

Pero ante todo, para enseñar al alma a enamorarse de Dios, le debemos enseñar que debe permanecer siempre humilde ante EL. El alma enamorada es alma blanda, mansa, humilde y paciente. (San Juan de la Cruz AV.29). Esto significa sentirse dependientes en todo de Dios y para todos los acontecimientos diarios, para cada una de nuestras necesidades. Por cuanto durante el día, desde el corazón del corazón, vayamos solicitando la asistencia de Dios y agradeciendo cuanto El hace por nosotros.

“En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios en Cristo Jesús quiere de vosotros” (1ª Tes.5, 18)

Cada cual debe conocer cuales son sus formas de expresarse con Dios, es algo en lo cual no podemos intervenir. Los siguientes son consejos sencillos y pueden serles válidos para ir acostumbrándose a dirigirse a nuestro Padre. Bendigamos siempre a Dios. Si terminamos algo y nos ha resultado bien, “Bendito seas Señor”. Si estamos en peligro de caer en falta pidamos: “Sálvanos Señor, que nos hundimos”. Si estamos tomando un camino equivocado: “Señor, se mi guía, oriéntame para no equivocarme de camino”. Si no sé adonde acudir: “Señor, que no me desorienten mis pasos”. Si hemos faltado: “Señor, ten piedad”. También, podemos pedir a María Santísima que nos socorra, recordando que una buena madre, jamás abandona a su hijo. María la Madre de Dios, estuvo al pie de la Cruz. Todo esto, nos entrenará para acostumbrarnos a dialogar con Dios y será parte de nuestro aprendizaje en el camino de enamorar nuestra alma de Dios.


Cómo orar. Establecer la propia regla de oración

“Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.” En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” (Lc 18, 10:13)

¿Qué puede ser más importante, ¿aprender a orar o acostumbrarse a orar? La diferencia está que podemos aprender a hacer bien nuestras oraciones, pero de poco nos vale si no las utilizamos, si no tenemos la costumbre de rezar y no hacemos de la oración algo habitual y necesario para nuestra vida. Acostumbrarse a orar es conseguir que ésta sea un hábito, es decir frecuente. Hay bastantes y muy buenas reglas de oración, ordenadas y motivadores de una cierta disciplina de oración, queremos avivar nuestros corazones y motivarnos a preparar nuestra propia regla.

¿Por qué y para que preparar nuestra propia regla? Porque a veces queremos cosas simples y sencillas. Muchas personas consideran esclavizante ciertos modelos que son muy rígidos, y al final se fatigan y se fastidian con ellos. Los distintos métodos de oración deben servir para orientar al orante, y no para ser algo que les incomode hacerlo. En cierta ocasión, en un grupo de oración en el cual se seguía una metodología por mucho tiempo, un miembro del grupo le hizo un llamado de atención a un participante que se quiso salirse de la práctica habitual; el que recibió el regaño mantuvo silencio y humildad para oírlo, y sin mostrar altivez respondió: “Este es mi diálogo con Dios y hoy tengo algo importante que decirle”. Luego el que hacía de guía le manifestó: “Si consideras importante que yo sea más comprensivo, pídele a Dios, que me lo conceda, quizás yo no me he acordado de pedir eso y me falta”. Y todo continuó cordialmente.

“Vos obráis como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con toda sencillez mis penas y mis alegrías, como si él no las conociese…” (Manuscrito C, 32, Santa Teresa del Niño Jesus, Teresita de Liseux).

No oremos de prisa, imploremos con humildad, hermanemos los sentimientos y las palabras, estimulemos los sentidos con cada palabra. Mostremos que amamos la oración, nos place rezar. Con estos consejos, podemos formar una primera regla, preparemos las lecturas u las oraciones para la ocasión que hemos dispuestos, fijemos un tiempo, el que efectuamos siempre o el que estamos dispuesto para esa ocasión, pero dejando en claro que si se nos acaba la voluntad para seguir, démosla por finalizada.

Preparemos un buen recibimiento al espíritu, es Dios al que recibiremos en oración, es nuestra fiesta de amor con Él. Podemos sacar de nuestra vista todo lo que nos inquiete, por ejemplo, un reloj, apagar el celular (móvil). Hagamos cuenta que haremos un viaje largo, de esta manera nuestro pensamiento no sentirá y no se verá presionado. En las ocasiones en que vamos a pedir algo importante, por ejemplo, un crédito, un trabajo, algo para ayudar a los demás, etc., lo que generalmente hacemos es prepararnos. Para orar también es bueno prepararnos, esto nos ayudará a tener sentimientos en la oración, vocal o mental. Un buen consejo puede ser leer un trozo del Evangelio, nos invitará a responder y a comprometernos con Cristo. Hay muchos santos y santas, con lecturas muy inspiradoras para incentivar nuestros sentimientos antes de orar.

Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, la necesidad de olvidarme de mí misma por complacer a los demás. ¡Desde entonces fui dichosa!… (Manuscrito A, 45 v° Santa Teresa del Niño Jesus, Teresita de Liseux).

Cuando las oraciones son leídas de algún texto, tenemos que aprender a hacer una pequeña pausa entre oración y oración. Si lo sentimos o lo deseamos antes de la oración siguiente, podemos hacer un pequeña jaculatoria. Esto nos ayudará a avivar más nuestros sentimientos en la etapa siguiente. Si teníamos planificado orar un determinado tiempo para rezar y por algún imprevisto no podremos cumplir con el tiempo programado, es preferible hacer menos oraciones, pero no orar de prisa.

Un consejo breve y que puede sernos de gran ayuda: Soy siervo de Dios sin límites, pero no de mi propia regla, porque la oración se hace con el corazón alegre, enamorado, con gran ternura, sin presión. La oració, es algo de nuestro interior; las reglas y los métodos, son del exterior. Sin embargo, es muy cierto que del mismo modo como nosotros estamos compuestos de las dos cosas internas y externas, la oración también debe estar compuesta de una regla para orar, de lo contrario le faltaría algo. Esto es, tengamos en cuenta a cumplir las dos cosas. Interiormente podemos orar a cualquier hora, en cualquier lugar y circunstancias. Pero cuando participamos de un rito de oración, como por ejemplos, laúdes, vísperas o alguna jornada litúrgica, estas tienen sus propios tiempos, por tanto esta regidas por alguna regla. Ambas cosas sean también nuestras reglas de oración.

Lo importante es que tengamos en cuenta que nuestra alma necesita la Gracia, ella es la incansable buscadora de la pureza, porque necesita de Dios y quiere vivir para Dios, el hombre de Dios, sabe bien de esta necesidad y no se la niega. La oración es la que le permite ir en su búsqueda. Es entonces, cuando Dios nos regala una forma de orar, ya no por obra nuestra, sino por el espíritu de la oración que se ancla en nuestro corazón. Es el instante en que el alma se siente confortable en nuestro interior y no desea cambiar de ambiente. Es el mejor lugar que tiene el alma para contemplar mejor a Dios y todo lo que viene de Él.

“¡Qué grande es el poder de la oración! Se diría que es una reina que en todo momento tiene acceso directo al rey y puede conseguir todo lo que le pide.” (Santa Teresa del Niño Jesus- Teresa de Lisieux)

El hombre que ora, se acostumbra a pedir siempre la ayuda de quien confía plenamente que la va a recibir, de tal forma que para todo sabe de antemano que Dios le socorrerá. Así comienza una dependencia de tan favorable auxilio a sus necesidades y un reconocimiento de que todo lo que logra se hace con la ayuda de Dios. Mientras más se ora, más fe se tiene, mientras mas se ora, más se siente la presencia de Dios. La oración le permite al hombre no solo modificar sus sentimientos espirituales, es más, su corazón se comienza a acostumbrar a reconocer la presencia de Dios en cada situación de su vida de tal manera que su fe es una fe palpitante, viva e insobornable. Es a través de la oración, como el hombre se da cuenta de que ella le ayuda a vencer el mal. En efecto, la oración conduce al hombre hacia la santidad, porque el que la hace parte de su vida, le cierra las puertas a los pensamientos deshonestos y se las abre a las manifestaciones de la caridad. ¿Quien no se siente más misericordioso y compasivo después de haberse empapado de Dios?, ¿Quién no se siente más motivado a ayudar al prójimo si su corazón se alimenta del amor de Dios?

El que ora como respira, es decir incesante, no divaga por caminos oscuros, porque vive alumbrado por la luz de Cristo y se equivoca menos, porque se alimenta de la sabiduría del Señor. Al hombre orante, la oración le cambia la perspectiva de ver el mundo y su prójimo, por ser la oración transformante. En efecto, un corazón bueno, se siente capacitado para amar a su prójimo y lo predispone más rápido a ayudar al que necesita, haciéndolo al mismo tiempo más generoso. El hombre de oración, reconoce a Dios como fuente de toda su inspiración, sabe del temor de Dios, transforma su cuerpo en un templo para que el Espíritu Santo para que este le colme de sus dones.

¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!… ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!… (Manuscrito C, 19 v, Santa Teresa del Niño Jesús- Teresa de Lisieux)