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miércoles, 21 de febrero de 2018

Ser feliz en la imperfección.




Miro mi desorden, miro mi camino, y sonrío.

A veces tengo claro lo que tengo que hacer y me pongo manos a la obra. Actúo, decido, pienso. Y soy coherente con lo que emprendo. Mis pensamientos y mis acciones parecen ir al unísono por un tiempo. Hay armonía.
Pero no dura demasiado. Súbitamente surge algo que me distrae. Me aleja de lo importante. O de lo que yo creo que es lo más importante.
Y me encuentro pensando en cosas diferentes a las que de verdad deseo. Me veo navegando por mares que no he soñado. O alcanzando cimas jamás pensadas.
Puede ser mi apego a mis riquezas lo que me hace débil. Esas riquezas del mundo que tientan mi alma. Son los síntomas que me muestran que no estoy en paz conmigo mismo o con la vida que Dios me regala.
¿Cuáles son mis riquezas? ¿Qué me entristece y tienta en este mundo que llama a la puerta de mi corazón?
Voy con prisas. Surgen los miedos. No soy tan libre como deseo y me pesan las cadenas. Estoy atado a mi vida.
Me da miedo no ser fiel a lo emprendido. O dejar de soñar con lo más grande para mi vida. O pensar que ya está bien de malgastar mis días sirviendo sin que nadie lo valore. Y tiemblo.
La vida es muy corta. O puede que demasiado larga. Según se mire. Y quiero poseer todo lo que me tienta. El cielo y la tierra. La eternidad y el presente. El amor y el poder. La juventud y todos los sueños. Me veo desordenado por dentro. Lleno de deseos.
El otro día leía: “El hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre – la relación con Dios – entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata en el mensaje y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado”[1].
Miro mi mal. Mi pecado. Mi tentación más grande. Me detengo en mi orgullo y en mi vanidad. Me veo tan lejos de Dios.
Me consume por dentro el deseo de vencer siempre. De salirme siempre con la mía. De conseguir todo lo que quiero. Sin tener en cuenta a quién dejo derrotado en el camino.
La obsesión por controlar las horas. La pasión por ser admirado y querido por todos y siempre. El desorden de mi corazón herido que busca afecto.
No he aprendido a perdonar del todo las heridas de antaño. Y me alejo lentamente del Dios de mi vida al que juzgo y condeno. Él, que camina conmigo y me hace ver una y otra vez que si me distraigo y alejo de Él todo empieza a dejar de tener sentido.
Vuelvo hoy la mirada a ese Dios impotente ante mi miseria.
Me dice el padre José Kentenich: ¿Cómo nos ayuda Dios a resistir las tentaciones? No podemos hacerles frente nosotros solos. Es Dios quien nos dará las fuerzas necesarias. Nos convenceremos de ello en la medida en que nos convenzamos del desorden de nuestra naturaleza y de los efectos del pecado original”[2].
Las tentaciones de un mundo en estampida, que corre por los caminos de la vida sin un sentido claro… y me tienta. Y yo me adhiero a las propagandas que me invitan a guardar mi vida, a enriquecer mi vida. A soñar con lo que no poseo.
En una película le preguntaban al protagonista: “¿Y eres feliz? ¿Qué te falta, qué deseas que aún no posees, para ser feliz?”.
Me despierto con esta misma pregunta prendida en la piel. ¿Soy feliz? ¿Qué me falta? Miro mi desorden. Miro mi camino. Y sonrío.
¿Qué más deseo? En realidad lo tengo todo para ser pleno. Si me miro bien sólo puedo dar gracias a Dios por lo vivido.
El protagonista respondió: “Paz. Solo quiero paz”.
Tal vez me falta esa paz para ser feliz. Para vivir sin prisas, sin stress.
No me importan tanto las distracciones. Son parte del camino. Y Dios me habla en ellas. Me susurra. Porque al caminar veo lo que me rodea y me distraigo.
Y en esas voces del camino me encuentro con Dios hablando. Y me dice tantas cosas. Me recuerda mi misión última. La de dar la vida.
Y me dice que mire dentro de mi corazón. Que no me equivoque buscando fuera. Que ahí me habla aunque a veces me tiente lo que no me da paz. Y me cueste entender sus silencios.
¿Por qué me obsesiono con poseer lo que al final tal vez no me haga tan feliz? Ese puesto de trabajo soñado, esa persona con la que compartir la vida para siempre, ese hijo que no llega, esa casa que deseo, ese coche, ese viaje, ese proyecto, esa tranquilidad económica, ese perdón que no logro, esa respuesta a mi pregunta que no escucho, esa persona que no regresa y me perdona…
Hay tantas cosas todavía por arreglar… Tantos sueños que no se hacen realidad en mi camino…
Me da miedo no ser feliz deseando lo que no me hace feliz. Y no quiero desaprovechar el presente que Dios me regala para encontrar sentido a todo lo que hago.
Hoy miro mi corazón. Me desnudo ante Dios que se acerca a mi vida. Despacio. Y pongo en sus manos mis sueños y mis miedos. Lo que no me hace feliz, lo que me alegra. Voy de su mano. Que Él venga a mí es lo único que me salva allí donde me encuentro.

[1] Benedicto XVI, La infancia de Jesús
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
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miércoles, 12 de julio de 2017

El secreto de la felicidad

http;// desdedios.blogspot.com
Cierto mercader envió a su hijo con el más sabio de todos los hombres para que aprendiera el secreto de la felicidad. El joven anduvo durante cuarenta días por el desierto, hasta que llegó a un hermoso castillo, en lo alto de la montaña. Allí vivía el sabio que buscaba.
Sin embargo, en vez de encontrar a un hombre santo, nuestro joven entró en una sala y vio una actividad inmensa; mercaderes que entraban y salían, personas conversando en los rincones, una pequeña orquesta que tocaba melodías suaves y una mesa repleta de los más deliciosos manjares de aquella región del mundo.
El sabio conversaba con todos, y el joven tuvo que esperar dos horas para que lo atendiera.
El sabio escuchó atentamente el motivo de su visita, pero le dijo que en aquel momento no tenía tiempo de explicarle el secreto de la felicidad. Le sugirió que diese un paseo por su palacio y volviese dos horas más tarde.
-Pero quiero pedirte un favor- añadió el sabio entregándole una cucharita de té en la que dejó caer dos gotas de aceite-. Mientras caminas, lleva esta cucharita y cuida que el aceite no se derrame.
El joven comenzó a subir y bajar las escalinatas del palacio manteniendo siempre los ojos fijos en la cuchara. Pasadas las dos horas, retornó a la presencia del sabio.
¿Qué tal?- preguntó el sabio- ¿Viste los tapices de Persia que hay en mi comedor? ¿Viste el jardín que el Maestro de los Jardineros tardó diez años en crear? ¿Reparaste en los bellos pergaminos de mi biblioteca?
El joven avergonzado, confesó que no había visto nada. Su única preocupación había sido no derramar las gotas de aceite que el Sabio le había confiado.
Pues entonces vuelve y conoce las maravillas de mi mundo -dijo el Sabio-. No puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.
Ya más tranquilo, el joven tomó nuevamente la cuchara y volvió a pasear por el palacio, esta vez mirando con atención todas las obras de arte que adornaban el techo y las paredes.
Vio los jardines, las montañas a su alrededor, la delicadeza de las flores, el esmero con que cada obra de arte estaba colocada en su lugar.
De regreso a la presencia del Sabio, le relató detalladamente todo lo que había visto.
¿Pero dónde están las dos gotas de aceite que te confié? -preguntó el Sabio-.
El joven miró la cuchara y se dio cuenta de que las había derramado.
Pues éste es el único consejo que puedo darte - le dijo el más Sabio de todos los Sabios-.
El secreto de la felicidad está en mirar todas las maravillas del mundo, pero sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite en la cuchara.
El secreto de la felicidad está en saber disfrutar de los grandes placeres de la vida sin olvidar las pequeñas cosas que tenemos a nuestro alcance.

miércoles, 19 de abril de 2017

8 secretos para ser feliz

Un sabio, al ver la sencillez y la pureza de una niña, le dijo: A ti te enseñaré los secretos para ser feliz. Ven conmigo y presta mucha atención.

Mis secretos los tengo guardados en dos cofres, y éstos son: mi mente y mi corazón, y consisten en una serie de pasos que deberás seguir a lo largo de tu vida:

El primer paso, es saber que existe la presencia de Dios en todas las cosas de la vida y por lo tanto, debes amarlo y darle gracias por todas las cosas que tienes.

El segundo paso, es que debes quererte a ti mismo y todos los días al levantarte y al acostarte, debes afirmar: Yo soy importante, yo valgo, soy capaz, soy inteligente, soy cariñoso, espero mucho de mí, no hay obstáculo que no pueda vencer.

El tercer paso, es que debes poner en práctica todo lo que dices que eres. Es decir, si piensas que eres inteligente actúa inteligentemente; si piensas que eres capaz, haz lo que te propones; si piensas que eres cariñoso, expresa tu cariño; si piensas que no hay obstáculos que no puedas vencer, entonces proponte metas en tu vida y lucha por ellas hasta lograrlas.

El cuarto paso, es que no debes envidiar a nadie por lo que tiene o por lo que es. Ellos alcanzaron su meta, logra tú las tuyas.

El quinto paso, es que no debes albergar en tu corazón rencor hacia nadie; ese sentimiento no te deja ser feliz; deja que las leyes hagan justicia, y tú perdona y olvida.

El sexto paso, es que no debes tomar las cosas que no te pertenecen. Recuerda que mañana te quitarán algo de más valor.

El séptimo paso, es que no debes maltratar a nadie. Todos los seres del mundo tenemos derecho a que se nos respete y se nos quiera.

Y por último, levántate siempre con una sonrisa en los labios, observa a tu alrededor y descubre en todas las cosas el lado bueno y bonito; piensa en lo afortunado que eres al tener todo lo que tienes; ayuda a los demás, sin pensar que vas a recibir nada a cambio; mira a las personas y descubre en ellas sus cualidades y dales también a ellos el secreto para ser triunfadores y que de esta manera, puedan ser felices.

¡Aplica estos pasos y verás que fácil es marcar la diferencia y ser feliz!

No subestimes el poder de tus acciones; con un pequeño gesto puedes cambiar la vida de otra persona para bien o para mal. Dios nos pone a cada uno frente a la vida de otros para impactarlos de alguna manera.