Por razones laborales me encuentro en un país africano. Mi hotel se encuentra junto a una playa cuyas aguas están bañadas por el Atlántico. Protegiendo el recinto han colocado una cadena de rocas que lo protege de las embestidas del mar. Ayer por la mañana me senté en aquel lugar para contemplar el amanecer. Las olas, embravecidas por el mar furioso, se rompían contra las rocas estallando en una emergente ducha de gotas que la luz del sol hacía brillar. Al terminar la jornada laboral me senté de nuevo en el mismo lugar. La oscuridad de la noche quedaba rota por la luz grisácea de la luna. Las olas, sin embargo, seguían rompiéndose con las rocas a la misma intensidad.
El golpeteo constante de las olas han ido tallando con el paso de los años el perfil de aquellas rocas que alguien había alineado frente al hotel.
Sentado en aquel lugar apacible y silencioso, deleitándome con el sonido del mar y con el constante ir y venir de las olas, un pensamiento mágico me vino a la memoria. ¡Qué grande es el amor de Dios! ¡Y esa grandeza late a un ritmo constante, como las olas de ese océano creado por Él! ¡Ese amor cubre de manera paciente y uniforme las superficies duras de nuestro corazón para transformarlas en una obra nueva! ¡En ocasiones su amor es como las olas suaves que se rompen en las arenas de la playas cuando el mar está calmo! ¡En otras irrumpe como esas olas poderosas frente a mi hotel! En cualquiera de las dos, su amor permanece de manera constante e interminable. El amor de Dios no tiene fin.
Con el amor de Dios uno puede contar siempre. Es un amor fiel, imperecedero. ¡Qué hermoso es poder confiar en su amor y su fidelidad! ¡Qué hermoso sentir que su amor es infinito, ternura que se inclina hacia nuestra debilidad, seres necesitados de todo, consciente de que somos de barro frágil! Y es esta pequeñez, esta debilidad de nuestra naturaleza, esta fragilidad —¿acaso no somos como esas olas que se rompen al chocar contra las rocas?—es lo que le empuja a su misericordia, a su ternura y a su perdón.
El golpeteo constante de las olas han ido tallando con el paso de los años el perfil de aquellas rocas que alguien había alineado frente al hotel.
Sentado en aquel lugar apacible y silencioso, deleitándome con el sonido del mar y con el constante ir y venir de las olas, un pensamiento mágico me vino a la memoria. ¡Qué grande es el amor de Dios! ¡Y esa grandeza late a un ritmo constante, como las olas de ese océano creado por Él! ¡Ese amor cubre de manera paciente y uniforme las superficies duras de nuestro corazón para transformarlas en una obra nueva! ¡En ocasiones su amor es como las olas suaves que se rompen en las arenas de la playas cuando el mar está calmo! ¡En otras irrumpe como esas olas poderosas frente a mi hotel! En cualquiera de las dos, su amor permanece de manera constante e interminable. El amor de Dios no tiene fin.
Con el amor de Dios uno puede contar siempre. Es un amor fiel, imperecedero. ¡Qué hermoso es poder confiar en su amor y su fidelidad! ¡Qué hermoso sentir que su amor es infinito, ternura que se inclina hacia nuestra debilidad, seres necesitados de todo, consciente de que somos de barro frágil! Y es esta pequeñez, esta debilidad de nuestra naturaleza, esta fragilidad —¿acaso no somos como esas olas que se rompen al chocar contra las rocas?—es lo que le empuja a su misericordia, a su ternura y a su perdón.
¡Gracias, Padre bueno, Señor de la Misericordia, del Amor y del perdón, por ser fuente inagotable de amor! ¡Gracias porque eres como las olas que bañan mi corazón y me empapan de tu asombroso amor y de tu constante gracia! ¡Concédeme la gracia de confiar cada día en tu amor infinito incluso cuando no entienda lo que quieres de mí! ¡Padre, confío en tu amor y tus cuidados permanentes; transforma mi corazón como solo sabes hacer! ¡Gracias por la fe que me lleva a recorrer tus caminos! ¡Gracias, por reconozco tu existencia en este mundo! ¡Gracias, porque todo cuanto soy y recibo es obsequio de tu amor! ¡Te doy gracias, Señor, por todas las personas que has puesto a mi lado —mi familia, mis amigos, mis compañeros…—, todos ellos son el reflejo de tu amor! ¡Gracias, Señor, también por las cruces cotidianas que me recuerdan tu amor por mí! ¡Gracias por tu infinito amor, Señor!
Me basta tu gracia, cantamos hoy dando gracias al Señor:
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