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lunes, 24 de octubre de 2016

¿Ser santo? ¡Hágase!

orar-con-el-corazon-abiertoSantos somos todos los cristianos, pero esta expresión se ha atenuado tanto que para la mayoría de la gente ha perdido su significado auténtico. Sin embargo, Cristo les da a sus apóstoles y a toda la comunidad cristiana un mandamiento específico: que seamos santos, perfectos, comportándonos dignamente de acuerdo con nuestra vocación. Y esta llamada es una invitación interior del Espíritu Santo que, por medio de su gracia, nos renueva constantemente para comprometernos con mayor fidelidad ante las múltiples dificultades que se nos presenta cada día.

Como la santidad es lo que me identifica como Hijo de Dios y como coheredero del reino de Cristo, ser santo es sujetarse a Su voluntad, agradarle en todo, servirle con el corazón abierto, ofrecerse uno mismo como sacrificio auténtico para agradarle siempre. Es la marca que me distingue del mundo.
Por tanto para ser santo no es necesario hacer grandes obras, ni grandes esfuerzos, ni grandes sacrificios. Para ser santo basta con vivir sencillamente y con humildad nuestro camino cotidiano a imitación de aquella joven de Nazaret de nombre María cuyo «¡Hágase!» derramó en ella el Señor toda su gracia. Y esto pasa por ponerse primero en oración, en presencia de Dios, y pedirle al Espíritu Santo que nos colme como nos llenó en el día de nuestro bautismo y, con el corazón profundamente transformado, nos cubra de su amor para poder siempre vivir y actuar santamente.
La santidad es una gracia, un don que se obtiene gratuitamente cuando el corazón está predispuesto a recibir y dar en consonancia con el «hágase» de aquella sirvienta de Dios. Un «hágase» que no busque mi propia satisfacción sino el servicio desinteresado. Un «hágase» que sólo busque abrir el corazón a Dios y a los demás. Un «hágase» para que se «haga en mi según tu palabra». Un «hágase» para, en la sencillez de mi corazón, sentir la alegría plena y la paz interior de ser santo, de sentirse lleno de la fuerza del Espíritu Santo porque le he permitido a Dios morar en el sagrario de mi corazón. Un «hágase» para convertirme en tabernáculo vivo en el que se hagan presentes todas las gracias y bendiciones divinas para llevarlas a los demás. Pero ese «hágase» requiere verter en la incineradora el egoísmo, las malas contestaciones, el mal carácter, la apatía, la pereza, la falta de amor y caridad, la soberbia, la autocomplacencia, la tibieza, la prepotencia, la avaricia, el orgullo... y tantos otros impedimentos que me dificultan crecer en santidad.

¡Señor, gracias porque nos ofreces la oportunidad de ser santos! ¡Gracias, porque la santidad es un don gratuito tuyo que das a cada persona que lo anhela y lo busca con el corazón abierto! ¡Señor, hazme comprender que la santidad no es un premio que merezca por mis buenas obras sino porque tu divino amor me da la oportunidad de ser santo! ¡Haz que todas mis obras, Señor, nazcan de mi amor por ti y no para satisfacerme a mi mismo y ganarme el respeto de los demás! ¡Capacítame, Señor, a través del Espíritu Santo para que mi obrar sea auténticamente santo! ¡Lléname, Señor, de tu amor para que mi obrar esté fundamentado por este amor por mí! ¡Quiero acoger, Señor, el don de la santidad que surge de tu infinita misericordia! ¡Quiero ponerse siempre en tu presencia, Señor, para que tu acción santificante me llene siempre de Ti! ¡Ayúdame, Señor, a través de tu Espíritu para que en cada encuentro personal contigo en la oración y en los sacramentos se convierta ante todo en una oración que me capacite para ser tuyo, para vivir una caridad auténtica, un amor auténtico, un sacrificio auténtico por los demás! ¡Ayúdame, Señor, a entender que ser santo es vivir la sencillez de la vida! ¡Señor, te abro las puertas de mi pobre y humilde corazón para que entres en él, dispuesto a recibir tu gracia! ¡Ayúdame, Señor, a olvidarme de mi mismo, a apartar de mi vida el egoísmo y la soberbia, la tibieza y el orgullo, la avaricia y las malas intenciones! ¡Y al igual que hizo tu Madre, Señor, quiero exclamarte: «¡Hágase siempre en mi vida tu palabra y tu voluntad»! ¡María, Madre de Amor y Misericordia, no permitas que nunca me desvíe del camino de la santidad y ruego por mí que soy un pecador! ¡Ayúdame, María, a consagrarme al Señor y Dios!
Para ser santos, cantamos hoy con Jesed:

sábado, 20 de agosto de 2016

Y mañana, ¿me seguirás queriendo?

Antes de acostarme, de rezar mis oraciones y hacer un breve examen de conciencia, la última pregunta que me hace Dios es: «Y mañana, ¿me seguirás queriendo?». «Claro, Señor, hoy y siempre». Hoy y siempre. Así, que al día siguiente la pregunta sigue estando vigente pero en tiempo presente. Me la hace porque sabe que muchas veces decaigo en la confianza. Que en los momentos duros mi mano se desprende de la cruz, que dejo aparcada a un lado del camino. Soy un cirineo débil e inconstante. Que en los momentos de tentación muchas veces miro al otro lado. Pero la pregunta sigue estando vigente: «Y ahora, ¿me sigues queriendo?». «Claro, Señor, hoy y siempre pese a tantas caídas y tantos fallos».
Esta pregunta llega hoy especialmente a mi corazón. Le amo porque tengo una fe que crece como una semilla, creo en Él, el Cristo, mi Maestro y amigo. Mi fe es una fe sencilla y abierta, que va creciendo cada día, dejándose guiar por el Señor, que es el único que conoce mi camino. Pero ese amor que le manifiesto no impide que no me deje vencer por los peligros de mi debilidad como persona. La escuela de la fe no es un paseo militar que todo lo arrasa. Es un camino tortuoso, lleno de curvas y obstáculos, repleto de mucho sufrimiento y también de un amor infinito, que se tiene que recorrer cada día. Por eso, el Señor indaga cada día: «¿Me sigues queriendo?» «Claro, Señor, hoy y siempre te quiero pero ayúdame a no fallarte nunca».

¡Señor, te amo pero mi debilidad muchas veces impide demostrártelo! ¡Quisiera no fallarte nunca, Señor, pero ya me conoces! ¡Me gustaría siempre dar la talla, sonreír al que lo necesita, dar la mano al que la extiende, cumplir siempre tus mandamientos con humildad y sencillez, ser verdaderamente desprendido en todo lo que hago, orar con el corazón abierto, poner amor en todo lo que hago, en lo grande y en lo pequeño, no actuar de manera interesada, que mi corazón no se llene de orgullo y de soberbia… En definitiva, Señor, quisiera ser un auténtico discípulo y estar siempre a tu servicio! ¡Quisiera, Señor, serte siempre fiel y amarte como te mereces! ¡Señor, con la boca pequeña exclamo que «¡Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo»! ¡Y lo digo con la boca pequeña, Señor, porque son muchas las veces que te fallo por mi debilidad y mi inconstancia! ¡Señor, creo en Ti pero ayuda mi incredulidad! ¡Señor, hago todo lo que está en mis manos para caminar, pero confío en Ti y espero Tu victoria! ¡Haz de mí, Señor, un testimonio para el mundo, un testigo de tu amor y tu fidelidad! ¡Te entrego mi vida, Señor, y la de los míos especialmente la de aquellos que están más alejados de Ti! ¡Bendícenos a todos, Señor!

Hoy nos deleitamos con una bella pieza de trompeta de Paganini. Es la fanfarria que anuncia el amor a Dios: