«Voy a misa cuando me apetece». «O no voy». «Voy algunos domingos, cuando tengo tiempo y me va bien». Estos argumentos los oigo muy a menudo entre personas de mi entorno.
Pienso hoy pienso en la grandeza de la Misa. De lo cautivador que supone ir cada día a recibir al Señor. No ver solamente lo externo, el adorno mundano, sino el aspecto íntimo y esa espera del Señor en el altar. Ese drama de amor que sucede cada día, victimización por mis faltas. Para mí la Misa es como si cada día fuese el día de Navidad, voy a postrarme delante del altar como si estuviera ante el pesebre, ese lugar revestido de gloria, para encontrarme al Señor y a María, la Madre, en ese memorial que, a la vez, rememora la Cruz y el drama del Calvario.
Me impresiona como el Señor desciende cada día, en miles de altares en todo el mundo, a la tierra junto a la Virgen y todos los ángeles y los santos que pueblan el cielo. Es imposible imaginarse el espectáculo que se debe vivir en torno al altar en ese momento, en esa fusión maravillosa entre la Iglesia del cielo y la iglesia de la tierra.
Sentir como el Señor da su Vida, su Sangre, su Cuerpo, como ocurrió aquel Viernes Santo de hace más de dos mil años. Ese drama ahora se revive bajo la fuerza de la Hostia consagrada y del cáliz con la Sangre del Cordero que el sacerdote eleva en la consagración.
Nadie quiere perderse un clásico entre el Madrid y el Barça, o entre el Manchester City y el United que temporada a temporada son bautizados como el clásico del siglo. Y, sin embargo, nos perdemos el mayor espectáculo del mundo, acontecimiento que tiene lugar en pequeños y grandes altares del mundo entero. La Misa es un encuentro entre uno y Dios. Es en esa intimidad donde uno encuentra la grandeza del misterio.
¡Gracias, Señor, por la Eucaristía que nos has regalado; ayúdame a amarla, valorarla y sentirla interiormente! ¡Gracias, Señor, porque a través de la Eucaristía sacias nuestra hambre y nuestra sed cada día y nos revistes con tu gracia y con tu amorosa presencia! ¡Gracias, Señor, por este gesto de amor y de entrega en la que nos invitas a sentarnos en torno a Ti en la mesa para crear entre nosotros la mayor comunidad de amor jamás instituida! ¡Gracias, Señor, por ese encuentro personal que tienes en la Eucaristía con cada uno individualmente! ¡Gracias por esta unión personal e íntima para que cada uno pueda darse también contigo! ¡Gracias, Señor, por esta transformación interior que experimento cada vez que te siento en mi corazón! ¡Gracias, Señor, por todos los beneficios y bendiciones que recibo de Ti, por este acto de entrega que me une a Ti en caridad y amor! ¡Gracias, Señor, porque me permites abrazarte a Ti como lo hiciste Tu al hombre en la Santa Cena, durante la Pasión y en el monte Calvario! ¡Gracias, Señor, porque te ofreces en este sacrificio eucarístico que limpia todas mis imperfecciones! ¡Gracias, Señor, porque me haces comprender que Tu sacrificio es mi sacrificio! ¡Gracias, Señor, por todo lo que me das incluso aquello que me hace sufrir ante tanta dificultad, penuria y dolor!
Oración para encender hoy la segunda vela de Adviento:
Los profetas mantenían encendida la esperanza de Israel. Nosotros, como un símbolo, encendemos esta segunda vela. El viejo tronco está rebrotando, florece el desierto… La humanidad entera se estremece porque Dios ha asumido nuestra carne.
Que cada uno de nosotros, Señor, te abra su vida para que brotes, para que florezcas, para que nazcas, y mantengas la esperanza encendida en nuestro corazón.
¡Maranatha, ven, Señor Jesús!
Los profetas mantenían encendida la esperanza de Israel. Nosotros, como un símbolo, encendemos esta segunda vela. El viejo tronco está rebrotando, florece el desierto… La humanidad entera se estremece porque Dios ha asumido nuestra carne.
Que cada uno de nosotros, Señor, te abra su vida para que brotes, para que florezcas, para que nazcas, y mantengas la esperanza encendida en nuestro corazón.
¡Maranatha, ven, Señor Jesús!
Escuchamos en este segundo domingo de Adviento una de las más bellas antífonas polifónicas compuesta para este tiempo de preparación para el nacimiento de Jesús, titulada O Radix Jesse ("Oh Renuevo del Tronco de Jesé"):