Italo Calvino - Asomándose desde la Abrupta Costa
Me estoy convenciendo de que el mundo quiere decirme algo, mandarme
mensajes, avisos, señales. Es desde que estoy en Pëtkwo cuando lo he
advertido. Todas las mañanas salgo de la pensión Kudgiwa para mí
acostumbrado paseo hasta el puerto. Paso por delante del observatorio
meteorológico y pienso en el fin del mundo que se aproxima, más aún, está
en marcha desde hace mucho tiempo. Si el fin del mundo se pudiera
localizar en un punto concreto, este sería el observatorio meteorológico
de Pëtkwo: un cobertizo de palastro que se apoya en cuatro postes de
madera un poco tambaleantes y abriga, alineados sobre una repisa,
barómetros registradores, higrómetros, termógrafos, con sus rollos de
papel graduado que giran con un lento tictac de relojería contra un plumín
oscilante. La veleta de un anemómetro en la cima de una alta antena y el
rechoncho embudo de un pluviómetro contemplan el frágil equipo del
observatorio, que, aislado al borde de un talud en el jardín municipal,
contra el cielo grisperla uniforme e inmóvil, parece una trampa para
ciclones, un cebo puesto allí para atraer las trombas de aire de los
remotos océanos tropicales, ofreciéndose ya como despojo ideal a la furia
de los huracanes.
Hay días en los que cada cosa que veo parece cargada de significados:
mensajes que me sería difícil comunicar a otros, definir, traducir a
palabras, pero que por eso mismo se me presentan como decisivos. Son
anuncios o presagios que se refieren a mí y al mundo a un tiempo: y de mí
no a los acontecimientos externos de la existencia sino a lo que ocurre
dentro, en el fondo; y del mundo no a algún hecho particular sino al modo
de ser general de todo. Comprenderéis pues mi dificultad para hablar de
ello, salvo por alusiones.
Lunes. Hoy he visto una mano asomar por una ventana de la prisión, hacia
el mar. Caminaba por el rompeolas del puerto, como es mi costumbre,
llegando hasta detrás de la vieja fortaleza. La fortaleza está toda
encerrada en sus murallas oblicuas; las ventanas, protegidas por rejas
dobles o triples, parecen ciegas. Aún sabiendo que allí están encerrados
los presos, siempre he visto la fortaleza como un elemento de la
naturaleza inerte del reino mineral. Por eso la aparición de la mano me ha
asombrado como si hubiera salido de una roca. La mano estaba en una
posición innatural; supongo que las ventanas están situadas en lo alto de
las celdas y empotradas en la muralla; el preso debe haber realizado un
esfuerzo de acróbata, mejor dicho, de contorsionista, para hacer pasar el
brazo entre reja y reja de modo que su mano tremolase en el aire libre. No
era una señal de un preso a mí, ni a ningún otro; en cualquier caso, yo no
la he tomado por tal; e incluso de momento no pensé para nada en los
presos; diré que la mano me pareció blanca y fina, una mano no diferente a
las mías, en la cual nada indicaba la tosquedad que uno espera de un
presidiario. Para mí ha sido como una señal que venía de la piedra: la
piedra quería advertirme de que nuestra sustancia era común y que por ello
algo de lo que constituye mi persona perduraría, no se perdería con el fin
del mundo: todavía será posible una comunicación en el desierto carente de
vida y de todo recuerdo mío. Cuento las primeras impresiones registradas,
que son las que importan.
Hoy he llegado al mirador bajo el cual se divisa un trocito de playa, allá
abajo, desierta ante el mar gris. Los sillones de mimbre de altos
respaldos curvados, en cesto, para abrigar del viento, dispuestos en
semicírculo, parecían indicar un mundo en el cual el género humano ha
desaparecido y las cosas no saben sino hablar de su ausencia. He
experimentado una sensación de vértigo, como si no hiciera mas que
precipitarme de un mundo a otro y a cada cual llegase poco después de que
el fin del mundo se hubiese producido.
He vuelto a pasar por el mirador al cabo de media hora. Desde un sillón
que se me presentaba de espalda flameaba una cinta lila. He bajado por el
abrupto sendero del promontorio, hasta una terraza donde cambia el ángulo
visual: como me esperaba, sentada en el cesto, completamente oculta por
las protecciones de mimbre, estaba la señorita Zwida con el sombrero de
paja blanca, el álbum de dibujo abierto sobre las rodillas; estaba
copiando una concha. No he estado contento de haberla visto; los signos
contrarios de esta mañana me desaconsejaban entablar conversación; ya hace
unos veinte días que la encuentro sola en mis paseos por escollos y dunas,
y no deseo sino dirigirle la palabra, e incluso con este propósito bajo de
mi pensión cada día, pero cada día algo me disuade.
La señorita Zwida para en el hotel del Lirio Marino; ya había ido a
preguntare su nombre al portero; quizá ella lo supo; los veraneantes de
esta estación son poquísimos en Pëtkwo; y además los jóvenes podrían
contarse con los dedos de una mano; al encontarme tan a menudo, ella acaso
espera que yo un día le dirija un saludo. Las razones que sirven de
obstáculo a un posible encuentro entre nosotros son más de una. En primer
lugar, la señorita Zwida recoge y dibuja conchas; yo tuve una buena
colección de conchas, hace años, cuando era adolescente, pero después lo
dejé y lo he olvidado todo: clasificaciones, morfología, distribución
geográfica de las diversas especies; una conversación con la señorita
Zwida me llevaría inevitablemente a hablar de conchas y no decidirme sobre
la actitud a adoptar: si fingir una incompetencia absoluta o bien apelar a
una experiencia lejana y que quedo en vagarosa; es la relación con mi vida
hechas de cosas no llevadas a término y semiborradas lo que el tema de las
conchas me obliga a considerar; de ahí el malestar que acaba por ponerme
en fuga.
Agrégese a ello el hecho de que la aplicación con la que esta muchacha se
dedica a dibujar conchas indica en ella una búsqueda de la perfección como
forma que el mundo puede y por ende debe alcanzar; yo, al contrario, estoy
convencido hace tiempo de que la perfección sólo se produce accesoriamente
y por azar; por tanto no merece el menor interés, pues la verdadera
naturaleza de las cosas sólo se revela en la destrucción; al acercarme a
la señorita Zwida debería manifestar cierta apreciación sobre sus dibujos
- de calidad finísima, por otra parte, por cuanto he podido ver -, y por
lo tanto, al menos en un primer momento, fingir consentimiento a un ideal
estético y moral que rechazo; o bien declarar de buenas a primeras mi modo
de sentir, a riesgo de herirla.
Tercer obstáculo, mi estado de salud que, aunque muy mejorado por la
estancia en el mar prescrita por los médicos, condiciona mi posibilidad de
salir y encontrarme con extraños; estoy aún sujeto a crisis intermitentes,
y sobre todo al reagudizarse de un fastidioso eczema que me aparta de todo
propósito de sociabilidad.
Intercambio de vez en cuando unas palabras con el meteorólogo, el señor
Kauderer, cuando lo encuentro en el observatorio. El señor Kauderer pasa
siempre al mediodía, a anotar los datos. Es un hombre largo y enjuto, de
cara oscura, un poco como un indio de América. Se adelanta en bicicleta,
mirando fijo en sí, como si mantenerse en equilibrio en el sillín
requiriese toda su concentración. Apoya la bicicleta en el cobertizo,
deshebilla una bolsa colgada de la barra y saca un registro de páginas
anchas y cortas. Sube los peldaños de la tarima y marca las cifras
proporcionadas por los instrumentos, unas a lápiz, otras con una gruesa
estilográfica, sin disminuir por un momento su concentración. Lleva
pantalones bombachos bajo un largo gabán; todas sus prendas son grises, o
de cuadritos blancos y negros, incluso la gorra de visera. Y sólo cuando
ha llevado a término estas operaciones advierte que lo estoy observando y
me saludo afablemente.
Me he dado cuenta de que la presencia del señor Kuderer es importante para
mí: el hecho de que alguien demuestre aún tanto escrúpulo y metódica
atención, aunque sé perfectamente que todo es inútil, tiene sobre mí un
efecto tranquilizador, acaso porque viene a compensar mi modo de vivir
impreciso, que - pese a las conclusiones a las que he llegado – continúo
siendo como una culpa. Por eso me paro a mirar al meteorólogo, y hasta a
charlar con él, aunque no sea la conversación en sí lo que me interesa. Me
habla del tiempo, naturalmente, en circunstanciados términos técnicos, y
de los efectos de las variaciones de la presión sobre la salud, pero
también de los tiempos inestables en los que vivimos, citando como
ejemplos episodios de la vida local o también noticias leídas en los
periódicos. En esos momentos revela un carácter menos cerrado de lo que
parecía a primera vista, más aún, tiende a enfervorizarse y a volverse
locuaz, sobre todo al desaprobar el modo de obrar y de pensar de la
mayoría, porque es un hombre inclinado al descontento.
Hoy el señor Kauderer me ha dicho que, teniendo el proyecto de ausentarse
unos días, debería encontrar quien lo sustituya en la anotación de los
datos, pero no conoce a nadie de quien pueda fiarse. Charlando de esto ha
llegado a preguntarme si no me interesaría aprender a leer los
instrumentos meteorológicos, en cuyo caso me enseñaría. No le he
respondido ni que si ni que no, o al menos no he pretendido darle ninguna
respuesta concreta, pero me he encontrado a su lado en la tarima mientras
él me explicaba cómo establecer las máximas y las mínimas, la marcha de la
presión, la cantidad de precipitaciones, la velocidad de los vientos. En
resumen, casi sin darme cuenta, me ha confiado el encargo de hacer sus
veces durante los próximos días, empezando mañana a las doce. Aunque mi
aceptación haya sido un poco forzada, al no haberme dejado tiempo para
reflexionar, ni para dar a entender que no podía decidir así de sopetón,
esta obligación no me desagrada.
Martes. Esta mañana he hablado por primera vez con la señorita Zwida. El
encargo de anotar los datos meteorológicos ha desempeñado desde luego un
papel para hacerme superar mis incertidumbres. En el sentido de que por
primera vez en mis días Pëtkwo había algo fijado de antemano a lo cual no
podía faltar; por eso, fuera como fuera nuestra conversación, a las doce
menos cuarto diría: "Ah, me olvidaba, tengo que darme prisa en ir al
observatorio porque es la hora de las anotaciones." Y me despediría, quizá
de mala gana, quizá con alivio, pero en cualquier caso con la seguridad de
no poder obrar de otro modo. Creo haberlo comprendido confusamente ya
ayer, cuando el señor Kauderer me hizo la propuesta, que esta tarea me
animaría a hablar con la señorita Zwida: pero sólo ahora tengo la cosa
clara, admitiendo que esté clara.
La señorita Zwida estaba dibujando un erizo de mar. Estaba sentada en un
taburetito plegable, en el muelle. El erizo estaba patas arriba sobre la
roca, abierto; contraía las púas tratando inútilmente de enderezarse. El
dibujo de la muchacha era un estudio de la pulpa húmeda del molusco, en su
dilatarse y contraerse, pintada en claroscuro, y con un bosquejo denso e
hirsuto todo alrededor. La conversación que yo tenía en mente, sobre la
forma de las conchas como armonía engañosa, envoltura que esconde la
verdadera sustancia de la naturaleza, ya no venía a cuento. Tanto la vista
del erizo como el dibujo transmitían sensaciones desagradables y crueles,
como una víscera expuesta a las miradas. He pegado la hebra diciendo que
no hay nada más difícil que dibujar erizos de mar: tanto la envoltura de
púas vista desde arriba, como el molusco tumbado, pese a la simetría
radial de su estructura, ofrecen pocos pretextos para una representación
lineal. Me ha respondido que le interesaba dibujarlo porque era una imagen
que se repetía en sus sueños y que quería librarse de ella. Al despedirme
le he preguntado si podíamos vernos mañana por la mañana en el mismo
sitio. Ha dicho que mañana tiene otros compromisos; pero que pasado mañana
saldrá de nuevo con el álbum de dibujo y me será fácil encontrarla.
Mientras comprobaba los barómetros, dos hombres se han acercado al
cobertizo. No los había visto nunca; arropados, vestidos de negro, con las
solapas levantadas. Me han preguntado si no estaba el señor Kauderer;
despues, dónde había ido, si sabía su paradero, cuándo colvería. He
respondido que no sabía y he preguntado quiénes eran y por qué me lo
preguntaban.
- Nada, no importa - han dicho, alejándose.
Miércoles. He ido a llevar un ramillete de violetas al hotel para la
señorita Zwida. El portero me ha dicho que había salido hace rato. He dado
muchas vueltas, esperando encontrarla por azar. En la explanada de la
fortaleza estaba la cola de los parientes de los presos: hoy es día de
visita en la cárcel. Entre las mujercitas con pañuelos en la cabeza y los
niños que lloran he visto a la señorita Zwida. Llevaba el rostro tapado
por un velillo negro bajo las alas del sombrero, pero su porte era
inconfundible: estaba con la cabeza alta, el cuello erguido y como
orgulloso.
En un ángulo de la explanada, como vigilando la cola de la puerta de la
cárcel, estaban los dos hombres de negro que me habían interpelado ayer en
el observatorio.
El erizo, el velillo, los dos desconocidos: el color negro sigue
apareciéndoseme en circunstancias tales que atraen mi atención: mensajes
que interpreto como una llamada de la noche. Me he dado cuenta de que hace
mucho tiempo que tiendo a reducir la presencia de la oscuridad en mi vida.
La prohibición de los médico de salir después del ocaso me ha constreñido
hace meses a los confines del mundo diurno. Pero no es sólo esto: es que
encuentro en la luz del día, el la luminosidad difusa, pálida, casi sin
sombras, una oscuridad más espesa que la de la noche.
Miércoles por la noche. Cada tarde paso las primeras horas de oscuridad
pergeñando estas páginas que no sé si alguien leerá jamás. El globo de
pasta de vidrio de mi habitación en la Pensión Kudgiwa ilumina el fluir de
mi escritura quizá demasiado nerviosa para que un futuro lector pueda
descifrarla. Quizá este diario salga a la luz muchísimos años después de
mi muerte, cuando nuestra lengua haya sufrido quién sabe que
transformaciones y algunos de los vocablos y giros usados por mí
corrientemente suenen insólitos y de significado incierto. En cualquier
caso, quien encuentre este diario tendrá una ventaja segura sobre mí: de
una lengua escrita es siempre posible deducir un vocabulario y una
gramática, aislar las frases, transcribirlas o parafrasearlas en otra
lengua, mientras que yo estoy tratando de leer en la sucesión de las cosas
que se me presentan cada día, las intenciones del mundo respecto a mí, y
avanzo a tientas, sabiendo que no puede existir ningún vocabulario que
traduzca a palabras el peso de oscuras alusiones que se ciernen sobre las
cosas. Quisiera que este aletear de presentimientos y dudas llegase a
quien me lea, no como un obstáculo accidental para la comprensión de lo
que escribo, sino como su sustancia misma; y sí la marcha de mis
pensamientos parece huidiza a quien trate de seguirla partiendo de hábitos
mentales radicalmente cambiados, lo importante es que le sea transmitido
el esfuerzo que estoy realizando para leer entre las líneas de las cosas
el sentido evasivo de lo que me espera.
Jueves. Gracias a un permiso especial de la dirección - me ha explicado la
señorita Zwida - puedo entrar en la cárcel los días de visita y sentarme
en la mesa del locutorio con mis holas de dibujo y el carboncillo. La
sencilla humanidad de los parientes de los presos ofrece temas
interesantes para estudios del natural.
Yo no le había hecho ninguna pregunta, pero al advertir que la había visto
ayer en la explanada, se había creído en la obligación de justificar su
presencia en aquel lugar. Hubiese preferido que no me dijese nada, porque
no siento la menor atracción por los dibujos de figuras humanas y no
habría sabido comertárselos si ella me los hubiese enseñado, cosa que no
ocurrió. Pense que acaso esos dibujos estuvieran encerrados en una carpeta
especial, que la señorita Zwida dejaba en las oficinas de la cárcel de una
vez para otra, dado que ella ayer - lo recordaba bien- no llevaba consigo
el inseparable álbum encuadernado ni el estuche de los lápices.
-Si supiera dibujar, me aplicaría solamente a estudiar la forma de los
objetos inanimados - dije con cierta perentoriedad, porque quería cambiar
de conversación y también porque de veras una inclinación natural me lleva
a reconocer mis estados de ánimo en el inmóvil sufrimiento de las cosas.
La señorita Zwida se mostró al punto de acuerdo: el objeto que dibujaría
más a gusto, dijo, era una de esas anclitas de cuatro uñas llamadas
"rezones", que usan los barcos de pesca. Me señaló algunas al pasar junto
a las barcas atracadas en el muelle, y me explicó las dificultades que
presentaba dibujar los cuatro ganchos en sus diversas inclinaciones y
perspectivas. Comprendí que el objeto encerraba un mensaje para mí y que
debía descifrarlo: el ancla, una exhortación a fijarme, a engancharme, a
tocar fondo, a poner fin a mi estado fluctuante, a mi mantenerme en la
superficie. Pero esta interpretación podía dar paso a dudas: podía también
ser una invitación a zarpar, a lanzarme a mar abierto. Algo en la forma
del rezón, los cuatro dientes remachados, los cuatro brazos de hierro
gastados al arrastrarse contra las rocas del fondo, me prevenían de que
cualquier decisión produciría laceraciones y sufrimientos. Para mi alivio
quedaba el hecho de que no se trataba de una pesada ancla de alta mar,
sino una ágil anclita: no se me pedía, pues que renunciase a la
disponibilidad de la juventud, sino sólo que me detuviera un momento, que
reflexionase, que sondease la oscuridad de mí mismo.
- Para dibujar a mis anchas ese objeto desde todos los puntos de vista -
dijo Zwida - debería poseer uno para tenerlo conmigo y familiarizarme con
él. Cree que podría comprarle uno a un pescador?
- Se puede pregunta - dije.
- ¿Por qué no prueba usted a comprarme uno? No me atrevo a hacerlo yo
misma, porque una señorita de la ciudad que se interesa por un tosco
utensilio de pescadores suscitaría cierto estupor.
Me vi a mí mismo en el acto de presentarle el rezón de hierro como si
fuese un ramo de flores; la imagen en su incongruencia, tenía algo de
estridente y feroz. Con certeza se ocultaba en ello un significado que se
me escapaba; y prometiéndome meditarlo con calma respondí que sí.
Quisiera que el rezón estuviera sujeto a su cuerda de amarre - precisó
Zwida. - Puedo pasar horas sin cansarme dibujando un montón de sogas
enrolladas. Compre, pues, también una cuerda muy larga: diez, incluso doce
metros.
Jueves por la noche. Los médicos me han dado permiso para un uso moderado
de bebidas alcohólicas. Para festejar la noticia, a la puesta del sol he
entrado en la posada "La Estrella de Suecia", a tomar una taza de ron
caliente. En torno al mostrador había pescadores, aduaneros, mozos de
cordel. Sobre todas las voces dominaba la de un anciano con uniforme de
guardia de la cárcel, que disparataba ebriamente en un mar de chácharas: -
Y todos los miércoles la damisela perfumada me da un billete de cien
coronas para que la deje sola con el detenido. Y el jueves las cien
coronas ya se han ido en cerveza. Y cuando a terminado la hora de la
visita la damisela sale con el tufo de la prisión en su traje elegante; y
el detenido vuelve a la celda con el perfume de la damisela en sus ropas
de presidiario. Y yo me quedo con el olor de la cerveza. La vida no es más
que un intercambio de olores.
- La vida y también la muerte, puedes jurarlo - terció otro borracho,
cuya profesión era, como me enteré enseguida, sepulturero. - Yo con el
olor a cerveza trato de quitarme de encima el olor a muerto. Y sólo el
olor a muerto te quitará de encima el olor a cerveza, como a todos los
bebedores a quienes me toca cavarles la fosa.
He tomado este diálogo como una advertencia a estar en guardia: el mundo
se va deshaciendo e intenta arrastrarme en su disolución.
Viernes. El pescador se volvió desconfiado de repente: - ¿Y para qué la
quiere? ¿Qué hace usted con un rezón?
Eran preguntas indiscretas; habría debido responder: "Dibujarlo" pero
conocía la renuencia de la señorita Zwida a exhibir su actividad artística
en un ambiente que no es capaz de apreciarla; además, la respuesta exacta,
por mi parte, habría sido: "Pensarlo, y figurémonos si me iban a entender.
- Asuntos míos - respondí. Habíamos empezado a conversar afablemente, dado
que nos habíamos conocido ayer por la noche en la posada, pero de
improviso nuestro diálogo se había vuelto brusco.
- Vaya a una tiendo de efectos navales - cortó en seco el pescador -. Yo
mis cosas no las vendo.
Con el tendero me sucedió lo mismo: apenas hice mi petición se le
ensombreció el rostro. - No podemos vender estas cosas a forasteros - dijo
- No queremos problemas con la policía. Y una cuerda de doce metros,
encima..., No es que sospeche de usted, pero no sería la primera vez que
alguien lanza un rezón hasta las rejas de la cárcel para que se evada un
preso...
La palabra "evadir" es una de esas que no puedo oír sin abandonarme a un
laboreo sin fin de la mente. La búsqueda del ancla en que me he metido
parece indicarme la vía de una evasión, acaso de una metamorfosis, de una
resurrección. Con un escalofrío alejo del pensamiento de que la prisión
sea mi cuerpo mortal y la evasión que me espera sea el apartamiento del
alma, el inicio de la vida ultraterrena.
Sabado. Era mi primera salida nocturna tras muchos meses y eso me
inspiraba no poca aprensión, sobre todo por los resfriados de cabeza a que
estoy sometido, tanto que, antes de salir, me enfundé un pasamontañas y
encima un gorro de lana y, todavía, el sombrero de fieltro. Así arropado,
y además con una bufanda en torno al cuello y otra entorno a los riñones,
el chaquetón de lana, el chaquetón de pelo y el chaquetón de cuero, las
botas forradas, podía recobrar cierta seguridad. La noche, como pude
comprobar luego, era apacible y serena. Pero seguía sin entender por qué
el señor Kauderer necesitaba citarme en el cementerio en plena noche, con
un billete misterioso, que me fue entregado congran secreto. Si había
regresado, por qué no podíamos vernos como todos los días? Y si no había
regresado, a quién iba a encontrar en el cementerio?
Quien me abrió la puerta fue el sepulturero al que había conocido ya en la
posada "La Estrella Sueca". -
Busco al señor Kauderer - le dije.
Respondió: - El señor Kauderer no está. Pero como el cementerio es la casa
de los que no están, entré.
Avanzaba entre las lápidas cuando me rozó una sombra veloz y crujiente;
frenó y bajó del sillín. – ¡Señor Kauderer! - exclamé, maravillado de
verlo andar en bicicleta entre las tumbas con el faro apagado.
- ¡Chist! - me calló. - Comete usted grandes imprudencias. Cuando le
confié el observatorio no suponía que se iba a comprometer en un intento
de evasión. Sepa que nosotros somos contrarios a las evasiones
individuales. Hay que dar tiempo al tiempo. Tenemos un plan más general
que llevar adelante, a más largo plazo.
Al oírle decir "nosotros" con un amplio gesto a su alrededor, pensé que
hablaba en nombre de los muertos. Eran los muertos, de quienes el señor
Kauderer era evidentemente el portavoz, los que declaraban que no querían
aceptarme aún entre ellos. Experimenté un indudable alivio.
Por culpa suya tendré que prolongar mi ausencia - agregó. - Mañana o
pasado lo llamará el comisario de policía, que lo interrogará a propósito
del ancla de rezón. Ándese con ojo para no mezclarme en ese asunto; tenga
en cuenta que las preguntas del comisario tenderán todas a hacerle admitir
algo referente a mi persona. Usted de mi no sabe nada, salvo que estoy de
viaje y no he dicho cuándo volveré. Puede decir que le rogué que me
sustituyera en la anotación de los datos unos cuantos días. Por lo demás,
a partir de mañana está dispensado de ir al observatorio.
- ¡No, eso no! - exclamé, presa de una repentina desesperación, como si en
ese momento me diera cuenta de que sólo la comprobación de los
instrumentos meteorológicos me ponía en condiciones de señorear las
fuerzas del universo y reconocer el ellas un orden.
Domingo. Con la fresca he ido al observatorio meteorológico, he subido a
la tarima y me he quedado allí de pie escuchando el tictac de los
instrumentos registradores como la música de las esferas celestes. El
viento corría por el cielo matutino transportando suaves nubes; las nubes
se disponían en festones de cirros, después en cúmulos; hacia las nueve y
media hubo un chaparrón y el pluviómetro conservó unos cuantos
centilitros; lo siguió un arcoiris parcial, de breve duración; el cielo
volvió después a oscurecerse, la plumilla del barógrafo descendió trazando
una línea casi vertical; retumbó el trueno y empezó a granizar. Yo desde
allá arriba en la cima sentía que tenía en mis manos los escampos y las
tormentas, los rayos y la calígine; no como un dios, no, no me crean loco,
no me sentía Zeus tonante, sino un poco como un director de orquesta que
tiene delante la partitura ya escrita y sabe que los sonidos que sufren
los instrumentos responden a un destino cuyo principal custodio y
depositario es él. El cobertizo de palastro resonaba como un tambor bajo
los chaparrones; el anemómetro remolineaba; aquel universo todo estallidos
y saltos era traducible en cifras para alinearlas en mi registro; una
calma soberana presidía la trama de los cataclismos.
En ese momento de armonía y plenitud un crujido me hizo bajar la mirada.
Acurrucado entre los peldaños de la tarima y los postes de sostén del
cobertizo había un hombre barbudo, vestido con una tosca chaqueta de rayas
empapada de lluvia. Me miraba con firmes ojos claros.
- Me he evadido - dijo -. No me traicione. Tendría que ir a avisar a una
persona. ¿Quiere? Vive en el hotel del Lirio Marino.
Sentí al punto que en el orden perfecto del universo se había abierto una
brecha, un desgarrón irreparable.