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jueves, 12 de junio de 2014


Italo Calvino - Asomándose desde la Abrupta Costa




     Me estoy convenciendo de que el mundo quiere decirme algo, mandarme
     mensajes, avisos, señales. Es desde que estoy en Pëtkwo cuando lo he
     advertido. Todas las mañanas salgo de la pensión Kudgiwa para mí
     acostumbrado paseo hasta el puerto. Paso por delante del observatorio
     meteorológico y pienso en el fin del mundo que se aproxima, más aún, está
     en marcha desde hace mucho tiempo. Si el fin del mundo se pudiera
     localizar en un punto concreto, este sería el observatorio meteorológico
     de Pëtkwo: un cobertizo de palastro que se apoya en cuatro postes de
     madera un poco tambaleantes y abriga, alineados sobre una repisa,
     barómetros registradores, higrómetros, termógrafos, con sus rollos de
     papel graduado que giran con un lento tictac de relojería contra un plumín
     oscilante. La veleta de un anemómetro en la cima de una alta antena y el
     rechoncho embudo de un pluviómetro contemplan el frágil equipo del
     observatorio, que, aislado al borde de un talud en el jardín municipal,
     contra el cielo grisperla uniforme e inmóvil, parece una trampa para
     ciclones, un cebo puesto allí para atraer las trombas de aire de los
     remotos océanos tropicales, ofreciéndose ya como despojo ideal a la furia
     de los huracanes.
     Hay días en los que cada cosa que veo parece cargada de significados:
     mensajes que me sería difícil comunicar a otros, definir, traducir a
     palabras, pero que por eso mismo se me presentan como decisivos. Son
     anuncios o presagios que se refieren a mí y al mundo a un tiempo: y de mí
     no a los acontecimientos externos de la existencia sino a lo que ocurre
     dentro, en el fondo; y del mundo no a algún hecho particular sino al modo
     de ser general de todo. Comprenderéis pues mi dificultad para hablar de
     ello, salvo por alusiones.
     Lunes. Hoy he visto una mano asomar por una ventana de la prisión, hacia
     el mar. Caminaba por el rompeolas del puerto, como es mi costumbre,
     llegando hasta detrás de la vieja fortaleza. La fortaleza está toda
     encerrada en sus murallas oblicuas; las ventanas, protegidas por rejas
     dobles o triples, parecen ciegas. Aún sabiendo que allí están encerrados
     los presos, siempre he visto la fortaleza como un elemento de la
     naturaleza inerte del reino mineral. Por eso la aparición de la mano me ha
     asombrado como si hubiera salido de una roca. La mano estaba en una
     posición innatural; supongo que las ventanas están situadas en lo alto de
     las celdas y empotradas en la muralla; el preso debe haber realizado un
     esfuerzo de acróbata, mejor dicho, de contorsionista, para hacer pasar el
     brazo entre reja y reja de modo que su mano tremolase en el aire libre. No
     era una señal de un preso a mí, ni a ningún otro; en cualquier caso, yo no
     la he tomado por tal; e incluso de momento no pensé para nada en los
     presos; diré que la mano me pareció blanca y fina, una mano no diferente a
     las mías, en la cual nada indicaba la tosquedad que uno espera de un
     presidiario. Para mí ha sido como una señal que venía de la piedra: la
     piedra quería advertirme de que nuestra sustancia era común y que por ello
     algo de lo que constituye mi persona perduraría, no se perdería con el fin
     del mundo: todavía será posible una comunicación en el desierto carente de
     vida y de todo recuerdo mío. Cuento las primeras impresiones registradas,
     que son las que importan.
     Hoy he llegado al mirador bajo el cual se divisa un trocito de playa, allá
     abajo, desierta ante el mar gris. Los sillones de mimbre de altos
     respaldos curvados, en cesto, para abrigar del viento, dispuestos en
     semicírculo, parecían indicar un mundo en el cual el género humano ha
     desaparecido y las cosas no saben sino hablar de su ausencia. He
     experimentado una sensación de vértigo, como si no hiciera mas que
     precipitarme de un mundo a otro y a cada cual llegase poco después de que
     el fin del mundo se hubiese producido.
     He vuelto a pasar por el mirador al cabo de media hora. Desde un sillón
     que se me presentaba de espalda flameaba una cinta lila. He bajado por el
     abrupto sendero del promontorio, hasta una terraza donde cambia el ángulo
     visual: como me esperaba, sentada en el cesto, completamente oculta por
     las protecciones de mimbre, estaba la señorita Zwida con el sombrero de
     paja blanca, el álbum de dibujo abierto sobre las rodillas; estaba
     copiando una concha. No he estado contento de haberla visto; los signos
     contrarios de esta mañana me desaconsejaban entablar conversación; ya hace
     unos veinte días que la encuentro sola en mis paseos por escollos y dunas,
     y no deseo sino dirigirle la palabra, e incluso con este propósito bajo de
     mi pensión cada día, pero cada día algo me disuade.
     La señorita Zwida para en el hotel del Lirio Marino; ya había ido a
     preguntare su nombre al portero; quizá ella lo supo; los veraneantes de
     esta estación son poquísimos en Pëtkwo; y además los jóvenes podrían
     contarse con los dedos de una mano; al encontarme tan a menudo, ella acaso
     espera que yo un día le dirija un saludo. Las razones que sirven de
     obstáculo a un posible encuentro entre nosotros son más de una. En primer
     lugar, la señorita Zwida recoge y dibuja conchas; yo tuve una buena
     colección de conchas, hace años, cuando era adolescente, pero después lo
     dejé y lo he olvidado todo: clasificaciones, morfología, distribución
     geográfica de las diversas especies; una conversación con la señorita
     Zwida me llevaría inevitablemente a hablar de conchas y no decidirme sobre
     la actitud a adoptar: si fingir una incompetencia absoluta o bien apelar a
     una experiencia lejana y que quedo en vagarosa; es la relación con mi vida
     hechas de cosas no llevadas a término y semiborradas lo que el tema de las
     conchas me obliga a considerar; de ahí el malestar que acaba por ponerme
     en fuga.
     Agrégese a ello el hecho de que la aplicación con la que esta muchacha se
     dedica a dibujar conchas indica en ella una búsqueda de la perfección como
     forma que el mundo puede y por ende debe alcanzar; yo, al contrario, estoy
     convencido hace tiempo de que la perfección sólo se produce accesoriamente
     y por azar; por tanto no merece el menor interés, pues la verdadera
     naturaleza de las cosas sólo se revela en la destrucción; al acercarme a
     la señorita Zwida debería manifestar cierta apreciación sobre sus dibujos
     - de calidad finísima, por otra parte, por cuanto he podido ver -, y por
     lo tanto, al menos en un primer momento, fingir consentimiento a un ideal
     estético y moral que rechazo; o bien declarar de buenas a primeras mi modo
     de sentir, a riesgo de herirla.
     Tercer obstáculo, mi estado de salud que, aunque muy mejorado por la
     estancia en el mar prescrita por los médicos, condiciona mi posibilidad de
     salir y encontrarme con extraños; estoy aún sujeto a crisis intermitentes,
     y sobre todo al reagudizarse de un fastidioso eczema que me aparta de todo
     propósito de sociabilidad.
     Intercambio de vez en cuando unas palabras con el meteorólogo, el señor
     Kauderer, cuando lo encuentro en el observatorio. El señor Kauderer pasa
     siempre al mediodía, a anotar los datos. Es un hombre largo y enjuto, de
     cara oscura, un poco como un indio de América. Se adelanta en bicicleta,
     mirando fijo en sí, como si mantenerse en equilibrio en el sillín
     requiriese toda su concentración. Apoya la bicicleta en el cobertizo,
     deshebilla una bolsa colgada de la barra y saca un registro de páginas
     anchas y cortas. Sube los peldaños de la tarima y marca las cifras
     proporcionadas por los instrumentos, unas a lápiz, otras con una gruesa
     estilográfica, sin disminuir por un momento su concentración. Lleva
     pantalones bombachos bajo un largo gabán; todas sus prendas son grises, o
     de cuadritos blancos y negros, incluso la gorra de visera. Y sólo cuando
     ha llevado a término estas operaciones advierte que lo estoy observando y
     me saludo afablemente.
     Me he dado cuenta de que la presencia del señor Kuderer es importante para
     mí: el hecho de que alguien demuestre aún tanto escrúpulo y metódica
     atención, aunque sé perfectamente que todo es inútil, tiene sobre mí un
     efecto tranquilizador, acaso porque viene a compensar mi modo de vivir
     impreciso, que - pese a las conclusiones a las que he llegado – continúo
     siendo como una culpa. Por eso me paro a mirar al meteorólogo, y hasta a
     charlar con él, aunque no sea la conversación en sí lo que me interesa. Me
     habla del tiempo, naturalmente, en circunstanciados términos técnicos, y
     de los efectos de las variaciones de la presión sobre la salud, pero
     también de los tiempos inestables en los que vivimos, citando como
     ejemplos episodios de la vida local o también noticias leídas en los
     periódicos. En esos momentos revela un carácter menos cerrado de lo que
     parecía a primera vista, más aún, tiende a enfervorizarse y a volverse
     locuaz, sobre todo al desaprobar el modo de obrar y de pensar de la
     mayoría, porque es un hombre inclinado al descontento.
     Hoy el señor Kauderer me ha dicho que, teniendo el proyecto de ausentarse
     unos días, debería encontrar quien lo sustituya en la anotación de los
     datos, pero no conoce a nadie de quien pueda fiarse. Charlando de esto ha
     llegado a preguntarme si no me interesaría aprender a leer los
     instrumentos meteorológicos, en cuyo caso me enseñaría. No le he
     respondido ni que si ni que no, o al menos no he pretendido darle ninguna
     respuesta concreta, pero me he encontrado a su lado en la tarima mientras
     él me explicaba cómo establecer las máximas y las mínimas, la marcha de la
     presión, la cantidad de precipitaciones, la velocidad de los vientos. En
     resumen, casi sin darme cuenta, me ha confiado el encargo de hacer sus
     veces durante los próximos días, empezando mañana a las doce. Aunque mi
     aceptación haya sido un poco forzada, al no haberme dejado tiempo para
     reflexionar, ni para dar a entender que no podía decidir así de sopetón,
     esta obligación no me desagrada.
     
     Martes. Esta mañana he hablado por primera vez con la señorita Zwida. El
     encargo de anotar los datos meteorológicos ha desempeñado desde luego un
     papel para hacerme superar mis incertidumbres. En el sentido de que por
     primera vez en mis días Pëtkwo había algo fijado de antemano a lo cual no
     podía faltar; por eso, fuera como fuera nuestra conversación, a las doce
     menos cuarto diría: "Ah, me olvidaba, tengo que darme prisa en ir al
     observatorio porque es la hora de las anotaciones." Y me despediría, quizá
     de mala gana, quizá con alivio, pero en cualquier caso con la seguridad de
     no poder obrar de otro modo. Creo haberlo comprendido confusamente ya
     ayer, cuando el señor Kauderer me hizo la propuesta, que esta tarea me
     animaría a hablar con la señorita Zwida: pero sólo ahora tengo la cosa
     clara, admitiendo que esté clara.
      La señorita Zwida estaba dibujando un erizo de mar. Estaba sentada en un
     taburetito plegable, en el muelle. El erizo estaba patas arriba sobre la
     roca, abierto; contraía las púas tratando inútilmente de enderezarse. El
     dibujo de la muchacha era un estudio de la pulpa húmeda del molusco, en su
     dilatarse y contraerse, pintada en claroscuro, y con un bosquejo denso e
     hirsuto todo alrededor. La conversación que yo tenía en mente, sobre la
     forma de las conchas como armonía engañosa, envoltura que esconde la
     verdadera sustancia de la naturaleza, ya no venía a cuento. Tanto la vista
     del erizo como el dibujo transmitían sensaciones desagradables y crueles,
     como una víscera expuesta a las miradas. He pegado la hebra diciendo que
     no hay nada más difícil que dibujar erizos de mar: tanto la envoltura de
     púas vista desde arriba, como el molusco tumbado, pese a la simetría
     radial de su estructura, ofrecen pocos pretextos para una representación
     lineal. Me ha respondido que le interesaba dibujarlo porque era una imagen
     que se repetía en sus sueños y que quería librarse de ella. Al despedirme
     le he preguntado si podíamos vernos mañana por la mañana en el mismo
     sitio. Ha dicho que mañana tiene otros compromisos; pero que pasado mañana
     saldrá de nuevo con el álbum de dibujo y me será fácil encontrarla.
     Mientras comprobaba los barómetros, dos hombres se han acercado al
     cobertizo. No los había visto nunca; arropados, vestidos de negro, con las
     solapas levantadas. Me han preguntado si no estaba el señor Kauderer;
     despues, dónde había ido, si sabía su paradero, cuándo colvería. He
     respondido que no sabía y he preguntado quiénes eran y por qué me lo
     preguntaban.
     - Nada, no importa - han dicho, alejándose.
     
     Miércoles. He ido a llevar un ramillete de violetas al hotel para la
     señorita Zwida. El portero me ha dicho que había salido hace rato. He dado
     muchas vueltas, esperando encontrarla por azar. En la explanada de la
     fortaleza estaba la cola de los parientes de los presos: hoy es día de
     visita en la cárcel. Entre las mujercitas con pañuelos en la cabeza y los
     niños que lloran he visto a la señorita Zwida. Llevaba el rostro tapado
     por un velillo negro bajo las alas del sombrero, pero su porte era
     inconfundible: estaba con la cabeza alta, el cuello erguido y como
     orgulloso.
     En un ángulo de la explanada, como vigilando la cola de la puerta de la
     cárcel, estaban los dos hombres de negro que me habían interpelado ayer en
     el observatorio.
     El erizo, el velillo, los dos desconocidos: el color negro sigue
     apareciéndoseme en circunstancias tales que atraen mi atención: mensajes
     que interpreto como una llamada de la noche. Me he dado cuenta de que hace
     mucho tiempo que tiendo a reducir la presencia de la oscuridad en mi vida.
     La prohibición de los médico de salir después del ocaso me ha constreñido
     hace meses a los confines del mundo diurno. Pero no es sólo esto: es que
     encuentro en la luz del día, el la luminosidad difusa, pálida, casi sin
     sombras, una oscuridad más espesa que la de la noche.
     Miércoles por la noche. Cada tarde paso las primeras horas de oscuridad
     pergeñando estas páginas que no sé si alguien leerá jamás. El globo de
     pasta de vidrio de mi habitación en la Pensión Kudgiwa ilumina el fluir de
     mi escritura quizá demasiado nerviosa para que un futuro lector pueda
     descifrarla. Quizá este diario salga a la luz muchísimos años después de
     mi muerte, cuando nuestra lengua haya sufrido quién sabe que
     transformaciones y algunos de los vocablos y giros usados por mí
     corrientemente suenen insólitos y de significado incierto. En cualquier
     caso, quien encuentre este diario tendrá una ventaja segura sobre mí: de
     una lengua escrita es siempre posible deducir un vocabulario y una
     gramática, aislar las frases, transcribirlas o parafrasearlas en otra
     lengua, mientras que yo estoy tratando de leer en la sucesión de las cosas
     que se me presentan cada día, las intenciones del mundo respecto a mí, y
     avanzo a tientas, sabiendo que no puede existir ningún vocabulario que
     traduzca a palabras el peso de oscuras alusiones que se ciernen sobre las
     cosas. Quisiera que este aletear de presentimientos y dudas llegase a
     quien me lea, no como un obstáculo accidental para la comprensión de lo
     que escribo, sino como su sustancia misma; y sí la marcha de mis
     pensamientos parece huidiza a quien trate de seguirla partiendo de hábitos
     mentales radicalmente cambiados, lo importante es que le sea transmitido
     el esfuerzo que estoy realizando para leer entre las líneas de las cosas
     el sentido evasivo de lo que me espera.
     
     Jueves. Gracias a un permiso especial de la dirección - me ha explicado la
     señorita Zwida - puedo entrar en la cárcel los días de visita y sentarme
     en la mesa del locutorio con mis holas de dibujo y el carboncillo. La
     sencilla humanidad de los parientes de los presos ofrece temas
     interesantes para estudios del natural.
     Yo no le había hecho ninguna pregunta, pero al advertir que la había visto
     ayer en la explanada, se había creído en la obligación de justificar su
     presencia en aquel lugar. Hubiese preferido que no me dijese nada, porque
     no siento la menor atracción por los dibujos de figuras humanas y no
     habría sabido comertárselos si ella me los hubiese enseñado, cosa que no
     ocurrió. Pense que acaso esos dibujos estuvieran encerrados en una carpeta
     especial, que la señorita Zwida dejaba en las oficinas de la cárcel de una
     vez para otra, dado que ella ayer - lo recordaba bien- no llevaba consigo
     el inseparable álbum encuadernado ni el estuche de los lápices.
     -Si supiera dibujar, me aplicaría solamente a estudiar la forma de los
     objetos inanimados - dije con cierta perentoriedad, porque quería cambiar
     de conversación y también porque de veras una inclinación natural me lleva
     a reconocer mis estados de ánimo en el inmóvil sufrimiento de las cosas.
     La señorita Zwida se mostró al punto de acuerdo: el objeto que dibujaría
     más a gusto, dijo, era una de esas anclitas de cuatro uñas llamadas
     "rezones", que usan los barcos de pesca. Me señaló algunas al pasar junto
     a las barcas atracadas en el muelle, y me explicó las dificultades que
     presentaba dibujar los cuatro ganchos en sus diversas inclinaciones y
     perspectivas. Comprendí que el objeto encerraba un mensaje para mí y que
     debía descifrarlo: el ancla, una exhortación a fijarme, a engancharme, a
     tocar fondo, a poner fin a mi estado fluctuante, a mi mantenerme en la
     superficie. Pero esta interpretación podía dar paso a dudas: podía también
     ser una invitación a zarpar, a lanzarme a mar abierto. Algo en la forma
     del rezón, los cuatro dientes remachados, los cuatro brazos de hierro
     gastados al arrastrarse contra las rocas del fondo, me prevenían de que
     cualquier decisión produciría laceraciones y sufrimientos. Para mi alivio
     quedaba el hecho de que no se trataba de una pesada ancla de alta mar,
     sino una ágil anclita: no se me pedía, pues que renunciase a la
     disponibilidad de la juventud, sino sólo que me detuviera un momento, que
     reflexionase, que sondease la oscuridad de mí mismo.
     - Para dibujar a mis anchas ese objeto desde todos los puntos de vista -
     dijo Zwida - debería poseer uno para tenerlo conmigo y familiarizarme con
     él. Cree que podría comprarle uno a un pescador?
     - Se puede pregunta - dije.
     - ¿Por qué no prueba usted a comprarme uno? No me atrevo a hacerlo yo
     misma, porque una señorita de la ciudad que se interesa por un tosco
     utensilio de pescadores suscitaría cierto estupor.
     Me vi a mí mismo en el acto de presentarle el rezón de hierro como si
     fuese un ramo de flores; la imagen en su incongruencia, tenía algo de
     estridente y feroz. Con certeza se ocultaba en ello un significado que se
     me escapaba; y prometiéndome meditarlo con calma respondí que sí.
     Quisiera que el rezón estuviera sujeto a su cuerda de amarre - precisó
     Zwida. - Puedo pasar horas sin cansarme dibujando un montón de sogas
     enrolladas. Compre, pues, también una cuerda muy larga: diez, incluso doce
     metros.
     Jueves por la noche. Los médicos me han dado permiso para un uso moderado
     de bebidas alcohólicas. Para festejar la noticia, a la puesta del sol he
     entrado en la posada "La Estrella de Suecia", a tomar una taza de ron
     caliente. En torno al mostrador había pescadores, aduaneros, mozos de
     cordel. Sobre todas las voces dominaba la de un anciano con uniforme de
     guardia de la cárcel, que disparataba ebriamente en un mar de chácharas: -
     Y todos los miércoles la damisela perfumada me da un billete de cien
     coronas para que la deje sola con el detenido. Y el jueves las cien
     coronas ya se han ido en cerveza. Y cuando a terminado la hora de la
     visita la damisela sale con el tufo de la prisión en su traje elegante; y
     el detenido vuelve a la celda con el perfume de la damisela en sus ropas
     de presidiario. Y yo me quedo con el olor de la cerveza. La vida no es más
     que un intercambio de olores.
      - La vida y también la muerte, puedes jurarlo - terció otro borracho,
     cuya profesión era, como me enteré enseguida, sepulturero. - Yo con el
     olor a cerveza trato de quitarme de encima el olor a muerto. Y sólo el
     olor a muerto te quitará de encima el olor a cerveza, como a todos los
     bebedores a quienes me toca cavarles la fosa.
     He tomado este diálogo como una advertencia a estar en guardia: el mundo
     se va deshaciendo e intenta arrastrarme en su disolución.
     
     Viernes. El pescador se volvió desconfiado de repente: - ¿Y para qué la
     quiere? ¿Qué hace usted con un rezón?
     Eran preguntas indiscretas; habría debido responder: "Dibujarlo" pero
     conocía la renuencia de la señorita Zwida a exhibir su actividad artística
     en un ambiente que no es capaz de apreciarla; además, la respuesta exacta,
     por mi parte, habría sido: "Pensarlo, y figurémonos si me iban a entender.
     - Asuntos míos - respondí. Habíamos empezado a conversar afablemente, dado
     que nos habíamos conocido ayer por la noche en la posada, pero de
     improviso nuestro diálogo se había vuelto brusco.
     - Vaya a una tiendo de efectos navales - cortó en seco el pescador -. Yo
     mis cosas no las vendo.
     Con el tendero me sucedió lo mismo: apenas hice mi petición se le
     ensombreció el rostro. - No podemos vender estas cosas a forasteros - dijo
     - No queremos problemas con la policía. Y una cuerda de doce metros,
     encima..., No es que sospeche de usted, pero no sería la primera vez que
     alguien lanza un rezón hasta las rejas de la cárcel para que se evada un
     preso...
     La palabra "evadir" es una de esas que no puedo oír sin abandonarme a un
     laboreo sin fin de la mente. La búsqueda del ancla en que me he metido
     parece indicarme la vía de una evasión, acaso de una metamorfosis, de una
     resurrección. Con un escalofrío alejo del pensamiento de que la prisión
     sea mi cuerpo mortal y la evasión que me espera sea el apartamiento del
     alma, el inicio de la vida ultraterrena.
     
     Sabado. Era mi primera salida nocturna tras muchos meses y eso me
     inspiraba no poca aprensión, sobre todo por los resfriados de cabeza a que
     estoy sometido, tanto que, antes de salir, me enfundé un pasamontañas y
     encima un gorro de lana y, todavía, el sombrero de fieltro. Así arropado,
     y además con una bufanda en torno al cuello y otra entorno a los riñones,
     el chaquetón de lana, el chaquetón de pelo y el chaquetón de cuero, las
     botas forradas, podía recobrar cierta seguridad. La noche, como pude
     comprobar luego, era apacible y serena. Pero seguía sin entender por qué
     el señor Kauderer necesitaba citarme en el cementerio en plena noche, con
     un billete misterioso, que me fue entregado congran secreto. Si había
     regresado, por qué no podíamos vernos como todos los días? Y si no había
     regresado, a quién iba a encontrar en el cementerio?
     Quien me abrió la puerta fue el sepulturero al que había conocido ya en la
     posada "La Estrella Sueca". -
     Busco al señor Kauderer - le dije.
     Respondió: - El señor Kauderer no está. Pero como el cementerio es la casa
     de los que no están, entré.
     Avanzaba entre las lápidas cuando me rozó una sombra veloz y crujiente;
     frenó y bajó del sillín. – ¡Señor Kauderer! - exclamé, maravillado de
     verlo andar en bicicleta entre las tumbas con el faro apagado.
     - ¡Chist! - me calló. - Comete usted grandes imprudencias. Cuando le
     confié el observatorio no suponía que se iba a comprometer en un intento
     de evasión. Sepa que nosotros somos contrarios a las evasiones
     individuales. Hay que dar tiempo al tiempo. Tenemos un plan más general
     que llevar adelante, a más largo plazo.
     Al oírle decir "nosotros" con un amplio gesto a su alrededor, pensé que
     hablaba en nombre de los muertos. Eran los muertos, de quienes el señor
     Kauderer era evidentemente el portavoz, los que declaraban que no querían
     aceptarme aún entre ellos. Experimenté un indudable alivio.
     Por culpa suya tendré que prolongar mi ausencia - agregó. - Mañana o
     pasado lo llamará el comisario de policía, que lo interrogará a propósito
     del ancla de rezón. Ándese con ojo para no mezclarme en ese asunto; tenga
     en cuenta que las preguntas del comisario tenderán todas a hacerle admitir
     algo referente a mi persona. Usted de mi no sabe nada, salvo que estoy de
     viaje y no he dicho cuándo volveré. Puede decir que le rogué que me
     sustituyera en la anotación de los datos unos cuantos días. Por lo demás,
     a partir de mañana está dispensado de ir al observatorio.
     - ¡No, eso no! - exclamé, presa de una repentina desesperación, como si en
     ese momento me diera cuenta de que sólo la comprobación de los
     instrumentos meteorológicos me ponía en condiciones de señorear las
     fuerzas del universo y reconocer el ellas un orden.
     
     Domingo. Con la fresca he ido al observatorio meteorológico, he subido a
     la tarima y me he quedado allí de pie escuchando el tictac de los
     instrumentos registradores como la música de las esferas celestes. El
     viento corría por el cielo matutino transportando suaves nubes; las nubes
     se disponían en festones de cirros, después en cúmulos; hacia las nueve y
     media hubo un chaparrón y el pluviómetro conservó unos cuantos
     centilitros; lo siguió un arcoiris parcial, de breve duración; el cielo
     volvió después a oscurecerse, la plumilla del barógrafo descendió trazando
     una línea casi vertical; retumbó el trueno y empezó a granizar. Yo desde
     allá arriba en la cima sentía que tenía en mis manos los escampos y las
     tormentas, los rayos y la calígine; no como un dios, no, no me crean loco,
     no me sentía Zeus tonante, sino un poco como un director de orquesta que
     tiene delante la partitura ya escrita y sabe que los sonidos que sufren
     los instrumentos responden a un destino cuyo principal custodio y
     depositario es él. El cobertizo de palastro resonaba como un tambor bajo
     los chaparrones; el anemómetro remolineaba; aquel universo todo estallidos
     y saltos era traducible en cifras para alinearlas en mi registro; una
     calma soberana presidía la trama de los cataclismos.
     En ese momento de armonía y plenitud un crujido me hizo bajar la mirada.
     Acurrucado entre los peldaños de la tarima y los postes de sostén del
     cobertizo había un hombre barbudo, vestido con una tosca chaqueta de rayas
     empapada de lluvia. Me miraba con firmes ojos claros.
     - Me he evadido - dijo -. No me traicione. Tendría que ir a avisar a una
     persona. ¿Quiere? Vive en el hotel del Lirio Marino.
     Sentí al punto que en el orden perfecto del universo se había abierto una
     brecha, un desgarrón irreparable.



Italo Calvino - El tío Acuático




      Los primeros vertebrados que en el Carbonífero abandonaron la vida
     acuática por la terrestre, derivaban de los peces óseos pulmonados cuyas
     aletas podían girar debajo del cuerpo y utilizarse como patas en la tierra.

     Era evidente que en adelante los tiempos del agua habían terminado
     -recordo el viejo Ofwfq-, los que se decidían a dar el gran paso eran cada
     vez más numerosos, no había familia que no tuviera alguno de los suyos en
     lugar seco, todos contaban cosas extraordinarias de lo que se podía hacer
     en tierra firme y llamaban a los parientes. Entonces a los peces jóvenes
     no había quien los contuviera, agitaban las aletas en las orillas de barro
     para ver si funcionaban como patas, como había sucedido con los mas
     dotados. Pero justamente en aquellos tiempos se acentuaban las diferencias
     entre nosotros: había la familia que vivía en tierra desde varias
     generaciones atrás, y en la que los jóvenes ostentaban maneras que ya no
     eran ni siquiera de anfibios sino casi de reptiles; y había quien se
     demoraba todavía en hacerse el pez, e incluso se volvía mas pez de lo que
     había sido ser pez en otro tiempo.
     Nuestra familia, debo decirlo, con los abuelos a la cabeza, pataleaba en
     la playa sin faltar uno, como si nunca hubiéramos conocido otra vocación.
     De no ser por la obstinación del tío abuelo N'ba N'ba, los contactos con
     el mundo acuático se hubieran perdido hacia rato.
     Si, teníamos un tío abuelo pez, y precisamente por parte de mi abuela
     paterna, nacida de los Celacantos del Devoniano (de los de agua dulce, los
     que al final serian primos de los otros, pero no quiero detenerme en los
     grados de parentesco, total nadie consigue seguirlos). Este tío abuelo
     habitaba, pues, ciertas aguas bajas y legamosas, entre raíces
     protoconiferas, en el brazo de laguna donde habían nacido todos nuestros
     viejos. No se movía jamas de allí: en cualquier estación bastaba asomarse
     sobre los estratos de vegetación mas fofos hasta sentir que uno se hundía
     en suelo mojado, y allí abajo, a pocos palmos de la orilla, veíamos la
     columna de burbujitas que mandaba arriba bufando, como hacen los
     individuos de edad, o la nubecita de fango que raspaba con su hocico
     agudo, siempre hurgoneando, mas por costumbre que por buscar algo.
     -¡Tio N'ba N'ba! ¡Venimos a verlo! ¿Nos esperaba?- gritábamos, chapoteando
     en el agua con las patas y la cola para atraer su atención -. ¡Le hemos
     traido insectos nuevos que crecen donde vivimos! ¡Tío N'ba N'ba! ¿Vio
     alguna vez cucarachas tan grandes? Pruebe, a ver si le gustan ...
     -!Con esas cucarachas hediondas pueden limpiarse las verrugas asquerosas
     que tienen en el lomo!
     - La respuesta del tío abuelo era siempre una frase de este tipo, o quizás
     mas grosera todavía; siempre nos recibía así, pero no le hacíamos caso
     porque sabíamos que al cabo de un rato terminaba por calmarse, agradecer
     los regalos y conversar con tono mas cortes.
     -¿Que verrugas, tío N'ba N'ba? ¿Cuando nos ha visto una verruga?
     Eso de las verrugas era un prejuicio de los viejos peces: que a nosotros,
     que vivíamos en lugar seco, nos habían salido en todo el cuerpo muchísimas
     verrugas que rezumaban un liquido, lo cual era cierto, si, pero solo para
     los sapos, que nada tenían que ver con nosotros; al contrario, nuestra
     piel era lisa y resbalosa como jamas la había tenido ningún pez; y el tío
     abuelo lo sabia perfectamente, pero no renunciaba a enjaretar en sus
     discursos todas las calumnias y las prevenciones en que se había criado.
     Ibamos a visitar al tío abuelo una vez al año, toda la familia al mismo
     tiempo. Era también una ocasión para encontrarnos todos, dispersos como
     estabamos en el continente, y discutir viejos asuntos de interés que
     habían quedado en suspenso.
     El tío abuelo terciaba incluso en cuestiones que estaban de el a
     kilómetros y kilómetros de tierra firme, como por ejemplo el reparto de
     las zonas de caza de la libélula, y daba la razón a unos o a otros según
     criterios suyos, que eran también siempre acuáticos. -¿Pero no saben que
     el que caza en el fondo siempre lleva ventaja al que caza en la
     superficie? ¿De que se quejan, entonces?
     - Pero tío, mire, no es cuestión de superficie o de fondo: yo estoy al pie
     de la colina y el en la mitad de la cuesta... Las colinas, recuerde,
     tío... Y el: -Al pie de los escollos es donde hay siempre los mejores
     camarones.- No había manera de hacerle aceptar como posible una realidad
     diferente de la suya.
     Y sin embargo su juicio seguía teniendo autoridad sobre todos nosotros:
     terminábamos por pedirle consejo sobre hechos que no entendía, aunque
     supiéramos que podía cometer un error garrafal. Quizás su autoridad le
     venia justamente de ser vestigio del pasado, de usar viejos modismos,
     como: -!Y baja un poco las aletas compadre! - cuyo significado ni siquiera
     entendíamos bien.
     Tentativas de llevarlo a tierra con nosotros habíamos hecho varias y
     seguimos haciéndolas; aun mas, en este punto nunca se había extinguido la
     rivalidad entre as varias ramas de la familia, por que el que consiguiera
     llevarse al tío abuelo a su casa se encontraría en una posición digamos
     preeminente con respecto a toda la parentela. Era una rivalidad inútil,
     por que el tío abuelo ni soñaba con dejar la laguna.
     -Tío, a sus años, si supiera que poco nos gusta dejarlo así siempre solo,
     con esa humedad... Sabe, se nos ha ocurrido una idea... - empezábamos.
     -Me esperaba que lo entendieran -interrumpía el viejo pez-. El gusto de
     patalear en tierra seca ya se lo han dado, es hora de que vuelvan a vivir
     como seres normales. Aquí hay agua para todos, y en cuanto a comer, la
     estación de las lombrices nunca ha sido mejor. Métanse en el agua
     enseguida y no se hable mas.
     -Pero no, tío N'ba N'ba, ¿que esta pensando? Nosotros queríamos llevarlo a
     un pradito. Vera que bien se encuentra. Le haremos un pocito húmedo,
     fresco: puede dar todas las vueltas que quiera igual que aquí; podrá
     también dar unos pasos alrededor, vera que bien le sienta. Y además a su
     edad el clima de la tierra es mas adecuado. Vamos tío N'ba N'ba, no se
     haga de rogar mas: ¿viene?
     -!No! -era la respuesta seca del tío abuelo, y metiéndose de nariz en el
     agua desaparecía de nuestra vista.
     En un bufido a flor de agua, antes de hundirse con un coletazo todavía
     ágil, nos llegaba la ultima respuesta del tío abuelo: -!Nada de panza en
     el barro quien tiene pulgas entre las escamas! -que debía de ser un modo
     de decir de sus tiempos (del mismo tipo de nuestro proverbio nuevo y mucho
     mas conciso: "Al que le pique, que se rasque"), con aquella expresión
     "barro" que seguí usando en todas las ocasiones en que nosotros decíamos
     "tierra".
     Por aquella época me enamore. Pasaba los días con Lii, persiguiéndonos;
     ágil como ella nunca se había visto ninguna; a los helechos, que en aquel
     tiempo eran tan altos como arboles, Lii subía hasta la cima de un envión,
     y las cimas se inclinaban casi hasta el suelo, y ella bajaba de un salto y
     proseguía su carrera: yo, con movimientos un poco mas lentos y torpes, la
     seguía. Nos internábamos tierra adentro donde ninguna huella había marcado
     jamas el suelo seco y costroso; a veces me detenía espantado de haberme
     alejado tanto de la zona de las lagunas. Pero nada parecía tan lejos de la
     vida acuática como ella, Lii: los desiertos de arena y piedra, las
     praderas, la espesura de los montes, los relieves rocosos, las montañas de
     cuarzo, ese era su mundo: un mundo como hecho a propósito para ser
     escrutado por los ojos oblongos y recorrido por su paso sinuoso. Mirando
     su piel lisa parecía que nunca hubieran existido placas o escamas.
     Los parientes de Lii me cohibían un poco: eran una de esas familias que
     por haberse establecido en la tierra una época mas antigua, habían
     terminado por convencerse de que estaban allí desde siempre; una de esas
     familias en las que hasta los huevos se ponían en un ligar seco,
     protegidos por una cascara resistente; y mirando a Lii en sus brincos, en
     sus movimientos fulminantes, se veía que había nacido tal como era ahora,
     de uno de aquellos huecos calientes de arena y de sol, saltándose a pies
     juntillas la fase nadante y melómana del renacuajo, todavía obligada en
     nuestras familias menos evolucionadas.
     Había llegado el momento en que Lii conociese a los míos, y como el mas
     anciano y autorizado de la familia era el tío N'ba N'ba, no podía dejar de
     hacerle una visita para presentarle a mi novia. Pero cada vez que se
     presentaba la oportunidad, la postergaba lleno de confusión: conociendo
     los prejuicios en que la habían criado, aun no me había atrevido a decir a
     Lii que mi tío abuelo era un pez.
     Un ida nos habíamos internado en uno de aquellos aguanosos promontorios
     que rodean a la laguna, donde el duelo mas que arena esta formado por
     marañas de raíces y vegetación marchita. Lii me lanzo uno de sus
     habituales desafíos o pruebas de coraje:
     -Qfwfq, ¿hasta donde eres capaz de mantener el equilibrio? !A ver quien
     corre mas por la orilla! - y se lanzo adelante con sus piruetas de tierra
     firme, pero un poco vacilante.
     Esta vez me sentía capaz no solo de emularla, sino de vencerla, porque en
     terreno húmedo mis patas encontraban mejor asidero. -!Hasta la orilla
     cuando quieras! -exclame- !y quizás todavía mas allá!
     -!No digas tonterías! -me contestó-. Mas allá de la orilla, ¿como vas a
     correr? !Esta el agua!
     Tal vez era el momento favorable para sacar el tema de mi tío abuelo. -¿Y
     que?- le dije- Hay quien corre mas allá de la orilla y quien mas acá.
     -!Estas diciendo cosas sin pies no cabeza! -!Digo que mi tío abuelo N'ba
     N'ba esta en el agua como nosotros en tierra, y nunca ha salido de ella!
     -!Aja! !Quisiera conocer a ese N'ba N'ba! No había terminado de decirlo y
     en la turbia superficie de la laguna gorgotearon burbujitas, se formaron
     algunos remolinos y afloro un hocico todo cubierto de escamas espinosas.
     -Bueno, aquí estoy, ¿que hay? -dijo el tío abuelo, mirando a Lii con ojos
     redondos e inexpresivos como piedras y haciendo latir las branquias a los
     lados del enorme gaznate. Jamas el tío abuelo me había parecido tan
     distinto de nosotros: un monstruo hecho y derecho.
     -Tio, si me permite, esta... tengo el gusto de presentarle a... mi
     prometida, Lii -y señale a mi novia, que quien sabe por que se había
     incorporado sobre las patas de atrás, en una de sus actitudes mas
     rebuscadas y por cierto menos gratas para aquel viejo zafio.
     -¿De modo, señorita, que ha venido a mojarse un poco la cola? -dijo el tío
     abuelo, una frase que en su tiempo quizá fuera una galantería, pero que a
     nosotros nos sonaba directamente indecente.
     Mire a Lii, seguro de verla pegar media vuelta y largarse con un chillido
     escandalizado. Pero no había calculado cuan fuerte era en ella lo que le
     habían enseñado: "ignorar toda vulgaridad del mundo circundante".
     - Escuche, esa plantitas - dice, desenvuelta, y señala ciertas juncias que
     crecían gigantescas en medio de la laguna-, dígame, las raíces, ¿donde se
     hunden?
     Una pregunta de las que se hacen para seguir la conversación, !que podía
     importarle a ella las juncias! Pero aprecia que el tío abuelo no esperaba
     nada mejor para ponerse a explicar el porque y el como de las raíces de
     los arboles flotantes y la forma en que podía nadar entre ellas, mas
     todavía: los mejores lugares para cazar están allí debajo. No la terminaba
     nunca. Yo bufaba, trataba de interrumpirlo. Pero en cambio, ¿que hace la
     impertinente? ¿No se pone a darle cuerda? -Ah, si, ¿usted caza entre las
     raíces flotantes? !Que interesante! Yo quería que me tragara la tierra de
     vergüenza. Y el: -No son cuentos: ¡Allí hay lombrices como para darse un
     atracón! -Y sin pensarlo mas, se zambulle. Una zambullida ágil, como nunca
     se la había visto; y un salto en alto: brinca fuera del agua cuan largo
     es, con las escamas todas manchadas, desplegando los abanicos espinosos de
     las aletas; después de describir en el aire un lindo semicírculo, vuelve a
     caer sumergiéndose de cabeza, y desaparece rápido con una especie de
     movimiento en espiral de la cola falcada.
     Ante ese espectáculo, el discursito que me había preparado para
     justificarme apresuradamente ante Lii, aprovechando el alejamiento del tío
     abuelo: "Sabes, hay que comprenderlo, con esa idea fija de vivir como un
     pez, ha terminado por parecerse a un pez de verdad...", se me atraganto.
     Ni yo mismo sabia hasta que punto era pez el hermano de mi abuela. Dije
     apenas: -Lii, es tarde, vamos... - y ya el tío desaparecía sosteniendo
     entre sus labios de escualo un festón de lombrices y algunas babosas.
     No podía creerlo cuando nos despedimos, pero trotando en silencio detrás
     de Lii pensaba que ahora ella comenzaría a hacer sus comentarios, es
     decir, que todavía no había llegado lo peor para mi. Y entonces Lii, sin
     detenerse, se vuelve apenas hacia mi y: - !Simpático tu tío! - dice, y
     nada mas. Frente a su ironía, ya mas de una vez me había sentido
     desarmado; pero el frío glacial que me dio esta respuesta fue tal que
     hubiera preferido no verla mas antes de enfrentar nuevamente el tema. Pero
     seguimos viéndonos, saliendo juntos, y no volvió a hablar del episodio de
     la laguna. Yo me sentía inseguro: era inútil que tratara de convencerme de
     que ella se había olvidado; cada tanto me asaltaba la sospecha de que se
     callaba para poder avergonzarme de alguna manera clamorosa, delante de los
     suyos, o de que - y esta hipótesis era todavía peor para mi- solo por
     compasión es esforzaba por hablar de otra cosa. Hasta que, de buenas a
     primeras, una buena mañana so sale diciéndome: -Oye, ¿no me llevas mas a
     ver a tu tío?
     Con un hilo de voz pregunte: - ¿Estas bromeando? Pero no, hablaba en
     serio, no veía la hora de volver a echar un parrafito con el viejo N'ba
     N'ba. Yo ya no entendía nada.
     Aquella vez, la visita a la laguna fue mas larga. Nos tendimos los tres en
     una orilla e declive, el tío abuelo mas bien del lado del agua, pero
     también nosotros a medias sumergidos, tanto que viéndonos de lejos,
     estaríamos uno junto al otro, no se hubiera sabido quien era el terrestre
     y quien acuático.
     El pez empezó con su tema habitual: la superioridad de la respiración en
     el agua con respecto a la aérea, con todo su repertorio de vituperios:
     "!Ahora Lii le salta encima y le devuelve la pelota!", pensaba yo. Pero se
     ve que aquel día Lii empleaba otra táctica: discutía con aplicación,
     defendiendo nuestros puntos de vista, pero como si tomara muy en serio los
     del viejo N'ba N'ba.
     Las tierras emergidas, según el tío abuelo, eran un fenómeno limitado:
     desaparecían como habían aparecido o, en todo caso, sufrían continuos
     cambios: volcanes, helamientos, terremotos, corrugaciones, mutaciones de
     clima y de vegetación. Y nuestra vida en medio de todo eso tendría que
     hacer frente a transformaciones continuas, en las cuales poblaciones
     enteras desaparecerían y solo sobreviviría el que estaba dispuesto a
     cambiar las bases de la propia existencia tanto en las razones por las
     cuales valía la pena vivir serian simplemente distintas y se olvidarían.
     Una perspectiva que se daba de narices con el optimismo en que nosotros,
     hijos de la costa, habíamos sido criados y que yo rebatía con protestas
     escandalizadas. Pero para mi, la verdadera, viviente refutación de
     aquellos argumentos era Lii: veía en ella la forma perfecta, definida,
     nacida de la conquista de los territorios emergidos, la suma de las
     nuevas, ilimitadas posibilidades que se abrían. ¿Como podía el tío abuelo
     pretender negar la realidad encarnada por Lii? Yo ardía de pasión polémica
     y me parecía que mi compañera se mostraba demasiado paciente y comprensiva
     con nuestro contradictor.
     Es cierto que aun para mi - que estaba habituado a oír de boca del tío
     abuelo solo refunfuños e improperios - esta argumentación tan bien hilada
     sonaba como una novedad, aunque aderezada de expresiones anticuadas y
     enfáticas y con la comicidad que le daba su característica tonada. Pasmaba
     también oírle dar pruebas de una competencia minuciosa - aunque totalmente
     exterior- acerca de la tierras continentales.
     Pero Lii, con sus preguntas, trataba de hacerle hablar lo más posible de
     la vida debajo del agua; y desde luego este era el tema sobre el cual la
     argumentación del tío abuelo era mas precisa y por momentos conmovida.
     Frente a las incertidumbres de la tierra y del aire, lagunas y mares y
     océanos representaban un futuro de seguridad. Allí los cambios serian
     mínimos, los espacios y provisiones sin limites, la temperatura
     encontraría siempre su equilibrio, en una palabra, la vida se conservaría
     como se había desenvuelto hasta ahora, en sus formas plenas y perfectas,
     sin metamorfosis o añadidos de dudoso éxito, y cada uno podía ahondar en
     la propia naturaleza, llegar a la esencia de si mismo y de toda cosa. El
     tío hablaba del porvenir acuático sin adornos o ilusiones, no se le
     ocultaba los problemas incluso graves que se presentarían (el mas
     inquietante de todos: el aumento de salinidad); pero eran problemas que
     trastornarían los valores y las proporciones en las que el creía.
     -¡Pero nosotros ahora galopamos por valles y montañas, tío! - exclame, en
     mi nombre y sobretodo en el de Lii, que en cambio estaba callada.
     -¡Anda, renacuajo, que en cuanto te pones en remojo te sientes como en tu
     casa! - me apóstrofo, volviendo al tono que siempre había oído emplear con
     nosotros.
     -¿No cree, tío, que si ahora quisiéramos aprender a respirar bajo el agua
     seria demasiado tarde? - pregunto Lii, seria, y yo no sabia si sentirme
     halagado porque había llamado tío a mi viejo pariente, o desorientado
     porque ciertas preguntas (por lo menos así estaba yo acostumbrado a
     pensar) no se plantean siquiera.
     -¡Si te interesa, estrella - dijo el pez -, te enseño en seguida!
     Lii lanzo una carcajada extraña y finalmente se echo a correr, a correr
     tanto que yo no podía seguirla.
     La busqué por llanuras y colinas, llegue a la cima de un espolón de
     basalto que dominaba en torno el paisaje de desiertos y bosques circundado
     por las aguas. Lii estaba allí. Claro, era esto lo que había querido
     decirme - !yo la había entendido !- cuando escuchaba a N'ba N'ba y después
     al escapar y refugiarse allá arriba: que había que estar en nuestro mundo
     con la misma fuerza con que el viejo pez estaba en el suyo.
     - Yo estaré como el tío allá - grite, farfullando un poco, después me
     corregí -: !Estaremos los dos, juntos! - porque era cierto que sin ella no
     me sentía seguro.
     Y entonces Lii ¿qué me contesto? Todavía hoy me ruborizo, a tantas eras
     geológicas de distancia, me ruborizo al recordarlo. Respondio: ¡Anda
     renacuajo, te faltan uñas para guitarrero! - y yo no sabia si quería
     remedar al tío abuelo para burlarse de él y de mi al mismo tiempo, o si de
     veras había adoptado como suya la actitud de aquel viejo carcamal hacia el
     sobrino nieto, y tanto una como otra hipótesis eran desalentadoras, porque
     las dos significaban que ella me consideraba a mitad de camino, alguien
     que no estaba cómodo ni en un mundo ni en el otro.
     ¿La había perdido? En la duda me precipite a reconquistarla. Empece por
     las proezas: en la caz de insectos voladores, en el salto, en la
     excavación de cuevas subterráneas, en la lucha con los mas fuertes de los
     nuestros. Me enorgullecía de mi mismo, pero cada vez que hacia algo
     esforzado, ella no estaba presente para verme: desaparecía continuamente,
     no se sabia donde iba a esconderse.
     -¡Sabes - me dijo, contenta al verme -, las patas funcionan perfectamente
     como aletas!
     - Que inteligente, lindo paso adelante - no pude menos de comentar con
     sarcasmo.
     Era un juego para ella, yo comprendía. Pero un juego que no me gustaba.
     Debía llamarla a la realidad, al futuro que nos aguardaba.
     Un día la espere en medio de un bosque de altos helechos que se desplomaba
     en el agua.
     - Lii, tengo que hablarte - dije apenas la vi -, ya te has divertido
     bastante. Tenemos cosas mas importantes por delante. He descubierto un
     pasaje en la cadena de montes: del otro lado se extiendo una inmensa
     llanura de piedra, hace poco abandonada por las aguas. Seremos los
     primeros en establecernos allí, poblaremos territorios ilimitados,
     nosotros y nuestros hijos.
     - El mar es ilimitado - dijo Lii.
     - Déjate de repetir las patrañas de ese viejo chocho. El mundo es del que
     tiene piernas, no de los peces, lo sabes.
     - Lo que se es que el es alguien - dijo Lii.
     -¿Y yo?
     - No hay nadie con piernas que sea como el.
     -¿Y tu familia?
     - Nos hemos peleado. No han entendido nunca nada.
     -¡Estas loca! !No se puede volver atrás!
     - Yo si.
     -¿Y que vas a hacer sola con un viejo pez?
     - Casarme con é. Volverme pez con él. Y echar al mundo otros peces. Adiós.
     Y gateando como solía, subió hasta la cima de una alta hoja de helecho, la
     inclino hacia la laguna y se dejo caer, zambulliéndose. Reapareció, pero
     no estaba sola: la robusta cola falcada del tío abuelo N'ba N'ba afloro
     junto a la suya y juntos hendieron el agua.
     Fue un duro revés para mi. Pero al fin, ¿qué hacerle? Seguí mi camino en
     medio de las transformaciones del mundo, también yo transformándome. Cada
     tanto, entre las muchas formas de los seres vivos encontraba a alguno que
     "era alguien" en mayor medida que yo: uno que anunciaba el futuro,
     ornitorrinco que amamanta al pichón salido del huevo, jirafa desvaída en
     medio de la vegetación todavía baja; o que testimoniaba un pasado sin
     retorno, dinosaurio superviviente después del comienzo del Cenozoico, o
     bien -cocodrilo- un pasado que había encontrado la manera de mantenerse
     inmóvil a través de los siglos. Todos tenían algo, lo se, que los hacia de
     algún modo superiores a mi, sublimes, y que hacia de mi, por comparación,
     un mediocre. Y sin embargo no me hubiera cambiado por ninguno de ellos.

Italo Calvino, Tiempo Cero


TIEMPO CERO

TIEMPO CERO

Italo Calvino

 

 

 

Tengo la impresión de que no es la primera vez que me encuentro en esta situación: con el arco apenas flojo en la mano izquierda tendida hacia adelante, la mano derecha contraída atrás, la flecha F suspendida en el aire a casi un tercio de su trayectoria y, un poco más allá, suspendido también en el aire y también a casi un tercio de su trayectoria, el león L en el acto de saltar sobre mí con las fauces abiertas y las garras extendidas. Dentro de un segundo sabré si la trayectoria de la flecha y la del león vendrán o no a coincidir en un punto X atravesado tanto por L como por F en el mismo segundo tx, es decir, si el león se desplomará en el aire con un rugido sofocado por el borbotón de sangre que le inundará la negra garganta atravesada por la flecha, o si caerá incólume sobre mí derribándome con un doble zarpazo que me desgarrará el tejido muscular de los hombros y del tórax, mientras su boca, cerrándose con un simple golpe de mandíbulas, me separará la cabeza del cuello a la altura de la primera vértebra.

Tan numerosos y complejos son los factores que condicionan el movimiento parabólico tanto de las flechas como de los felinos, que no me permiten por el momento juzgar cuál de sus eventualidades es más probable. Me encuentro pues en una de esas situaciones de incertidumbre y espera en las que no se sabe realmente qué pensar. Y el pensamiento que se me presenta es éste: me parece que no es la primera vez.

No quiero referirme aquí a otras experiencias mías de caza: el arquero, apenas cree que ha adquirido experiencia, está perdido; cada león que encontramos en nuestra breve vida es diferente de cualquier otro león; guay si nos detenemos a hacer confrontaciones, a deducir nuestros movimientos de normas y presuposiciones. Hablo de este león L y de esta flecha F que han llegado ahora a casi un tercio de sus respectivas trayectorias.

Y tampoco puedo ser incluido entre los que creen en la existencia de un león primero y absoluto, del cual todos los diversos leones particulares y aproximativos que nos saltan encima son sólo sombras o apariencias. En nuestra dura vida no hay lugar para nada que no sea concreto y captable por los sentidos.

Igualmente extraña me es la opinión del que dice que cada uno lleva en sí desde su nacimiento un recuerdo de león que amenaza en sus sueños, heredado de padre a hijo, y así cuando ve un león se dice en seguida: ¡vaya, el león! Podría explicar por qué y cómo he llegado a excluirlo, pero no me parece que sea éste el momento oportuno.

Básteme decir que por «león» entiendo sólo esta mancha amarilla que emerge de un matorral de la sabana, este bufido ronco que exhala olor de carne sanguinolento, y el pelo blanco del vientre y el rosa bajo las zarpas, y el ángulo agudo de las uñas retráctiles como las veo ahora cerniéndose sobre mí en una mezcla de sensaciones que llamo «león» por darle un nombre, aunque está claro que no tiene nada que ver con la palabra león ni tampoco con la idea de león que uno podría hacerse en otras circunstancias.

Si digo que este instante que estoy viviendo no es la primera vez que lo vivo, es porque la sensación que tengo es como de un ligero desdoblarse de imágenes, como si al mismo tiempo viera no un león o una flecha sino dos o más leones y dos o más flechas superpuestos con un corrimiento apenas perceptible, de modo que los contornos sinuosos de la figura del león y el segmento de la flecha resultan subrayados o mejor aureolados por líneas más sutiles y de color más esfumado. El desdoblamiento sin embargo podría ser solamente una ilusión con la cual me represento una sensación de espesor de otro modo indefinible, por la cual león flecha matorral son algo más que este león esta flecha este matorral, es decir, la repetición interminable de león flecha matorral dispuestos en esa precisa relación con una interminable repetición de mí mismo en el momento en que apenas he aflojado la cuerda de mi arco.

No quisiera sin embargo que esta sensación como la he descrito se asemejase demasiado al reconocimiento de algo ya visto, flecha en esa posición y león en aquella otra y recíproca relación entre las posiciones de la flecha y del león y de mí plantado aquí con el arco en la mano; preferiría decir que lo que he reconocido es solamente el espacio, el punto del espacio en que se encuentra la flecha y que estaría vacío si la flecha no estuviera, el espacio vacío que ahora contiene al león y el que me contiene ahora a mí, como si en el vacío del espacio que ocupamos, o mejor atravesamos - es decir, que el mundo ocupa o, mejor, atraviesa -, algunos puntos me hubieran resultado reconocibles en medio de todos los otros puntos igualmente vacíos e igualmente atravesados del mundo. Y que quede bien claro: no es que este reconocimiento suceda en relación, por ejemplo, con la configuración del terreno, con la distancia del río o de la selva; el espacio que nos circunda es un espacio siempre diverso, lo sé, sé que la Tierra es un cuerpo celeste que se mueve en medio de otros cuerpos celestes que se mueven, sé que ninguna señal, ni en la Tierra ni en el cielo, puede servirme de punto de referencia absoluto, tengo siempre presente que las estrellas giran en la rueda de la galaxia y las galaxias se alejan una de la otra con velocidad proporcional a la distancia. Pero la sospecha que me ha asaltado es justamente ésta: haber llegado a encontrarme en un espacio que no me es nuevo, haber vuelto a un punto por el cual ya habíamos pasado. Y como no se trata sólo de mí sino también de una flecha y de un león, no es el caso de pensar que sea un azar: aquí se trata del tiempo, que continúa recorriendo una huella que ya ha recorrido. Podría pues definir como tiempo y no como espacio ese vacío que me ha parecido reconocer al atravesarlo.

La pregunta que ahora me hago es si un punto del recorrido del tiempo puede superponerse a puntos de recorridos precedentes. En este caso, la impresión de espesor de las imágenes se explicaría como la palpitación repetida del tiempo en un instante idéntico. Podría también darse, en ciertos puntos, un pequeño corrimiento entre un recorrido y el otro: imágenes ligeramente desdobladas o desenfocadas serían el indicio de que el trazado del tiempo está un poco desgastado por el uso y deja un sutil margen de juego en torno a sus pasajes obligados. Pero aunque no se tratase de un momentáneo efecto óptico, queda el acento como de una cadencia que me parece oír palpitar en el instante que estoy viviendo. No quisiera sin embargo que lo que he dicho hiciese pensar que este instante está como dotado de una especial consistencia temporal en la serie de instantes que lo preceden y lo siguen: desde el punto de vista del tiempo es exactamente un instante que dura como los otros, indiferente a su contenido, suspendido en su carrera entre el pasado y el futuro; lo que me parece haber descubierto es su recorrer puntual en una serie que se repite cada vez idéntica a sí misma.

En una palabra, todo el problema, ahora que la flecha traspasa el aire con un silbido y el león se arquea en su salto y no se puede prever todavía si la punta embebida en el veneno de serpiente traspasará el pelo leonado entre los ojos desorbitados o si errará el blanco abandonando mis vísceras inermes al desgarrón que las separará de la urdimbre de huesos donde están ahora ancladas y las arrastrará dispersas por el suelo ensangrentado y polvoriento hasta que antes de la noche los cuervos y los chacales hayan borrado la última huella; todo el problema para mí es saber si la serie de que forma parte este segundo está abierta o cerrada. Porque si, como me parece haber oído sostener alguna vez, es una serie finita, si el tiempo del universo ha comenzado en cierto momento y continúa en una explosión de estrellas y nebulosas cada vez más enrarecidas hasta el momento en que la dispersión alcance el límite extremo y estrellas y nebulosas vuelvan a concentrarse, la consecuencia que debo sacar es que el tiempo volverá sobre sus pasos, que la cadena de los minutos se desenrollará en sentido inverso, hasta que se llegue de nuevo al principio, para recomenzar después, todo esto infinitas veces - y no está dicho, entonces, que haya tenido un comienzo: el universo no hace sino pulsar entre dos momentos extremos, obligado a repetirse desde siempre -, así como infinitas veces se ha repetido y se repite este segundo en que ahora me encuentro.

Tratemos pues de ver claro: yo me encuentro en un punto espaciotemporal intermedio cualquiera de una fase del universo; al cabo de centenares de millares de billones de segundos he aquí que la flecha y el león y yo y el matorral nos hemos encontrado como nos encontramos ahora, y este segundo será de inmediato tragado y sepultado en la serie de los centenares de millares de billones de segundos que continúa, independientemente del resultado que tenga de aquí a un segundo el vuelo convergente o corrido del león y de la flecha; después en cierto momento la carrera invertirá su sentido, el universo repetirá su curso a la inversa, de los efectos resurgirán puntuales las causas, e incluso de estos efectos que me esperan y que no conozco, de una flecha que se clava en el suelo levantando una nube amarilla de polvo y menudas astillas de sílex o que traspasa el paladar de la fiera como un nuevo diente monstruoso, se regresará al momento que ahora estoy viviendo, la flecha volviendo a empulgarse como chupada en el arco tenso, el león cayendo detrás del matorral sobre las zarpas posteriores contraídas a resorte, y todo el después será poco a poco borrado segundo por segundo por el retorno del antes, será olvidado en el descomponerse de los miles de millones de combinaciones de neuronas dentro de los lóbulos de los cerebros, de modo que nadie sabrá que vive en el reverso del tiempo como ni siquiera yo ahora estoy seguro de cuál es el sentido en que se mueve el tiempo en que me muevo, y si el después que espero no ha sucedido ya en realidad hace un segundo, llevando consigo mi salvación o mi muerte.

Lo que me pregunto es si, considerando que a este punto de todos modos se ha de volver, no es cosa de que yo me detenga, que me detenga en el espacio y en el tiempo, mientras la cuerda del arco apenas aflojada se curva en la dirección opuesta a aquella hacia la cual había estado anteriormente tendida, y mientras el pie derecho apenas aliviado del peso del cuerpo se levanta en una torsión de noventa grados, y de que esté así inmóvil esperando que de la oscuridad del espaciotiempo vuelva a salir el león y a disponerse contra mí con las cuatro zarpas altas en el aire, y la flecha vuelva a insertarse en su trayectoria en el punto exacto en que está ahora. ¿Para qué sirve en realidad seguir si antes o después tendremos que encontrarnos en esta situación? Da lo mismo que yo me conceda un descanso de unas decenas de miles de millones de años, y deje que el resto del universo continúe su carrera espacial y temporal hasta el fin, y espere el viaje de retorno para saltar de nuevo dentro, y después volver atrás en la historia mía y del universo hasta los orígenes, y después recomenzar otra vez para encontrarme aquí de nuevo - o que deje que el tiempo vuelva atrás por su cuenta y después vuelva a acercárseme mientras yo estoy siempre quieto esperando -, y ver entonces si la vez es buena para decidirme a dar el otro paso, para ir a dar una ojeada a lo que me sucederá dentro de un segundo, o si no me conviene detenerme definitivamente aquí. Para eso no es necesario que mis partículas materiales sean sustraídas a su curso espaciotemporal, a la sanguinaria efímera victoria del cazador o del león: estoy seguro de que una parte de nosotros queda de todos modos enviscada en cada intersección del tiempo y, del espacio, y por lo tanto bastaría no separarse de esa parte, identificarse con ella, dejando que el resto gire como debe girar hasta el final.

Se me presenta, en suma, esta posibilidad: constituir un punto fijo en las fases oscilantes del universo. ¿Debo aprovechar la ocasión o mejor dejarla pasar? Detenerme, quizá me detendría no yo solo, cosa que, me doy cuenta, tendría poco sentido, sino yo junto con lo que sirve para definir este instante para mí, flecha león arquero suspendidos así como estamos para siempre. Me parece en realidad que si el león supiera claramente cómo están las cosas, de seguro también él estaría de acuerdo en permanecer como se encuentra ahora, a casi un tercio de la trayectoria de su salto furioso, y en separarse de aquella proyección de sí mismo que dentro de un segundo irá al encuentro de los rígidos espasmos de la agonía o de la masticación rabiosa de un cráneo humano todavía caliente. Puedo hablar, pues, no sólo por mí, sino también en nombre del león. Y en nombre de la flecha, porque una flecha no puede querer sino ser flecha como lo es en este rápido momento, y aplazar el destino de desperdicio romo que le espera, cualquiera que sea el blanco en que dé.

Establecido, pues, que la situación en que nos encontramos ahora yo y león y flecha en este instante t0 se verificará dos veces para cada vaivén del tiempo, idéntica las tres veces, y así ya se había repetido tantas veces cuantas el universo ha repetido su diástole y su sístole en el pasado - si es que tiene sentido hablar de pasado y de futuro para la sucesión de estas fases, cuando sabemos que no tiene ninguno en el interior de las fases -, queda siempre la incertidumbre sobre las situaciones en los sucesivos segundos t1, t2, t3, etcétera, así como parecía incierta en los precedentes t-1, t-2, t-3, etcétera.

Las alternativas, mirándolo bien, son éstas:

o las líneas espaciotemporales que el universo sigue en las fases de su pulsación coinciden en todos sus puntos;

o bien coinciden sólo en algunos puntos excepcionales, como el segundo que estoy viviendo, para diverger después en los otros.

Si esta última alternativa es la justa, desde el punto espaciotemporal en que me encuentro parte un haz de posibilidades que cuanto más avanzan en el tiempo más divergen en cono hacia futuros completamente diferentes entre sí, y a cada vez que me encuentre aquí con la flecha y el león en el aire corresponderá un diferente punto X de intersección de sus trayectorias, cada vez el león será herido de manera diferente, tendrá una agonía diferente o encontrará en medida diferente nuevas fuerzas para reaccionar, o no será herido y se arrojará sobre mí cada vez de una manera diferente dejándome o no dejándome posibilidad de defensa, y mis victorias y mis derrotas en la lucha con el león se revelan potencialmente infinitas, y cuantas más veces sea yo despedazado tantas más probabilidades tendré de dar en el blanco la próxima vez que me encuentre aquí de nuevo dentro de miles de millones de años, y sobre esta situación mía de ahora no puedo emitir ningún juicio porque en caso de que yo esté viviendo la fracción de tiempo inmediatamente anterior a la garra de la fiera, éste sería el último momento de una época feliz, mientras que si lo que me espera es el triunfo con que la tribu acoge al cazador de leones victorioso, esto que estoy viviendo es el colmo de la angustia, el punto más negro del descenso a los infiernos que debo cumplir para merecer la apoteosis. De esta situación, pues, me conviene huir sea como fuere lo que me aguarda, porque si hay un intervalo de tiempo que no cuenta nada es justamente éste, definible sólo en relación con el que le sigue, es decir, en sí mismo este segundo no existe, y no hay ninguna posibilidad no sólo de detenerse en él sino de atravesarlo lo que dura un segundo, en suma, es un salto del tiempo entre el momento en que el león y la flecha han emprendido su vuelo y el momento en que un chorro de sangre irrumpirá de las venas del león o de las mías.

Añádase que si de este segundo parten en cono infinitas líneas de posibles futuros, las mismas líneas provienen oblicuas de un pasado que es también un cono de posibilidades infinitas, por lo tanto el yo mismo que se encuentra ahora aquí con el león que se le desploma desde lo alto y con la flecha que abre su camino en el aire, y un yo mismo cada vez diferente porque el pasado la edad la madre el padre la tribu la lengua la experiencia son diferentes cada vez, el león es siempre otro león aunque sea exactamente así como lo veo cada vez, con la cola que en el salto se ha replegado acercando el mechón al flanco derecho en un movimiento que podría ser tanto un latigazo como una caricia, con las crines tan abiertas que tapan a mi vista gran parte del pecho y del torso y sólo dejan surgir lateralmente las zarpas anteriores levantadas como preparándose para un abrazo jubiloso pero en realidad prontas a hundirme las uñas en los hombros con todas sus fuerzas, y la flecha está hecha de una materia siempre diferente, aguzada con diferentes instrumentos, envenenada con disímiles serpientes, pero siempre atravesando el aire con la misma parábola y el mismo silbido. Lo que no cambia es la relación entre yo flecha león en ese instante de incertidumbre que se repite igual, incertidumbre cuya apuesta es la muerte, pero es preciso reconocer que si esta muerte inminente es la muerte de un yo con diferente pasado, de un yo que ayer por la mañana no ha estado recogiendo raíces con mi prima, es decir, mirándolo bien, otro yo, de un extraño, quizá de un extraño que ayer por la mañana estuvo recogiendo raíces con mi prima, por lo tanto de un enemigo, aunque aquí en mi lugar las otras veces en cambio de estar yo había otro, no es que me importe ya mucho saber si la vez antes o la vez después la flecha dio o no en el león.

En este caso entonces queda excluido que el detenerme en t0 por todo el curso del espacio y del tiempo tenga para mí interés. Se mantiene siempre sin embargo la otra hipótesis: así como en la vieja geometría bastaba que las líneas coincidieran en dos puntos para que coincidieran en todos, así puede darse que las líneas espaciotemporales trazadas por el universo en sus fases alternas coincidan en todos sus puntos y entonces no sólo t0 sino también t1 y t2 y todo lo que vendrá después coincidirán con los respectivos t1, t2, t3 de las otras fases, y así todos los segundos precedentes y siguientes, y yo estaré reducido a tener un solo pasado y un solo futuro repetidos infinitas veces antes y después de este momento. Cabe sin embargo preguntarse si tiene sentido hablar de repetición cuando el tiempo consiste en una serie única de puntos tales que no permiten variaciones ni en su naturaleza ni en su sucesión: bastaría entonces decir que el tiempo es finito y siempre igual a sí mismo, y por lo tanto puede considerarse como dado contemporáneamente en toda su extensión formando una pila de estratos de presente; es decir, se trata de un tiempo absolutamente lleno, en cuanto cada uno de los átomos en que es descomponible constituye como un estrato que está continuamente presente, inserto entre otros estratos también continuamente presentes. En resumen, el segundo t0 en el que están la flecha F0 y un poco más allá el león L0 y aquí el yo mismo Q0 es un estrato espaciotemporal que permanece detenido e idéntico para siempre, y junto a ese se dispone t, con la flecha F, y el león L, y el yo mismo Q, que han cambiado ligeramente sus posiciones, y, allí al lado está t2 que contiene F2, L2 y Q2 y así sucesivamente. En uno de esos segundos puestos en fila resulta claro quién vive y quién muere entre el león Ln y el yo mismo Qn, y en los segundos siguientes seguramente se están desenvolviendo: o los festejos de la tribu al cazador que vuelve con los despojos del león, o los funerales del cazador mientras a través de la sabana se difunde el terror al paso del león asesino. Cada segundo es definitivo, cerrado, sin interferencias con los otros, y yo Q0. aquí en mi territorio t0, puedo estar absolutamente tranquilo y desinteresarme de lo que contemporáneamente está sucediendo a Q1, Q2, Q3, Qn. en los respectivos segundos vecinos míos, porque en realidad los leones L1, L2, L3, Ln no podrán jamás ocupar el lugar del notorio y todavía inofensivo aunque amenazante L0, mantenido a raya por una flecha en vuelo F0 portadora aún en sí de esa potencia mortífera que podría revelarse desperdiciada por F1, F2, F3, Fn, en su disponerse en segmentos de trayectoria cada vez más distantes del blanco, ridiculizándome como el arquero más chambón de la tribu, o mejor ridiculizando como chambón a aquel Q0, que en t-1 apunta con su arco.

Sé que la comparación con los fotogramas de una película, se impone espontáneamente, pero si he evitado hasta ahora hacerla he tenido mis razones. Es cierto que cada segundo está encerrado en sí mismo y es incomunicable con los otros exactamente corno un fotograma, pero para definir su contenido no bastan los puntos Q0 L0, F0, con los cuales lo limitaremos a una escenita de caza del león, todo lo dramática que se quiera pero desde luego no muy vasta de horizontes; lo que ha de tenerse en cuenta contemporáneamente es la totalidad de los puntos contenidos en el universo en ese segundo t0, no uno exclusivamente, y entonces el fotograma es mejor quitárselo de la cabeza porque no hace más que confundir las ideas.

De modo que yo ahora que he decidido habitar para siempre este segundo t0 - y si no lo hubiera decidido sería lo mismo porque en cuanto Q0 no puedo habitar ningún otro - tengo toda la comodidad para mirar a mi alrededor y contemplar segundo en toda su extensión. Aquel abarca a mi derecha un río negreante de hipopótamos, a mi izquierda la sabana blanconegreante de cebras y esparcidos en varios puntos del horizonte algunos baobabs amarillonegreantes de tucanes, cada uno de estos elementos contramarcado por las posiciones que ocupan respectivamente los hipopótamos H(a)0, H(b)0, H(c)0, etcétera, las cebras C(a)0, C(b)0, C(c)0, etcétera, los tucanes T(a)0, T(b)0, T(c)0, etcétera. Aquel comprende además aldeas de caballas y almacenes de importaciones y exportaciones, plantaciones que ocultan bajo tierra millares de semillas en momentos diversos de su proceso de germinación, desiertos interminables con la posición de cada granito de arena G(a)0, G(b)0... G(n)0 transportado por el viento, ciudades de noche con ventanas iluminadas y ventanas apagadas, ciudades de día con semáforos rojos y amarillos y verdes, curvas de la productividad, índices de precios, cotizaciones de bolsa, propagaciones de enfermedades infecciosas con la posición de cada uno de los virus, guerras locales con ráfagas de balas B(a)0, B(b,)0, B(n)0, suspendidas en su trayectoria que quién sabe si herirán a los enemigos E(a)0, E(b)0, E(n)0 escondidos entre las hojas, aeroplanos con racimos de bombas que han de, ser soltadas, guerra total implícita en la situación internacional IS0 que no se sabe en qué momento se convertirá en guerra total explícita, explosiones de estrellas supernovas que podrían cambiar radicalmente la configuración de nuestra galaxia...

Cada segundo es un universo, el segundo que vivo es el segundo en que habito, the second I live is the second I live in, tengo que habituarme a pensar mi razonamiento contemporáneamente en todas las lenguas posibles si quiero vivir extensivamente mi instante-universo. A través de las combinaciones de todos los datos contemporáneos podré alcanzar un conocimiento objetivo del instante-universo t0 en toda su extensión espacial yo incluido, dado que en el interior de t0 yo Q0 no estoy determinado por mi pasado Q-1 Q-2 Q-3 etcétera sino por el sistema constituido por todos los tucanes T0, balas B0, virus V0, sin los cuales no podría establecerse que yo soy Q0. Más aún, dado que ya no me preocupa qué le ocurrirá a Q1, Q2 Q3 etcétera, no es cosa de que siga adoptando el punto de vista subjetivo que me ha guiado hasta aquí, puedo identificarme tanto conmigo como con el león o con el granito de arena o con el índice del costo de la vida o con el enemigo o con el enemigo del enemigo.

Para hacer esto basta establecer con exactitud las coordenadas de todos esos puntos y calcular algunas constantes. Podría por ejemplo poner de relieve todas las componentes de suspensión e incertidumbre que valen tanto para mí como para el león la flecha las bombas el enemigo y el enemigo del enemigo, y definir t0 como un momento de suspensión e incertidumbre universal. Pero esto no me dice todavía nada de sustancial sobre t0 porque admitiendo que se trata de un momento de todos modos terrible como me parece ya probado, podría ser tanto un momento terrible en una serie de momentos de terribilidad creciente como un momento terrible en una serie de terribilidad decreciente y por lo tanto ilusoria. En otras palabras, esta firme pero relativa terribilidad de t0 puede asumir valores completamente diferentes, por cuanto t1, t2, t3 pueden transformar la sustancia de t. de manera radical, o mejor dicho son los varios t, de Q1, L1, E(a), N(a) los que tienen el poder de determinar las cualidades fundamentales de t0.

Aquí me parece que las cosas comienzan a complicarse: mi línea de conducta es encerrarme en t0, y no saber nada de lo que sucede fuera de este segundo, renunciando a un punto de vista limitadamente personal para vivir t0 en su global configuración objetiva, pero esta configuración objetiva se puede captar no desde el interior de t0 sino sólo observándola desde otro instante-universo, por ejemplo desde t0, o desde t2, y no desde toda su extensión contemporáneamente sino adoptando decididamente un punto de vista, el del enemigo o el del enemigo del enemigo, el del león o el de mí mismo.

Recapitulando: para detenerme en t0 debo establecer una configuración objetiva de t0; para establecer una configuración objetiva de t0 debo desplazarme a t1; para desplazarme a t1, debo adoptar una perspectiva subjetiva cualquiera, por lo tanto da lo mismo que tenga la mía. Recapitulando una vez más: para detenerme en el tiempo debo moverme con el tiempo, para llegar a ser objetivo debo mantenerme subjetivo.

Veamos ahora cómo comportarme en la práctica: quedando establecido que yo como Q0 conservo mi residencia fija en t0, podré entre tanto hacer una escapada lo más rápida posible a t1, y si no basta, continuar hasta t2 y t3 identificándome provisionalmente con Q1, Q2 y Q3, todo esto naturalmente en la esperanza de que la serie Q continúe y no sea prematuramente truncada por las uñas combadas de L1, L2, L3, porque sólo así podré darme cuenta de cómo se configura mi posición de Q0 en t0, que es la única cosa que debe importarme.

Pero el peligro que corro es que el contenido de t1, del instante-universo t1, sea tanto más interesante, tanto más rico que t0 en emociones y sorpresas no sé si triunfales o ruinosas, que yo esté tentado de dedicarme todo a t1, dando la espalda a t0, olvidándome de que he pasado a t1, sólo para informarme mejor sobre t0. Y en esta curiosidad por t1, en este ilegítimo deseo de conocimiento por un instante-universo que no es el mío, al querer darme cuenta de si hago realmente un buen negocio permutando mi estable y segura ciudadanía en t0 por esa porción de novedad que es t1, puede ofrecerme, podré dar un paso hasta t2, cosa de tener una idea más objetiva de t1; y ese paso a t2, a su vez...

Si las cosas son así, ahora me doy cuenta de que mi situación no cambiaría en nada ni siquiera abandonando las hipótesis de las cuales he partido, esto es, suponiendo que el tiempo no conozca repeticiones y consista en una serie irreversible de segundos uno diferente del otro, y cada segundo suceda de una vez para siempre, y que habitarlo en su duración exacta de un segundo quiera decir habitarlo para siempre, y que t0 me interesa solamente en función de los t1, t2, t3 que le siguen, con su contenido de vida o de muerte como consecuencia del movimiento que ha cumplido disparando la flecha, y del movimiento que ha cumplido el león dando su salto, e incluso de los otros movimientos que el león y yo haremos en los próximos segundos, y del miedo que por toda la duración de un interminable segundo me tiene petrificado, tiene petrificado en vuelo al león y a la flecha a mi vista, y el segundo, t0 fulmíneo como ha llegado fulmíneamente ahora se dispare en el segundo sucesivo, y trace sin más dudas la trayectoria del león y de la flecha.

 

FIN

 

Escaneado por Sadrac 2000

Italo Calvino, Los Cristales

  

           Italo Calvino - Los Cristales

 
 Si las sustancias en estado incandescente que constituían el globo
     terrestre hubieran dispuesto de tiempo suficiente para enfriarse y de
     suficiente libertad de movimiento, cada una de ellas se habría separado
     de las otras en un único, enorme cristal.

     Podría haber sido distinto, ya lo sé -comentó Qfwfq-, que me lo digan a
     mí: creí tanto en aquel mundo de cristal que debía aparecer, que ya no me
     resigno a vivr en éste, amorfo y desmenuzado y gomoso, que nos ha tocado.
     Yo también corro como hacemos todos, subo al tren todas las mañanas (vivo
     en New Jersey) para embutirme en el aglomerado de prismas que veo emerger
     del otro lado del Hudson, con sus cúspides agudas; me paso los días allí
     dentro, subiendo y bajando por los ejes horizontales y verticales que
     atraviesan ese compacto sólido, o recorriendo los trayectos obligados que
     rozan sus lados y sus aristas. Pero no caigo en la trampa: sé que me hacen
     correr entre lisas paredes transparentes y entre ángulos simétricos para
     que crea que estoy dentro de un cristal, para que les reconozca una forma
     regular, un eje de rotación, una constancia en los diedros, cuando no
     existe nada de todo eso. Lo que existe es lo contrario: el vidrio, son
     sólidos de vidrio los que flanquean las calles, no de cristal, una pasta
     de moléculas en desorden que ha invadido y consolidado el mundo, una capa
     de lava enfriada de improviso, endurecida en formas impuestas desde fuera,
     mientras que dentro está el magma igual que en la época de la Tierra
     incandescente.
     Claro que no echo de menos aquellos tiempos: si sabiéndome descontento de
     las cosas tal como son, esperáis que recuerde con nostalgia el pasado, os
     equivocáis. La Tierra sin corteza era horrible, un eterno invierno
     incandescente, un pantano mineral con negras simas de hierro y niquel que
     se escurrían de cada grieta hacia el centro del globo, y chorros de
     mercurio brotando en altísimos surtidores. Nos abrimos paso en una
     calígene bullente, Vug y yo, y nunca conseguíamos tocar un punto sólido.
     La barrera de rocas líquidas que enfrentábamos se avaporaba de golpe
     delante de nosotros, se deshacía en una nube ácida; en cuanto nos
     abalanzábamos para superarla, sentíamos que se condensaba y nos embestía
     como una tormenta de lluvia metálica que hinchaba las densas olas de un
     océano de aluminio. La sustancia de las cosas cambiaba en torno a nosotros
     de un minuto a otro, o sea que los átomos pasaban de un estado de desorden
     a otro estado de desorden y depués a otro; es decir, que en la práctica
     todo seguía siempre igual. El único cambio verdadero habría sido que los
     átomos se dispusieran en un orden cualquiera: eso era lo que Vug y yo
     buscábamos moviéndonos en la mescolanza de los elementos sin puntos de
     referencia, sin un antes y un después.
     Ahora la situación ha cambiado, lo admito: tengo un reloj de pulsera,
     confronto el ángulo de sus agujas con el de todas las agujas que veo;
     tengo una agenda donde se indica el horario de mis obligaciones de
     trabajo; tengo una libreta de cheques en cuyo talonario sumo y resto
     números. En Penn Station bajo del tren, cojo el subway, me quedo de pie
     tomándome con una mano de la agarradera y sosteniendo con la otra en alto
     el diario doblado en el que recorro las cifras de las cotizaciones en
     bolsa: en una palabra, estoy en el juego, el juego de fingir un orden en
     ese polvillo, una regularidad en el sistema, o una compenetración de
     sistemas diferentes pero mensurables a pesar de ser incongruentes, que
     permite ensamblar en cada granulosidad el desorden de la faceta de un
     orden que en seguida se desmenuza.
     Antes era peor, es cierto. El mundo era una solución de sustancias donde
     todo estaba disuelto en todo y que a su vez todo lo disolvía. Vug y yo
     seguíamos perdiéndonos en aquello, perdiéndonos de tan perdidos como
     estábamos, de tan perdidos como siempre habíamos estado, sin idea de lo
     que podíamos encontrar (o de lo que podía encontrarnos) para dejar de
     estar perdidos.
     De pronto nos dimos cuenta. Vug dijo: "¡Allí!"
     Señalaba en medio de una coladura de lava algo que iba tomando forma. Era
     un sólido de caras regulares y lisas y de ángulos cortantes; y esas caras
     y esos ángulos se iban agrandando lentamente como a expensas de la materia
     en torno, e incluso la forma del sólido cambiaba, pero manteniendo siempre
     proporciones simétricas... Y no sólo era la forma la que se distinguía de
     todo el resto, sino también el modo en que la luz penetraba, atravesándola
     y refractándola. Vug dijo: "­Brillan! ­Son muchos!"
     Es verdad, no era uno solo. En la extensión incandescente donde en un
     tiempo sólo afloraban efímeras burbujas de gas expulsadad por las vísceras
     terrestres, ahora subían a la superficie cubos, octaedros, prismas,
     figuras diáfanas que parecián casi aéreas, vacías por dentro y que en
     cambio, como se vio en seguida, concentraban en sí mismas una increíble
     compacidad y dureza. El centello de esa angulosa floración invadía la
     Tierra y Vug dijo: "¡Es primavera!". Yo la besé.
     Ya habéis comprendido: si amo el orden, no es como en tantos otros una
     señal de un carácter sometido a una disciplina interior, a una represión
     de los instintos. En mí la idea de un mundo absolutamente regular,
     simétrico, metódico, se asocia a ese primer ímpetu y exuberancia de la
     naturaleza, a la tensión amorosa, a eso que llamáis el eros cuando todas
     sus otras imágenes, las que según vosotros asocian la pasión al desorden,
     el amor al desbordamiento inmoderado -río fuego torbellino volcán-, para
     mí son los recuerdos de la nada y la inapetencia y el hastío.
     Era un error mío, no necesité mucho para entenderlo. Estamos en el punto
     de llegada: Vug se ha perdido; del eros de diamante no queda más que el
     polvo; el presunto cristal que me aprisiona es ahora vulgar vidrio. sigo
     las flechas en el asfalto, me pongo en fila junto al semáforo y vuelvo a
     arrancar (hoy he venido a Nueva York en coche) cyuando aparece el verde
     (como todos los miércoles, porque acompaño) engranando la primera (a
     Dorothy a su psicoanalista), trato de mantener una velocidad constante que
     me permita pasar siempre con luz verde a la Second Avenue. Esto que
     llamáis orden es un deshilachado remiendo de la disgregación: encuentro un
     lugar donde aparcar pero dentro de dos horas tendré que bajar para meter
     otra moneda en el parquímetro; si lo olvido se llevarán el coche con una
     grúa.
     En aquellos tiempos soñaba con un mundo de cristal: no lo soñé, lo vi, una
     indestructible gélida primavera de cuarzo. Unos poliedros altos como
     montañas crecían, diáfanos: a través de su espesor se transparentaba la
     sombra del que estaba del otro lado. "¡Vug, eres tú!" Para alcanzarla me
     aventuraba entre paredes lisas como espejos; retrocedía resbalando; me
     aferraba a las aristas, hiriéndome; corría a lo largo de perímetros
     engañosos y en cada recodo había una luz distinta -irradiante, lechosa,
     opaca- que la montaña contenía.
     - ¿Dónde estás?
     - ¡En el bosque!
     Los cristales de plata eran árboles filiformes, con ramificaciones en
     ángulo recto. Esqueléticas frondas de estaño y plomo espesaban la floresta
     con su vegetación geométrica.
     Por allí corría Vug.
     - ¡Qwfwq! ­Por allí es diferente! -gritó-. ¡Oro, verde, azul!
     Un valle de berilio se abría al aire, circundado de crestas de todos los
     colores del aguamarina al esmeralda. Detrás de mí estaba Vug dividida
     entre felicidad y temro felicidad viendo cómo cada sustancia que componía
     el mundo encontraba su forma definitiva y sólida, y el temor todavía
     indeterminado de que este triunfo del orden en formas tan variadas pudiera
     rproducir en otra escala el desorden que acabábamos de dejar a nuestras
     espaldas. Un cristal total, soñaba yo, un topacio-mundo que no dejara nada
     fuera: estaba impaciente por que nuestra Tierra se separase de la rueda de
     gas y polvo en la que giran todos los cuerpos celestes, por que fuese la
     primera en huir de la dispersión inútil que es el universo.
     Si uno quiere, claro está, puede empeñarse en encontrar un orden en las
     estrellas, en las galaxias, un orden en las ventanas iluminadas de los
     rascacielos vacíos donde el personal de limpieza, entre las nueve y la
     medianoche, encera las oficinas. Justificar, el gran trabajo es ése,
     justificad si no queréis que todo se deshaga. Esta noche cenamos fuera de
     casa, en un restaurante en la terraza de un piso de veinticuatro. Es una
     cena de negocios; somos seis; están también Dorothy y la mujer de Dick
     Bemberg. Como ostras, miro una estrella que se llama (si es ésa)
     Betelgeuse. Conversamos: nosotros, de producción; las señoras, de consumo.
     Por lo demás, ver el firmamento es difícil: las luces de Manhattan se
     dilatan en un halo que se empasta en la luminosidad del cielo.
     La maravilla de los cristales es el retículo de los átomos que se repite
     de continuo: esto era lo que Vug no quería entender. Lo que a ella le
     gustaba -lo comprendí en seguida- era descubrir en los cristales
     diferencias aunque fuesen mínimas, irregularidades, imperfecciones.
     -¿Pero qué puede importar un átomo fuera de lugar, una exfoliación un poco
     torcida -decía yo- en un sólido destinado a agrandarse infinitamente según
     un esquema regular? Al cristal único es a lo que tendemos, al cristal
     gigante...
     - A mí me gustan cuando hay muchos pequeños -decía. Para contradecirme, es
     cierto; pero también porque era verdad que los cristales brotaban a miles
     al mismo tiempo y se compenetraban unos con otros, deteniendo su
     crecimiento allí donde se ponían en contacto, y nunca llegaban a
     apropiarse por completo de la roca líquida de la que tomaban forma: el
     mundo no tendía a componerse en una figura cada vez más simple sino que se
     agrumaba en una masa vidriosa de la cual parecía que prismas y octaedros y
     cubos estuvieran luchando por liberarse y atraer hacia sí toda la
     materia...
     Estalló un cráter: soltó una cascada de diamantes.
     -¡Mira! ¡Qué grandes! -exclamó Vug.
     En todas partes había erupciones de volcanes: un continente de diamante
     refractaba la luz del sol en un mosaico de escamas de arco iris.
     -¿No habías dicho que cuanto más pequeños más te gustaban? -le recordé.
     -¡No! ¡Aquéllos! ¡Enormes! ¡Los quiero! -y se abalanzó.
     -¡Los hay mucho más grandes! -dije, señalando a lo alto. El centelleo me
     cegaba: yo veía ya una montaña-diamante, una cadena facetada e
     iridiscente, una gema-altiplano, un Himalaya-Kohinor.
     -¿Para qué me sirven? ¡A mí me gustan los que se pueden tener! ¡Los
     quiero! -y ya había en Vug la pasión de poseer.
     - Será el diamante el que te tendrá: ¡él es el más fuerte! -dije.
     Me equivocaba, como de costumbre: el diamante fue conseguido, no por
     nosotros. Cuando paso delante de Tiffany's me detengo a mirar los
     escaparates, contemplo los diamantes prisioneros, astillas de nuestro
     reino perdido. Yacen en ataúdes de terciopelo, encadenados en plata y
     platino; con la imaginación y la memoria los agiganto, les devuelvo las
     dimensiones de roca, de jardín, de lago, imagino la sombra azulada de Vug
     reflejada en ellos. No la imagino: es la misma Vug la que ahora avanza
     entre los diamantes. Me vuelvo: es la muchacha que detrás de mí mira el
     escaparate, bajo el pelo oblicuo.
     ­¡Vug! -digo-. ­Nuestros diamantes!
     Se echa a reír.
     -¿Eres tú de veras? -pregunto-. ¿Tu nombre? Me da su teléfono.
     Estamos entre losas de vidrio: yo vivo en el seudo orden, quisiera
     decirle, tengo una oficina en East-Side, mi casa está en New Jersey, este
     weekend Drothy ha invitado a los Bemberg, contra el seudo orden nada puede
     ser el seudo desorden, se necesitaría el diamante, no que lo tuviéramos
     nosotros sino que el diamante nos tuvera, el diamante libre donde
     andábamos Vug y yo...
     - Te llamaré -le digo, y es sólo por el deseo de volver a reñir con ella,
     con Vug.
     En un cristal de aluminio, allí donde el azar dispersa átomos de cromo, la
     transparencia se colorea de un rojo profundo: así florecían bajo nuestros
     pasos los rubíes.
     -¿Has visto? -decía Vug-. ¨No son preciosos? No podíamos recorrer un valle
     de rubíes sin que se reanudaran las disputas.
     - Sí -decía yo-, porque la regularidad del hexágono...
     -¡Uf! -decía ella-. ¡A ver si habría rubíes sin la intrusión de átomos
     extraños!
     Yo me enfadaba. Más precioso o menos precioso, podíamos discutir
     infinitamente. Pero el solo hecho seguro era que la Tierra iba
     coincidiendo con las preferencias de Vug. El mundo de Vug era el de las
     fisuras, las grietas donde la lava sube disolviendo la roca y mezclando
     los minerales en concreciones imprevisibles. Al verla acariciar las
     paredes de granito, yo lamentaba lo mucho que se había perdido, en aquella
     roca, de la exactitud de los feldespatos, de las micas, de los cuarzos.
     Vug sólo parecía complacerse en lo menudamente abigarrada que se
     presentaba la faz del mundo. ¿Cómo entendernos? Para mí únicamente valía
     lo que era acrecentamiento homogéneo, inseparabilidad, quietud alcanzada;
     para ella, lo que era separación y mezcla, una cosa o la otra, o las dos
     juntas. También nosotros dos debíamos adquirir un aspecto (todavía no
     poseíamos ni forma ni futuro): yo imaginaba una lenta expansión uniforme,
     a ejemplo de los cristales, hasta el punto en que el cristal -yo se
     compenetrase y fundiese con el cristal-ella y juntos llegáramos quizás a
     ser una sola cosa con el cristal-mundo; ella parecía saber ya que la ley
     de la materia viviente sería separarse y volver a unirse al infinito. ¿Era
     Vug, por tanto, quién tenía razón?
     Es lunes: la llamo por teléfono. Ya es casi verano. Pasamos un día juntos
     en Staten Island, en la playa. Vug mira deslizarse los granitos de arena
     entre los dedos.
     - Tantos cristales minúsculos... -dice.
     El mundo desmenuzado que nos circunda sigue siendo para ella el de
     entonces, el que esperábamos que naciera del mundo incandescente. Es
     verdad, los cristales dan todavía su forma al mundo, despedazándose,
     reduciéndose a fragmentos casi imperceptibles arrollados por las olas, con
     incrustaciones de todos los elementos disueltos en el mar que los amasija
     en rocas abruptas, en escolleras de arenisca cien veces disueltas y
     rehechas, en esquistos, pizarras, mármoles de glabra blancura, simulacros
     de lo que hubieran podido y no podrán ser nunca más.
     Y me vuelve la obstinación de cuando empezó a resultar evidente que la
     partida estaba perdida, que la corteza de la Tierra se iba convirtiendo en
     un cúmulo de formas dispares, y yo no quería resignarme, y a cada
     discontinuidad del pórfido que Vug, contenta, me señalaba, a cada
     vidriosidad que afloraba del basalto, quería convencerme de que ésas eran
     sólo irregularidades aparentes, que formaban parte todas de una estructura
     regular mucho más vasta, en la cual a cada asimetría que creíamos observar
     respondía en realidad una red de simetrías tan complicada que no podíamos
     explicarla y trataba de calcular cuántos miles de millones de lados y de
     ángulos diedros tendría ese cristal laberíntico, ese hipercristal -que
     comprendía en sí cristales y no cristales.
     Vug ha traído a la playa una pequeña radio de transistores.-
     Todo viene del cristal -digo-, incluso la música que escuchamos-. Pero sé
     que el cristal del transistor tiene lagunas, está contaminado, atravesado
     de impurezas, de desgarrones en la malla de los átomos.
     Ella dice: ¿Qué obsesión la tuya". Y nuestra vieja dicusión continúa:
     quiere hacerme admitir que el orden verdadero es el que lleva dentro de sí
     la impureza, la destrucción.
     El barco amarra en el Battery, es de noche, del retículo iluminado de los
     prismas-rascacielos sólo miro ahora las demalladuras sombrías, las
     brechas. Acompaño a Vug a su casa; subo. Vive en Downtown, tiene un
     estudio de fotógrafa. Mirando a mi alrededor no veo más que perturbaciones
     en el orden de los átomos: los tubos fosforescentes, el vídeo, el
     espesarse de mínimos cristles de plata en las placas fotográficas. Abro la
     nevera, saco el hielo para el whisky. Del transistor sale un sonido de
     saxofón. El cristal que ha conseguido se el munco, hacer que el mundo sea
     transparente para sí mismo, refractarlo en infinitas imágenes espectrales,
     no es el mío: es un cristal corroído, manchado, mezclado. La victoria de
     los cristales (y de Vug) fue lo mismo que su derrota (y la mía). Espero a
     que termine el disco de Thelonius Monk y se lo digo.