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jueves, 12 de junio de 2014

Italo Calvino, Los Cristales

  

           Italo Calvino - Los Cristales

 
 Si las sustancias en estado incandescente que constituían el globo
     terrestre hubieran dispuesto de tiempo suficiente para enfriarse y de
     suficiente libertad de movimiento, cada una de ellas se habría separado
     de las otras en un único, enorme cristal.

     Podría haber sido distinto, ya lo sé -comentó Qfwfq-, que me lo digan a
     mí: creí tanto en aquel mundo de cristal que debía aparecer, que ya no me
     resigno a vivr en éste, amorfo y desmenuzado y gomoso, que nos ha tocado.
     Yo también corro como hacemos todos, subo al tren todas las mañanas (vivo
     en New Jersey) para embutirme en el aglomerado de prismas que veo emerger
     del otro lado del Hudson, con sus cúspides agudas; me paso los días allí
     dentro, subiendo y bajando por los ejes horizontales y verticales que
     atraviesan ese compacto sólido, o recorriendo los trayectos obligados que
     rozan sus lados y sus aristas. Pero no caigo en la trampa: sé que me hacen
     correr entre lisas paredes transparentes y entre ángulos simétricos para
     que crea que estoy dentro de un cristal, para que les reconozca una forma
     regular, un eje de rotación, una constancia en los diedros, cuando no
     existe nada de todo eso. Lo que existe es lo contrario: el vidrio, son
     sólidos de vidrio los que flanquean las calles, no de cristal, una pasta
     de moléculas en desorden que ha invadido y consolidado el mundo, una capa
     de lava enfriada de improviso, endurecida en formas impuestas desde fuera,
     mientras que dentro está el magma igual que en la época de la Tierra
     incandescente.
     Claro que no echo de menos aquellos tiempos: si sabiéndome descontento de
     las cosas tal como son, esperáis que recuerde con nostalgia el pasado, os
     equivocáis. La Tierra sin corteza era horrible, un eterno invierno
     incandescente, un pantano mineral con negras simas de hierro y niquel que
     se escurrían de cada grieta hacia el centro del globo, y chorros de
     mercurio brotando en altísimos surtidores. Nos abrimos paso en una
     calígene bullente, Vug y yo, y nunca conseguíamos tocar un punto sólido.
     La barrera de rocas líquidas que enfrentábamos se avaporaba de golpe
     delante de nosotros, se deshacía en una nube ácida; en cuanto nos
     abalanzábamos para superarla, sentíamos que se condensaba y nos embestía
     como una tormenta de lluvia metálica que hinchaba las densas olas de un
     océano de aluminio. La sustancia de las cosas cambiaba en torno a nosotros
     de un minuto a otro, o sea que los átomos pasaban de un estado de desorden
     a otro estado de desorden y depués a otro; es decir, que en la práctica
     todo seguía siempre igual. El único cambio verdadero habría sido que los
     átomos se dispusieran en un orden cualquiera: eso era lo que Vug y yo
     buscábamos moviéndonos en la mescolanza de los elementos sin puntos de
     referencia, sin un antes y un después.
     Ahora la situación ha cambiado, lo admito: tengo un reloj de pulsera,
     confronto el ángulo de sus agujas con el de todas las agujas que veo;
     tengo una agenda donde se indica el horario de mis obligaciones de
     trabajo; tengo una libreta de cheques en cuyo talonario sumo y resto
     números. En Penn Station bajo del tren, cojo el subway, me quedo de pie
     tomándome con una mano de la agarradera y sosteniendo con la otra en alto
     el diario doblado en el que recorro las cifras de las cotizaciones en
     bolsa: en una palabra, estoy en el juego, el juego de fingir un orden en
     ese polvillo, una regularidad en el sistema, o una compenetración de
     sistemas diferentes pero mensurables a pesar de ser incongruentes, que
     permite ensamblar en cada granulosidad el desorden de la faceta de un
     orden que en seguida se desmenuza.
     Antes era peor, es cierto. El mundo era una solución de sustancias donde
     todo estaba disuelto en todo y que a su vez todo lo disolvía. Vug y yo
     seguíamos perdiéndonos en aquello, perdiéndonos de tan perdidos como
     estábamos, de tan perdidos como siempre habíamos estado, sin idea de lo
     que podíamos encontrar (o de lo que podía encontrarnos) para dejar de
     estar perdidos.
     De pronto nos dimos cuenta. Vug dijo: "¡Allí!"
     Señalaba en medio de una coladura de lava algo que iba tomando forma. Era
     un sólido de caras regulares y lisas y de ángulos cortantes; y esas caras
     y esos ángulos se iban agrandando lentamente como a expensas de la materia
     en torno, e incluso la forma del sólido cambiaba, pero manteniendo siempre
     proporciones simétricas... Y no sólo era la forma la que se distinguía de
     todo el resto, sino también el modo en que la luz penetraba, atravesándola
     y refractándola. Vug dijo: "­Brillan! ­Son muchos!"
     Es verdad, no era uno solo. En la extensión incandescente donde en un
     tiempo sólo afloraban efímeras burbujas de gas expulsadad por las vísceras
     terrestres, ahora subían a la superficie cubos, octaedros, prismas,
     figuras diáfanas que parecián casi aéreas, vacías por dentro y que en
     cambio, como se vio en seguida, concentraban en sí mismas una increíble
     compacidad y dureza. El centello de esa angulosa floración invadía la
     Tierra y Vug dijo: "¡Es primavera!". Yo la besé.
     Ya habéis comprendido: si amo el orden, no es como en tantos otros una
     señal de un carácter sometido a una disciplina interior, a una represión
     de los instintos. En mí la idea de un mundo absolutamente regular,
     simétrico, metódico, se asocia a ese primer ímpetu y exuberancia de la
     naturaleza, a la tensión amorosa, a eso que llamáis el eros cuando todas
     sus otras imágenes, las que según vosotros asocian la pasión al desorden,
     el amor al desbordamiento inmoderado -río fuego torbellino volcán-, para
     mí son los recuerdos de la nada y la inapetencia y el hastío.
     Era un error mío, no necesité mucho para entenderlo. Estamos en el punto
     de llegada: Vug se ha perdido; del eros de diamante no queda más que el
     polvo; el presunto cristal que me aprisiona es ahora vulgar vidrio. sigo
     las flechas en el asfalto, me pongo en fila junto al semáforo y vuelvo a
     arrancar (hoy he venido a Nueva York en coche) cyuando aparece el verde
     (como todos los miércoles, porque acompaño) engranando la primera (a
     Dorothy a su psicoanalista), trato de mantener una velocidad constante que
     me permita pasar siempre con luz verde a la Second Avenue. Esto que
     llamáis orden es un deshilachado remiendo de la disgregación: encuentro un
     lugar donde aparcar pero dentro de dos horas tendré que bajar para meter
     otra moneda en el parquímetro; si lo olvido se llevarán el coche con una
     grúa.
     En aquellos tiempos soñaba con un mundo de cristal: no lo soñé, lo vi, una
     indestructible gélida primavera de cuarzo. Unos poliedros altos como
     montañas crecían, diáfanos: a través de su espesor se transparentaba la
     sombra del que estaba del otro lado. "¡Vug, eres tú!" Para alcanzarla me
     aventuraba entre paredes lisas como espejos; retrocedía resbalando; me
     aferraba a las aristas, hiriéndome; corría a lo largo de perímetros
     engañosos y en cada recodo había una luz distinta -irradiante, lechosa,
     opaca- que la montaña contenía.
     - ¿Dónde estás?
     - ¡En el bosque!
     Los cristales de plata eran árboles filiformes, con ramificaciones en
     ángulo recto. Esqueléticas frondas de estaño y plomo espesaban la floresta
     con su vegetación geométrica.
     Por allí corría Vug.
     - ¡Qwfwq! ­Por allí es diferente! -gritó-. ¡Oro, verde, azul!
     Un valle de berilio se abría al aire, circundado de crestas de todos los
     colores del aguamarina al esmeralda. Detrás de mí estaba Vug dividida
     entre felicidad y temro felicidad viendo cómo cada sustancia que componía
     el mundo encontraba su forma definitiva y sólida, y el temor todavía
     indeterminado de que este triunfo del orden en formas tan variadas pudiera
     rproducir en otra escala el desorden que acabábamos de dejar a nuestras
     espaldas. Un cristal total, soñaba yo, un topacio-mundo que no dejara nada
     fuera: estaba impaciente por que nuestra Tierra se separase de la rueda de
     gas y polvo en la que giran todos los cuerpos celestes, por que fuese la
     primera en huir de la dispersión inútil que es el universo.
     Si uno quiere, claro está, puede empeñarse en encontrar un orden en las
     estrellas, en las galaxias, un orden en las ventanas iluminadas de los
     rascacielos vacíos donde el personal de limpieza, entre las nueve y la
     medianoche, encera las oficinas. Justificar, el gran trabajo es ése,
     justificad si no queréis que todo se deshaga. Esta noche cenamos fuera de
     casa, en un restaurante en la terraza de un piso de veinticuatro. Es una
     cena de negocios; somos seis; están también Dorothy y la mujer de Dick
     Bemberg. Como ostras, miro una estrella que se llama (si es ésa)
     Betelgeuse. Conversamos: nosotros, de producción; las señoras, de consumo.
     Por lo demás, ver el firmamento es difícil: las luces de Manhattan se
     dilatan en un halo que se empasta en la luminosidad del cielo.
     La maravilla de los cristales es el retículo de los átomos que se repite
     de continuo: esto era lo que Vug no quería entender. Lo que a ella le
     gustaba -lo comprendí en seguida- era descubrir en los cristales
     diferencias aunque fuesen mínimas, irregularidades, imperfecciones.
     -¿Pero qué puede importar un átomo fuera de lugar, una exfoliación un poco
     torcida -decía yo- en un sólido destinado a agrandarse infinitamente según
     un esquema regular? Al cristal único es a lo que tendemos, al cristal
     gigante...
     - A mí me gustan cuando hay muchos pequeños -decía. Para contradecirme, es
     cierto; pero también porque era verdad que los cristales brotaban a miles
     al mismo tiempo y se compenetraban unos con otros, deteniendo su
     crecimiento allí donde se ponían en contacto, y nunca llegaban a
     apropiarse por completo de la roca líquida de la que tomaban forma: el
     mundo no tendía a componerse en una figura cada vez más simple sino que se
     agrumaba en una masa vidriosa de la cual parecía que prismas y octaedros y
     cubos estuvieran luchando por liberarse y atraer hacia sí toda la
     materia...
     Estalló un cráter: soltó una cascada de diamantes.
     -¡Mira! ¡Qué grandes! -exclamó Vug.
     En todas partes había erupciones de volcanes: un continente de diamante
     refractaba la luz del sol en un mosaico de escamas de arco iris.
     -¿No habías dicho que cuanto más pequeños más te gustaban? -le recordé.
     -¡No! ¡Aquéllos! ¡Enormes! ¡Los quiero! -y se abalanzó.
     -¡Los hay mucho más grandes! -dije, señalando a lo alto. El centelleo me
     cegaba: yo veía ya una montaña-diamante, una cadena facetada e
     iridiscente, una gema-altiplano, un Himalaya-Kohinor.
     -¿Para qué me sirven? ¡A mí me gustan los que se pueden tener! ¡Los
     quiero! -y ya había en Vug la pasión de poseer.
     - Será el diamante el que te tendrá: ¡él es el más fuerte! -dije.
     Me equivocaba, como de costumbre: el diamante fue conseguido, no por
     nosotros. Cuando paso delante de Tiffany's me detengo a mirar los
     escaparates, contemplo los diamantes prisioneros, astillas de nuestro
     reino perdido. Yacen en ataúdes de terciopelo, encadenados en plata y
     platino; con la imaginación y la memoria los agiganto, les devuelvo las
     dimensiones de roca, de jardín, de lago, imagino la sombra azulada de Vug
     reflejada en ellos. No la imagino: es la misma Vug la que ahora avanza
     entre los diamantes. Me vuelvo: es la muchacha que detrás de mí mira el
     escaparate, bajo el pelo oblicuo.
     ­¡Vug! -digo-. ­Nuestros diamantes!
     Se echa a reír.
     -¿Eres tú de veras? -pregunto-. ¿Tu nombre? Me da su teléfono.
     Estamos entre losas de vidrio: yo vivo en el seudo orden, quisiera
     decirle, tengo una oficina en East-Side, mi casa está en New Jersey, este
     weekend Drothy ha invitado a los Bemberg, contra el seudo orden nada puede
     ser el seudo desorden, se necesitaría el diamante, no que lo tuviéramos
     nosotros sino que el diamante nos tuvera, el diamante libre donde
     andábamos Vug y yo...
     - Te llamaré -le digo, y es sólo por el deseo de volver a reñir con ella,
     con Vug.
     En un cristal de aluminio, allí donde el azar dispersa átomos de cromo, la
     transparencia se colorea de un rojo profundo: así florecían bajo nuestros
     pasos los rubíes.
     -¿Has visto? -decía Vug-. ¨No son preciosos? No podíamos recorrer un valle
     de rubíes sin que se reanudaran las disputas.
     - Sí -decía yo-, porque la regularidad del hexágono...
     -¡Uf! -decía ella-. ¡A ver si habría rubíes sin la intrusión de átomos
     extraños!
     Yo me enfadaba. Más precioso o menos precioso, podíamos discutir
     infinitamente. Pero el solo hecho seguro era que la Tierra iba
     coincidiendo con las preferencias de Vug. El mundo de Vug era el de las
     fisuras, las grietas donde la lava sube disolviendo la roca y mezclando
     los minerales en concreciones imprevisibles. Al verla acariciar las
     paredes de granito, yo lamentaba lo mucho que se había perdido, en aquella
     roca, de la exactitud de los feldespatos, de las micas, de los cuarzos.
     Vug sólo parecía complacerse en lo menudamente abigarrada que se
     presentaba la faz del mundo. ¿Cómo entendernos? Para mí únicamente valía
     lo que era acrecentamiento homogéneo, inseparabilidad, quietud alcanzada;
     para ella, lo que era separación y mezcla, una cosa o la otra, o las dos
     juntas. También nosotros dos debíamos adquirir un aspecto (todavía no
     poseíamos ni forma ni futuro): yo imaginaba una lenta expansión uniforme,
     a ejemplo de los cristales, hasta el punto en que el cristal -yo se
     compenetrase y fundiese con el cristal-ella y juntos llegáramos quizás a
     ser una sola cosa con el cristal-mundo; ella parecía saber ya que la ley
     de la materia viviente sería separarse y volver a unirse al infinito. ¿Era
     Vug, por tanto, quién tenía razón?
     Es lunes: la llamo por teléfono. Ya es casi verano. Pasamos un día juntos
     en Staten Island, en la playa. Vug mira deslizarse los granitos de arena
     entre los dedos.
     - Tantos cristales minúsculos... -dice.
     El mundo desmenuzado que nos circunda sigue siendo para ella el de
     entonces, el que esperábamos que naciera del mundo incandescente. Es
     verdad, los cristales dan todavía su forma al mundo, despedazándose,
     reduciéndose a fragmentos casi imperceptibles arrollados por las olas, con
     incrustaciones de todos los elementos disueltos en el mar que los amasija
     en rocas abruptas, en escolleras de arenisca cien veces disueltas y
     rehechas, en esquistos, pizarras, mármoles de glabra blancura, simulacros
     de lo que hubieran podido y no podrán ser nunca más.
     Y me vuelve la obstinación de cuando empezó a resultar evidente que la
     partida estaba perdida, que la corteza de la Tierra se iba convirtiendo en
     un cúmulo de formas dispares, y yo no quería resignarme, y a cada
     discontinuidad del pórfido que Vug, contenta, me señalaba, a cada
     vidriosidad que afloraba del basalto, quería convencerme de que ésas eran
     sólo irregularidades aparentes, que formaban parte todas de una estructura
     regular mucho más vasta, en la cual a cada asimetría que creíamos observar
     respondía en realidad una red de simetrías tan complicada que no podíamos
     explicarla y trataba de calcular cuántos miles de millones de lados y de
     ángulos diedros tendría ese cristal laberíntico, ese hipercristal -que
     comprendía en sí cristales y no cristales.
     Vug ha traído a la playa una pequeña radio de transistores.-
     Todo viene del cristal -digo-, incluso la música que escuchamos-. Pero sé
     que el cristal del transistor tiene lagunas, está contaminado, atravesado
     de impurezas, de desgarrones en la malla de los átomos.
     Ella dice: ¿Qué obsesión la tuya". Y nuestra vieja dicusión continúa:
     quiere hacerme admitir que el orden verdadero es el que lleva dentro de sí
     la impureza, la destrucción.
     El barco amarra en el Battery, es de noche, del retículo iluminado de los
     prismas-rascacielos sólo miro ahora las demalladuras sombrías, las
     brechas. Acompaño a Vug a su casa; subo. Vive en Downtown, tiene un
     estudio de fotógrafa. Mirando a mi alrededor no veo más que perturbaciones
     en el orden de los átomos: los tubos fosforescentes, el vídeo, el
     espesarse de mínimos cristles de plata en las placas fotográficas. Abro la
     nevera, saco el hielo para el whisky. Del transistor sale un sonido de
     saxofón. El cristal que ha conseguido se el munco, hacer que el mundo sea
     transparente para sí mismo, refractarlo en infinitas imágenes espectrales,
     no es el mío: es un cristal corroído, manchado, mezclado. La victoria de
     los cristales (y de Vug) fue lo mismo que su derrota (y la mía). Espero a
     que termine el disco de Thelonius Monk y se lo digo.

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