Comencemos con el origen de la palabra Dios, God en inglés.
¿Cuál
es la significación verdadera y primitiva de este término? Sus
significados etimológicos son tan numerosos como variados. Según uno de
ellos, la palabra se deriva de un término persa antiquísimo y muy
místico: Goda el cual quiere decir “El mismo”, o algo emanante por sí
mismo del Principio absoluto. La raíz de esa palabra es Godan de donde
se derivan Wotan, Woden y Odín; de forma que la radical oriental no ha
sido casi alterada por las razas germánicas que formaron con ella la voz
Gotz, de la cual derivaron el adjetivo Gut, “Good” (bueno en inglés) y
el término Goda o ídolo. Las palabras Zeus y Theos de la antigua Grecia
dieron origen a la palabra latina Deus. Goda, la emanación, no es ni
puede ser idéntica a aquello de lo que emana y, por consiguiente, es tan
sólo su manifestación periódica y finita. Cuando el antiguo Arato dijo
que “Todos los caminos y mercados frecuentados por los hombres están
llenos de Zeus; llenos de El están los mares y también los puertos”, no
limitaba la Idea de Dios a un mero reflejo temporal suyo sobre nuestro
plano terrestre, como lo es Zeus o su antecedente Dyao, sino que daba a
la palabra la extensión de un Principio universal y omnipresente. Antes
de que Dyao, el deslumbrante dios (el cielo) hubiera atraído la atención
del hombre, existía ya el védico Tat –”aquello”– (that en inglés), el
cual no tiene ni para el filósofo ni para el iniciado nombre alguno
definido, porque es la noche absoluta, oculta bajo toda la radiante luz
manifestada. Pero no se pudo evitar que el Sol, primera manifestación en
el mundo de Maya e hijo de Dyao, fuese llamado por los ignorantes “El
Padre” como lo fue también el mítico Júpiter, última y significativa
reflexión de Zeus–Surya.
De manera que el sol llegó rápidamente a ser sinónimo de Dyao y fue confundido con él.
Para
unos, era el Hijo; para otros, “el Padre”, que mora en el radiante
cielo. Sin embargo, Dyao–Pitar, el Padre en el Hijo y el Hijo en el
Padre, tiene origen finito, puesto que le fue concedida la Tierra como
esposa. Durante la gran decadencia de la filosofía metafísica fue cuando
comenzó a representarse a Dyâvâ–prithivî, “el Cielo y la Tierra”, en
forma de padres universales y cósmicos, no sólo de los hombres, sino
también de los dioses. El poético y abstracto concepto original de la
causa Ideal acabó por corromperse. Dyao, el Cielo, llegó a ser
rápidamente Dyao el Paraíso, la morada del “Padre” y, finalmente, el
mismo Padre. En seguida el Sol fue transformado en símbolo del Padre y
recibió el título de Dína Kara “el que crea el día”, y de Bhâskara “el
que crea la luz”, siendo desde ese momento el Padre de su Hijo y
viceversa.
A partir de
entonces se estableció el reino del ritualismo y del culto
antropomórfico que terminó por envilecer al mundo entero, extendiendo su
supremacía hasta nuestra época llamada civilizada.
Una
vez se ha visto que éste es el origen común, sólo nos resta establecer
el contraste entre los dos dioses –el dios de los gentiles y el de los
judíos– y deducir intuitivamente, basándonos en su propia revelación y
juzgándoles de acuerdo con su definición, cuál de los dioses se
encuentra más cerca del ideal más sublime.
Citemos
al coronel Ingersoll el cual ha establecido un paralelismo entre Jehová
y Brahma. Jehová, oculto tras las nubes y tinieblas del Sinaí, dice a
los judíos:
“No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te prosternarás delante de sus imágenes, ni las
honrarás,
porque yo soy Jehová, tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de
los padres sobre los hijos, hasta la tercera y cuarta generación de
aquellos que me aborrecen, a fin de que me teman”.
Compárense
estas palabras con las que pone un hindú en boca de Brahma: “Yo soy el
mismo para todos los seres. Quienes sirven honradamente a los otros
dioses, me adoran involuntariamente. Yo soy el que participa en toda
adoración; yo, la recompensa de todos los adoradores”. Compárense ambos
párrafos, El primero es un lugar oscuro en que se insinúan cosas que
nacen del fango: el otro, grande como el firmamento, cuya bóveda está
sembrada de soles.
El
primero es el dios que atormentaba la imaginación de Calvino, cuando
añadía a su doctrina de la predestinació n la del infierno tapizado de
cráneos de niños no bautizados. Las creencias y los dogmas de nuestras
iglesias son tan blasfemas por las ideas que implican como las de los
paganos que se hallan sumergidos en las tinieblas…Ya pueden disfrazar y
enjalbegar cuanto quieran al Dios de Abraham y de Isaac, que nunca serán
capaces de refutar las palabras de Marción, quien niega que el Dios del
odio pueda ser el mismo Dios que el “Padre de Jesús”. Sea como sea,
herejía o no, el “Padre que está en los cielos” ha seguido siendo, a
partir de esa época, una criatura híbrida, una mezcolanza del Jave
(Júpiter) de los paganos con el “Dios celoso” de Moisés, Dios que,
exotéricamente, es el sol, cuya morada se encuentra en los cielos y,
esotéricamente, es el cielo.
¿No
da El nacimiento a la luz “que brilla en las tinieblas”, al día, al
brillante Dyao, al Hijo, y no es El, acaso, el Altísimo Deus coelun? ¿Y
no es Terra, la Tierra, la Virgen eternamente inmaculada que,
engendrando sin descanso, fecundada por el ardiente abrazo de su
“Señor”– los vivificantes rayos solares – se convierte en madre de todo
cuanto vive y respira en el vasto seno de la esfera terrestre? Esto
explica el carácter sagrado que tiene en el ritual lo que ella produce: o
sea, el pan y el vino. De ahí también la antigua messis, el gran
sacrificio ofrendado a la diosa (Ceres Eleusina, es decir, la tierra) de
las cosechas (de la mies): messis para los iniciados, missa para los
profanos1 que ha llegado a ser hoy en día la misa o liturgia cristiana.
La antigua ofrenda de los frutos de la Tierra hecha al Sol, al Deus
Altissimus, el símbolo del G.A.D.U. de los francmasones contemporáneos,
llegó a ser la base más importante del ritual entre las ceremonias de la
nueva religión. Las parejas místicas2 Osiris e Isis (el sol y la
tierra) de los egipcios, Bel y la cruciforme Astarté de los babilonios;
Odín o Thor y Freya, de los escandinavos; Belén y la Virgo Paritura de
los celtas; Apolo y la Magna Mater de los griegos, las cuales tenían
idéntica significación, pasaron como representació n corporal a los
cristianos y fueron transformadas por ellos en el Señor–Dios o el
Espíritu Santo que desciende sobre la Virgen María.El Deus Sol o Solus, o
sea el Padre, llegó a confundirse con el Hijo: el “Padre” que brilla
deslumbrador en la hora del Mediodía, se transformaba al amanecer en
“Hijo”, en cuyo momento se decía el que “había nacido”. Esta idea
recibía su gran apoteosis anualmente el día 25 de diciembre, durante el
solsticio de Invierno, cuando, según se decía, el sol –acabado de nacer–
era igual para los dioses solares de todas las naciones. Natalis solis
invicte. Y el “precursor” del Sol resucitado, crece y se fortalece hasta
el equinoccio de primavera, que es cuando el Dios–Sol comienza su curso
anual bajo el reinado de Ram o del Carnero (Aries), la primera semana
lunar del mes.
En toda la Grecia pagana se conmemoraba el día
primero de marzo, cuyas neomenia se consagraban a Diana. Por idéntica
razón, las naciones paganas celebran su fiesta de Pascua el primer
domingo siguiente a la luna llena del equinoccio de primavera. El
cristianismo, no sólo ha copiado las fiestas del paganismo, sino también
las vestimentas canónicas, cosa que es imposible negar. Eusebio
confiesa en su Vida de Constantino, diciendo quizás la única verdad
proferida en su vida, que “con el fin de hacer que el cristianismo fuera
más atrayente para los gentiles, los sacerdotes (del Cristo) adoptaron
las vestimentas externas y los ornamentos utilizados en el culto pagano,
y podría haber añadido que habían hecho lo mismo con sus rituales y sus
dogmas.1 De pro, “delante” y fanum, “el templo”; es decir, los que no están iniciados, los que se encuentran ante el templo sin atreverse a entrar.2 La Tierra y la Luna su pariente, son similares. Por eso todas las diosas lunares eran también símbolos representativos de la Tierra.
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