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domingo, 8 de junio de 2014

ENTRADA EN JERUSALÉN Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO


ENTRADA EN JERUSALÉN

Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO





1. ENTRADA EN JERUSALÉN


El Evangelio de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el tiempo de su vida pública: una primera en relación con la purificación del templo (2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de los panes (6,4); y, finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p. ej. 12,1; 13,1), que se ha convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta Jerusalén.
Es ante todo una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente a 200 metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es de 760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de esta subida, cada uno de los Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de Jesús sobre su Pasión, aludiendo con ello también a la subida interior, que se va desarrollando a lo largo del camino exterior: el ir caminando hacia el templo como el lugar donde Dios quiso «establecer» su nombre, como se describe en el Libro del Deuteronomio (12,11; 14,23).
La última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, una entrega que reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que la Carta a los Hebreos califica como un ascender, no ya a una tienda hecha por mano de hombre, sino al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios (9,24). Esta ascensión hasta la presencia de Dios pasa por la cruz, es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios.
Naturalmente, la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén, la Ciudad Santa con su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan (2,13). Jesús se había puesto en camino junto con los Doce, pero poco a poco se fue uniendo a ellos un grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos dicen que, ya al salir de Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (Mt 20,29; cf. Mc 10,46).
En este último tramo del recorrido hay un episodio que aumenta la expectación por lo que está a punto de ocurrir, y que pone a Jesús de un modo nuevo en el centro de atención de quienes lo acompañan. Un mendigo ciego, llamado Bartimeo, está sentado junto al camino. Se entera de que entre los peregrinos está Jesús y entonces se pone a gritar sin cesar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). En vano tratan de tranquilizarlo y, al final, Jesús le invita a que se acerque. A su súplica —«Rabbuní, ¡que pueda ver!»—, Jesús le contesta: «Anda, tu fe te ha curado».
Bartimeo recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc 10,48-52). Una vez que ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el tema «David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre: este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso verdaderamente el nuevo David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él restablezca el reino de David?
Los preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta expectativa. Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de responder: «El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los discípulos encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por el derecho que tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado y cumplen con el encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en un borrico prestado, que inmediatamente después devolverá a su dueño.
Todo esto puede parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los judíos contemporáneos de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada uno de los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 180). El hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real. Y, sobre todo, se hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que dan a todo el episodio un sentido más profundo.
En primer lugar, las palabras de Génesis 49,10s, la bendición de Jacob, en las que se asigna a Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado de sus rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia». Se dice de Él que ata su borriquillo a la vid (49,11). Por tanto, el borrico atado hace referencia al que tiene que venir, al cual «los pueblos deben obediencia».
Más importante aún es Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan explícitamente para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila» (Mt 21,5; cf. Za 9,9; Jn 12,15). Ya hemos reflexionado ampliamente sobre el sentido de estas palabras del profeta para comprender la figura de Jesús al comentar la bienaventuranza de los humildes, de los mansos (cf. primera parte, pp. 108-112). Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino que se extiende de mar a mar y abarca toda la tierra (cf. ibíd., p. 109); esto nos ha recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las comunidades de la fracción del pan, es decir, en la comunión con Jesucristo, se extiende de mar a mar como reino de su paz (cf. ibíd., p. 112). Todo esto no podía verse entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido apenas vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva.
Por ahora retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que se entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo Testamento habla de Él, y viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios, no según sus propios programas y deseos. Su exigencia se funda en la obediencia a los mandatos del Padre. Sus pasos son un caminar por la senda de la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, la referencia a Zacarías 9,9 excluye una interpretación «zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la violencia, no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador.
Volvamos al desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel...» (1,33s).
También el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s).
Esta aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de la Iglesia.
Ante todo, aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf. Lohse, ThWNT, IX, p. 682).
La palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y, con ello, el reinado de Dios sobre Israel.
La palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor», perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión «que viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido prometido por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la expresión se transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas.
La referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la referencia a David, reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad: «¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf. 2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén, sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa.
Mateo lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es éste?". La gente que venía con él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea"» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén «trastornada» (Mt 2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra eseísthe (seíò), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto.
Algo se había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más explícito en su discurso escatológico.
Pero en Mateo hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre la acogida de Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del templo, algunos niños repiten en el templo las palabras del homenaje a Jesús: « ¡Hosanna al hijo de David!» (21,15). Jesús defiende la aclamación de los niños ante los «sumos sacerdotes y los escribas» haciendo referencia al Salmo 8,3: «De la boca de los niños y de los que aún maman has sacado una alabanza». Volveremos de nuevo sobre esta escena en la reflexión sobre la purificación del templo. Tratemos aquí de comprender lo que Jesús ha querido decir con la referencia al Salmo 8, una alusión con la cual ha abierto una vasta perspectiva histórico-salvífica.
Lo que quería decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los niños presentados a Jesús «para que los tocara», descrito por todos los evangelistas sinópticos. Contra la resistencia de los discípulos, que quieren defenderlo frente a esta intromisión, Jesús llama a los niños, les impone las manos y los bendice. Y explica luego este gesto diciendo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,13-15). Los niños son para Jesús el ejemplo por excelencia de ese ser pequeño ante Dios que es necesario para poder pasar por el «ojo de una aguja», a lo que hace referencia el relato del joven rico en el pasaje que sigue inmediatamente después (Mc 10,17-27).
Poco antes había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la discusión sobre quién era el más importante entre los discípulos poniendo en medio a un niño, y abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí» (Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a partir del Padre y de cara a El.
Si se tiene en cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya no se habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los pequeños» se convierte incluso en la denominación de los creyentes, de la comunidad de los discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad.
Volvemos con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán en su honor mucho más allá de esta hora.
En este sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la representación anticipada de lo que ella misma hace en la liturgia. Ya en el texto litúrgico postpascual más antiguo que conocemos —en la Didaché, en torno al año 100—, antes de la distribución de los sagrados dones aparece el «Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6).
También el Benedictus fue incluido muy pronto en la liturgia: para la Iglesia naciente el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino.
La Iglesia saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo.

2. LA PURIFICACION DEL TEMPLO

Marcos nos dice que Jesús, después de este recibimiento, fue al templo, lo estuvo observando todo y, siendo ya tarde, se fue a Betania, donde se alojaba aquella semana. Al día siguiente volvió al templo y empezó a echar fuera a los que vendían y compraban, «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas» (11,15).
Justifica su modo de obrar con una palabra del profeta Isaías, que Él integra con otra de Jeremías: «Mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos. Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (Mc 11,17; cf. /s 56,7; Jr 7,11). ¿Qué es lo que hizo Jesús? ¿Qué quiso dar a entender con ello?
En la literatura exegética se pueden reconocer tres grandes líneas de interpretación que hemos de considerar brevemente.
En primer lugar, la tesis según la cual la purificación del templo no significaba un ataque contra el templo como tal, sino que se refería sólo a los abusos. Ciertamente, los mercaderes tenían permiso de la autoridad judía, que sacaba de eso pingües beneficios. En este sentido, la actividad de los cambistas y de los comerciantes de ganado era legítima según las normas vigentes; también es comprensible que estuviera previsto el cambio de las monedas romanas en uso por la moneda del templo, precisamente en el patio de los gentiles, dado que las primeras debían considerarse idolátricas por llevar la imagen del emperador; y también que allí se vendieran los animales para el sacrificio. Pero esta mezcla entre templo y negocios no se correspondía con el planteamiento arquitectónico del templo, con el destino propio del patio de los gentiles.
Con su intervención Jesús atacaba la normativa en vigor dispuesta por la aristocracia del templo, pero no violaba la Ley y los Profetas; al revés: contra una praxis profundamente corrupta que se había convertido en «derecho», reivindicaba el derecho esencial y verdadero, el derecho divino de Israel. Sólo así se explica por qué no intervino la policía del templo ni la cohorte romana que había en la fortaleza Antonia. Las autoridades del templo se limitaron a preguntar a Jesús qué autorización tenía para hacer lo que hizo.
En este sentido, es justa la tesis, argumentada minuciosamente sobre todo por Vittorio Messori, según la cual Jesús actuó conforme a la ley en la purificación del templo, impidiendo un abuso respecto al templo. Pero, si de eso se quisiera sacar la conclusión de que Jesús «aparece como un simple reformador que defiende los preceptos judíos de santidad» (así Eduard Schweizer; cit. según Pesch, Markusevangelium, II, p. 200), no se valoraría bien el verdadero sentido del acontecimiento. Las palabras de Jesús demuestran que su reivindicación iba más al fondo, precisamente porque con su actuación pretendía dar cumplimiento a la Ley y los Profetas.
Llegamos así a una segunda explicación, que contrasta con la primera: la interpretación político-revolucionaria del acontecimiento. Ya en la Ilustración se habían producido intentos de interpretar a Jesús como un revolucionario político. Pero sólo la obra de Robert Eisler, Iesous Basileus ou Basileusas, publicada en dos volúmenes (Heidelberg 1929-1930), trató de demostrar coherentemente, basándose en el conjunto de los datos neotestamentarios, que «Jesús habría sido un revolucionario político de carácter apocalíptico: habría sido arrestado y ejecutado por los romanos por haber provocado una insurrección en Jerusalén» (Hengel, War Jesus Revolutioniir?, p. 7). El libro causó una enorme sensación, pero, dada la situación particular de los años treinta no obtuvo en aquel tiempo un efecto duradero.
Sólo en los años sesenta se formó el clima espiritual y político en el que una visión como ésta pudo desarrollar una fuerza explosiva. Entonces fue Samuel George Frederick Brandon, en su obra Jesus and the Zealots (Nueva York 1967), quien dio a la interpretación de Jesús como revolucionario político una aparente legitimación científica. Con eso, Jesús fue colocado en la línea del movimiento de los zelotes, que veía su fundamento bíblico en el sacerdote Pinjás, un nieto de Aarón: Pinjás traspasó con la lanza a un judío que se había juntado con una mujer idólatra. En aquel momento fue considerado como modelo de los «celantes» de la Ley, del culto ofrecido únicamente a Dios (cf. Nm 25).
El movimiento zelote reconocía su origen concreto en la iniciativa del padre de los hermanos macabeos, Matatías, que, frente al intento de uniformar a Israel totalmente según el modelo de la cultura unitaria helenística, privándolo con eso también de su identidad religiosa, había afirmado: «No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda» (1 M 2,22). Esta palabra inició la insurrección contra la dictadura helenística. Matatías llevó a la práctica su palabra: mató al hombre que, siguiendo los decretos de las autoridades helenísticas, quería ofrecer públicamente sacrificios a los ídolos. «Al verlo, Matatías se indignó..., corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara... en su celo por la Ley» (1 M 2, 24ss). De allí en adelante, la palabra «celo» (zélos, en griego) fue el término clave para expresar la disponibilidad a comprometerse con la fuerza en favor de la fe de Israel, a defender el derecho y la libertad de Israel mediante la violencia.
Según la tesis de Eisler y Brandon habría que colocar a Jesús en esta línea del «zélos», de los zelotes, una tesis que en los años sesenta suscitó una oleada de teologías políticas y teologías de la revolución. Como prueba central de esta teoría se aducía entonces la purificación del templo, que habría sido evidentemente un acto de violencia, porque sin violencia ni siquiera habría podido ocurrir, aunque los evangelistas hayan tratado de ocultarlo. También el saludo a Jesús como hijo de David y fundador del reino davídico habría sido un acto político, y la crucifixión de Jesús por los romanos bajo la acusación de «rey de los judíos» demostraría plenamente que Él había sido un revolucionario —un zelote—, y como tal habría sido ajusticiado.
Con el tiempo se ha calmado la oleada de las teologías de la revolución que, basándose en un Jesús interpretado como zelote, trataron de legitimar la violencia como medio para establecer un mundo mejor, el «Reino». Los terribles resultados de una violencia motivada religiosamente están a la vista de todos nosotros de manera más que sobradamente rotunda. La violencia no instaura el Reino de Dios, el reino del humanismo. Por el contrario, es un instrumento preferido por el anticristo, por más que invoque motivos religiosos e idealistas. No sirve a la humanidad, sino a la inhumanidad.
Pero entonces, ¿cuál es la verdad acerca de Jesús ? ¿Fue tal vez un zelote ? La purificación del templo ¿fue quizás el principio de una revolución política? Toda la actividad y el mensaje de Jesús —desde las tentaciones en el desierto, su bautismo en el Jordán, el Sermón de la Montaña, hasta la parábola del Juicio final (cf. Mt 25) y su respuesta a la confesión de Pedro— se oponen decididamente a ello, como hemos visto en la primera parte de esta obra.
No. La insurrección violenta, el matar a otros en nombre de Dios no se corresponde con su modo de ser. Su «celo» por el Reino de Dios fue completamente diferente. No sabemos precisamente lo que se imaginaron los peregrinos cuando, en la «entronización» de Jesús, hablaban de «el Reino que llega, el de nuestro padre David». Pero lo que Jesús mismo pensaba y pretendía lo ha mostrado muy a las claras con sus gestos y con las palabras proféticas en cuyo contexto se puso Él mismo.
Ciertamente, en los tiempos de David el burro había sido la expresión de su majestad y, siguiendo la estela de esta tradición, Zacarías presenta al nuevo rey de la paz que cabalga en un borrico cuando entra en la Ciudad Santa. Pero ya en los tiempos de Zacarías, y todavía más en los de Jesús, el caballo se había convertido en la expresión del poder y de los poderosos, mientras que el burro era el animal de los pobres y, por tanto, la imagen de una majestad bien diferente.
Es verdad que Zacarías anuncia un reino «de mar a mar». Pero precisamente con ello abandona el cuadro nacional e indica una nueva universalidad, en la que el mundo encuentra la paz de Dios y, en la adoración del único Dios, permanece unido por encima de todas las fronteras. En ese reino del que habla el profeta se rompen los arcos guerreros. Lo que en él es todavía una visión misteriosa, cuya configuración concreta no se puede percibir con nitidez cuando se avista en lontananza su llegada, se irá desvelando poco a poco en el obrar de Jesús, aunque sólo podrá adquirir su plena forma después de la resurrección y en la progresión del Evangelio hacia los paganos. Pero también en el momento de la entrada de Jesús en Jerusalén, la conexión con la profecía tardía, en la cual Jesús enmarca su acción, daba a su gesto una orientación en contraste radical con la interpretación de los zelotes.
Jesús no sólo encontró en Zacarías la imagen del rey de la paz que llega sobre un borrico, sino también la del pastor herido que, con su muerte, trae la salvación, y la imagen del traspasado hacia el que todos habrían vuelto la mirada. Otro gran punto de referencia en el cual Jesús enmarcaba su actuación era la visión del siervo de Dios que sufre y que sirviendo ofrece la vida por la multitud y trae así la salvación (cf. Is 52,13-53,12). Esta profecía tardía es la clave de interpretación con la que Jesús abre el Antiguo Testamento; a partir de ella, Él mismo se convierte más tarde, después de la Pascua, en la clave para leer de modo nuevo la Ley y los Profetas.
Vengamos ahora a las palabras de interpretación con las que Jesús mismo explica el gesto de la purificación del templo. Escuchemos ante todo a Marcos, con el que coinciden Mateo y Lucas, prescindiendo de pequeñas variantes. Después de la purificación, Jesús «enseñaba», nos dice Marcos. El evangelista ve resumido lo esencial de esta «enseñanza» en las palabras de Jesús: «¿•o está quizás escrito: mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (11,17). En esta síntesis de la «doctrina» de Jesús sobre el templo —como ya hemos visto— están como fundidas dos palabras proféticas.
Ante todo, la visión universalista del profeta Isaías (56,7), de un futuro en el que, en la casa de Dios, todos los pueblos adorarán al Señor como único Dios. En la estructura del templo, el patio de los gentiles donde se desarrolla la escena es el espacio abierto que invita a todo el mundo a rezar allí al único Dios. La acción de Jesús subraya esta apertura interior de la esperanza que estaba viva en la fe de Israel. Aunque Jesús limita conscientemente su intervención a Israel, está sin embargo movido siempre por la tendencia universalista de abrir a Israel, de manera que todos puedan reconocer en el Dios de este pueblo al único Dios común a todo el mundo. A la pregunta sobre lo que Jesús ha traído realmente a los hombres, respondíamos en la primera parte de esta obra que Él ha traído a Dios a los pueblos de la tierra (cf. pp. 69-70). Según su palabra, en la purificación del templo se trata precisamente de esta intención fundamental: quitar aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar por tanto el espacio para la adoración de todos.
En la misma dirección apunta un pequeño episodio que Juan incluye en el «Domingo de Ramos». A este propósito debemos tener presente que, según Juan, la purificación del templo tuvo lugar durante la primera Pascua de Jesús, al principio de su actividad pública. Los Sinópticos, en cambio —como ya hemos visto—, sólo relatan una única Pascua de Jesús y, así, la purificación del templo se sitúa necesariamente en los últimos días de toda su actividad. Mientras que hasta hace algún tiempo la exégesis partía predominantemente de la tesis de que la datación de san Juan era «teológica», y no exacta en el sentido biográfico-cronológico, hoy se ven cada vez más claramente las razones que abogan por una datación exacta, también desde el punto de vista cronológico, del cuarto evangelista que, no obstante toda la impregnación teológica del contenido, se revela también aquí, como en otros casos, informado con mucha precisión sobre tiempos, lugares y desarrollo de los hechos. Pero no debemos entrar aquí en esta discusión, a fin de cuentas secundaria. Detengámonos sencillamente a examinar ese pequeño episodio que, para Juan, no está relacionado temporalmente con la purificación del templo, pero que aclara ulteriormente su sentido intrínseco.
El evangelista dice que había también entre los peregrinos algunos griegos «que habían subido para adorar en la fiesta» Un 12,20). Estos griegos se acercan a «Felipe, el de Betsaida de Galilea», y le ruegan: «Señor, queremos ver a Jesús» (12,21). En el discípulo con nombre griego procedente de la Galilea medio pagana ven obviamente a un intermediario que puede facilitarles el acceso a Jesús.
Esta palabra de los griegos —«Señor, queremos ver a Jesús»— nos recuerda en cierto modo la visión que san Pablo tuvo de aquel Macedonio que le dijo: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (Hch 16,9). El Evangelio prosigue comentando que Felipe habló con Andrés y ambos expusieron la petición a Jesús. Como sucede a menudo en el Evangelio de Juan, Jesús responde de una manera misteriosa y, en aquel momento, enigmática: «Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (12,23s). A la solicitud de un grupo de peregrinos griegos de obtener un encuentro, Jesús contesta con una profecía de la Pasión, en la cual interpreta su muerte inminente como «glorificación», una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad obtenida. ¿ Qué significa esto?
Lo que cuenta no es un encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo «verán»: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su «gloria»: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y en su filosofía. La universalidad de la que habla la profecía de Isaías (cf. 56,7) se manifiesta a la luz de la cruz: a partir de la cruz, el único Dios se hace reconocible para los pueblos; en el Hijo conocerán al Padre y, de este modo, al único Dios que se ha revelado en la zarza ardiente.
Pero volvamos a la purificación del templo, donde la promesa universalista de Isaías se entrelaza también con aquella otra palabra de Jeremías: «Habéis hecho de mi casa una cueva de bandidos» (cf. 7,11). En el contexto de la explicación del discurso escatológico de Jesús retornaremos aún brevemente a la lucha del profeta Jeremías a propósito y en favor del templo. Anticipamos aquí lo esencial: Jeremías se bate apasionadamente por la unidad entre culto y vida en la justicia delante de Dios; lucha contra una politización de la fe, según la cual Dios debería defender en cualquier caso su templo para no perder el culto. Sin embargo, un templo que se ha convertido en una «cueva de bandidos» no tiene la protección de Dios.
En la convivencia entre culto y negocios que Jesús combate, Él ve obviamente que se produce de nuevo la situación de los tiempos de Jeremías. En este sentido, tanto su palabra como su gesto son una advertencia en la que, sobre la base de Jeremías, se podía percibir también la alusión a la destrucción de este templo. Pero, como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos indican con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo.
Esta explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que de una manera deformada se encuentra también en labios de los falsos testigos durante el proceso de Jesús, según el relato de Mateo y Marcos. No cabe duda de que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe situar en el contexto de la purificación del templo.
En Marcos, el falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres» (14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús, pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo abandonan a la destrucción quienes lo convierten en una cueva de ladrones, como había ocurrido en los tiempos de Jeremías.
En Juan, la verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad judía de una señal que probara su legitimación para un acto como la purificación del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al mundo.
Pero la palabra va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo comprendieron esa palabra en toda su profundidad al recordarla después de la resurrección, rememorándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los discípulos, como Iglesia.
El rechazo a Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad» (In 4,23).
¿Qué hay entonces acerca del «zé/os» de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en el contexto de la purificación del templo— nos ha dejado una palabra preciosa que representa una respuesta precisa y profunda a la cuestión. Nos dice que, con ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (2,17). Es una palabra tomada del gran Salmo 69, aplicable a la Pasión. A causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello... Por ti he aguantado afrentas... me devora el celo de tu templo...» (Sal 69,2.8.10).
Los discípulos han reconocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Éste es el vuelco fundamental que Jesús ha dado al tema del celo.

Ha transformado el «celo» de servir a Dios mediante la violencia en el celo de la cruz. De este modo ha establecido definitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo; en eso reside la respuesta auténtica a la cuestión sobre el «zelotismo» de Jesús.
Esta interpretación encuentra confirmación nuevamente en dos pequeños episodios con los que Mateo concluye el relato de la purificación del templo.
«En el templo se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó» (21,14). Al comercio de animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone su bondad sanadora. Ésta es la verdadera purificación del templo. Jesús no viene como destructor; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes son relegados al margen de la propia vida y de la sociedad a causa de su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza del amor.
En total armonía con todo esto, además, aparece el comportamiento de los niños, que repiten la aclamación del Hosanna que los adultos le niegan (cf. Mt 21,15). De estos «pequeños» recibirá siempre la alabanza (cf. Sal 8,3), de los que son capaces de ver con un corazón puro y simple, y que están abiertos a su bondad.
Así, en estos pequeños episodios se apunta ya al nuevo templo que Él ha venido a edificar.

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