ENTRADA EN JERUSALÉN
Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO
1. ENTRADA EN
JERUSALÉN
1. ENTRADA EN
JERUSALÉN
El Evangelio
de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el tiempo
de su vida pública: una primera en relación con la purificación del templo
(2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de los panes (6,4); y,
finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p. ej. 12,1; 13,1), que se ha
convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la
Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente
de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús
se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta
Jerusalén.
Es ante todo
una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente a 200
metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es de
760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de esta subida, cada uno de los
Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de Jesús sobre su Pasión, aludiendo
con ello también a la subida interior, que se va desarrollando a lo largo del
camino exterior: el ir caminando hacia el templo como el lugar donde Dios quiso
«establecer» su nombre, como se describe en el Libro del Deuteronomio
(12,11; 14,23).
La última meta
de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, una entrega que
reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que la Carta a los Hebreos
califica como un ascender, no ya a una tienda hecha por mano de hombre, sino
al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios (9,24). Esta ascensión hasta la
presencia de Dios pasa por la cruz, es la subida hacia el «amor hasta el
extremo» (cf. Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios.
Naturalmente,
la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén, la Ciudad Santa con
su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan (2,13). Jesús se había
puesto en camino junto con los Doce, pero poco a poco se fue uniendo a ellos un
grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos dicen que, ya al salir de
Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (Mt 20,29; cf.
Mc 10,46).
En este último
tramo del recorrido hay un episodio que aumenta la expectación por lo que está a
punto de ocurrir, y que pone a Jesús de un modo nuevo en el centro de atención
de quienes lo acompañan. Un mendigo ciego, llamado Bartimeo, está sentado junto
al camino. Se entera de que entre los peregrinos está Jesús y entonces se pone a
gritar sin cesar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47).
En vano tratan de tranquilizarlo y, al final, Jesús le invita a que se acerque.
A su súplica —«Rabbuní, ¡que pueda ver!»—, Jesús le contesta: «Anda, tu fe te ha
curado».
Bartimeo
recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc 10,48-52). Una vez que
ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el tema
«David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre:
este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso verdaderamente el nuevo
David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él
restablezca el reino de David?
Los
preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta expectativa.
Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se
esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles
que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen
que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de responder:
«El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los discípulos
encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por el derecho que
tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado y cumplen con el
encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en un borrico prestado,
que inmediatamente después devolverá a su dueño.
Todo esto puede
parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los judíos
contemporáneos de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada uno de
los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús
reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho
conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch,
Markusevangelium,
II, p.
180). El hecho de que se trate de un animal sobre el que
nadie ha montado todavía remite también a un derecho real. Y, sobre todo, se
hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que dan a todo el
episodio un sentido más profundo.
En primer
lugar, las palabras de Génesis
49,10s, la
bendición de Jacob, en las que se asigna a
Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado
de sus rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los
pueblos deben obediencia». Se dice de Él que ata su borriquillo a la vid
(49,11). Por tanto, el borrico atado hace referencia al
que tiene que venir, al cual «los pueblos deben obediencia».
Más importante
aún es Zacarías 9,9,
el texto que Mateo y Juan citan
explícitamente para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija de
Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino,
hijo de acémila» (Mt
21,5; cf.
Za 9,9;
Jn
12,15). Ya
hemos reflexionado ampliamente sobre el sentido de estas palabras del profeta
para comprender la figura de Jesús al comentar la bienaventuranza de los
humildes, de los mansos (cf. primera parte, pp. 108-112).
Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la
sencillez, un rey de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino
que se extiende de mar a mar y abarca toda la tierra (cf.
ibíd.,
p.
109); esto
nos ha recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las comunidades de la
fracción del pan, es decir, en la comunión con Jesucristo, se extiende de mar a
mar como reino de su paz (cf.
ibíd.,
p. 112). Todo esto no podía
verse entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido apenas
vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva.
Por ahora
retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que se
entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo
Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo Testamento habla de Él, y
viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios, no según sus propios programas
y deseos. Su exigencia se funda en la obediencia a los mandatos del Padre. Sus
pasos son un caminar por la senda de la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, la
referencia a Zacarías
9,9 excluye una interpretación
«zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la
violencia, no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de
carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él
considera el único poder salvador.
Volvamos al
desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo
inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo
(21,7) y Marcos (11,7) dicen
simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar»
(19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro
de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre.
Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a
Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo
Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta
Natán lo ungirán allí como rey de Israel...» (1,33s).
También el
echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13).
Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la
realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha
desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a
Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora
alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y
gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los
peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación
mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el
Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc
11,9s; cf. Sal 118,25s).
Esta aclamación
la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes
específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la
transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es
necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las
líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia
cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de
la Iglesia.
Ante todo,
aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una expresión de
súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los
sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del incienso, la repetían
monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la fiesta de las Tiendas
se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de alegría, la súplica se
convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf. Lohse, ThWNT, IX,
p. 682).
La palabra
había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los tiempos de
Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una expresión de
múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con Jesús como de sus
discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de aquella entrada; la
esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo la
petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y, con ello, el
reinado de Dios sobre Israel.
La palabra
siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor»,
perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para
los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del
templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos
desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi
imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión «que
viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se
había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido prometido
por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la expresión se
transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre
de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas.
La referencia
específicamente davídica, que se encuentra solamente en
el texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la
expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los
cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la
referencia a David, reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad:
«¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf.
2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de
Juan, se deduce claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo
lugar al entrar en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes
de Jerusalén, sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad
Santa.
Mateo lo da a
entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración del
Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en Jerusalén,
toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es éste?". La gente que venía con
él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea"»
(21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es
evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el rey
de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén
«trastornada» (Mt
2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa
la palabra eseísthe
(seíò), que expresa el
estremecimiento causado por un terremoto.
Algo se había
oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener ninguna
relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba a Jesús
en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su crucifixión.
En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una actitud de
indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una cierta alusión a la tragedia
de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más explícito
en su discurso escatológico.
Pero en Mateo
hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre la acogida de
Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del templo, algunos niños
repiten en el templo las palabras del homenaje a Jesús: «
¡Hosanna al hijo de David!» (21,15). Jesús defiende la
aclamación de los niños ante los «sumos sacerdotes y los escribas» haciendo
referencia al Salmo
8,3: «De la boca de los niños y de los
que aún maman has sacado una alabanza». Volveremos de nuevo sobre esta escena en
la reflexión sobre la purificación del templo. Tratemos aquí de comprender lo
que Jesús ha querido decir con la referencia al Salmo
8,
una alusión con la cual ha abierto una vasta
perspectiva histórico-salvífica.
Lo que quería
decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los niños presentados a
Jesús «para que los tocara», descrito por todos los evangelistas sinópticos.
Contra la resistencia de los discípulos, que quieren defenderlo frente a esta
intromisión, Jesús llama a los niños, les impone las manos y los bendice. Y
explica luego este gesto diciendo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se
lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el
que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc
10,13-15). Los niños son para Jesús el ejemplo por excelencia de ese ser pequeño
ante Dios que es necesario para poder pasar por el «ojo de una aguja», a lo que
hace referencia el relato del joven rico en el pasaje que sigue inmediatamente
después (Mc 10,17-27).
Poco antes
había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la discusión sobre quién
era el más importante entre los discípulos poniendo en medio a un niño, y
abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí»
(Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho
pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a
partir del Padre y de cara a El.
Si se tiene en
cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya no se
habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los pequeños» se
convierte incluso en la denominación de los creyentes, de la comunidad de los
discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este auténtico ser
pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad.
Volvemos con
esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los
niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán
en su honor mucho más allá de esta hora.
En este
sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la
representación anticipada de lo que ella misma hace en la liturgia. Ya en el
texto litúrgico postpascual más antiguo que conocemos —en la Didaché, en
torno al año 100—, antes de la distribución de los sagrados dones aparece el
«Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo!
¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se
convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6).
También el
Benedictus fue incluido muy pronto en la liturgia: para la Iglesia naciente
el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor
entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía llegar
siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino.
La Iglesia
saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el que ha
hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que sigue
siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos, vamos
hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su
«subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en
la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo.
2.
LA PURIFICACION
DEL TEMPLO
2.
LA PURIFICACION
DEL TEMPLO
Marcos nos dice
que Jesús, después de este recibimiento, fue al templo, lo estuvo observando
todo y, siendo ya tarde, se fue a Betania, donde se
alojaba aquella semana. Al día siguiente volvió al templo y empezó a echar fuera
a los que vendían y compraban, «volcó las mesas de los cambistas y los puestos
de los que vendían palomas» (11,15).
Justifica su
modo de obrar con una palabra del profeta Isaías, que Él integra con otra de
Jeremías: «Mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos. Vosotros, en
cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos»
(Mc 11,17;
cf.
/s 56,7; Jr 7,11).
¿Qué es lo que hizo Jesús? ¿Qué quiso dar a entender
con ello?
En la
literatura exegética se pueden reconocer tres grandes
líneas de interpretación que hemos de considerar brevemente.
En primer
lugar, la tesis según la cual la purificación del templo no significaba un
ataque contra el templo como tal, sino que se refería sólo a los abusos.
Ciertamente, los mercaderes tenían permiso de la autoridad judía, que sacaba de
eso pingües beneficios. En este sentido, la actividad de los cambistas y de los
comerciantes de ganado era legítima según las normas vigentes; también es
comprensible que estuviera previsto el cambio de las monedas romanas en uso por
la moneda del templo, precisamente en el patio de los gentiles, dado que las
primeras debían considerarse idolátricas por llevar la
imagen del emperador; y también que allí se vendieran los animales para el
sacrificio. Pero esta mezcla entre templo y negocios no se correspondía con el
planteamiento arquitectónico del templo, con el destino propio del patio de los
gentiles.
Con su
intervención Jesús atacaba la normativa en vigor dispuesta por la aristocracia
del templo, pero no violaba la Ley y los Profetas; al revés: contra una praxis
profundamente corrupta que se había convertido en «derecho», reivindicaba el
derecho esencial y verdadero, el derecho divino de Israel. Sólo así se explica
por qué no intervino la policía del templo ni la cohorte romana que había en la
fortaleza Antonia. Las autoridades del templo se limitaron a preguntar a Jesús
qué autorización tenía para hacer lo que hizo.
En este
sentido, es justa la tesis, argumentada minuciosamente sobre todo por
Vittorio Messori, según la cual Jesús actuó conforme a la
ley en la purificación del templo, impidiendo un abuso respecto al templo. Pero,
si de eso se quisiera sacar la conclusión de que Jesús «aparece como un simple
reformador que defiende los preceptos judíos de santidad» (así
Eduard Schweizer; cit. según Pesch,
Markusevangelium, II, p. 200), no se valoraría bien el verdadero sentido del
acontecimiento. Las palabras de Jesús demuestran que su reivindicación iba más
al fondo, precisamente porque con su actuación pretendía dar cumplimiento a la
Ley y los Profetas.
Llegamos así a
una segunda explicación, que contrasta con la primera: la interpretación
político-revolucionaria del acontecimiento. Ya en la Ilustración se habían
producido intentos de interpretar a Jesús como un revolucionario político. Pero
sólo la obra de Robert Eisler, Iesous Basileus ou Basileusas, publicada
en dos volúmenes (Heidelberg 1929-1930), trató de demostrar coherentemente,
basándose en el conjunto de los datos neotestamentarios, que «Jesús habría sido
un revolucionario político de carácter apocalíptico: habría sido arrestado y
ejecutado por los romanos por haber provocado una insurrección en Jerusalén» (Hengel,
War Jesus Revolutioniir?, p. 7). El libro causó una enorme sensación,
pero, dada la situación particular de los años treinta no obtuvo en aquel tiempo
un efecto duradero.
Sólo en los
años sesenta se formó el clima espiritual y político en el que una visión como
ésta pudo desarrollar una fuerza explosiva. Entonces fue Samuel George Frederick
Brandon, en su obra Jesus and the Zealots (Nueva York 1967), quien dio a
la interpretación de Jesús como revolucionario político una aparente
legitimación científica. Con eso, Jesús fue colocado en la línea del movimiento
de los zelotes, que veía su fundamento bíblico en el sacerdote Pinjás, un nieto
de Aarón: Pinjás traspasó con la lanza a un judío que se había juntado con una
mujer idólatra. En aquel momento fue considerado como modelo de los «celantes»
de la Ley, del culto ofrecido únicamente a Dios (cf. Nm 25).
El movimiento
zelote reconocía su origen concreto en la iniciativa del padre de los hermanos
macabeos, Matatías, que, frente al intento de uniformar a Israel totalmente
según el modelo de la cultura unitaria helenística, privándolo con eso también
de su identidad religiosa, había afirmado: «No obedeceremos las órdenes del rey,
desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda» (1 M 2,22).
Esta palabra inició la insurrección contra la dictadura helenística. Matatías
llevó a la práctica su palabra: mató al hombre que, siguiendo los decretos de
las autoridades helenísticas, quería ofrecer públicamente sacrificios a los
ídolos. «Al verlo, Matatías se indignó..., corrió a degollar a aquel hombre
sobre el ara... en su celo por la Ley» (1 M 2, 24ss). De allí en
adelante, la palabra «celo» (zélos, en griego) fue el término clave para
expresar la disponibilidad a comprometerse con la fuerza en favor de la fe de
Israel, a defender el derecho y la libertad de Israel mediante la violencia.
Según la tesis
de Eisler y Brandon habría que colocar a Jesús en esta línea del «zélos»,
de los zelotes, una tesis que en los años sesenta suscitó una oleada de
teologías políticas y teologías de la revolución. Como prueba central de esta
teoría se aducía entonces la purificación del templo, que habría sido
evidentemente un acto de violencia, porque sin violencia ni siquiera habría
podido ocurrir, aunque los evangelistas hayan tratado de ocultarlo. También el
saludo a Jesús como hijo de David y fundador del reino davídico
habría sido un acto político, y la crucifixión de Jesús por los romanos
bajo la acusación de «rey de los judíos» demostraría plenamente que Él había
sido un revolucionario —un zelote—, y como tal habría
sido ajusticiado.
Con el tiempo
se ha calmado la oleada de las teologías de la revolución que, basándose en un
Jesús interpretado como zelote, trataron de legitimar la
violencia como medio para establecer un mundo mejor, el «Reino». Los terribles
resultados de una violencia motivada religiosamente están a la vista de todos
nosotros de manera más que sobradamente rotunda. La violencia no instaura el
Reino de Dios, el reino del humanismo. Por el contrario, es un instrumento
preferido por el anticristo, por más que invoque motivos religiosos e
idealistas. No sirve a la humanidad, sino a la inhumanidad.
Pero entonces,
¿cuál es la verdad acerca de Jesús ? ¿Fue tal vez un
zelote ? La purificación del templo ¿fue quizás el
principio de una revolución política? Toda la actividad y el mensaje de Jesús
—desde las tentaciones en el desierto, su bautismo en el Jordán, el Sermón de la
Montaña, hasta la parábola del Juicio final (cf. Mt 25)
y su respuesta a la confesión de Pedro— se oponen decididamente a ello,
como hemos visto en la primera parte de esta obra.
No. La
insurrección violenta, el matar a otros en nombre de Dios no se corresponde con
su modo de ser. Su «celo» por el Reino de Dios fue completamente diferente. No
sabemos precisamente lo que se imaginaron los peregrinos cuando, en la
«entronización» de Jesús, hablaban de «el Reino que llega, el de nuestro padre
David». Pero lo que Jesús mismo pensaba y pretendía lo ha mostrado muy a las
claras con sus gestos y con las palabras proféticas en cuyo contexto se puso Él
mismo.
Ciertamente, en
los tiempos de David el burro había sido la expresión de su majestad y,
siguiendo la estela de esta tradición, Zacarías presenta
al nuevo rey de la paz que cabalga en un borrico cuando entra en la Ciudad
Santa. Pero ya en los tiempos de Zacarías, y todavía más
en los de Jesús, el caballo se había convertido en la expresión del poder y de
los poderosos, mientras que el burro era el animal de los pobres y, por tanto,
la imagen de una majestad bien diferente.
Es verdad que
Zacarías anuncia un reino «de mar a mar». Pero
precisamente con ello abandona el cuadro nacional e indica una nueva
universalidad, en la que el mundo encuentra la paz de Dios y, en la adoración
del único Dios, permanece unido por encima de todas las fronteras. En ese reino
del que habla el profeta se rompen los arcos guerreros. Lo que en él es todavía
una visión misteriosa, cuya configuración concreta no se puede percibir con
nitidez cuando se avista en lontananza su llegada, se irá desvelando poco a poco
en el obrar de Jesús, aunque sólo podrá adquirir su plena forma después de la
resurrección y en la progresión del Evangelio hacia los paganos. Pero también en
el momento de la entrada de Jesús en Jerusalén, la conexión con la profecía
tardía, en la cual Jesús enmarca su acción, daba a su gesto una orientación en
contraste radical con la interpretación de los zelotes.
Jesús no sólo
encontró en Zacarías la imagen del rey de la paz que llega sobre un borrico,
sino también la del pastor herido que, con su muerte, trae la salvación, y la
imagen del traspasado hacia el que todos habrían vuelto la mirada. Otro gran
punto de referencia en el cual Jesús enmarcaba su actuación era la visión del
siervo de Dios que sufre y que sirviendo ofrece la vida por la multitud y trae
así la salvación (cf. Is 52,13-53,12). Esta profecía tardía es la clave
de interpretación con la que Jesús abre el Antiguo Testamento; a partir de ella,
Él mismo se convierte más tarde, después de la Pascua, en la clave para leer de
modo nuevo la Ley y los Profetas.
Vengamos ahora
a las palabras de interpretación con las que Jesús mismo explica el gesto de la
purificación del templo. Escuchemos ante todo a Marcos, con el que coinciden
Mateo y Lucas, prescindiendo de pequeñas variantes. Después de la purificación,
Jesús «enseñaba», nos dice Marcos. El evangelista ve resumido lo esencial de
esta «enseñanza» en las palabras de Jesús: «¿•o está quizás escrito: mi casa se
llama casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, en cambio, la habéis
convertido en cueva de bandidos» (11,17). En esta síntesis de la «doctrina» de
Jesús sobre el templo —como ya hemos visto— están como fundidas dos palabras
proféticas.
Ante todo, la
visión universalista del profeta Isaías (56,7), de un futuro en el que,
en la casa de Dios, todos los pueblos adorarán al Señor como único Dios. En la
estructura del templo, el patio de los gentiles donde se desarrolla la escena es
el espacio abierto que invita a todo el mundo a rezar allí al único Dios. La
acción de Jesús subraya esta apertura interior de la esperanza que estaba viva
en la fe de Israel. Aunque Jesús limita conscientemente su intervención a
Israel, está sin embargo movido siempre por la tendencia universalista de abrir
a Israel, de manera que todos puedan reconocer en el Dios de este pueblo al
único Dios común a todo el mundo. A la pregunta sobre lo que Jesús ha traído
realmente a los hombres, respondíamos en la primera parte de esta obra que Él ha
traído a Dios a los pueblos de la tierra (cf. pp. 69-70). Según su palabra, en
la purificación del templo se trata precisamente de esta intención fundamental:
quitar aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios,
despejar por tanto el espacio para la adoración de todos.
En la misma
dirección apunta un pequeño episodio que Juan incluye en el «Domingo de Ramos».
A este propósito debemos tener presente que, según Juan, la purificación del
templo tuvo lugar durante la primera Pascua de Jesús, al principio de su
actividad pública. Los Sinópticos, en cambio —como ya hemos visto—, sólo relatan
una única Pascua de Jesús y, así, la purificación del templo se sitúa
necesariamente en los últimos días de toda su actividad. Mientras que hasta hace
algún tiempo la exégesis partía predominantemente de la tesis de que la
datación de san Juan era «teológica», y no exacta en el
sentido biográfico-cronológico, hoy se ven cada vez más claramente las razones
que abogan por una datación exacta, también desde el
punto de vista cronológico, del cuarto evangelista que, no obstante toda la
impregnación teológica del contenido, se revela también aquí, como en otros
casos, informado con mucha precisión sobre tiempos, lugares y desarrollo de los
hechos. Pero no debemos entrar aquí en esta discusión, a fin de cuentas
secundaria. Detengámonos sencillamente a examinar ese pequeño episodio que, para
Juan, no está relacionado temporalmente con la purificación del templo, pero que
aclara ulteriormente su sentido intrínseco.
El evangelista
dice que había también entre los peregrinos algunos griegos «que habían subido
para adorar en la fiesta» Un 12,20). Estos griegos
se acercan a «Felipe, el de Betsaida de Galilea», y le
ruegan: «Señor, queremos ver a Jesús» (12,21). En el
discípulo con nombre griego procedente de la Galilea medio pagana ven obviamente
a un intermediario que puede facilitarles el acceso a Jesús.
Esta palabra de
los griegos —«Señor, queremos ver a
Jesús»— nos recuerda en cierto modo la visión que san Pablo tuvo de aquel
Macedonio que le dijo: «Ven a Macedonia y ayúdanos»
(Hch 16,9). El Evangelio prosigue comentando que
Felipe habló con Andrés y ambos expusieron la petición a Jesús. Como sucede a
menudo en el Evangelio de Juan, Jesús responde de una manera misteriosa
y, en aquel momento, enigmática: «Ha llegado la hora en que sea glorificado el
Hijo del hombre. En verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto»
(12,23s). A la solicitud de un grupo de peregrinos griegos de obtener un
encuentro, Jesús contesta con una profecía de la Pasión, en la cual interpreta
su muerte inminente como «glorificación», una glorificación que se demostrará en
la gran fecundidad obtenida. ¿ Qué significa esto?
Lo que cuenta
no es un encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro
encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo «verán»: irá a ellos a
través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos
verán su «gloria»: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que
estaban buscando en sus mitos y en su filosofía. La universalidad de la que
habla la profecía de Isaías (cf. 56,7) se manifiesta a la
luz de la cruz: a partir de la cruz, el único Dios se hace reconocible para los
pueblos; en el Hijo conocerán al Padre y, de este modo, al único Dios que se ha
revelado en la zarza ardiente.
Pero volvamos a
la purificación del templo, donde la promesa universalista de Isaías se
entrelaza también con aquella otra palabra de Jeremías: «Habéis hecho de mi casa
una cueva de bandidos» (cf. 7,11). En el contexto de la explicación del discurso
escatológico de Jesús retornaremos aún brevemente a la lucha del profeta
Jeremías a propósito y en favor del templo. Anticipamos aquí lo esencial:
Jeremías se bate apasionadamente por la unidad entre culto y vida en la justicia
delante de Dios; lucha contra una politización de la fe, según la cual Dios
debería defender en cualquier caso su templo para no perder el culto. Sin
embargo, un templo que se ha convertido en una «cueva de bandidos» no tiene la
protección de Dios.
En la
convivencia entre culto y negocios que Jesús combate, Él ve obviamente que se
produce de nuevo la situación de los tiempos de Jeremías. En este sentido, tanto
su palabra como su gesto son una advertencia en la que, sobre la base de
Jeremías, se podía percibir también la alusión a la destrucción de este templo.
Pero, como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos indican
con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo.
Esta
explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una
palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que
de una manera deformada se encuentra también en labios de los falsos testigos
durante el proceso de Jesús, según el relato de Mateo y Marcos. No cabe duda de
que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe
situar en el contexto de la purificación del templo.
En Marcos, el
falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destruiré este templo,
edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres»
(14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús,
pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo
abandonan a la destrucción quienes lo convierten en una cueva de ladrones, como
había ocurrido en los tiempos de Jeremías.
En Juan, la
verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres
días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad
judía de una señal que probara su legitimación para un acto como la purificación
del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección
lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a
través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al
mundo.
Pero la palabra
va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo
comprendieron esa palabra en toda su profundidad al recordarla después de la
resurrección, rememorándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los
discípulos, como Iglesia.
El rechazo a
Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época
del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por
hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y
los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo
templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la
destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de
venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad»
(In 4,23).
¿Qué
hay entonces acerca del
«zé/os»
de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en
el contexto de la purificación del templo— nos ha dejado una palabra preciosa
que representa una respuesta precisa y profunda a la cuestión. Nos dice que, con
ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que
está escrito: «El celo de tu casa me devora»
(2,17).
Es una palabra tomada del gran Salmo
69,
aplicable a la Pasión. A
causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al
aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le
causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua
al cuello... Por ti he aguantado afrentas... me devora el celo de tu templo...»
(Sal
69,2.8.10).
Los discípulos
han reconocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de
Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Éste es el vuelco fundamental que Jesús ha
dado al tema del celo.
Ha transformado
el «celo» de servir a Dios mediante la violencia en el celo de la cruz. De este
modo ha establecido definitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo
del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo; en eso
reside la respuesta auténtica a la cuestión sobre el «zelotismo»
de Jesús.
Esta
interpretación encuentra confirmación nuevamente en dos pequeños episodios con
los que Mateo concluye el relato de la purificación del templo.
«En el templo
se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó» (21,14).
Al comercio de animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone su bondad
sanadora. Ésta es la verdadera purificación del templo.
Jesús no viene como destructor; no viene con la espada del revolucionario. Viene
con el don de la curación. Se dedica a quienes son relegados al margen de la
propia vida y de la sociedad a causa de su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel
que ama, y a su poder como la fuerza del amor.
En total
armonía con todo esto, además, aparece el comportamiento de los niños, que
repiten la aclamación del Hosanna que los adultos le niegan (cf.
Mt 21,15).
De estos «pequeños» recibirá siempre la alabanza (cf.
Sal 8,3),
de los que son capaces de ver con un corazón
puro y simple, y que están abiertos a su bondad.
Así, en estos
pequeños episodios se apunta ya al nuevo templo que Él ha venido a edificar.
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