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domingo, 8 de junio de 2014

DISCURSO ESCATOLÓGICO DE JESÚS


DISCURSO ESCATOLÓGICO

DE JESÚS




San Mateo, al final de las recriminaciones de Jesús a los escribas y fariseos, y por tanto en el contexto de las enseñanzas que siguieron a su entrada en Jerusalén, nos transmite unas palabras misteriosas de Jesús, que en Lucas se encuentran durante su camino hacia la Ciudad Santa: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,37s; cf. Lc 13,34s). En estas frases se manifiesta ante todo el amor profundo de Jesús por Jerusalén, su lucha apasionada para lograr el «sí» de la Ciudad Santa al mensaje que Él ha de transmitir, y con el cual se pone en la gran línea de los mensajeros de Dios en la historia precedente de la salvación.
La imagen de la gallina protectora y preocupada proviene del Antiguo Testamento: Dios «encontró [a su pueblo] en tierra desierta... Y le envuelve, le sustenta, le cuida como a la niña de sus ojos. Como uno que vela por su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así despliega él sus alas y le toma, lo lleva sobre sus plumas» (Dt 32,10s). Al lado de este texto puede ponerse la hermosa expresión del Salmo 36,8: «¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los hombres se acogen a la sombra de tus alas».

Jesús aplica aquí la bondad poderosa de Dios mismo a su propio obrar y a su intento de atraer a la gente. No obstante, esta bondad que protege a Jerusalén con las alas desplegadas (cf. Is 31,5) se dirige al libre albedrío de los polluelos, y éstos la rechazan: «Pero no habéis querido» (Mt 23,37).

La desdicha que se sigue de esto la indica Jesús de manera misteriosa, pero inequívoca, con una palabra que retorna una antigua tradición profética. Jeremías, ante el mal comportamiento en el templo, había proferido un oráculo de Dios: «Dejé mi casa, abandoné mi heredad» (12,7). Precisamente lo mismo que anuncia Jesús: «Vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,38). Dios se marcha. El templo ya no es aquel lugar donde Él ha puesto su nombre. Quedará vacío; ahora es solamente «vuestra casa».

Estas palabras de Jesús encuentran un paralelismo sorprendente en Flavio Josefo, el historiógrafo de la guerra judía; también Tácito ha recogido esta noticia en su obra histórica (cf. Hist., 5,13). Flavio Josefo habla de acontecimientos extraños ocurridos en los últimos años antes de que estallara la guerra judía: todos anunciaban de modo diferente y preocupante el fin del templo. El historiador menciona siete de estos signos. Quisiera citar aquí sólo el que más se acerca a la palabra amenazadora de Jesús antes mencionada.

El acontecimiento tiene lugar en Pentecostés del año 66 después de Cristo: «Cuando en la fiesta llamada Pentecostés llegaron los sacerdotes al patio interior del templo para desempeñar su ministerio sagrado, siguiendo la costumbre, habrían notado en un primer momento, según dicen, un movimiento y un estruendo, y a continuación unos gritos: "¡Vamos fuera de aquí!"» (De bello Judaico, VI, 299s). Sea lo que fuere lo que ocurrió en concreto, una cosa está clara: en los últimos años antes del drama del año 70 aleteaba en torno al templo una misteriosa percepción de que se acercaba su fin. «Vuestra casa quedará vacía». «¡Vamos fuera de aquí!»: en la forma de la primera persona del plural, típica del hablar bíblico de Dios (cf. p. ej. Gn 1,26), El mismo anuncia que se irá del templo, dejándolo «vacío». Había en el aire un cambio de alcance universal y de sentido imprevisible.

En Mateo, a la palabra de la «casa vacía» —palabra que no anuncia todavía directamente la destrucción del templo, pero sí ciertamente su fin intrínseco, el cese de su significado como lugar de encuentro entre Dios y el hombre— sigue inmediatamente el gran discurso escatológico de Jesús, con los temas centrales de la destrucción del templo, de la destrucción de Jerusalén, del Juicio final y del fin del mundo. Este discurso, transmitido por los tres Sinópticos con distintas variantes, ha de considerarse tal vez como el texto más difícil de los Evangelios.

Ello depende, por un lado, de la complejidad del contenido, que en parte se refiere a acontecimientos históricos que ya han sucedido con el paso del tiempo, pero que en gran parte mira también hacia un futuro que va más allá de las realidades temporales y que podemos percibir, y que más bien las lleva a su cumplimiento. Se anuncia un porvenir que supera nuestras categorías y que, no obstante, puede representarse sólo mediante modelos tomados de nuestra experiencia, modelos que son necesariamente insuficientes frente al contenido que se ha de expresar. Así se comprende por qué Jesús, que habla siempre sustancialmente en continuidad con la Ley y los Profetas, explica el conjunto con una trama de palabras de la Escritura en la cual inserta la novedad de su misión, de la misión del Hijo del hombre.

Así, la visión del futuro se puede expresar en buena medida con imágenes de la tradición que quieren llevarnos más cerca de lo indescriptible; pero a estas dificultades del contenido se añaden también todos los problemas de la historia redaccional: precisamente porque las palabras de Jesús pretenden en este caso ser un desarrollo en continuidad con la tradición, y no descripciones del futuro, quienes las transmitieron han podido elaborar ulteriormente estos desarrollos según las circunstancias y las capacidades de entender de sus oyentes, teniendo cuidado en conservar fielmente el contenido esencial del auténtico mensaje de Jesús.

Este libro no tiene la pretensión de entrar en los múltiples problemas particulares de la historia de la redacción y de la tradición del texto. Quisiera limitarme a destacar tres elementos del discurso escatológico de Jesús en los que se muestran con claridad las intenciones esenciales de esta composición.

1. EL FIN DEL TEMPLO

Antes de poner nuevamente nuestra atención en las palabras de Jesús, hemos de echar una mirada a los acontecimientos históricos del ario 70. Con la expulsión del procurador Gesio Floro y la defensa eficaz frente al contraataque romano, en el ario 66 comenzó la guerra judía que, sin embargo, no era solamente una guerra de los judíos contra los romanos, sino periódicamente también una guerra en buena parte civil entre corrientes judías rivales bajo la guía de sus cabecillas. Esto fue lo primero que dio a la batalla por Jerusalén tanta atrocidad.
Eusebio de Cesarea (t ca. 339) y —con valoraciones diferentes— Epifanio de Salamina (t 403), nos dicen que, ya antes de comenzar el asedio de Jerusalén, los cristianos se habían refugiado en la región al este del Jordán, en la ciudad de Pella. Según Eusebio, se decidieron a huir después de que les fuera impartida por revelación a sus «responsables» una orden precisa (cf. Hist. eccl., III, 5). Epifanio, en cambio, escribe: «Cristo les había dicho que abandonaran Jerusalén y se trasladaran a otro lugar, porque la ciudad sería asediada» (Haer., 29,8). De hecho, leemos en el discurso escatológico de Jesús una apremiante invitación a la fuga: «Cuando veáis la abominación de la desolación erigida donde no debe... entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes» (Mc 13,14).
No se puede precisar en qué situación o vicisitud los cristianos vieran verificarse este signo de «abominación de la desolación» y decidieran marcharse. Pero en aquellos años de la guerra judía hubo suficientes acontecimientos que podían ser interpretados como este signo anunciado por Jesús, cuya formulación verbal está tomada del Libro de Daniel (9,27; 11,31; 12,11), donde se alude a la profanación helenista del templo. Esta expresión simbólica, tomada de la historia de Israel en cuanto anuncio del futuro, permitía diferentes interpretaciones. Así, el texto de Eusebio puede resultar ciertamente razonable en el sentido de que, por ejemplo, algunos miembros destacados de la comunidad paleocristiana reconocieran «por una revelación» en un cierto acontecimiento el signo del que habían oído hablar y lo interpretaran como la orden de iniciar inmediatamente la fuga.
Alexander Mittelstaedt hace notar que, en el verano del año 66, junto a José ben Gurion, fue elegido el ex sumo sacerdote Anán (Anás II) como estratega para conducir la guerra: aquel Anán que el año 62 d. C. había decretado la condena a muerte del «hermano del Señor», Santiago, cabeza de la comunidad judeocristiana (Lukas als Historiker, p. 68). Esta elección podía ser interpretada sin duda por los judeocristianos como la señal para la salida, aunque, ciertamente, ésta es sólo una entre muchas hipótesis. En todo caso, la fuga de los judeocristianos demuestra una vez más con toda evidencia el «no» de los cristianos a la interpretación zelote del mensaje bíblico y de la figura de Jesús: su esperanza es de naturaleza diferente.
Volvamos al desarrollo de la guerra judía. Vespasiano, que fue encargado por Nerón de la operación, suspendió todas las acciones militares cuando, el año 68, fue anunciada la muerte del emperador. Después de un breve intermedio, el mismo Vespasiano fue proclamado nuevo emperador el 1 de julio de 69. Por eso confió el encargo de la conquista de Jerusalén a su hijo Tito.
Éste, según Flavio Josefo, debió de llegar ante la Ciudad Santa presumiblemente justo en el periodo de las festividades de la Pascua, el 14 del mes de Nisán, por tanto en el 40 aniversario de la crucifixión de Jesús. Miles de peregrinos afluían a Jerusalén. Juan de Giscala, uno de los jefes de la insurrección, en lucha entre ellos, consiguió hacer entrar a escondidas en el templo a combatientes armados, disfrazados de peregrinos, que iniciaron allí una matanza de los seguidores de su rival Eleazar ben Simón, contaminando así una vez más el santuario con la sangre de inocentes (Mittelstaedt, p. 72). Esto, sin embargo, no era más que una primera demostración de las crueldades inimaginables que se desencadenarían después con creciente brutalidad, y en la que el fanatismo de los unos y la furia creciente de los otros se azuzaban mutuamente.
No es preciso tratar aquí los detalles de la conquista y la destrucción de la ciudad y del templo. No obstante, puede ser útil citar el texto en el que Mittelstaedt resume el desarrollo terrible del drama: «El fin del templo se desarrolla en tres etapas: en un primer momento se produce la suspensión del sacrificio regular, por lo cual el santuario queda reducido a una fortaleza; sigue luego el incendio, que a su vez se desarrolla en tres etapas... Y, en fin, se procede al desmantelamiento de las ruinas después de la caída de la ciudad. Las destrucciones decisivas... se producen por el fuego; los desmantelamientos sucesivos fueron ya sólo un colofón. Los que no murieron y pudieron sobrevivir incluso a la carestía o las epidemias, tenían ante sí la perspectiva del circo, del trabajo en las minas o de la esclavitud» (pp. 84s).
Según Flavio Josefo, el número de muertos llegó a 1.100.000 (De bello Jud., VI, 420). Orosio (Hist. adv. pag., VII, 9, 7) y, de modo similar, Tácito (Hist., V, 13) hablan de 600.000 muertos. Mittelstaedt opina que estas cifras son exageradas, y que siendo realistas se debería suponer un número aproximado de 80.000 muertos (p. 83). Quien lee por entero los informes y toma conciencia de la cantidad de homicidios, matanzas, saqueos, incendios, hambre, ensañamiento con los cadáveres y la destrucción del entorno (deforestación total en un radio de 18 kilómetros alrededor de la ciudad), puede entender que Jesús —retomando una palabra del Libro de Daniel (12,1)— comente el acontecimiento diciendo: «Aquellos días habrá una tribulación como no la hubo igual desde el principio de la creación que hizo Dios hasta el presente, ni la volverá a haber» (Mc 13,19).
En Daniel, a esta palabra de amenaza sigue una promesa: «Entonces se salvará tu pueblo: todos los que se encuentren inscritos en el libro» (12,1). También en el discurso de Jesús el horror no tiene la última palabra: los días serán abreviados y los elegidos salvados. Dios deja una medida grande —supergrande según nuestra impresión— de libertad al mal y a los malos; pero, no obstante, la historia no se le va de las manos.
En todo este drama, que por desgracia es sólo un ejemplo de tantas otras tragedias de la historia, hay un acontecimiento central para la historia de la salvación, un acontecimiento que significa un corte neto de grandes consecuencias para toda la historia de las religiones y, en general, para la historia de la humanidad: el 5 de agosto del ario 70, «a causa de la carestía y la falta de los elementos necesarios, se tuvo que suspender el sacrificio cotidiano en el templo» (Mittelstaedt, p. 78).
Es verdad que, después de la destrucción del templo por Nabucodonosor en 587 a. C., el fuego para el sacrificio quedó apagado durante setenta años aproximadamente, y que una segunda vez, entre los años  166 y 164 a. C., bajo la dominación helenista de Antíoco IV, el templo había sido profanado y el ministerio sacrificial al único Dios fue sustituido por sacrificios a Zeus. Pero en ambos casos el templo resurgió y se reanudó el culto prescrito por la Torá.
La destrucción del ario 70, en cambio, fue definitiva: los intentos de una reconstrucción del templo bajo los emperadores Adriano, durante la insurrección de Bar-Kokebá (132-135 d. C.), y Juliano (361) fracasaron. La revuelta de Bar-Kokebá tuvo incluso como consecuencia el que Adriano prohibiera al pueblo judío el acceso al territorio de Jerusalén y sus alrededores. En el lugar de la Ciudad Santa, el emperador construyó una nueva, que después se llamó «Aelia Capitolina», donde se celebraba el culto a Júpiter Capitolino. «Sólo en el siglo IV, el emperador Constantino permitió a los judíos visitar la ciudad una vez al ario en la conmemoración de la destrucción de Jerusalén para hacer luto ante el muro del templo» (Gnilka, Nazarener, p. 72).
Para el judaísmo, el cese del sacrificio y la destrucción del templo tuvo que ser una conmoción terrible. Templo y sacrificio estaban en el centro de la Torá. Pero ahora ya no había ninguna expiación en el mundo, nada que pudiera hacer de contrapeso a su creciente contaminación a causa del mal. Y todavía más: Dios, que había puesto su nombre en este templo y que, por tanto, habitaba en él de modo misterioso, ahora había perdido esta su morada sobre la tierra. ¿Dónde estaba la alianza? ¿Dónde la promesa?
Una cosa está clara: la Biblia —el Antiguo Testamento— debía leerse de un modo nuevo. El judaísmo de los saduceos, que estaba totalmente vinculado al templo, no ha sobrevivido a esta catástrofe, y también Qumrán, que en realidad se oponía al templo herodiano, pero que esperaba un templo nuevo, ha desaparecido de la historia. Existen dos respuestas a esta situación, dos maneras de leer de modo nuevo el Antiguo Testamento después del ario 70: la lectura a la luz de Cristo, basándose en los profetas, y la lectura rabínica.
De las corrientes judías del tiempo de Jesús sólo ha sobrevivido el fariseísmo, que encontró una nueva guía en la escuela rabínica de Yabne y elaboró un modo particular de leer e interpretar —en la época ya sin templo— el Antiguo Testamento poniendo en su centro la Torá. Sólo a partir de este momento hablamos de «judaísmo» en el sentido propio del término, como modo de considerar y leer el canon de los escritos bíblicos en cuanto revelación de Dios sin el mundo concreto del culto en el templo. Este culto ya no existe. A este respecto, después del ario 70, también la fe de Israel ha asumido una forma nueva.
Después de siglos de contraposición, reconocemos como tarea nuestra el esfuerzo para que estos dos modos de la nueva lectura de los escritos bíblicos —la cristiana y la judía— entren en diálogo entre sí, para comprender rectamente la voluntad y la Palabra de Dios.
Gregorio Nacianceno (+ ca. 390) ha tratado de establecer retrospectivamente una especie de periodos de la historia de la religión a partir del fin del templo jerosolimitano. Él habla de la paciencia de Dios, que no impone al hombre nada incomprensible: Dios actúa como un buen pedagogo o un médico. Abroga lentamente ciertas costumbres, tolera otras y así lleva al hombre a hacer progresos. «No es fácil cambiar costumbres vigentes y veneradas desde hace mucho tiempo... ¿Qué quiero decir? El primer Testamento suprimió los ídolos, pero toleraba los sacrificios. El segundo puso fin a los sacrificios, pero no prohibió la circuncisión. Una vez aceptada la abolición [de dicha costumbre, los hombres] renunciaron a lo que solamente estaba tolerado» (cit. en Barbel, pp. 261-263). En la visión de este Padre de la Iglesia también los sacrificios, aunque previstos por la Torá, aparecen como una cosa solamente tolerada —como una etapa en el recorrido hacia un culto más verdadero—, como algo provisional, que durante el camino debía superarse y que Cristo ha superado.
Pero ahora se plantea decididamente la cuestión: ¿ Cómo ha visto Jesús mismo todo esto? Y ¿ cómo ha sido entendido Él por los cristianos? No es necesario examinar aquí en qué medida los detalles particulares del discurso escatológico de Jesús se remontan a su palabra personal. Que Él haya anunciado el fin del templo —y precisamente su fin teológico, histórico-salvífico— está fuera de dudas. Lo confirman sobre todo, además del discurso escatológico, la expresión sobre la casa que quedaría vacía, de la que hemos partido (cf. Mt 23,37s; Lc 13,34s), y la palabra de los falsos testigos en el proceso a Jesús (cf. Mt 26,61; 27,40; Mc 14,58; 15,29; Hch 6,14), que vuelve a aparecer bajo la cruz como palabra de escarnio y es citada por Juan como palabra en labios de Jesús mismo y en su correcta formulación (cf. 2,19).
Jesús había amado el templo como propiedad del Padre (cf. Lc 2,49) y se había complacido en enseñar en él. Lo había defendido como casa de oración para todas las naciones y trató de prepararlo para esta finalidad. Pero sabía también que la época de este templo estaba acabada y que llegaría algo nuevo que estaba relacionado con su muerte y resurrección.
La Iglesia naciente tenía que reunir y leer juntos estos fragmentos en gran parte misteriosos de las palabras de Jesús —sus afirmaciones sobre el templo y, especialmente, sobre la cruz y la resurrección—para reconocer al final en dichos fragmentos todo el conjunto de lo que Jesús quiso expresar. Esto era una tarea nada fácil, pero fue afrontada a partir de Pentecostés, y podemos decir que, antes del fin material del templo, todos los elementos esenciales de la nueva síntesis se encontraban ya en la teología paulina.
Sobre la relación de la comunidad primitiva con el templo los Hechos de los Apóstoles nos dicen que «a diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón» (2,46). Se mencionan, pues, dos lugares de la vida de la Iglesia naciente: para la predicación y la oración, se reúnen en el templo, que sigue siendo considerado y aceptado como la casa de la Palabra de Dios y de la oración; el partir el pan —el nuevo centro «cultual» de la existencia de los fieles—tiene lugar sin embargo en las casas, como lugares de la asamblea y de la comunión, gracias al Señor resucitado.
Aunque no se han tomado todavía explícitamente las distancias respecto de los sacrificios según la Ley, ya se perfila sin embargo una distinción esencial. Lo que hasta aquel momento habían sido los sacrificios es reemplazado por el «partir el pan». Pero, tras esta simple expresión, se esconde una referencia al legado de la Última Cena, a la comunión en el Cuerpo del Señor; a su muerte y su resurrección.
En la nueva síntesis teológica, que ve el fin histórico-salvífico del templo como ya cumplido en la muerte y resurrección de Jesús, antes aún de su destrucción material, destacan dos grandes nombres: Esteban y Pablo.
Esteban pertenece al grupo de los «helenistas» de la comunidad primitiva de Jerusalén, un grupo de judeocristianos de lengua griega que, con su nuevo modo de interpretar la Ley, prepararon el cristianismo paulino. El gran discurso con el que
Esteban, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, trata de explicar su nueva visión de la historia de la salvación es interrumpido en el punto decisivo. La indignación de sus adversarios ha llegado ya al colmo y se desahoga con la lapidación del orador. Pero el verdadero punto del desacuerdo queda expresado de manera absolutamente clara en la exposición de la acusación que se presenta ante el Sanedrín: «Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá el templo y cambiará las tradiciones que recibimos de Moisés» (Hch 6,14). Se trata de las palabras de Jesús sobre el fin del templo de piedra y sobre el nuevo templo, del todo diferente; palabras que evidentemente Esteban ha hecho suyas y las ha puesto en el centro de su predicación.
Aunque no podemos reconstruir en todos los pormenores la visión teológica de san Esteban, resulta claro el punto esencial: se ha acabado la época del templo de piedra con su culto sacrificial. En efecto, Dios mismo ha dicho: «Mi trono es el cielo, la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué templo podéis construirme —dice el Señor— o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano todo esto?» (Hch 7,49s; cf. /s 66,1s).
Esteban conoce la crítica de los profetas al culto. Para él, con Jesús ha pasado el periodo del sacrificio en el templo y, con ello, también la época del templo mismo; las palabras del profeta adquieren ahora su plena razón. Algo nuevo ha comenzado, algo donde se lleva a cumplimiento lo que, en realidad, era lo originario.

La vida y el mensaje de san Esteban se han quedado en un fragmento que se interrumpe de improviso con su lapidación, pero que, al mismo tiempo, lleva a cumplimiento su vida y su mensaje: él, en su pasión, se ha hecho uno con Cristo. Tanto el proceso como la muerte se asemejan a la Pasión de Jesús. Como hizo el Señor crucificado, también él implora: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7,60). Correspondería a otro completar la visión teológica y edificar sobre esta base la Iglesia de los gentiles: a Pablo, quien, cuando era llamado Saulo, aprobó la muerte de Esteban (cf. Hch 8,1).
No es tarea de este libro trazar las líneas fundamentales de la teología de Pablo y ni siquiera tan sólo de su concepción del culto y del templo. Aquí se trata únicamente de subrayar que el cristianismo naciente, mucho antes de la destrucción material del templo, estaba convencido de que su papel en la historia había llegado a su fin, como Jesús había afirmado con la palabra sobre la «casa que quedará vacía» y con el discurso sobre el nuevo templo.
A decir verdad, la gran lucha de san Pablo en la edificación de la Iglesia de los gentiles, del cristianismo «libre de la Ley», no se refiere al templo. El contraste con los distintos grupos del judeocristianismo gira en torno a las «costumbres» de fondo, en las que se expresaba la identidad judía: la circuncisión, el sábado, las prescripciones alimentarias y las normas de pureza. Mientras que sobre la cuestión de la necesidad de estas «costumbres» para alcanzar la salvación se desencadenó una lucha dramática también entre los cristianos —lucha que al final llevó al arresto del Apóstol en Jerusalén—, parece extraño no encontrar por ningún lado huellas de un conflicto sobre el templo y sobre la necesidad de sus sacrificios; y esto a pesar de que, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, «incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe» (6,7).
Sin embargo, Pablo no ha omitido este problema: por el contrario, el centro de su enseñanza es el mensaje de que todos los sacrificios se llevan a cumplimiento en la cruz de Cristo; en Él se ha realizado lo que intentaban todos los sacrificios —la expiación— y, así, Jesús mismo se ha puesto en lugar del templo: el nuevo templo es El.
Baste una breve indicación. El texto más importante se encuentra en la Carta a los Romanos 3,23ss: «Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre. Así quería Dios demostrar que no fue injusto dejando impunes con su tolerancia los pecados del pasado».
La palabra traducida aquí como «sacrificio de propiciación» en griego se dice «hilastérion», «kapporet» en hebreo. Así se llamaba la cubierta del Arca de la Alianza. Es el lugar sobre el que aparece JHWH en una nube, el lugar de la misteriosa presencia de Dios. En el Día de la Expiación —Yom Hakkippurim (cf. Lv 16)—, este lugar sagrado es rociado con la sangre del novillo inmolado como víctima de expiación, «cuya vida se ofrece así a Dios en lugar de la de los hombres pecadores merecedores de la muerte» (Wilckens, II, 1, p. 235). La idea de fondo es que la sangre del sacrificio, en la que han sido puestos todos los pecados de los hombres, es purificada al tocar la divinidad misma y, así, mediante el contacto con Dios, también los hombres, representados por esta sangre, vuelven a ser puros: un concepto que, en su grandeza e insuficiencia a la vez, es conmovedor; una concepción que no podía ser la última palabra de la historia de las religiones, ni la última palabra en la historia de la fe de Israel.
Si Pablo aplica la palabra hilastérion a Jesús, designándolo de la misma manera que la cubierta del Arca de la Alianza, y por tanto como el lugar de la presencia del Dios vivo, entonces toda la teología veterotestamentaria del culto (y con ella las teologías del culto de toda la historia de las religiones) queda «abolida», y elevada al mismo tiempo a una altura totalmente nueva. Jesús mismo es la presencia del Dios vivo. En Él, Dios y el hombre, Dios y el mundo, están en contacto. En Él se cumple lo que el rito del Día de la Expiación quería expresar: en la entrega de sí mismo en la cruz, Jesús deposita, por decirlo así, todo el pecado del mundo en el amor de Dios, y en él lo limpia. Unirse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, significa entrar en el ámbito de la transformación y la expiación.
Todo esto es difícil de entender hoy para nosotros; cuando reflexionemos sobre la Última Cena y la muerte en cruz de Jesús, hemos de volver con mayor amplitud sobre esto y esforzarnos por comprenderlo con más detalle. Aquí se ha tratado sólo de mostrar cómo Pablo ha previsto plenamente la abolición del templo e introducido su teología sacrificial en la cristología. Para Pablo, el templo, con su culto, ha sido «demolido» en la crucifixión de Cristo; en su lugar está ahora el Arca de la Alianza viva de Cristo crucificado y resucitado. Si, con Ulrich Wilckens, podemos suponer que el pasaje de Romanos 3,25 es una «fórmula de la fe de los judeocristianos» (I, 3, p. 182), entonces vemos qué pronto había madurado esta convicción en el cristianismo; es decir, que éste sabía desde el principio que el Resucitado es el nuevo templo, el verdadero lugar de contacto entre Dios y el hombre. Por eso Wilckens puede decir también con razón: «Simplemente, quizás los cristianos no han participado desde el principio en el culto del templo... Por tanto, la destrucción del templo en el ario 70 d. C. no era un problema religioso que les afectara» (II, 1, p. 31).
Pero así se pone de manifiesto claramente que la gran visión teológica de la Carta a los Hebreos se limita a desarrollar en detalle lo que, en su núcleo, está expresado ya en Pablo, y que Pablo mismo, a su vez, había ya encontrado como contenido esencial en la tradición preexistente de la Iglesia. Más tarde veremos que, a su modo, la oración sacerdotal de Jesús reinterpreta en el mismo sentido el desarrollo del gran Día de la Expiación y, por tanto, el centro de la teología veterotestamentaria de la redención, considerándola cumplida en la cruz.

2. EL TIEMPO DE LOS PAGANOS

Una lectura o una escucha superficial del discurso escatológico de Jesús da necesariamente la impresión de que, desde el punto de vista cronológico, Jesús vinculó directamente el fin de Jerusalén con el fin del mundo, particularmente cuando se lee en Mateo: «Después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá... Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre» (24,29s). Esta concatenación cronológicamente directa entre el fin de Jerusalén y el fin del mundo entero parece confirmarse más aún cuando, unos versículos después, se encuentran estas palabras: «Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda» (24,34).
A primera vista, parece que sólo Lucas haya atenuado esta relación. En él se lee: «Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora» (21,24). Entre la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo se intercala «la hora de los gentiles». Se ha reprochado a Lucas el haber desplazado así el eje cronológico de los Evangelios y el mensaje originario de Jesús, de haber transformado el fin de los tiempos en el tiempo intermedio, inventando así el tiempo de la Iglesia como nueva fase de la historia de la salvación. Pero, mirando con atención, se descubre que esta «hora de los paganos» también se anuncia en Mateo y en Marcos con palabras diferentes en otros puntos de la predicación de Jesús.
En Mateo encontramos estas palabras del Señor: "Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el inundo entero, para dar testimonio a todas la naciones. Y entonces vendrá el fin» (24,14). En Marcos se lee: «Y es preciso que antes [del fin] sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones» (13,10).
Esto nos demuestra ante todo que hay que ser muy cautos con el entramado interno de este discurso de Jesús; el discurso ha sido compuesto con piezas sueltas que se habían transmitido, que no constituyen un desarrollo lineal, sino que se han de leer como si estuvieran juntas. Volveremos de modo más detallado en el curso del tercer subcapítulo («Profecía y apocalíptica...») sobre este problema redaccional, que tiene gran importancia para la comprensión correcta del texto.
Desde el punto de vista del contenido se ve claramente que los tres Sinópticos saben algo de un tiempo de los paganos: el fin del mundo sólo puede llegar cuando se haya llevado el Evangelio a todos los pueblos. El tiempo de los paganos —el tiempo de la Iglesia de los pueblos del mundo— no es una invención de san Lucas; es patrimonio común de la tradición de todos los Evangelios.
Aquí encontramos de nuevo el enlace entre la tradición de los Evangelios y los motivos fundamentales de la teología paulina. Si Jesús dice en el discurso escatológico que primero tiene que ser anunciado el Evangelio a las naciones, y sólo después puede llegar el fin, en Pablo encontramos una afirmación prácticamente idéntica en la Carta a los Romanos: «El endurecimiento de una parte de Israel durará hasta que entren todos los pueblos; entonces todo Israel se salvará...» (11,25s). Todos los paganos e Israel entero: aparece en esta fórmula el universalismo de la voluntad divina de salvación. Pero, en nuestro contexto, es importante que también Pablo conozca el tiempo de los paganos que tiene lugar ahora, y que tiene que cumplirse para que el plan de Dios alcance su propósito.
El hecho de que el cristianismo primitivo no pudiera hacerse una idea cronológicamente adecuada de la duración de estos kairoé (tiempos) de los paganos, suponiéndolos seguramente bastante breves, es a fin de cuentas secundario. Lo esencial está en la afirmación fundamental y en la indicación de dicho tiempo, que debía ser entendido y fue entendido por los discípulos, sin cálculos sobre su duración, ante todo como tarea: realizar ahora lo que ha sido anunciado y exigido, es decir, llevar el Evangelio a todas las gentes.
El caminar incansable de san Pablo hacia los pueblos para llevar el mensaje a todos y cumplir así la tarea, posiblemente ya durante su vida, muestra precisamente una tenacidad que sólo se explica por su convencimiento del significado histórico y escatológico del anuncio: «No tengo más remedio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (/ Co 9,16).
En este sentido, la urgencia de la evangelización en la generación apostólica no está motivada tanto por la cuestión sobre la necesidad de conocer el Evangelio para la salvación individual de cada persona, cuanto más bien por esta gran concepción de la historia: para que el mundo alcance su meta, el Evangelio tiene que llegar a todos los pueblos. En algunos periodos de la historia la percepción de esta urgencia se ha debilitado mucho, pero siempre se ha vuelto a reavivar después, suscitando un nuevo dinamismo en la evangelización.
A este respecto queda siempre en el trasfondo también la cuestión sobre la misión de Israel. Hoy vemos desconcertados cuántos malentendidos cargados de consecuencias han pesado en los siglos sobre este punto. Sin embargo, una nueva reflexión puede hacer ver que en todo momento de ofuscación pueden hallarse siempre posibilidades de una comprensión correcta.
Quisiera hacer aquí una referencia a lo que Bernardo de Claraval aconsejaba sobre esta cuestión a su discípulo, el papa Eugenio III. Le recuerda al Papa que no sólo se le ha confiado el cuidado de los cristianos: «Tú eres deudor también respecto a los infieles, los judíos, los griegos y los paganos» (De cons., I, 2). Sin embargo, enseguida se corrige, precisando: «Admito que, por lo que se refiere a los judíos, quedas excusado por el tiempo; para ellos se ha establecido un determinado momento, que no se puede anticipar. Deben preceder los paganos en su totalidad. Pero ¿qué dices acerca de los paganos mismos?... ¿En qué pensaban tus predecesores para... interrumpir la evangelización, mientras la incredulidad sigue siendo todavía tan extendida? ¿Por qué motivo... la palabra que corre veloz se ha detenido?...» (III, I, 3).
Hildegard Brem comenta así este pasaje: «Según Romanos 11,25, la Iglesia no tiene que preocuparse por la conversión de los judíos, porque hay que esperar el momento establecido por Dios, "hasta que entren todos los pueblos" (Rm 11,25). Por el contrario, los judíos mismos son una predicación viviente, a la que la Iglesia se debe remitir porque hacen pensar en la Pasión de Cristo (cf. Ep 363)...» (Winkler I, p. 834).
El anuncio del tiempo de los paganos, y la tarea que se deriva de él, es un punto central del mensaje escatológico de Jesús. El cometido particular de evangelizar a los paganos, que Pablo recibió del Resucitado, está firmemente unido al mensaje que Jesús dirigió a los discípulos antes de su pasión. El tiempo de los paganos —«el tiempo de la Iglesia»— que, como hemos visto, ha sido transmitido por todos los Evangelios, constituye un elemento esencial del mensaje escatológico de Jesús.

3. PROFECÍA Y APOCALÍPTICA EN EL DISCURSO ESCATOLÓGICO

Antes de ocuparnos de lo que es la parte apocalíptica del discurso de Jesús en su sentido más estricto, tratemos de llegar a una visión de conjunto de todo lo que hemos encontrado hasta ahora.
Encontramos en primer lugar el anuncio de la destrucción del templo y, en Lucas de manera explícita, también de la destrucción de Jerusalén. No obstante, ha quedado claro que el núcleo de las palabras de Jesús no apunta a las acciones exteriores de la guerra y la destrucción, sino al final en el sentido histórico-salvífico del templo, que se convierte en la casa que «queda vacía»: deja de ser el lugar de la presencia de Dios y de la expiación para Israel, más aún, para el mundo. Ha pasado el tiempo de los sacrificios según la Ley de Moisés.
Hemos visto que la Iglesia naciente, mucho antes del fin material del templo, era consciente de este profundo viraje de la historia; y que, a pesar de tantas discusiones difíciles sobre lo que se debía conservar y declarar obligatorio de las costumbres judías, incluso para los paganos, sobre este punto obviamente no hubo ningún disenso: con la cruz de Cristo la época de los sacrificios llegó a su fin.
Hemos comprobado, además, que el anuncio de un tiempo de los gentiles forma parte del núcleo del mensaje escatológico de Jesús, un tiempo durante el cual se debe llevar el Evangelio a todo el mundo y a todos los hombres: sólo después la historia puede alcanzar su meta.
Entretanto, Israel conserva su propia misión. Está en las manos de Dios, que lo salvará «por entero» en el tiempo apropiado, una vez que el número de los paganos esté completo. Es obvio y nada sorprendente que no se pudiera calcular la duración histórica de este periodo. Pero se hizo cada vez más claro que la evangelización de los paganos se había convertido ahora en la tarea por excelencia de los discípulos, sobre todo merced al encargo particular que Pablo era consciente de haber asumido como carga y a la vez como gracia.
Según esto, también se comprende ahora que este «tiempo de los paganos» no es todavía verdadero tiempo mesiánico en el sentido de las grandes promesas de salvación, sino precisamente siempre tiempo de esta historia y de sus sufrimientos y, sin embargo, de modo nuevo, también tiempo de esperanza: «La noche está avanzada, el día se echa encima» (Rm 13,12).
Me parece obvio que algunas parábolas de Jesús —la parábola de la red con peces buenos y malos (Mt 13,47-50), la parábola de la cizaña en el campo (Mt 13,24-30)— se refieren a este tiempo de la Iglesia. En la pura perspectiva de la escatología inminente no tienen ningún sentido.
Como tema secundario hemos encontrado la invitación dirigida a los cristianos de huir de Jerusalén en el momento de una profanación del templo de la que no se dan más detalles. La historicidad de esta fuga en la ciudad transjordana de Pella no se puede poner seriamente en duda. Este detalle, bastante marginal para nosotros, tiene, sin embargo, un sentido teológico que no se debe infravalorar: el no participar en la defensa armada del templo, en aquella campaña que convirtió el mismo lugar sagrado en una fortaleza y en escenario de crueles acciones militares, correspondía exactamente a la línea adoptada por Jeremías durante el asedio de Jerusalén por parte de los babilonios (cf. p. ej. Jr 7,1-15; 38,14-28).
Joachim Gnilka, no obstante, hace notar sobre todo la conexión de esta actitud con el núcleo del mensaje de Jesús: «Es sumamente improbable que los creyentes en Cristo residentes en Jerusalén participaran en la guerra. El cristianismo palestino ha transmitido el Sermón de la Montaña. Por tanto, deben haber conocido los mandamientos de Jesús sobre el amor a los enemigos y la renuncia a la violencia. Sabemos, además, que no tomaron parte en la revuelta en tiempos del emperador Adriano» (Nazarener, p. 69).
Otro elemento esencial del discurso escatológico de Jesús es la advertencia contra los pseudo-mesías y contra las fantasías apocalípticas. Con esto se relaciona también la invitación a la sobriedad y a la vigilancia, que jcsús ha desarrollado ulteriormente en algunas parábolas, particularmente en la de las vírgenes sabias y necias (Mt 25,1-13), así como en las palabras sobre el portero vigilante (cf. Mc 13,33-36). Estas palabras muestran precisamente cómo ha de entenderse el término «vigilancia». No es un salir del presente, un especular sobre el futuro, un olvidar el cometido actual; muy al contrario, vigilancia significa hacer aquí y ahora lo que es justo, tal como se debería obrar ante los ojos de Dios.
Mateo y Lucas transmiten la parábola del siervo que, al ver el retraso del retorno del dueño y contando con su ausencia, se yergue ahora él mismo como dueño, golpea a los siervos y a las siervas y se da a la buena vida. El siervo bueno, en cambio, permanece siervo, sabe que debe rendir cuentas. Da a cada uno lo que le corresponde y recibe alabanzas del dueño por haber actuado así: la verdadera vigilancia es practicar la justicia (cf. Mt 24,45-51; Lc 12,41-46). Ser vigilante significa saberse ante la mirada de Dios y obrar como suele hacerse ante sus ojos.
En la Segunda Carta a los Tesalonicenses, Pablo ha explicado a los destinatarios de manera tajante y concreta en qué consiste la vigilancia: «Cuando viví con vosotros os lo dije: el que no trabaja, que no coma. Porque me he enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada. Pues a ésos les digo y les recomiendo, por el Señor Jesucristo, que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan» (3,10ss).

Otro elemento importante del discurso escatológico de Jesús es la referencia a las futuras persecuciones de los suyos. También aquí se presupone el tiempo de los paganos, porque el Señor no dice solamente que sus discípulos serán entregados a tribunales y a sinagogas, sino que serán llevados también ante gobernadores y reyes (cf. Mc 13,9); el anuncio del Evangelio estará siempre bajo el signo de la cruz: esto es lo que los discípulos de Jesús han de aprender una y otra vez en cada generación. La cruz es y sigue siendo el signo del «Hijo del hombre»: a fin de cuentas, la verdad y el amor no tienen otra arma en su lucha contra la mentira y la violencia que el testimonio del sufrimiento.
Vengamos ahora a la parte propiamente apocalíptica del discurso escatológico de Jesús: al anuncio del fin del mundo, del retorno del Hijo del hombre y del Juicio universal (cf. Mc 13,24-27).

Llama la atención que este texto esté en gran parte entretejido con palabras del Antiguo Testamento, en particular del Libro de Daniel, pero también de Ezequiel, de Isaías y de otros pasajes de la Escritura. Estos textos están a su vez relacionados entre sí: en situaciones difíciles, las imágenes antiguas son reinterpretadas y desarrolladas ulteriormente; dentro del mismo Libro de Daniel puede observarse un proceso de este estilo, de relectura de las mismas palabras en la progresión de la historia. Jesús se adentra en esta forma de «relecture» y, basándose en ello, se puede entender también que la comunidad de los fieles —como hemos ya señalado brevemente— leyera a su vez las palabras de Jesús actualizándolas según las propias situaciones nuevas, conservando naturalmente el mensaje de fondo. Sin embargo, el hecho de que Jesús no hable de las cosas futuras con palabras propias, sino que se refiera a ellas de manera nueva con antiguas palabras proféticas, tiene un sentido más profundo.
Pero primero debemos prestar atención a lo que hay de novedad: el futuro Hijo del hombre, del que había hablado Daniel sin poderle dar un perfil personal (cf. 7,13s), se identifica ahora con el Hijo del hombre que está hablándoles en el presente a los discípulos. Las palabras apocalípticas de antaño adquieren un carácter personalista: en su centro entra la persona misma de Jesús, que une íntimamente el presente vivido con el futuro misterioso. El verdadero «acontecimiento» es la persona que, a pesar del transcurso del tiempo, sigue estando realmente presente. En esta persona el porvenir está ahora aquí. El futuro, a fin de cuentas, no nos pondrá en una situación distinta de la que ya se ha creado en el encuentro con Jesús.
Así, al centrar las imágenes cósmicas en una persona, en una persona actualmente presente y conocida, el contexto cósmico se convierte en algo secundario, y también la cuestión cronológica pierde importancia: en el desarrollo de las cosas físicamente mensurables, la persona «es», tiene su «tiempo» propio, «permanece».
Esta relativización de lo cósmico, o mejor, su concentración en lo personal, se muestra con especial claridad en la palabra final de la parte apocalíptica: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán» (Mc 13,31). La palabra, casi nada en comparación con el enorme poder del inmenso cosmos material, un soplo del momento en la magnitud silenciosa del universo, es más real y más duradera que todo el mundo material. Es la realidad verdadera y fiable, el terreno sólido sobre el que podemos apoyarnos y que resiste incluso al oscurecerse del sol y al derrumbe del firmamento. Los elementos cósmicos pasan; a palabra de Jesús es el verdadero «firmamento» bajo el cual el hombre puede estar y permanecer.
Esta concentración personalista, más aún, esta transformación de las visiones apocalípticas, que se corresponde sin embargo con la orientación interior de las imágenes veterotestamentarias, es la verdadera especificidad en las palabras de Jesús sobre el fin del mundo: esto es lo que cuenta en este asunto.
Con esto podemos comprender también por qué Jesús no describe el fin del mundo, sino que lo anuncia con palabras ya existentes del Antiguo Testamento. El hablar del futuro con palabras del pasado pone este discurso a resguardo de cualquier vinculación cronológica. No se trata de una nueva formulación de la descripción del porvenir, como sería de esperar de los adivinos, sino de insertar la visión del futuro en la Palabra de Dios, que ya se nos ha dado, y cuya estabilidad por un lado, y sus potencialidades abiertas por otro, resultan de este modo evidentes. Queda claro que la Palabra de Dios de entonces ilumina el futuro en su significado esenc;a1. No ofrece, sin embargo, una descripción del futuro, sino que nos muestra solamente el camino recto para ahora y para el mañana.
Las palabras apocalípticas de Jesús nada tienen que ver con la adivinación. Quieren precisamente apartarnos de la curiosidad superficial por las cosas visibles (cf. Lc 17,20) y llevarnos a lo esencial: a la vida que tiene su fundamento en la Palabra de Dios que Jesús nos ha dado; al encuentro con Él, la Palabra viva; a la responsabilidad ante el Juez de vivos y muertos.



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