DISCURSO
ESCATOLÓGICO
DE JESÚS
San Mateo, al final de las recriminaciones de Jesús a los escribas y fariseos, y
por tanto en el contexto de las enseñanzas que siguieron a su entrada en
Jerusalén, nos transmite unas palabras misteriosas de Jesús, que en Lucas se
encuentran durante su camino hacia la Ciudad Santa: «Jerusalén, Jerusalén, que
matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he
querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas!
Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra casa quedará vacía» (Mt
23,37s; cf. Lc 13,34s). En estas frases se manifiesta ante todo el amor
profundo de Jesús por Jerusalén, su lucha apasionada para lograr el «sí» de la
Ciudad Santa al mensaje que Él ha de transmitir, y con el cual se pone en la
gran línea de los mensajeros de Dios en la historia precedente de la salvación.
La imagen de la
gallina protectora y preocupada proviene del Antiguo Testamento: Dios «encontró
[a su pueblo] en tierra desierta... Y le envuelve, le sustenta, le cuida como a
la niña de sus ojos. Como uno que vela por su nidada, revolotea sobre sus
polluelos, así despliega él sus alas y le toma, lo lleva sobre sus plumas» (Dt
32,10s). Al lado de este texto puede ponerse la hermosa expresión del
Salmo 36,8: «¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los hombres se
acogen a la sombra de tus alas».
Jesús aplica
aquí la bondad poderosa de Dios mismo a su propio obrar y a su intento de atraer
a la gente. No obstante, esta bondad que protege a Jerusalén con las alas
desplegadas (cf. Is 31,5) se dirige al libre albedrío de los polluelos, y
éstos la rechazan: «Pero no habéis querido» (Mt 23,37).
La desdicha que
se sigue de esto la indica Jesús de manera misteriosa, pero inequívoca, con una
palabra que retorna una antigua tradición profética. Jeremías, ante el mal
comportamiento en el templo, había proferido un oráculo de Dios: «Dejé mi casa,
abandoné mi heredad» (12,7). Precisamente lo mismo que anuncia Jesús: «Vuestra
casa quedará vacía» (Mt 23,38). Dios se marcha. El templo ya no es aquel
lugar donde Él ha puesto su nombre. Quedará vacío; ahora es solamente «vuestra
casa».
Estas palabras
de Jesús encuentran un paralelismo sorprendente en Flavio Josefo, el
historiógrafo de la guerra judía; también Tácito ha recogido esta noticia en su
obra histórica (cf. Hist., 5,13). Flavio Josefo habla de acontecimientos
extraños ocurridos en los últimos años antes de que estallara la guerra judía:
todos anunciaban de modo diferente y preocupante el fin del templo. El
historiador menciona siete de estos signos. Quisiera citar aquí sólo el que más
se acerca a la palabra amenazadora de Jesús antes mencionada.
El
acontecimiento tiene lugar en Pentecostés del año 66 después de Cristo: «Cuando
en la fiesta llamada Pentecostés llegaron los sacerdotes al patio interior del
templo para desempeñar su ministerio sagrado, siguiendo la costumbre, habrían
notado en un primer momento, según dicen, un movimiento y un estruendo, y a
continuación unos gritos: "¡Vamos fuera de aquí!"» (De bello Judaico, VI,
299s). Sea lo que fuere lo que ocurrió en concreto, una cosa está clara: en los
últimos años antes del drama del año 70 aleteaba en torno al templo una
misteriosa percepción de que se acercaba su fin. «Vuestra casa quedará vacía».
«¡Vamos fuera de aquí!»: en la forma de la primera persona del plural, típica
del hablar bíblico de Dios (cf. p. ej. Gn 1,26), El mismo anuncia que se
irá del templo, dejándolo «vacío». Había en el aire un cambio de alcance
universal y de sentido imprevisible.
En Mateo, a la
palabra de la «casa vacía» —palabra que no anuncia todavía directamente la
destrucción del templo, pero sí ciertamente su fin intrínseco, el cese de su
significado como lugar de encuentro entre Dios y el hombre— sigue inmediatamente
el gran discurso escatológico de Jesús, con los temas centrales de la
destrucción del templo, de la destrucción de Jerusalén, del Juicio final y del
fin del mundo. Este discurso, transmitido por los tres Sinópticos con distintas
variantes, ha de considerarse tal vez como el texto más difícil de los
Evangelios.
Ello depende,
por un lado, de la complejidad del contenido, que en parte se refiere a
acontecimientos históricos que ya han sucedido con el paso del tiempo, pero que
en gran parte mira también hacia un futuro que va más allá de las realidades
temporales y que podemos percibir, y que más bien las lleva a su cumplimiento.
Se anuncia un porvenir que supera nuestras categorías y que, no obstante, puede
representarse sólo mediante modelos tomados de nuestra experiencia, modelos que
son necesariamente insuficientes frente al contenido que se ha de expresar. Así
se comprende por qué Jesús, que habla siempre sustancialmente en continuidad con
la Ley y los Profetas, explica el conjunto con una trama de palabras de la
Escritura en la cual inserta la novedad de su misión, de la misión del Hijo del
hombre.
Así, la visión
del futuro se puede expresar en buena medida con imágenes de la tradición que
quieren llevarnos más cerca de lo indescriptible; pero a estas dificultades del
contenido se añaden también todos los problemas de la historia
redaccional: precisamente porque las palabras de Jesús pretenden en este
caso ser un desarrollo en continuidad con la tradición, y no descripciones del
futuro, quienes las transmitieron han podido elaborar ulteriormente estos
desarrollos según las circunstancias y las capacidades de entender de sus
oyentes, teniendo cuidado en conservar fielmente el contenido esencial del
auténtico mensaje de Jesús.
Este libro no
tiene la pretensión de entrar en los múltiples problemas particulares de la
historia de la redacción y de la tradición del texto. Quisiera limitarme a
destacar tres elementos del discurso escatológico de Jesús en los que se
muestran con claridad las intenciones esenciales de esta composición.
1. EL FIN DEL TEMPLO
Antes de poner
nuevamente nuestra atención en las palabras de Jesús, hemos de echar una mirada
a los acontecimientos históricos del ario 70.
Con la expulsión del procurador
Gesio Floro y la defensa eficaz frente al
contraataque romano, en el ario 66
comenzó la guerra judía que, sin embargo, no era
solamente una guerra de los judíos contra los romanos, sino periódicamente
también una guerra en buena parte civil entre corrientes judías rivales bajo la
guía de sus cabecillas. Esto fue lo primero que dio a la batalla por Jerusalén
tanta atrocidad.
Eusebio
de Cesarea (t ca. 339)
y —con valoraciones diferentes—
Epifanio de Salamina (t
403), nos dicen que, ya antes de comenzar el
asedio de Jerusalén, los cristianos se habían refugiado en la región al este del
Jordán, en la ciudad de Pella. Según Eusebio,
se decidieron a huir después de que les fuera impartida
por revelación a sus «responsables» una orden precisa (cf. Hist. eccl.,
III, 5). Epifanio, en cambio, escribe: «Cristo les había dicho que
abandonaran Jerusalén y se trasladaran a otro lugar, porque la ciudad sería
asediada» (Haer., 29,8). De hecho, leemos en el discurso escatológico de
Jesús una apremiante invitación a la fuga: «Cuando veáis la abominación de la
desolación erigida donde no debe... entonces, los que estén en Judea, huyan a
los montes» (Mc 13,14).
No se puede
precisar en qué situación o vicisitud los cristianos vieran verificarse este
signo de «abominación de la desolación» y decidieran marcharse. Pero en aquellos
años de la guerra judía hubo suficientes acontecimientos que podían ser
interpretados como este signo anunciado por Jesús, cuya formulación verbal está
tomada del Libro de Daniel (9,27; 11,31; 12,11), donde se alude a la
profanación helenista del templo. Esta expresión simbólica, tomada de la
historia de Israel en cuanto anuncio del futuro, permitía diferentes
interpretaciones. Así, el texto de Eusebio puede resultar ciertamente razonable
en el sentido de que, por ejemplo, algunos miembros destacados de la comunidad
paleocristiana reconocieran «por una revelación» en un cierto acontecimiento el
signo del que habían oído hablar y lo interpretaran como la orden de iniciar
inmediatamente la fuga.
Alexander
Mittelstaedt hace notar que, en el verano del año 66, junto a José ben Gurion,
fue elegido el ex sumo sacerdote Anán (Anás II) como estratega para conducir la
guerra: aquel Anán que el año 62 d. C. había decretado la condena a muerte del
«hermano del Señor», Santiago, cabeza de la comunidad judeocristiana (Lukas
als Historiker, p. 68). Esta elección podía ser interpretada sin duda
por los judeocristianos como la señal para la salida, aunque, ciertamente, ésta
es sólo una entre muchas hipótesis. En todo caso, la fuga de los judeocristianos
demuestra una vez más con toda evidencia el «no» de los cristianos a la
interpretación zelote del mensaje bíblico y de la figura de Jesús: su esperanza
es de naturaleza diferente.
Volvamos al
desarrollo de la guerra judía. Vespasiano, que fue encargado por Nerón de la
operación, suspendió todas las acciones militares cuando, el año 68, fue
anunciada la muerte del emperador. Después de un breve intermedio, el mismo
Vespasiano fue proclamado nuevo emperador el 1 de julio de 69. Por eso confió el
encargo de la conquista de Jerusalén a su hijo Tito.
Éste, según
Flavio Josefo, debió de llegar ante la Ciudad Santa presumiblemente justo en el
periodo de las festividades de la Pascua, el 14 del mes de Nisán, por tanto en
el 40 aniversario de la crucifixión de Jesús. Miles de peregrinos afluían a
Jerusalén. Juan de Giscala, uno de los jefes de la insurrección, en lucha entre
ellos, consiguió hacer entrar a escondidas en el templo a combatientes armados,
disfrazados de peregrinos, que iniciaron allí una matanza de los seguidores de
su rival Eleazar ben Simón, contaminando así una vez más el santuario con la
sangre de inocentes (Mittelstaedt, p. 72). Esto, sin embargo, no era más que una
primera demostración de las crueldades inimaginables que se desencadenarían
después con creciente brutalidad, y en la que el fanatismo de los unos y la
furia creciente de los otros se azuzaban mutuamente.
No es preciso
tratar aquí los detalles de la conquista y la destrucción de la ciudad y del
templo. No obstante, puede ser útil citar el texto en el que
Mittelstaedt resume el desarrollo terrible del drama: «El fin del templo
se desarrolla en tres etapas: en un primer momento se produce la suspensión del
sacrificio regular, por lo cual el santuario queda reducido a una fortaleza;
sigue luego el incendio, que a su vez se desarrolla en tres etapas... Y, en fin,
se procede al desmantelamiento de las ruinas después de la caída de la ciudad.
Las destrucciones decisivas... se producen por el fuego; los desmantelamientos
sucesivos fueron ya sólo un colofón. Los que no murieron y pudieron sobrevivir
incluso a la carestía o las epidemias, tenían ante sí la perspectiva del circo,
del trabajo en las minas o de la esclavitud» (pp. 84s).
Según
Flavio Josefo, el número de muertos llegó a
1.100.000 (De bello
Jud.,
VI,
420). Orosio
(Hist. adv.
pag.,
VII, 9, 7) y, de modo
similar, Tácito (Hist.,
V,
13) hablan
de 600.000 muertos. Mittelstaedt
opina que estas cifras son exageradas, y que siendo realistas se debería suponer
un número aproximado de 80.000 muertos (p.
83). Quien lee por entero los informes y toma conciencia
de la cantidad de homicidios, matanzas, saqueos, incendios, hambre, ensañamiento
con los cadáveres y la destrucción del entorno (deforestación total en un radio
de 18 kilómetros alrededor de la ciudad), puede entender
que Jesús —retomando una palabra del Libro
de Daniel (12,1)—
comente el acontecimiento diciendo:
«Aquellos días habrá una tribulación como no la hubo igual desde el principio de
la creación que hizo Dios hasta el presente, ni la volverá a haber»
(Mc 13,19).
En Daniel, a
esta palabra de amenaza sigue una promesa: «Entonces se salvará tu pueblo: todos
los que se encuentren inscritos en el libro» (12,1).
También en el discurso de Jesús el horror no tiene la última palabra: los días
serán abreviados y los elegidos salvados. Dios deja una medida grande
—supergrande según nuestra impresión— de libertad al mal
y a los malos; pero, no obstante, la historia no se le va de las manos.
En todo este
drama, que por desgracia es sólo un ejemplo de tantas otras tragedias de la
historia, hay un acontecimiento central para la historia de la salvación, un
acontecimiento que significa un corte neto de grandes consecuencias para toda la
historia de las religiones y, en general, para la historia de la humanidad: el
5 de agosto del ario 70, «a causa
de la carestía y la falta de los elementos necesarios, se tuvo que suspender el
sacrificio cotidiano en el templo» (Mittelstaedt, p.
78).
Es verdad que,
después de la destrucción del templo por Nabucodonosor en
587 a. C., el fuego para el sacrificio quedó apagado
durante setenta años aproximadamente, y que una segunda vez, entre los años
166 y
164 a. C., bajo la dominación
helenista de Antíoco IV, el templo
había sido profanado y el ministerio sacrificial al único
Dios fue sustituido por sacrificios a Zeus. Pero en ambos
casos el templo resurgió y se reanudó el culto prescrito por la
Torá.
La destrucción
del ario 70, en cambio, fue definitiva: los intentos de
una reconstrucción del templo bajo los emperadores Adriano,
durante la insurrección de Bar-Kokebá
(132-135
d. C.), y Juliano (361)
fracasaron. La revuelta de Bar-Kokebá tuvo incluso como
consecuencia el que Adriano prohibiera al pueblo judío el
acceso al territorio de Jerusalén y sus alrededores. En el lugar de la Ciudad
Santa, el emperador construyó una nueva, que después se llamó
«Aelia Capitolina», donde se celebraba el culto a Júpiter
Capitolino. «Sólo en el siglo IV, el emperador
Constantino permitió a los judíos visitar la ciudad una vez al ario en la
conmemoración de la destrucción de Jerusalén para hacer luto ante el muro del
templo» (Gnilka,
Nazarener,
p.
72).
Para el
judaísmo, el cese del sacrificio y la destrucción del templo tuvo que ser una
conmoción terrible. Templo y sacrificio estaban en el centro de la
Torá.
Pero ahora ya no había
ninguna expiación en el mundo, nada que pudiera hacer de contrapeso a su
creciente contaminación a causa del mal. Y todavía más: Dios, que había puesto
su nombre en este templo y que, por tanto, habitaba en él de modo
misterioso, ahora había perdido esta su morada sobre la tierra. ¿Dónde estaba la
alianza? ¿Dónde la promesa?
Una cosa está
clara: la Biblia —el Antiguo Testamento— debía leerse de un modo nuevo. El
judaísmo de los saduceos, que estaba totalmente vinculado al templo, no ha
sobrevivido a esta catástrofe, y también Qumrán, que en
realidad se oponía al templo herodiano, pero que esperaba
un templo nuevo, ha desaparecido de la historia. Existen dos respuestas a esta
situación, dos maneras de leer de modo nuevo el Antiguo Testamento después del
ario 70: la lectura a la luz de Cristo, basándose en los
profetas, y la lectura rabínica.
De las
corrientes judías del tiempo de Jesús sólo ha sobrevivido el fariseísmo, que
encontró una nueva guía en la escuela rabínica de Yabne y
elaboró un modo particular de leer e interpretar —en la época ya sin templo— el
Antiguo Testamento poniendo en su centro la
Torá.
Sólo a partir de este momento hablamos de «judaísmo»
en el sentido propio del término, como modo de considerar y leer el canon de los
escritos bíblicos en cuanto revelación de Dios sin el mundo concreto del culto
en el templo. Este culto ya no existe. A este respecto, después del ario
70, también la fe de Israel ha asumido una forma nueva.
Después de
siglos de contraposición, reconocemos como tarea nuestra el esfuerzo para que
estos dos modos de la nueva lectura de los escritos bíblicos —la cristiana y la
judía— entren en diálogo entre sí, para comprender
rectamente la voluntad y la Palabra de Dios.
Gregorio
Nacianceno (+ ca. 390) ha tratado de establecer retrospectivamente una especie
de periodos de la historia de la religión a partir del fin del templo
jerosolimitano. Él habla de la paciencia de Dios, que no impone al hombre nada
incomprensible: Dios actúa como un buen pedagogo o un médico. Abroga lentamente
ciertas costumbres, tolera otras y así lleva al hombre a hacer progresos. «No es
fácil cambiar costumbres vigentes y veneradas desde hace mucho tiempo... ¿Qué
quiero decir? El primer Testamento suprimió los ídolos, pero toleraba los
sacrificios. El segundo puso fin a los sacrificios, pero no prohibió la
circuncisión. Una vez aceptada la abolición [de dicha costumbre, los hombres]
renunciaron a lo que solamente estaba tolerado» (cit. en Barbel, pp. 261-263).
En la visión de este Padre de la Iglesia también los sacrificios, aunque
previstos por la Torá, aparecen como una cosa solamente tolerada —como
una etapa en el recorrido hacia un culto más verdadero—, como algo provisional,
que durante el camino debía superarse y que Cristo ha superado.
Pero ahora se
plantea decididamente la cuestión: ¿ Cómo ha visto Jesús mismo todo esto? Y ¿
cómo ha sido entendido Él por los cristianos? No es necesario examinar aquí en
qué medida los detalles particulares del discurso escatológico de Jesús se
remontan a su palabra personal. Que Él haya anunciado el fin del templo —y
precisamente su fin teológico, histórico-salvífico— está fuera de dudas. Lo
confirman sobre todo, además del discurso escatológico, la expresión sobre la
casa que quedaría vacía, de la que hemos partido (cf. Mt 23,37s; Lc
13,34s), y la palabra de los falsos testigos en el proceso a Jesús (cf.
Mt 26,61; 27,40; Mc 14,58; 15,29; Hch 6,14), que vuelve a
aparecer bajo la cruz como palabra de escarnio y es citada por Juan como palabra
en labios de Jesús mismo y en su correcta formulación (cf. 2,19).
Jesús había
amado el templo como propiedad del Padre (cf. Lc 2,49) y se había
complacido en enseñar en él. Lo había defendido como casa de oración para todas
las naciones y trató de prepararlo para esta finalidad. Pero sabía también que
la época de este templo estaba acabada y que llegaría algo nuevo que estaba
relacionado con su muerte y resurrección.
La Iglesia
naciente tenía que reunir y leer juntos estos fragmentos en gran parte
misteriosos de las palabras de Jesús —sus afirmaciones sobre el templo y,
especialmente, sobre la cruz y la resurrección—para reconocer al final en dichos
fragmentos todo el conjunto de lo que Jesús quiso expresar. Esto era una tarea
nada fácil, pero fue afrontada a partir de Pentecostés, y podemos decir que,
antes del fin material del templo, todos los elementos esenciales de la nueva
síntesis se encontraban ya en la teología paulina.
Sobre la
relación de la comunidad primitiva con el templo los Hechos de los Apóstoles
nos dicen que «a diario
acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y
comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón»
(2,46). Se mencionan, pues, dos lugares de la vida de la Iglesia
naciente: para la predicación y la oración, se reúnen en el templo, que sigue
siendo considerado y aceptado como la casa de la Palabra de Dios y de la
oración; el partir el pan —el nuevo centro «cultual» de la existencia de los
fieles—tiene lugar sin embargo en las casas, como lugares de la asamblea y de la
comunión, gracias al Señor resucitado.
Aunque no se
han tomado todavía explícitamente las distancias respecto de los sacrificios
según la Ley, ya se perfila sin embargo una distinción esencial. Lo que hasta
aquel momento habían sido los sacrificios es reemplazado por el «partir el pan».
Pero, tras esta simple expresión, se esconde una referencia al legado de la
Última Cena, a la comunión en el Cuerpo del Señor; a su muerte y su
resurrección.
En la nueva
síntesis teológica, que ve el fin histórico-salvífico del
templo como ya cumplido en la muerte y resurrección de Jesús, antes aún de su
destrucción material, destacan dos grandes nombres: Esteban y Pablo.
Esteban
pertenece al grupo de los «helenistas» de la comunidad
primitiva de Jerusalén, un grupo de judeocristianos de lengua griega que, con su
nuevo modo de interpretar la Ley, prepararon el cristianismo paulino. El gran
discurso con el que
Esteban, según
el relato de los Hechos de los Apóstoles, trata de explicar su nueva
visión de la historia de la salvación es interrumpido en el punto decisivo. La
indignación de sus adversarios ha llegado ya al colmo y se desahoga con la
lapidación del orador. Pero el verdadero punto del desacuerdo queda expresado de
manera absolutamente clara en la exposición de la acusación que se presenta ante
el Sanedrín: «Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá el templo y
cambiará las tradiciones que recibimos de Moisés» (Hch
6,14). Se trata de las palabras de Jesús sobre el fin del templo de
piedra y sobre el nuevo templo, del todo diferente; palabras que evidentemente
Esteban ha hecho suyas y las ha puesto en el centro de su predicación.
Aunque no
podemos reconstruir en todos los pormenores la visión teológica de san Esteban,
resulta claro el punto esencial: se ha acabado la época del templo de piedra con
su culto sacrificial. En efecto, Dios mismo ha dicho: «Mi
trono es el cielo, la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué templo podéis
construirme —dice el Señor— o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano
todo esto?» (Hch
7,49s; cf.
/s 66,1s).
Esteban conoce
la crítica de los profetas al culto. Para él, con Jesús ha pasado el periodo del
sacrificio en el templo y, con ello, también la época del templo mismo; las
palabras del profeta adquieren ahora su plena razón. Algo nuevo ha comenzado,
algo donde se lleva a cumplimiento lo que, en realidad, era lo originario.
La vida y el
mensaje de san Esteban se han quedado en un fragmento que se interrumpe de
improviso con su lapidación, pero que, al mismo tiempo, lleva a cumplimiento su
vida y su mensaje: él, en su pasión, se ha hecho uno con Cristo. Tanto el
proceso como la muerte se asemejan a la Pasión de Jesús. Como hizo el Señor
crucificado, también él implora: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado»
(Hch 7,60). Correspondería a otro completar la visión teológica y edificar
sobre esta base la Iglesia de los gentiles: a Pablo, quien, cuando era llamado
Saulo, aprobó la muerte de Esteban (cf. Hch 8,1).
No es tarea de
este libro trazar las líneas fundamentales de la teología de Pablo y ni siquiera
tan sólo de su concepción del culto y del templo. Aquí se trata únicamente de
subrayar que el cristianismo naciente, mucho antes de la destrucción material
del templo, estaba convencido de que su papel en la historia había llegado a su
fin, como Jesús había afirmado con la palabra sobre la «casa que quedará vacía»
y con el discurso sobre el nuevo templo.
A decir verdad,
la gran lucha de san Pablo en la edificación de la Iglesia de los gentiles, del
cristianismo «libre de la Ley», no se refiere al templo. El contraste con los
distintos grupos del judeocristianismo gira en torno a las «costumbres» de
fondo, en las que se expresaba la identidad judía: la circuncisión, el sábado,
las prescripciones alimentarias y las normas de pureza. Mientras que sobre la
cuestión de la necesidad de estas «costumbres» para alcanzar la salvación se
desencadenó una lucha dramática
también entre los cristianos —lucha que al final llevó al arresto del Apóstol en
Jerusalén—, parece extraño no encontrar por ningún lado huellas de un conflicto
sobre el templo y sobre la necesidad de sus sacrificios; y esto a pesar de que,
según el relato de los Hechos de los Apóstoles, «incluso muchos
sacerdotes aceptaban la fe» (6,7).
Sin embargo,
Pablo no ha omitido este problema: por el contrario, el centro de su enseñanza
es el mensaje de que todos los sacrificios se llevan a cumplimiento en la cruz
de Cristo; en Él se ha realizado lo que intentaban todos los sacrificios —la
expiación— y, así, Jesús mismo se ha puesto en lugar del templo: el nuevo templo
es El.
Baste una breve
indicación. El texto más importante se encuentra en la Carta a los Romanos
3,23ss: «Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús,
a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre. Así
quería Dios demostrar que no fue injusto dejando impunes con su tolerancia los
pecados del pasado».
La palabra
traducida aquí como «sacrificio de propiciación» en griego se dice «hilastérion»,
«kapporet» en hebreo. Así se llamaba la cubierta del Arca de la Alianza. Es
el lugar sobre el que aparece JHWH en una nube, el lugar de la misteriosa
presencia de Dios. En el Día de la Expiación —Yom Hakkippurim (cf. Lv 16)—,
este lugar sagrado es
rociado con la sangre del novillo inmolado como víctima de expiación, «cuya vida
se ofrece así a Dios en lugar de la de los hombres pecadores merecedores de la
muerte» (Wilckens, II, 1, p.
235). La idea de fondo es que la sangre del sacrificio,
en la que han sido puestos todos los pecados de los hombres, es purificada al
tocar la divinidad misma y, así, mediante el contacto con Dios, también los
hombres, representados por esta sangre, vuelven a ser puros: un concepto que, en
su grandeza e insuficiencia a la vez, es conmovedor; una concepción que no podía
ser la última palabra de la historia de las religiones, ni la última palabra en
la historia de la fe de Israel.
Si Pablo aplica
la palabra hilastérion a Jesús, designándolo de la
misma manera que la cubierta del Arca de la Alianza, y por tanto como el lugar
de la presencia del Dios vivo, entonces toda la teología
veterotestamentaria del culto (y con ella las teologías del culto de toda
la historia de las religiones) queda «abolida», y elevada al mismo tiempo a una
altura totalmente nueva. Jesús mismo es la presencia del Dios vivo. En Él, Dios
y el hombre, Dios y el mundo, están en contacto. En Él se cumple lo que el rito
del Día de la Expiación quería expresar: en la entrega de sí mismo en la cruz,
Jesús deposita, por decirlo así, todo el pecado del mundo en el amor de Dios, y
en él lo limpia. Unirse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, significa
entrar en el ámbito de la transformación y la expiación.
Todo esto es
difícil de entender hoy para nosotros; cuando reflexionemos sobre la Última Cena y la muerte en
cruz de Jesús, hemos de volver con mayor amplitud sobre esto y esforzarnos por
comprenderlo con más detalle. Aquí se ha tratado sólo de mostrar cómo Pablo ha
previsto plenamente la abolición del templo e introducido su teología
sacrificial en la cristología.
Para Pablo, el templo, con su culto, ha sido «demolido» en la crucifixión de
Cristo; en su lugar está ahora el Arca de la Alianza viva de Cristo crucificado
y resucitado. Si, con Ulrich Wilckens, podemos suponer
que el pasaje de Romanos 3,25 es una «fórmula de
la fe de los judeocristianos» (I, 3, p.
182), entonces vemos qué pronto había madurado esta convicción en el
cristianismo; es decir, que éste sabía desde el principio que el Resucitado es
el nuevo templo, el verdadero lugar de contacto entre Dios y el hombre. Por eso
Wilckens puede decir también con razón: «Simplemente,
quizás los cristianos no han participado desde el principio en el culto del
templo... Por tanto, la destrucción del templo en el ario 70
d. C. no era un problema religioso que les afectara» (II,
1, p. 31).
Pero así se
pone de manifiesto claramente que la gran visión teológica de la Carta a los
Hebreos se limita a desarrollar en detalle lo que, en su núcleo, está
expresado ya en Pablo, y que Pablo mismo, a su vez, había ya encontrado como
contenido esencial en la tradición preexistente de la Iglesia. Más tarde veremos
que, a su modo, la oración sacerdotal de Jesús reinterpreta
en el mismo sentido el desarrollo del gran Día de la Expiación y, por
tanto, el centro de la teología veterotestamentaria de la
redención, considerándola cumplida en la cruz.
2. EL TIEMPO DE LOS PAGANOS
Una lectura o
una escucha superficial del discurso escatológico de Jesús da necesariamente la
impresión de que, desde el punto de vista cronológico, Jesús vinculó
directamente el fin de Jerusalén con el fin del mundo, particularmente cuando se
lee en Mateo: «Después de la tribulación de aquellos días, el sol se
oscurecerá... Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre»
(24,29s). Esta concatenación cronológicamente directa entre el fin de Jerusalén
y el fin del mundo entero parece confirmarse más aún cuando, unos versículos
después, se encuentran estas palabras: «Os aseguro que no pasará esta generación
sin que todo esto suceda» (24,34).
A primera
vista, parece que sólo Lucas haya atenuado esta relación. En él se lee: «Caerán
a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será
pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora»
(21,24). Entre la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo se intercala «la
hora de los gentiles». Se ha reprochado a Lucas el haber desplazado así el eje
cronológico de los Evangelios y el mensaje originario de Jesús, de haber
transformado el fin de los tiempos en el tiempo intermedio, inventando así el
tiempo de la Iglesia como nueva fase de la historia de la salvación. Pero,
mirando con atención, se descubre que esta «hora de los paganos» también se
anuncia en Mateo y en Marcos con palabras diferentes en otros puntos de la
predicación de Jesús.
En Mateo
encontramos estas palabras del Señor: "Se proclamará esta
Buena Nueva del Reino en el inundo entero, para dar testimonio a todas la
naciones. Y entonces vendrá el fin» (24,14). En Marcos se lee: «Y es preciso que
antes [del fin] sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones» (13,10).
Esto nos
demuestra ante todo que hay que ser muy cautos con el entramado interno de este
discurso de Jesús; el discurso ha sido compuesto con piezas sueltas que se
habían transmitido, que no constituyen un desarrollo lineal, sino que se han de
leer como si estuvieran juntas. Volveremos de modo más detallado en el curso del
tercer subcapítulo («Profecía y apocalíptica...») sobre este problema
redaccional, que tiene gran importancia para la comprensión correcta del texto.
Desde el punto
de vista del contenido se ve claramente que los tres Sinópticos saben algo de un
tiempo de los paganos: el fin del mundo sólo puede llegar cuando se haya llevado
el Evangelio a todos los pueblos. El tiempo de los paganos —el tiempo de la
Iglesia de los pueblos del mundo— no es una invención de san Lucas; es
patrimonio común de la tradición de todos los Evangelios.
Aquí
encontramos de nuevo el enlace entre la tradición de los Evangelios y los
motivos fundamentales de la teología paulina. Si Jesús dice en el discurso
escatológico que primero tiene que ser anunciado el Evangelio a las naciones, y
sólo después puede llegar el fin, en Pablo encontramos una afirmación
prácticamente idéntica en la Carta a
los Romanos: «El endurecimiento de
una parte de Israel durará hasta que entren todos los pueblos; entonces todo
Israel se salvará...» (11,25s). Todos los paganos e
Israel entero: aparece en esta fórmula el universalismo de la voluntad divina de
salvación. Pero, en nuestro contexto, es importante que también Pablo conozca el
tiempo de los paganos que tiene lugar ahora, y que tiene que cumplirse para que
el plan de Dios alcance su propósito.
El hecho de que
el cristianismo primitivo no pudiera hacerse una idea cronológicamente adecuada
de la duración de estos kairoé (tiempos) de los
paganos, suponiéndolos seguramente bastante breves, es a fin de cuentas
secundario. Lo esencial está en la afirmación fundamental y en la indicación de
dicho tiempo, que debía ser entendido y fue entendido por los discípulos, sin
cálculos sobre su duración, ante todo como tarea: realizar ahora lo que ha sido
anunciado y exigido, es decir, llevar el Evangelio a todas las gentes.
El caminar
incansable de san Pablo hacia los pueblos para llevar el mensaje a todos y
cumplir así la tarea, posiblemente ya durante su vida, muestra precisamente una
tenacidad que sólo se explica por su convencimiento del significado histórico y
escatológico del anuncio: «No tengo más remedio, y ¡ay de mí si no anuncio el
Evangelio!» (/ Co 9,16).
En este sentido,
la urgencia de la evangelización en
la generación apostólica no está motivada tanto por la cuestión
sobre la necesidad de conocer el Evangelio para la salvación individual de cada
persona, cuanto más bien por esta gran concepción de la historia: para que el
mundo alcance su meta, el Evangelio tiene que llegar a todos los pueblos. En
algunos periodos de la historia la percepción de esta urgencia se ha debilitado
mucho, pero siempre se ha vuelto a reavivar después, suscitando un nuevo
dinamismo en la evangelización.
A este respecto
queda siempre en el trasfondo también la cuestión sobre la misión de Israel. Hoy
vemos desconcertados cuántos malentendidos cargados de consecuencias han pesado
en los siglos sobre este punto. Sin embargo, una nueva reflexión puede hacer ver
que en todo momento de ofuscación pueden hallarse siempre posibilidades de una
comprensión correcta.
Quisiera hacer
aquí una referencia a lo que Bernardo de
Claraval
aconsejaba sobre esta cuestión a su discípulo, el papa Eugenio
III.
Le recuerda al Papa que no sólo se le ha confiado el
cuidado de los cristianos: «Tú eres deudor también respecto a los infieles, los
judíos, los griegos y los paganos» (De
cons.,
I,
2). Sin
embargo, enseguida se corrige, precisando: «Admito que, por lo que se refiere a
los judíos, quedas excusado por el tiempo; para ellos se ha establecido un
determinado momento, que no se puede anticipar. Deben preceder los paganos en su
totalidad. Pero ¿qué dices acerca de los paganos mismos?... ¿En qué pensaban tus
predecesores para... interrumpir la evangelización, mientras la incredulidad
sigue siendo todavía tan extendida? ¿Por
qué motivo... la palabra que corre veloz se ha detenido?...» (III, I, 3).
Hildegard Brem
comenta así este pasaje: «Según Romanos 11,25, la Iglesia no tiene que
preocuparse por la conversión de los judíos, porque hay que esperar el momento
establecido por Dios, "hasta que entren todos los pueblos" (Rm 11,25).
Por el contrario, los judíos mismos son una predicación viviente, a la que la
Iglesia se debe remitir porque hacen pensar en la Pasión de Cristo (cf. Ep
363)...» (Winkler I, p. 834).
El anuncio del
tiempo de los paganos, y la tarea que se deriva de él, es un punto central del
mensaje escatológico de Jesús. El cometido particular de evangelizar a los
paganos, que Pablo recibió del Resucitado, está firmemente unido al mensaje que
Jesús dirigió a los discípulos antes de su pasión. El tiempo de los paganos —«el
tiempo de la Iglesia»— que, como hemos visto, ha sido transmitido por todos los
Evangelios, constituye un elemento esencial del mensaje escatológico de Jesús.
3. PROFECÍA Y APOCALÍPTICA EN EL DISCURSO ESCATOLÓGICO
Antes de
ocuparnos de lo que es la parte apocalíptica del discurso de Jesús en su sentido
más estricto, tratemos de llegar a una visión de conjunto de todo lo que hemos
encontrado hasta ahora.
Encontramos en
primer lugar el anuncio de la destrucción del templo y, en Lucas de manera
explícita, también de la destrucción de Jerusalén. No obstante, ha quedado claro
que el núcleo de las palabras de Jesús no apunta a las acciones exteriores de la
guerra y la destrucción, sino al final en el sentido histórico-salvífico del
templo, que se convierte en la casa que «queda vacía»: deja de ser el lugar de
la presencia de Dios y de la expiación para Israel, más aún, para el mundo. Ha
pasado el tiempo de los sacrificios según la Ley de Moisés.
Hemos visto que
la Iglesia naciente, mucho antes del fin material del templo, era consciente de
este profundo viraje de la historia; y que, a pesar de tantas discusiones
difíciles sobre lo que se debía conservar y declarar obligatorio de las
costumbres judías, incluso para los paganos, sobre este punto obviamente no hubo
ningún disenso: con la cruz de Cristo la época de los sacrificios llegó a su
fin.
Hemos
comprobado, además, que el anuncio de un tiempo de los gentiles forma parte del
núcleo del mensaje escatológico de Jesús, un tiempo durante el cual se debe
llevar el Evangelio a todo el mundo y a todos los hombres: sólo después la
historia puede alcanzar su meta.
Entretanto,
Israel conserva su propia misión. Está en las manos de Dios, que lo salvará «por
entero» en el tiempo apropiado, una vez que el número de los paganos esté
completo. Es obvio y nada sorprendente que no se pudiera calcular la duración
histórica de este periodo. Pero se hizo cada vez más
claro que la evangelización de los paganos se había convertido ahora en la tarea
por excelencia de los discípulos, sobre todo merced al encargo particular que
Pablo era consciente de haber asumido como carga y a la vez como gracia.
Según esto,
también se comprende ahora que este «tiempo de los paganos» no es todavía
verdadero tiempo mesiánico en el sentido de las grandes promesas de salvación,
sino precisamente siempre tiempo de esta historia y de sus sufrimientos y, sin
embargo, de modo nuevo, también tiempo de esperanza: «La noche está avanzada, el
día se echa encima»
(Rm
13,12).
Me parece obvio
que algunas parábolas de Jesús —la parábola de la red con peces buenos y malos
(Mt 13,47-50),
la parábola de la cizaña en el campo
(Mt 13,24-30)—
se refieren a este tiempo de la Iglesia. En la pura
perspectiva de la escatología inminente no tienen ningún sentido.
Como tema
secundario hemos encontrado la invitación dirigida a los cristianos de huir de
Jerusalén en el momento de una profanación del templo de la que no se dan más
detalles. La historicidad de esta fuga en la ciudad
transjordana
de Pella no se puede poner seriamente en duda. Este
detalle, bastante marginal para nosotros, tiene, sin embargo, un sentido
teológico que no se debe infravalorar: el no participar en la defensa armada del
templo, en aquella campaña que convirtió el mismo lugar sagrado en una fortaleza
y en escenario de crueles acciones militares, correspondía exactamente a la línea adoptada
por Jeremías durante el asedio de Jerusalén por parte de los babilonios (cf. p.
ej.
Jr 7,1-15; 38,14-28).
Joachim Gnilka,
no obstante,
hace notar sobre todo la conexión de esta actitud con el núcleo del mensaje de
Jesús: «Es sumamente improbable que los creyentes en Cristo residentes en
Jerusalén participaran en la guerra. El cristianismo palestino ha transmitido el
Sermón de la Montaña. Por tanto, deben haber conocido los mandamientos de Jesús
sobre el amor a los enemigos y la renuncia a la violencia. Sabemos, además, que
no tomaron parte en la revuelta en tiempos del emperador
Adriano» (Nazarener,
p.
69).
Otro elemento
esencial del discurso escatológico de Jesús es la advertencia contra los
pseudo-mesías
y contra las fantasías apocalípticas. Con esto se
relaciona también la invitación a la sobriedad y a la vigilancia, que
jcsús
ha desarrollado ulteriormente en algunas parábolas,
particularmente en la de las vírgenes sabias y necias
(Mt 25,1-13),
así como en las palabras sobre el portero vigilante
(cf. Mc 13,33-36).
Estas palabras muestran precisamente
cómo ha de entenderse el término «vigilancia». No es un salir del presente, un
especular sobre el futuro, un olvidar el cometido actual; muy al contrario,
vigilancia significa hacer aquí y ahora lo que es justo, tal como se debería
obrar ante los ojos de Dios.
Mateo y Lucas
transmiten la parábola del siervo que, al ver el retraso del retorno del dueño y contando con
su ausencia, se yergue ahora él mismo como dueño, golpea a los siervos y a las
siervas y se da a la buena vida. El siervo bueno, en cambio, permanece siervo,
sabe que debe rendir cuentas. Da a cada uno lo que le corresponde y recibe
alabanzas del dueño por haber actuado así: la verdadera vigilancia es practicar
la justicia (cf.
Mt 24,45-51; Lc
12,41-46). Ser vigilante significa
saberse ante la mirada de Dios y obrar como suele hacerse ante sus ojos.
En la
Segunda Carta a los Tesalonicenses, Pablo ha explicado a los destinatarios
de manera tajante y concreta en qué consiste la vigilancia: «Cuando viví con
vosotros os lo dije: el que no trabaja, que no coma. Porque me he enterado de
que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada. Pues a ésos les
digo y les recomiendo, por el Señor Jesucristo, que trabajen con tranquilidad
para ganarse el pan» (3,10ss).
Otro elemento
importante del discurso escatológico de Jesús es la referencia a las futuras
persecuciones de los suyos. También aquí se presupone el tiempo de los paganos,
porque el Señor no dice solamente que sus discípulos serán entregados a
tribunales y a sinagogas, sino que serán llevados también ante gobernadores y
reyes (cf. Mc 13,9);
el anuncio del Evangelio estará siempre bajo el
signo de la cruz: esto es lo que los discípulos de Jesús han de aprender una y
otra vez en cada generación. La cruz es y sigue siendo el signo del «Hijo del
hombre»: a fin de cuentas, la verdad y el amor no
tienen otra arma en su lucha contra la mentira y la violencia que el testimonio
del sufrimiento.
Vengamos ahora
a la parte propiamente apocalíptica del discurso escatológico de Jesús: al
anuncio del fin del mundo, del retorno del Hijo del hombre y del Juicio
universal (cf. Mc 13,24-27).
Llama la
atención que este texto esté en gran parte entretejido con palabras del Antiguo
Testamento, en particular del Libro de Daniel, pero también de
Ezequiel, de Isaías y de otros pasajes de la Escritura. Estos textos
están a su vez relacionados entre sí: en situaciones difíciles, las imágenes
antiguas son reinterpretadas y desarrolladas ulteriormente; dentro del mismo
Libro de Daniel puede observarse un proceso de este estilo, de relectura de
las mismas palabras en la progresión de la historia. Jesús se adentra en
esta forma de «relecture» y, basándose en ello, se puede entender también
que la comunidad de los fieles —como hemos ya señalado brevemente— leyera a su
vez las palabras de Jesús actualizándolas según las propias situaciones nuevas,
conservando naturalmente el mensaje de fondo. Sin embargo, el hecho de que Jesús
no hable de las cosas futuras con palabras propias, sino que se refiera a ellas
de manera nueva con antiguas palabras proféticas, tiene un sentido más profundo.
Pero primero
debemos prestar atención a lo que hay de novedad: el futuro Hijo del hombre, del
que había hablado Daniel sin poderle dar un perfil personal (cf.
7,13s), se identifica ahora con el Hijo del hombre que
está hablándoles en el presente a los discípulos. Las palabras apocalípticas de
antaño adquieren un carácter personalista: en su centro
entra la persona misma de Jesús, que une íntimamente el presente vivido con el
futuro misterioso. El verdadero «acontecimiento» es la persona que, a pesar del
transcurso del tiempo, sigue estando realmente presente. En esta persona el
porvenir está ahora aquí. El futuro, a fin de cuentas, no nos pondrá en una
situación distinta de la que ya se ha creado en el encuentro con Jesús.
Así, al centrar
las imágenes cósmicas en una persona, en una persona actualmente presente y
conocida, el contexto cósmico se convierte en algo secundario, y también la
cuestión cronológica pierde importancia: en el desarrollo de las cosas
físicamente mensurables, la persona «es», tiene su «tiempo» propio, «permanece».
Esta
relativización de lo cósmico, o mejor, su concentración en lo personal, se
muestra con especial claridad en la palabra final de la parte apocalíptica: «El
cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán» (Mc
13,31). La palabra, casi nada en comparación con el enorme poder del
inmenso cosmos material, un soplo del momento en la magnitud silenciosa del
universo, es más real y más duradera que todo el mundo material. Es la realidad
verdadera y fiable, el terreno sólido sobre el que podemos apoyarnos y que
resiste incluso al oscurecerse del sol y al derrumbe del firmamento.
Los elementos cósmicos pasan; a palabra de Jesús es el verdadero «firmamento»
bajo el cual el hombre puede estar y permanecer.
Esta
concentración personalista, más aún, esta transformación
de las visiones apocalípticas, que se corresponde sin embargo con la orientación
interior de las imágenes veterotestamentarias, es la
verdadera especificidad en las palabras de Jesús sobre el fin del mundo: esto es
lo que cuenta en este asunto.
Con esto
podemos comprender también por qué Jesús no describe el fin del mundo, sino que
lo anuncia con palabras ya existentes del Antiguo Testamento. El hablar del
futuro con palabras del pasado pone este discurso a resguardo de cualquier
vinculación cronológica. No se trata de una nueva formulación de la descripción
del porvenir, como sería de esperar de los adivinos, sino de insertar la visión
del futuro en la Palabra de Dios, que ya se nos ha dado, y cuya estabilidad por
un lado, y sus potencialidades abiertas por otro, resultan de este modo
evidentes. Queda claro que la Palabra de Dios de entonces ilumina el futuro en
su significado esenc;a1. No ofrece, sin embargo, una
descripción del futuro, sino que nos muestra solamente el camino recto para
ahora y para el mañana.
Las palabras
apocalípticas de Jesús nada tienen que ver con la adivinación. Quieren
precisamente apartarnos de la curiosidad superficial por las cosas visibles (cf.
Lc 17,20) y llevarnos a lo esencial: a la vida que tiene su fundamento en
la Palabra de Dios que Jesús nos ha dado; al encuentro con Él, la Palabra viva;
a la responsabilidad ante el Juez de vivos y muertos.
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