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jueves, 6 de julio de 2017

Santificar el trabajo cotidiano

orar con el corazon abierto
No siempre la vida laboral es sencilla porque surgen dificultades o porque acomodarse al trabajo con otras personas no resulta fácil. Y pese a todos los inconvenientes que surjan, mi trabajo tengo que hacerlo siempre por amor a Dios. En realidad, la dignidad del trabajo radica en el amor. Lo pequeño y lo grande, lo aparentemente monótono y ordinario, lo escondido y lo más vistoso, lo que en apariencia parece insignificante, si está bien hecho y tiene un noble ideal es grande a los ojos de Dios.
Y si lo hago por amor a Él, al Señor se le tengo que ofrecer todo en su conjunto. No le puedo ofrecer nada —insignificante o vistoso— que no sea constante, impecable, perfecto, honesto, digno, recto de intención y sin tacha. Cada jornada laboral de mi vida tiene que convertirse en una ofrenda amorosa a Dios, en Dios y para Dios.
Y no debo olvidar nunca que allí donde está mi trabajo también está Dios; en el trabajo puedo tener un hermoso encuentro cotidiano con el Señor. Mi trabajo es, así, mi camino de santificación. Un espacio para amar a Dios, al que ofrecerle mi tarea cotidiana; y un lugar para amar al compañero, al que servirle, ayudarle y serle de utilidad.
La realidad de mi vida laboral pasa como decía un santo contemporáneo por santificar mi trabajo, santificarme en el trabajo y santificar al prójimo con el trabajo. Sabiendo todo esto, ¿Es mi vida laboral, mi trabajo, un camino para mi santificación personal?

¡Señor, concédeme la gracia de convertir mi vida laboral en un medio para servir a la sociedad! ¡Concédeme, Señor, la gracia, de que mi trabajo sea un camino para llegar a la santidad, que sea un momento de oración, que tenga un sentido redentor! ¡Ayúdame, Señor, a hacer bien el trabajo como la hacías Tú cuando trabajabas en la carpintería de Nazaret! ¡Espíritu Santo, ayúdame que mi trabajo, mis esfuerzos cotidianos, mis laborales diarias incluso las más insignificantes sean una manera de honrar a Dios! ¡Que no me olvide cada día de ofrecer mi trabajo antes de comenzar para hacerlo honesto, profesional, digno, eficaz, imperfecto y recto de intención! ¡Concédeme, Espíritu Santo, a hacer las cosas con alegría! ¡Oriéntame siempre, Espíritu Santo, en mi tarea como un modo de santificarme cada día y de servir a los demás! ¡Haz, Espíritu Santo, que mi corazón comprenda siempre que lo que dignifica y dar valor a mi trabajo es el amor que ponga en él; amor a Dios y a amor a los demás! ¡Ayúdame a hacer siempre las cosas con profesionalidad, con interés, como un modo de santificación!
Mi trabajo es creer, cantamos en el día de hoy:

miércoles, 5 de julio de 2017

La virtud de la delicadeza

desde dios
Una de las características que más me impresionan de la humanidad de Cristo es su delicadeza. Alrededor de Jesús todo rezuma delicadeza que entronca con otras de sus cualidades innatas como son la paciencia, el cariño, la alegría, la ternura, la finura, la humildad, la magnanimidad, la cortesía… Nada en Jesús es vulgar, ni grosero, ni prepotente, ni egoísta. Su trato con la gente es delicado porque la delicadeza y la mansedumbre —una de las características del alma de Jesús es que es “manso y humilde de corazón”— son dos virtudes que caminan juntas. Quien cultiva la mansedumbre hacia los demás se convierte en un ser delicado, incluso con aquellos con los que cuesta empatizar.

La delicadeza es una virtud que, en cierta manera, brota de una fe firme, que se traduce en actitudes bienintencionadas, en gestos que imitan la acción del Señor que es la santidad visible para el corazón del hombre como recuerda san Mateo en uno de sus pasajes: “En verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de mis hermanos, a Mí me lo hicisteis”.
La delicadeza cristiana nunca se asienta sobre una serie de principios y derechos innegociables, no se sustenta sobre privilegios adquiridos, no trata de defender los intereses particulares, no reivindica nunca el yo. La delicadeza, que lleva implícita la virtud de la humildad, es la contraposición al egoísmo y la soberbia, a la necesidad de aparentar, al hacer las cosas para ser aplaudido, a dejar entrever las intenciones para que nadie olvide que es cosa nuestra, impide al prójimo quedarse con la sensación de que te debe algo, ni deja la impresión de que estás con alguien por interés o por pena.
La delicadeza cristiana exige condescendencia con el prójimo —con el más cercano—, evita la discusión permanente, el herir con palabras y con gestos, el mal humor constante, el recriminar con acritud las cosas mal hechas, vincula la verdad a la caridad, valora a los que le rodean y respeta su dignidad, sus ideas, su opinión y sus carencias. La delicadeza cuida los pequeños detalles.
La delicadeza es un don del amor de Dios y, por tanto, hay que pedirle al Espíritu Santo que nos la envíe para tratar mejor a los más cercanos. En nuestra alma tiene que reinar la delicadeza porque un corazón delicado es un corazón que arde por cada persona que se le acerca. Delicadeza en nuestros actos y nuestras acciones, llenarlas todas ellas de contenido sobrenatural, como exigencia de nuestro amor. Así se comportó el Señor, y en eso hemos de imitarle cada día. Poniendo la delicadeza como criterio de conducta, seguro que las demás virtudes crecerán a nuestro alrededor.

¡Señor, envíame tu Espíritu, para seguir tu ejemplo, para imitarte en tu entrega a los demás, para hacer el bien a los que me rodean, para vivir en la humildad, la bondad y la generosidad, para caminar hacia el Reino al que Tú siempre me invitas! ¡Señor, quiero aprender de Ti, maestro bueno, ayúdame a descubrir la gratuidad de tu amor! ¡Conviérteme en un delicado instrumento de tu amor hacia los demás! ¡Envíame tu Espíritu, Señor, para reconocer tu presencia y agradecer tu compañía! ¡Señor, escucha mis plegarias que surge de un corazón sencillo, prepárame para seguir tu camino, ilumina mi sonrisa para convertirme en alguien delicado para los demás! ¡Todo lo espero de ti, Señor, confío plena y exclusivamente en ti, confío en la inmensidad de tu bondad, de tu poder y tu sabiduría! ¡Gracias, Señor, por tu delicadeza conmigo!
Al que está sentado en el trono es el título de la canción de hoy:

jueves, 29 de junio de 2017

Tengo la certeza de que Dios me escucha siempre

desde Dios
Tengo amigos que me recriminan mi poca participación en los chats de WhatsApp. Lo cierto es que estoy agregado a varias decenas de ellos y los sigo todos con la atención que el tiempo me permite, especialmente los que integran mis amigos en la fe. Pocas veces intervengo pero ayer me detuve especialmente en uno. Un amigo andaluz, amante del buen toreo, el fino, el jamón ibérico y las mujeres elegantes y guapas (sin llegar a más), escribe una experiencia personal y concluye: “Ahora tengo la certeza de que Dios me escucha siempre”. A orado intensamente con fe por algo y Dios ha escuchado su súplica. Alguien le responde con una frase de san Agustín: “La oración es la debilidad de Dios y la fuerza del hombre”.
Profundo siempre el santo de Hipona. Efectivamente, Dios escucha siempre. En mis momentos de aridez espiritual siempre me viene a la mente el tesón espiritual y físico del Señor para recogerse en oración cuando tuvo que superar tantos obstáculos humanos. Para Él ni la tribulación, ni el cansancio, ni el dolor, ni la sequedad constituyeron una traba para dejar de orar. Ese ejemplo del Señor es la constatación de que es necesario rezar siempre, no sólo en los momentos de exaltación y devoción sensible, sino también en esos periodos en los que la aridez y el desconsuelo, el disgusto y la aspereza anidan en nuestro corazón. Y esto, además, se hace necesario hacerlo siempre, todos los días, toda la vida, acontezca lo que acontezca, pase lo que pase, murmure quien murmure, critique quien critique.
No olvidemos que la experiencia de una oración llena de consuelos no tiene porque ser la que más nos acerque a Dios, sino el ejercicio de las virtudes teologales, que puede ser muy intenso y unitivo aunque caminemos a oscuras.
El fin de toda oración no son los impulsos afectivos sino la total y plena adhesión a la voluntad del Padre, que en su bondad acoge nuestras plegarias. Siempre le digo a mis hijos cuando se lamentan de un problema y lo rezan: no le contéis a Dios lo tremendo que es vuestro problema, explicadle claramente a vuestro problema lo grande que es Dios y lo que Él puede hacer para ayudaros.


¡Haz, Señor, que se eleve a Ti mi espíritu y piense en mis culpas con dolor y propósito de la enmienda! ¡Dame, Señor, un corazón alerta para que ningún pensamiento superficial lo distraiga de ti; un corazón recto y noble que impida ser seducido por una pasión indigna; un corazón incorruptible que no se vea contaminado por ninguna tipo de intención mala; un corazón firme que ninguna tribulación pueda quebrar; un corazón libre que ninguna pasión turbia logre vencer! ¡Tú me conoces enteramente Señor; tu sabes de mi presente, de mi pasado y de mi futuro; los tienes delante de Ti, por eso te entrego mis miedos para que los transformes en confianza; mis lágrimas, para que las transformes en oración; mi desánimo, para que lo transformes en fe; mis desconfianzas, para que las transformes en paz del alma; mi rencor, para que lo transformes en serenidad; mis silencios, para que los transformes en adoración y alabanza a Ti! ¡Gloria siempre a Ti, Señor, por lo que haces en mi vida!
Disfrutamos con esta pieza de J. F. Fachs. Suave, tierna y alegre:

lunes, 26 de junio de 2017

PRIOIRIDADES

Si supieras que hoy es el último día de tu vida, ¿cuánto tiempo dedicarías a cosas que no significan nada en el contexto de la eternidad?
Los minutos se tornarían sumamente valiosos, por lo que optarías por emplearlos en lo que es más importante para ti. Las cosas del mundo te parecerían vanas, te resultarían casi ofensivas.
Desearías manifestar amor a quienes quieres más entrañablemente y te asegurarías de que supieran cuánto significan para ti.
Te dedicarías a subsanar todo lo que hiciste mal y a reconciliarte con quienes has tenido alguna diferencia.
Si alguna vez has visto la muerte cara a cara o has convivido con un ser querido que padecía una enfermedad letal y te diste cuenta de cómo cambió por completo su orden de prioridades, ya me entiendes. En esos momentos, todo se vuelve sumamente claro. Lo único que reviste importancia es el amor.
La felicidad y la alegría que Jesús puede darnos no tienen punto de comparación con lo que el mundo nos ofrece.
Él nos da alegría, paz, amor, satisfacción, conocimiento, verdad... El mundo no tiene forma de competir con Él en esos aspectos. Se requiere cierta disciplina mental y física para aprender a valorar esas cosas más que las imágenes, los sonidos, los sabores y los placeres del mundo. Se trata de satisfacer el corazón y la mente más que los cinco sentidos. En última instancia, eso es lo único que el mundo puede darnos: una satisfacción temporal por medio de la vista, el oído, el olfato, el paladar y el tacto. Más allá de eso, no hay nada en el mundo que pueda satisfacer las ansias del alma. Solo Jesús puede. Él es la solución. Pero mientras sigamos procurando que las cosas de este mundo nos satisfagan y nos hagan felices, no encontraremos la verdad (1 Juan 2:15-17).
Nuestra alma recibe de Dios su personalidad. Fue concebida para que Él la llenara. El peligro al que nos enfrentamos todos es el de llenar nuestra alma de mezquinas ambiciones y de nuestra miope concepción de lo que es sentirnos realizados, sin dejar espacio para la obra que debe realizarse en nosotros.

¿Y cómo es mi relación de agradecimiento al Señor?

Con frecuencia levantamos la voz enérgicamente contra aquellas personas que no han sabido agradecer aquello que hemos hecho por ellas. Nos duele que no tengan en cuenta nuestro esfuerzo y nuestro sacrificio. Nos cuesta aceptar que el darse no tenga un retorno en afecto, en agradecimiento, en reconocimiento. Pero al mismo tiempo, nos cuesta mucho aceptar que hemos sido desagradecidos con aquellos que nos han entregado su generosidad. ¡Qué fácil es mirar la paja en el ojo ajeno!¿Y cómo es mi relación de agradecimiento al Señor? No hay que olvidar que el ser humano no existiría si previamente Dios no lo hubiera amado de manera especial, única, individual. Los seres humanos existimos porque Dios así lo ha querido. Nuestra mera existencia por voluntad de Dios debería hacer imposible que existan hombres y mujeres frustrados, desalentados, viviendo en la amargura, sin alegría, sino hombres y mujeres felices, siempre arrimados a la mano de su Creador. ¿Cuántas veces a lo largo del día, de la semana, del mes, del año agradezco a Dios que me haya otorgado el don de la vida? ¿Cuántas veces al levantarme por la mañana le digo al Señor, «¡Gracias por la vida que me has dado! ¡Permíteme amarte, permíteme dar frutos, permíteme ser testimonio!». Como cristiano que comprendo que mi vida tiene sentido en el camino de la fe, ¿qué es lo que me da la seguridad en la vida, la razón de mi cristianismo? Aviva en mi corazón esas palabras tan intensas, tan profundas, tan impresionantes de la santa de Ávila: «¡Nada te turbe, nada te espante, a quien Dios tiene nada la falta». Sin fe mi vida sería una vida de desesperanza, de tristeza, de desazón, de amargura pero la fe es un don que Dios me entrega gratuitamente. Si es así, ¿cuántas veces al día, a la semana, al mes, al año le agradezco a Dios la gracia de la fe que me ha transmitido gratuitamente?

Con frecuencia levantamos la voz enérgicamente contra aquellas personas que no han sabido agradecer aquello que hemos hecho por ellas. Nos duele que no tengan en cuenta nuestro esfuerzo y nuestro sacrificio. Nos cuesta aceptar que el darse no tenga un retorno en afecto, en agradecimiento, en reconocimiento. Pero al mismo tiempo, nos cuesta mucho aceptar que hemos sido desagradecidos con aquellos que nos han entregado su generosidad. ¡Qué fácil es mirar la paja en el ojo ajeno!
¿Y cómo es mi relación de agradecimiento al Señor? No hay que olvidar que el ser humano no existiría si previamente Dios no lo hubiera amado de manera especial, única, individual. Los seres humanos existimos porque Dios así lo ha querido. Nuestra mera existencia por voluntad de Dios debería hacer imposible que existan hombres y mujeres frustrados, desalentados, viviendo en la amargura, sin alegría, sino hombres y mujeres felices, siempre arrimados a la mano de su Creador. ¿Cuántas veces a lo largo del día, de la semana, del mes, del año agradezco a Dios que me haya otorgado el don de la vida? ¿Cuántas veces al levantarme por la mañana le digo al Señor, «¡Gracias por la vida que me has dado! ¡Permíteme amarte, permíteme dar frutos, permíteme ser testimonio!». Como cristiano que comprendo que mi vida tiene sentido en el camino de la fe, ¿qué es lo que me da la seguridad en la vida, la razón de mi cristianismo? Aviva en mi corazón esas palabras tan intensas, tan profundas, tan impresionantes de la santa de Ávila: «¡Nada te turbe, nada te espante, a quien Dios tiene nada la falta». Sin fe mi vida sería una vida de desesperanza, de tristeza, de desazón, de amargura pero la fe es un don que Dios me entrega gratuitamente. Si es así, ¿cuántas veces al día, a la semana, al mes, al año le agradezco a Dios la gracia de la fe que me ha transmitido gratuitamente?
Esa falta de agradecimiento a Dios, pero también a los que nos rodean por todo lo que han hecho por nosotros, indica nuestra imperfección como hombres. Pero como Dios nunca se cansa de concedernos el perdón, de agraciarnos con su misericordia día a día, semana a semana, mes a mes, año a año nos da la posibilidad de poder rehacer nuestra vida. Sólo por eso deberíamos estar dándole gracias, agradeciéndole esa misericordia, esa paciencia, ese amor para con nosotros.
Y… ¿Cómo estoy yo de comprensión, de tolerancia, de paciencia, de generosidad hacia los demás especialmente con los que constituyen mi círculo más cercano?

¡Señor Jesús, gracias, porque has vendido al mundo a salvarnos del pecado y darnos vida eterna! ¡Gracias por la vida! ¡Gracias por tu Cruz, Señor, en la que has dado Tu vida para salvarnos y devolvernos la nuestra muerta por el pecado! ¡Quiero bendecirte, Dios de la vida, quiero bendecir a tu Hijo, que nos rescató de la muerte y quiero darte gracias por todos los dones recibidos! ¡Señor, eres mi respuesta a la necesidad, mi refugio en las tormentas que pasan por mi vida, mi consuelo ante la tristeza y mi fortaleza ante mi debilidad! ¡Señor, gracias, gracias porque todo es por tu gracia y tu amor! ¡Espíritu Santo, ayúdame a que la gracia entre en mi corazón y que la Palabra se avive en mi! ¡No permitas que me cierre a las palabras del Señor y que me aleje de Él! ¡Gracias, Señor, por la fe recibida que me has dejado como la mejor herencia para fortalecer mi vida cada día! ¡Gracias, Señor, por la vida, por mi familia, por mi hogar, por mis amigos, porque me permites compartir todo lo que Tu nos provees con ellos! ¡Gracias, Señor, por tu infinita bondad! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!

La Cantata 76 Die Himmel erzählen die Ehre Gottes (Los cielos cuentan la gloria de Dios) BWV76 de Juan Sebastian Bach el compositor nos recuerda en la XIV Chorale: “Es danke, Gott, und lobe dich” (“Gracias, Dios, te alabamos“) que tan bien se ajusta a la meditación de hoy: