Me vienen a la memoria los últimos días de mi padre. Parecía del corazón y tras una complicada operación pareció quedar bien, o eso creyó, y se pensó que volvía a vivir una segunda juventud. El desenlace fatal era irreversible. Antes de la operación, unos meses antes de partir a la casa del Padre, le visitaba cada día. Me sentaba en un rincón de su habitación. Cuando estaba despierto y lúcido, que eran pocas veces, siempre le preguntaba: «¿Papá, necesitas algo? ¿Quieres un vaso de agua? ¿Estás bien?». Siempre ladeaba la cabeza y, en esos momentos que sus ojos abiertos buscaban mi voz, le contaba algo que acogía con una sonrisa, le rezaba en voz alta el Rosario o le leía alguno de los libros que que llevaba en mi libro electrónico.
Un día, tras mis preguntas de rigor, me contestó con su voz cansina: «porque estas aquí» «no necesito nada más que sentir tu compañía». Lo que mi padre realmente apreciaba era algo tan sencillo como sentir la presencia de los seres que tanto quería y que no estaban.
Me ha venido hoy esta imagen cuando pienso que el Padre me llama a estar siempre en su presencia. Organizamos en nuestras parroquias, grupos y comunidades actividades pastorales y religiosas en las que ponemos todo nuestro empeño y nuestra dedicación; pero faltan adoradores. Faltan hijos de Dios que recogidos en el silencio de una capilla se postren a los pies del Sagrario y a la sombra de la Cruz para abrir su corazón a Dios. Hombres y mujeres cristianos que manduquen la palabra y la hagan vida en su vida. Hombres y mujeres que se dejen seducir por el amor de Dios en el silencio del Sagrario.
En un día podemos visitar enfermos; ordenar nuestras estancias; atender al pesado del compañero de trabajo que siempre explica las mismas cuitas; tomar decisiones trascendentales que conciernen a nuestra familia o nuestro trabajo; mantener una sucesión de reuniones interminables y «fundamentales» para nuestro negocio; planear esto y aquello... y así hasta el agotamiento y la extenuación de la jornada. Pero ¿qué valor tiene todo esto si me olvido de lo esencial: el encuentro vivencial con Cristo?
Cuesta sentarse aunque sean cinco minutos ante el Sagrario y entregarle al Señor nuestra presencia viva, y decirle por ejemplo: «Aquí estoy, Señor, entre tanto ajetreo. Me he olvidado de ti, Tú que me lo has dado todo; me has acompañado durante la jornada y no he sido capaz de verte entre las personas con las que me he cruzado. Aquí estoy, Señor, que no me acostumbre a verte crucificado».
¡Señor, ayúdame a ser más contemplativo y adorador! ¡Ayúdame a fijar mi mirada en la fe que es como fijarla en Ti! ¡Ayúdame a ser más contemplativo para poder escuchar con más atención tu Palabra! ¡Ayúdame a ser más contemplativo para que el silencio pueda inundar mi corazón y sea capaz de escucharte! ¡Ayúdame a no tener miedo a postrarme ante Ti en el Sagrario para que el Padre, a través del Espíritu, me permita conocerte más! ¡Te pido, Señor, que decidiste quedarte entre nosotros en el Sacramento de la Eucaristía, que aumentes mi fe en tu presencia y renueves en mi corazón el deseo de adorarte y amarte! ¡Ayúdame a crecer contigo en la adoración, que contemplando tu rostro crucificado sea capaz de amarte y de amar más a los demás! ¡Ayúdame, Señor, a unirte más a ti por medio de la oración y la contemplación! ¡Haz, Señor, que surjan más adoradores en el mundo para que haya más corazones unidos a Ti! ¡Y en este día, Señor, te pido también por todos los enfermos del mundo y por sus familias para que unidos sientan tu presencia amoroso en medio de la enfermedad, tu consuelo en medio del dolor y la esperanza en medio de la incerteza!
En recuerdo de mi padre, el Agnus Dei de Barber que tantas veces escuchamos juntos y que es de una belleza que sobrecoge:
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