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jueves, 23 de marzo de 2017

No necesito más que sentir tu compañía

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Me vienen a la memoria los últimos días de mi padre. Parecía del corazón y tras una complicada operación pareció quedar bien, o eso creyó, y se pensó que volvía a vivir una segunda juventud. El desenlace fatal era irreversible. Antes de la operación, unos meses antes de partir a la casa del Padre, le visitaba cada día. Me sentaba en un rincón de su habitación. Cuando estaba despierto y lúcido, que eran pocas veces, siempre le preguntaba: «¿Papá, necesitas algo? ¿Quieres un vaso de agua? ¿Estás bien?». Siempre ladeaba la cabeza y, en esos momentos que sus ojos abiertos buscaban mi voz, le contaba algo que acogía con una sonrisa, le rezaba en voz alta el Rosario o le leía alguno de los libros que que llevaba en mi libro electrónico.
Un día, tras mis preguntas de rigor, me contestó con su voz cansina: «porque estas aquí» «no necesito nada más que sentir tu compañía». Lo que mi padre realmente apreciaba era algo tan sencillo como sentir la presencia de los seres que tanto quería y que no estaban.
Me ha venido hoy esta imagen cuando pienso que el Padre me llama a estar siempre en su presencia. Organizamos en nuestras parroquias, grupos y comunidades actividades pastorales y religiosas en las que ponemos todo nuestro empeño y nuestra dedicación; pero faltan adoradores. Faltan hijos de Dios que recogidos en el silencio de una capilla se postren a los pies del Sagrario y a la sombra de la Cruz para abrir su corazón a Dios. Hombres y mujeres cristianos que manduquen la palabra y la hagan vida en su vida. Hombres y mujeres que se dejen seducir por el amor de Dios en el silencio del Sagrario.
En un día podemos visitar enfermos; ordenar nuestras estancias; atender al pesado del compañero de trabajo que siempre explica las mismas cuitas; tomar decisiones trascendentales que conciernen a nuestra familia o nuestro trabajo; mantener una sucesión de reuniones interminables y «fundamentales» para nuestro negocio; planear esto y aquello... y así hasta el agotamiento y la extenuación de la jornada. Pero ¿qué valor tiene todo esto si me olvido de lo esencial: el encuentro vivencial con Cristo?
Cuesta sentarse aunque sean cinco minutos ante el Sagrario y entregarle al  Señor nuestra presencia viva, y decirle por ejemplo: «Aquí estoy, Señor, entre tanto ajetreo. Me he olvidado de ti, Tú que me lo has dado todo; me has acompañado durante la jornada y no he sido capaz de verte entre las personas con las que me he cruzado. Aquí estoy, Señor, que no me acostumbre a verte crucificado».

¡Señor, ayúdame a ser más contemplativo y adorador! ¡Ayúdame a fijar mi mirada en la fe que es como fijarla en Ti! ¡Ayúdame a ser más contemplativo para poder escuchar con más atención tu Palabra! ¡Ayúdame a ser más contemplativo para que el silencio pueda inundar mi corazón y sea capaz de escucharte! ¡Ayúdame a no tener miedo a postrarme ante Ti en el Sagrario para que el Padre, a través del Espíritu, me permita conocerte más! ¡Te pido, Señor, que decidiste quedarte entre nosotros en el Sacramento de la Eucaristía, que aumentes mi fe en tu presencia y renueves en mi corazón el deseo de adorarte y amarte! ¡Ayúdame a crecer contigo en la adoración, que contemplando tu rostro crucificado sea capaz de amarte y de amar más a los demás! ¡Ayúdame, Señor, a unirte más a ti por medio de la oración y la contemplación! ¡Haz, Señor, que surjan más adoradores en el mundo para que haya más corazones unidos a Ti! ¡Y en este día, Señor, te pido también por todos los enfermos del mundo y por sus familias para que unidos sientan tu presencia amoroso en medio de la enfermedad, tu consuelo en medio del dolor y la esperanza en medio de la incerteza!
En recuerdo de mi padre, el Agnus Dei de Barber que tantas veces escuchamos juntos y que es de una belleza que sobrecoge:

domingo, 21 de agosto de 2016

Conocer la Palabra para ser más sabio

En una cena veraniega los anfitriones invitan a personas muy diferentes a disfrutar de una velada a la luz de las estrellas. Una de ellas, es alguien muy inteligente. Dos doctorados por sendas reputadas universidades. Domina varios idiomas. Prestigio reconocido a nivel mundial. Inteligencia demostrada. Autor de reconocidos tratados de Economía. Me explica una anécdota: es incapaz de hacerse una simple tortilla. Le digo, con respeto pero con ironía: «Te das cuenta, eres alguien muy docto pero sólo cuentas con una parte de la sabiduría». Sonríe. La sabiduría está también en las pequeñas cosas de la vida.
Se declara agnóstico. Sin embargo, una de las cosas que más le llenan es ir de procesión con su cofradía en Semana Santa. «¿Por qué lo haces?», le pregunto. «Es una tradición familiar, que me llena», responde. El hombre carga ídolos a sus espaldas sin ir a la fuente de la sabiduría. «Toda la vida formándote, investigando, buscando la excelencia académica, esforzándote por ser el mejor en tu campo. En esa figura que durante un día al año llevas sobre tus hombros, está la sabiduría auténtica. En esa sabiduría radica toda la verdad del hombre».
Algún día este economista de prestigio tendrá que rendir cuentas a Dios. Como lo tendré que hacer yo. Y cualquiera que en este momento esté leyendo este texto. No valdrán ni los títulos académicos, ni las lenguas muertas que conozcamos, ni los premios recibidos, ni los puestos que ocupemos en los consejos de administración, ni las cifras de seis ceros de nuestra cuenta bancaria. Ni siquiera los logros conseguidos para el beneficio personal. La única justificación estará en la fe en Cristo.
Le recomiendo, a un hombre tan sabio como él, la lectura de la Biblia. En la palabra de Dios se encuentra la fuente inagotable de la sabiduría. Es el complemento ideal a la sabiduría del hombre, don de Dios. La Biblia es inspiración del Espíritu Santo y Dios nos la regaló para que toda criatura humana adquiriera sabiduría a través de su Palabra. Y para adquirirla basta algo tan sencillo como leerla atentamente, acogerla con el corazón, asumir humildemente sus enseñanzas y pedirle al Espíritu Santo la gracia de acoger su contenido. Conocer la palabra de Dios nos hace más sabios. Y es en la cercanía a Dios donde nuestra grandeza como hombres, creados a su imagen y semejanza.

¡Dios mío y señor mío, tú eres el creador de todas las cosas, es gracias a tu sabiduría que nos has creado para que dominemos todas las cosas creadas por ti, para que gobernemos el mundo con rectitud, honradez y santidad y las administremos no sólo con justicia sino con un corazón lleno de rectitud! ¡Te pido hoy, Señor, que me des la sabiduría para gestionar bien las cosas de este mundo que tú me has dado, para gestionar bien mi propia vida, para gestionar bien mis relaciones con los demás! ¡Envía, Padre bueno, al Espíritu Santo a mi corazón para que me llene con el don de la sabiduría, el más excelso de todos los dones, para saborearte y experimentarte siempre, mi Dios, y para que sea capaz de ver con tus propios ojos, sentir con tus oídos, amar con tu corazón, juzgar las cosas según tu juicio! ¡Que la sabiduría que viene de ti me acompañe siempre en mi trabajo, en mis obras, en mi forma de amar, de entregarme a los demás, y me enseñe siempre lo que a ti te agrada! ¡Que tu sabiduría mi guíe siempre con prudencia en todas mis acciones y mis comportamientos! ¡Concédeme, Señor, la sabiduría para buscar siempre tu voluntad, desear aquello que tú apruebas, buscar todas las cosas con prudencia, cumplir con perfección cada uno de mis pasos! ¡Te suplico, también, la sabiduría para poner orden a cada una de las cosas de mi vida, a cumplir siempre tu voluntad y no la mía, caminar siempre por el camino más recto, el que me lleve hacia la santidad y no el que me lleve hacia mi voluntad siempre oportunista y tendenciosa! ¡Dame, la sabiduría para conocer la verdad de mi vida, para no dejarme obnubilar por lo bonito de la prosperidad ni caer en el desaliento ante las adversidades sino que todo lo acepte como un regalo tuyo, como un don tuyo, y que cuando las cosas no lleguen tenga la paciencia de aceptarlas con amor y generosidad! ¡Dame la sabiduría para entender que es en la sencillez de la vida donde el hombre es realmente feliz! ¡Otórgame la sabiduría para mantener siempre el equilibrio y que nada me alegre o me entristezca si es mundano y que todo lo ponga en un plano de eternidad! ¡Dame la sabiduría para agradarte siempre! ¡Dame la sabiduría, Señor, para buscarte siempre, confiar siempre, esperar siempre! ¡Dame Señor una inteligencia que te conozca y te complazca!

Nos confiamos al Consolador para que nos ofrezca sabiduría: