Hace unos años, coincidiendo con el final del Ramadán, una familia musulmana instalada en mi ciudad me invitó a cenar a su casa. En el portal de su hogar se puede leer esta inscripción: «Entras porque eres bienvenido». Uno le abre la puerta a quién desea y la cierra al exterior para evitar cualquier pequeña amenaza. Detrás de la puerta de un hogar con la llave puesta uno siente la seguridad de la vida. Yo también quiero decirle al Señor: «Entras (en mi corazón) porque eres bienvenido». De hecho Él ya llama todos los días a mi puerta, si yo no estoy pendiente de otras cosas y escucho su voz le abro. Entonces entra porque se siente bienvenido.
Cuando mi corazón está más cerrado, coincidiendo con las horas del día repletas de actividad, sin dejarle un hueco al Señor, me resulta vivir esa comunión íntima con Cristo. Vivo embriagado por las cosas mundanas y no soy capaz de disfrutar de las caricias de su amor.
Cuando Cristo llama suavemente —porque así es como actúa siempre— al corazón es, simplemente, porque anhela mantener conmigo una comunión íntima y desea compartir la contraseña que da acceso a esa unión personal con Dios. Pero eso es imposible si no soy capaz de abrirle de par en par la puerta de mi corazón.
Una vez acogido, sintiéndose cómodo y atendido, convertirá mi corazón en su morada permanente. Junto a Él traerá consigo el avío de su Espíritu que llegará repleto de sus santos dones. Y, una vez abierta esa puerta, trataré de que no dejarle marchar.
El Señor sabe que mi corazón es como una posada donde se han instalado huéspedes de todo tipo y condición; desde la soberbia al orgullo, desde la vanidad a la autocomplacencia, desde el mal carácter a la falta de caridad… Y, aunque no tenga mucha reputación, olvido con frecuencia que la forma elegida por Dios para tocar la puerta de mi corazón es por medio del poder persuasivo del Espíritu Santo que es el que da vida a mi vida. La compañía del Espíritu Santo permite ver que lo bueno se sienta como algo más atractivo y las tentaciones menos eficaces. Esta razón basta para decirse el cambio interior, procurar se digno templo del Espíritu y tener siempre al Señor en el corazón.
¡Señor, sé que tocas con frecuencia a la puerta de mi corazón y no te abro! ¡Luego me arrepiento, Señor, y Tú sabes que lo anhelo profundamente para que me llenes de tu amor, de tu misericordia, de tu bondad y de tu poder! ¡Concédeme la gracia, Espíritu Santo, de ser dócil a esta llamada generosa! ¡Señor, tu recuerdas «Estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y abre la puerta entraré a él»! ¡Esta es una llamada también a apreciar las cosas celestiales y a no dejarme embaucar y embriagar por las cosas mundanas! ¡Hoy, Señor, quiero abrirte la puerta y disfrutar de tu dulce compañía para que me traigas más serenidad interior, más paz, más amor y, fundamentalmente, la salvación que tanto anhelo! ¡Hazme una persona más orante, Espíritu Santo, porque cuando no oro le cierro la puerta de mi corazón al Señor! ¡Te doy gracias, Señor, por esta llamada, porque me ofreces la oportunidad de comenzar de nuevo y, a pesar de mi condición de pecador, merezco tu amor y tu compasión! ¡Concédeme la gracia de tener una fe firme que ponga en Ti toda mi confianza sabedor que Tú responderás a mi llamada y actuarás en el momento que más lo necesite! ¡Acudo a Ti, Señor, para que me llenes de Tu paz y de tu amor! ¡Que mi corazón esté abierto a tu llamada, que sea siempre bueno y dócil, que no deje espacio para el egoísmo y la cerrazón! ¡Dame, en definitiva, Señor, un corazón compasivo como el tuyo para que te puedas sentir cómodo en él!
Como la brisa, una bella canción para complementar la oración de hoy:
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