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sábado, 14 de mayo de 2016

AMORIS LAETITIA EN 10 PUNTOS

1. DEFINICIÓN DE MATRIMONIO

En el nº 52 de la Exhortación apostólica, el Papa Francisco ofrece una definición esencial del matrimonio, en sintonía con la Tradición de la Iglesia: “unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer “. Posteriormente, en el n. 66, citando el documento conciliar “Gaudium et Spes“, explica el modo de esa unión: “comunidad de vida y amor“. El matrimonio es un vínculo entre dos personas, varón el uno y mujer la otra, presidido e informado por el amor esponsalicio; vínculo existencial, entendido como communitas, que una vez constituido tiene vocación de permanencia. Esta amorosa comunión de dos es plena y verdadera sólo cuando está abierta a la creación de nuevas vidas.
Dedica mucho espacio el documento a abundar en el motor y esencia del sacramento, que es el amor conyugal. Ofrece una primera nota en el nº 28, recuperando aquella preocupación que mostró ya en “Evangelii Gaudium“: la ternura, elemento necesario de la caridad esponsalicio. Después, a lo largo del capítulo 4, desde la exégesis de 1 Co 13, presenta una larga serie de caracteres obligados del amor verdadero.


2. PELIGROS DE LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA

A partir el número 33 y hasta el 56, avisa sobre ciertas formas culturales de la sociedad del siglo XXI que amenazan gravemente la pureza del amor matrimonial. Comienza señalando el fuerte carácter individualista que inculca en sus miembros, haciéndoles creerse autosuficientes y cimentando un fuerte egoísmo que será después alimentado por la sociedad de consumo. El hombre se dirige así al otro desde una radical autonomía que a su vez supone en el prójimo, y reduce toda amistad a una mera asociación de individuos.
Especialmente preocupante es la creencia, relativamente común, de la incompatibilidad entre ley y libertad. Al hombre de hoy le resulta difícil conciliar ambas realidades, hasta el punto de entenderlas contradictorias: la norma supone compeler al sujeto y coartar así su libre albedrío. Existe una clara tendencia a rechazar toda clase de normas morales, cualquier directriz externa de la conducta, y nublar las nociones de verdad y ley natural, en favor de la validez de cualquier decisión libre (válida por el mero hecho de haber elegido) y de la potestad de la persona de decidir quién es de modo absoluto. Se absolutiza el valor libertad, y cualquier pretensión de informarla o canalizarla supone establecer un límite inadmisible.
Por último y en la misma dinámica, se concibe la indisolubilidad del matrimonio como un ataque frontal al régimen de libertades. Es muy frecuente en los novios el miedo al compromiso. El Papa pretende superar esta dicotomía centrando la atención en la realidad del consentimiento: “El sentido del consentimiento muestra que libertad y fidelidad no se oponen, más bien se sostienen mutuamente, tanto en las relaciones interpersonales, como en las sociales” (AL, 214).
Contradicen también la realidad del matrimonio nuevas formas de afectividad que han calado en lo más hondo del individuo. La forma de concebir el impulso sexual y las pasiones como hechos puramente biológicos o fuentes de placer, desligados de su potencia expresiva y realizadora, y la pansexualización y la liberación sexual iniciadas décadas atrás, han depauperado el significado último de este profundo acto de amor y sustraído su alcance. De todo ha resultado en muchos casos la ruina de su contenido.
Cierran la serie distintas consideraciones socio-económicas, estructurales, que obstaculizan el florecimiento de numerosos matrimonios, como determinados modelos de estudios superiores o la precariedad laboral. Destaca el sucesor de Pedro la desmedida dificultad de acceder a una vivienda digna, que a menudo aleja a las parejas de la estabilidad que supone el sacramento, y ruega a los distintos gobiernos de los Estados combatir en beneficio de la familia estas contrariedades.
En otro lugar, el capítulo 8, analiza el daño que causa a las familias el mal uso de la tecnología, agravando problemas, como el consumo de pornografía, ya sugeridos con anterioridad y contribuyendo a la dispersión de sus miembros, dificultando sobremanera las relaciones personales y combatiendo así la forma de comunidad de personas que debe caracterizarlas.


3. SIGNIFICADO DEL MATRIMONIO PARA LA IGLESIA

En el nº 11 de la Exhortación, ofrece una contemplación original de aquel versículo del Génesis que sitúa al ser humano, creación de Dios, como su imagen y semejanza. Recupera este título, tan desglosado por la Teología, para afirmar, en primer lugar, la imagen de Dios Creador de la fecundidad del matrimonio. Así como del amor de Dios al hombre ha surgido todo cuanto existe, del amor del hombre y la mujer se origina el mismo ser humano, que luego “abandonará a su padre y a su madre” para ser con otro “una sola carne “.
Recuerda el Papa, una vez contemplado Dios “ad extra” en su faceta creadora (si se puede hablar así), que la realidad familiar alude igualmente a su divina interioridad; es también imagen de Dios Uno y Trino, en cuanto un tercero procede del amor de otros dos (como sugiere la Teología para la procesión eterna del Espíritu Santo). La familia es una unidad definida como comunión de personas, al igual que la Trinidad (salvando la insalvable distancia, y me valgo del juego de palabras), y ha sido bendecida en su misma esencia por esta bellísima remisión a su Creador.
Señala por último el mismo número, y se profundiza en ello después (nº 71-75), la realidad sacramental del matrimonio: el amor esponsalicio entre el hombre y la mujer es signo sensible del amor de Cristo a su Iglesia y la respuesta de aquella a su Cabeza. Un amor que llega al extremo de sellar una Nueva Alianza en la muerte en cruz. Un sacramento del que los mismos cónyuges son ministros y que es constituido únicamente por su consentimiento, que patentiza en el mundo el amor a los hombres de Cristo crucificado.
Representa en los puntos 15 – 18 la consideración del Concilio Vaticano II de la familia como Iglesia doméstica. Recuerda que la vida de fe comienza en este lugar de forma similar a como la Iglesia se constituyó a partir de las familias (cuyos hogares, no en vano, acogieron la celebración de los sacramentos y se llamaron “Domus Ecclesiae“, o “casa de la Iglesia“). La familia es Templo de Dios, en que le plugo morar, y escuela de vida cristiana para los hijos. En el n. 65 utiliza estos dos mismos caracteres para proponer como ejemplo la Sagrada Familia, en que el Verbo se hizo carne y, en expresión harto confusa (todo hay que decirlo), “se educó en la fe de sus padres “.
Por último, desde el nº 158 hasta el 162, reflexiona Francisco sobre la virginidad y el matrimonio. La virginidad es un estado de vida laudable y que merece la veneración de toda la Iglesia, pero no por ello superior al matrimonio. Trae a colación el magisterio de san Juan Pablo II para concluir con él que la Biblia “no da fundamento ni para sostener la ‘inferioridad’ del matrimonio, ni la ‘superioridad’ de la virginidad o del celibato"(Catequesis del 14 de abril de 1982). Utiliza también 1 Co para relativizar, con las mismas palabras de san Pablo, su conciencia de la superioridad del celibato sobre el matrimonio.


4. SIGNIFICADO DE LA SEXUALIDAD Y FINES DEL MATRIMONIO

En los números 80 – 83 se centra el Papa sobre el acto sexual. Señala que, allende la pura biología, la fisiología y el placer erótico (realidades que en absoluto desdeña, y anima a disfrutar ordenada y amorosamente), el coito tiene un valor expresivo y realizador muy alto; es el momento de mayor donación en la vida del hombre, en que se funden dos personas para ser “una sola carne “, en palabras del Génesis. Indica asimismo que, en su misma naturaleza, el acto sexual (en mi opinión considerado aquí también en toda su amplitud, y no reducido al momento de la penetración) está abierto al amor de un tercero; conduce al acogimiento de una nueva vida amada. Reducir el acto sexual al amor entre esposos, tanto en el deseo de los cónyuges como en la materialidad del acto, supone falsear el amor matrimonial. Con mayor razón y culpa si esa reducción se continúa una vez concebida una nueva vida y se actúa para suprimirla. El Papa aprovecha esta ocasión para rechazar el aborto una vez más, con tesón.
Por el mismo motivo expuesto, Francisco se dirige contra las formas reproductivas separadas de la caridad esponsalicio, tanto las denominadas “de reproducción asistida” como el acto sexual separado del amor conyugal (con fines exclusivamente procreadores). Supone, antes que una donación personal entre los cónyuges personalizado en una nueva vida, un frío acto de planificación de los padres. Es reducir el amor mismo en que nace una nueva vida y es acogida, el abrazo de los consortes en que acontece el hijo amado, a una “variable de los proyectos individuales o de los cónyuges” (“Relatio synodi ”, 57).
En los números 143 – 147 en continuidad con esta consideración de la dimensión corporal del matrimonio, santa y querida por Dios en su misma dimensión erótica, el Santo Padre lleva la mirada también hacia el valor de las pasiones. No deben situarse en un segundo plano, como algo inferior a la espiritualidad conyugal, sino ser integradas y tenidas en su justa importancia en la relación esponsalicio. Recuerda asimismo la necesidad de las virtudes, que orientan las emociones y los sentimientos de un cónyuge hacia el otro.
Finalmente, en el n. 167 recuerda la predilección de la Iglesia por las familias numerosas, encareciendo su capacidad de entrega y la grandeza de su amor (y zanjando así la absurda polémica de hace un año y medio) a la vez que llama a todos los esposos a una paternidad responsable, que los libre de una procreación indiscriminada y mantenga la generación de la prole en los límites que marca su capacidad.


5. FECUNDIDAD ESPIRITUAL DEL MATRIMONIO

Se aborda esta cuestión en los números 181 – 184. Más allá del significado procreador que, en mi opinión, debe situarse también en el deseo íntimo de los cónyuges que les invita a fundirse en el acto sexual, y que ya comenté en su lugar, el matrimonio es un manantial de caridad que desborda no solo hacia dentro, sino hacia fuera. El Papa valora altamente una de las expresiones de esa fecundidad espiritual que es la adopción, quizá la concreción por excelencia, y advierte en el amor de los esposos un impulso que lleva, desde ese mismo abrazo exclusivo y personal, a abrasar alrededor el mundo circunstante. La caridad matrimonial, si es tal, es también fuente de caridad con el prójimo.


6. LA POLÉMICA “LEY DE LA GRADUALIDAD”

Estallaron numerosos obispos y teólogos en clamores contra el “Instrumentum laboris” de la XIV Asamblea sinodal por la ambigüedad de varios de sus puntos, a su juicio expresamente perseguida, que ciertamente se repetiría en la “Relatio post disceptationem“, el primer documento no definitivo resultante del Sínodo y que iba a levantar tantas o más ampollas. Uno de ellos fue el referido a la ley de la gradualidad, una novedosa incorporación de la “Familiaris Consortio” de san Juan Pablo II para juzgar con mayor benevolencia las debilidades de los hombres. Consiste en distinguir en el camino de santidad de la persona diversas etapas intermedias entre una situación de pecado y el estado de perfección que se busca, y adaptar el juicio moral a las circunstancias. Esta ley de la gradualidad no puede confundirse con la gradualidad de la ley, que resultaría de acomodar el ideal de santidad a esos estados intermedios, y eliminar la nota de “camino”, identificando la situación actual de los esposos con su meta.
Esta cuestión quedó en efecto, por unas causas o por otras (no es el lugar para esos juicios de valor), oscurecida en los inicios del itinerario sinodal, de manera que podía interpretarse con facilidad que los Padres optaban por la gradualidad de la ley en lugar de la ley de la gradualidad. En la Exhortación apostólica postsinodal se despeja toda duda al respecto, excluyendo expresamente la primera forma, en los números 292, 295 y 300.
Desde esa ley de la gradualidad invita el Papa a contemplar algunas situaciones irregulares, distinguiendo dos clases principales en función de su referencia al matrimonio: “Otras formas de unión contradicen radicalmente este ideal, pero algunas lo realizan al menos de modo parcial y análogo” (AL, 292).
En el nº 296 y siguientes, se afirma la necesidad de estar al caso concreto, para evitar cometer injusticias al aplicar reglas generales sin el adecuado discernimiento. Se reconocen “situaciones de fragilidad e imperfección “, pero Francisco apuesta por adoptar una perspectiva integradora. Estos puntos pueden resultar especialmente confusos si no se contemplan desde la óptica que hasta aquí hemos expuesto


7. DISTINCIÓN ENTRE ESTADO DE PECADO Y PECADO

A continuación de la exposición de la ley de la gradualidad (y la ubicación sistemática no es casual), asevera el Santo Padre: “no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal” (AL, 301). En determinados casos pueden darse multitud de factores que atenúen e incluso supriman la responsabilidad moral del causante de dicho estado de cosas. Se cita una enumeración abierta del Catecismo de la Iglesia Católica, ejemplificando diversas circunstancias que afectan al consentimiento del actor y que en algunos casos incluso lo excluyen. Es por ello necesario distinguir entre situaciones de pecado mortal y efectivo pecado mortal. “Un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada” (Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, “Declaración sobre la admisibilidad a la Sagrada Comunión de los divorciados que se han vuelto a casar“).
Continuando esta línea de argumentación, el Papa concluye que “es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir en gracia de Dios” (AL, 305). Es quizá de lamentar que no se pronuncie explícitamente sobre la posibilidad para estas personas de recibir los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía; no obstante, se impone en consecuencia la respuesta afirmativa, como en 1981 lo declarara san Juan Pablo II en el nº 84 de la Exhortación apostólica “Familiaris Consortio” y en el año 2000 la citada declaración.


8. SOBRE LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO

En el n. 55 de la Exhortación y, sobre todo, en el magistral n. 56, Francisco se enfrenta a la ideología de género que, con el fin de rescatar a la mujer de su posición previa e inferior respecto al varón, ha pretendido igualarla a él, aniquilando toda diferencia. Confiesa su dilección hacia los movimientos feministas, pero rechaza aquellos que contienen en su acervo estas pretensiones igualitarias, que obvian la distinción entre un sexo y otro.
Tal es la concepción del Papa, hasta el punto de que más adelante, en el n. 221 de la Exhortación, sentencia: “quizás la misión más grande de un hombre y una mujer en el amor sea esa, la de hacerse el uno al otro más hombre o más mujer“. Afirma así no solo la diferenciación sexual entre varón y mujer, sino que en esa misma diferencia están referidos uno a otro (vertidos hacia el otro, si me permiten), de manera que la mujer es plenamente mujer por su predicación del varón y viceversa.
En el n. 286 tiene Francisco la valentía de dialogar con los postulados de la ideología de género, toda una novedad en el Magisterio de la Iglesia, reconociendo que en aquello que llamamos “varón” y “mujer” concurren dos elementos, uno inmutable y precedente que es el dato biológico (sexo) y otro cultural y mutable (género). Los movimientos feministas y análogos deben trabajar para que el contenido del género, concordando con el sexo de que se predica y sin separarlo del amor al otro, haga justicia a la realidad de la persona a la vez que se reclaman sus derechos en sociedad.


9. LA CUESTIÓN DE LOS DIVORCIADOS

En primer lugar, el Papa recurre a la doctrina patrística para argumentar un trato más favorable a los cónyuges en las situaciones irregulares. Se trata de la teoría de las semillas del Verbo, “semina Verbi” en latín, a la que ha recurrido el Magisterio pontificio en más ocasiones. Quizá la más destacable, y en paralelo al tratamiento que aquí se propone del divorcio y de situaciones análogas al matrimonio, sea la Declaración “Dominus Iesus” sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y la Iglesia, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que Francisco asume y entrecruza con la cuestión del matrimonio, por lo que la comprensión más perfecta del tema exigiría un conocimiento previo del documento.
San Justino y san Ireneo, en el siglo II, propusieron una forma de revelación divina que no se circunscribiría exclusivamente a la Iglesia católica (o en ese momento a la Iglesia cristiana); el contenido pleno del mensaje revelado se hallaría en la Tradición apostólica, pero no desdiría niveles graduales de acercamiento a la Verdad. Un Verbo hecho semilla, germinal, (“λόγος σπερματικός “, noción importada del estoicismo), presente en todas las cosas en mayor o menor medida y que constituiría diversos estadios en el proceso de la revelación. Consecuentemente, san Justino es capaz de advertir un principio de cristianismo en la doctrina platónica, e incluso llega a denominar a Sócrates, en una de las dos apologías que se conservan, como “el cristiano antes de Cristo “.
El Papa vincula las semillas del Verbo a la ley de la gradualidad anteriormente glosada, y establece en los números 76 – 79 una analogía entre diversas formas de unión y el matrimonio cristiano, como “analogatum princeps“. Justifica así un tratamiento benévolo en el contexto de un camino hacia la perfección de la familia, tal y como propone la Tradición de la Iglesia. Los modos análogos que estudia el Santo Padre son principalmente las uniones de hecho, el matrimonio natural, los divorciados vueltos a casar y otras formas religiosas del matrimonio.
Es importante destacar la exclusión del “matrimonio” homosexual de este orden de consideraciones: aunque el final del n. 79 de la Exhortación puede inducir a confusiones (transcribo literalmente: “Por lo tanto, al mismo tiempo que la doctrina se expresa con claridad, hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición“), una contemplación conjunta con el n. 251 clarifica la posición de Francisco: “no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia“.
Respecto a la famosa controversia sobre la posibilidad de la recepción de los sacramentos, y partiendo siempre del rechazo radical e insoslayable del divorcio (“el divorcio es un mal “, en el n. 246), hilemos fino. En primer lugar, y en un orden abstracto, se desprende “a sensu contrario” del documento la separación de los divorciados vueltos a casar de los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia. En efecto, son objeto de contemplación, en dos números distintos y consecutivos, los casos de los solo divorciados y de los divorciados que han contraído una nueva unión (n. 242 y 243); únicamente de los primeros se dice: “hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar—que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado “.
Parece contradecir la conclusión de arriba: que los divorciados vueltos a casar podrían acceder a la vida sacramental en determinadas circunstancias. La contradicción es aparente: mientras aquí se están considerando en general el divorcio y el emprendimiento de nuevas uniones, y así se infiere que es materia de pecado mortal y causa de exclusión de la gracia santificante, en el apartado aludido se optó por una óptica casuística (en particular) para concluir la dignidad para recibir la Comunión cuando concurrieran circunstancias que justificaran al divorciado incurso en una nueva unión (según los criterios expuestos, en particular, en el n. 300).
Por último, y en cualquier caso, “los bautizados que se han divorciado y se han vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión de escándalo” (AL, 299). Como colofón, y refiriéndonos ahora meramente al arte del ministro de la Comunión, la recepción por un divorciado que se ha vuelto a casar nunca debe originar escándalo, o confusión acerca de la doctrina, en los fieles que lo presenciaren.


10. EL “MATRIMONIO” HOMOSEXUAL Y LA ADOPCIÓN DE MENORES

No deja lugar a dudas el nº 251 de la Exhortación: nunca, tampoco ahora, ha admitido la Iglesia la posibilidad de recibir el sacramento por parte de parejas homosexuales (“no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia “). Como dejara claro el Concilio de Trento, no se trata de cuestiones de discernimiento eclesial sino de derecho divino; así como una planta se sostiene sobre la tierra, el matrimonio, por institución divina, exige la concurrencia de un varón y una mujer. Es, junto con el consentimiento solemne y correctamente otorgado por los cónyuges, la esencia del sacramento (en la terminología tridentina, es la materia sacramental).

Centra también su atención el Papa sobre la adopción de menores por parte de estas parejas. Desde el principio del interés superior del menor (aceptado en los ordenamientos jurídicos de multitud de Estados, también por el Derecho internacional convencional; pretende Francisco con este recurso un diálogo más cercano y efectivo), y habiendo rechazado una procreación o adopción al margen del amor fecundo de los esposos, que reduciría la acogida amorosa de nuevas vidas a meras variables en el proyecto personal de los cónyuges, el Santo Padre se pronuncia negativamente, si bien implícitamente. “Todo niño tiene derecho a recibir el amor de una madre y de un padre, ambos necesarios para su maduración íntegra y armoniosa (…). Si por alguna razón inevitable falta uno de los dos, es importante buscar algún modo de compensarlo, para favorecer la adecuada maduración del hijo” (AL, 172).

sábado, 23 de agosto de 2014

¿Sentir es creer? Confundir religión con sentimiento descompone la vida de fe

La decisión de la Congregación para la Doctrina de la Fe de censurar tanto la doctrina como la práctica pastoral de Sor Jeannine Gramick, S.S.N.D., y del Padre Robert Nugent, S.D.S. sobre la homosexualidad no sólo ha revelado un problema teológico en un campo pastoral específico, sino que, según los expertos, ha puesto en evidencia hasta qué punto pueden llegar los conflictos cuando se propaga la idea de que la fe y la práctica religiosa son fundamentalmente un sentimiento.
El conflicto. Durante más de 20 años, el P. Nugent y la Hna. Gramick han dirigido la organización de asistencia a homosexuales llamada "New Ways Ministry", cuya sede se encuentra en la capital norteamericana. Según ambos, el objetivo de la institución de asistencia pastoral es el de "promover la justicia y la paz para los homosexuales y las lesbianas". Ambos son también co-autores del libro "Building Bridges: Gay and Lesbian Reality and the Catholic Church" -"Tendiendo Puentes: La Realidad de Homosexuales y Lesbianas y la Iglesia Católica"- (1992); y editores responsables de "Voices of Hope: A Collection of Positive Catholic Writings on Gay and Lesbian Issues" -"Voces de Esperanza: Una colección de escritos católicos positivos sobre temas homosexuales y lésbicos"-.
Un largo camino. El documento firmado por el Cardenal Joseph Ratzinger y el Arzobispo Tarcisio Bertone, respectivamente Prefecto y Secretario del dicasterio, señala el largo camino de diálogo sostenido con ambos dirigentes y la sorprendente incapacidad para llegar, por parte de ellos, al asentimiento de una doctrina clara y coherente con el resto del cuerpo doctrinal cristiano, a saber, la perversidad intrínseca del acto sexual homosexual. En 1984 elCardenal James Hickey, Arzobispo de Washington, después de numerosos intentos de clarificación, les había informado que no podían continuar desarrollando sus actividades en aquella arquidiócesis. Al mismo tiempo, la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica les pidió que se separaran del New Ways Ministry. La Congregación, sin embargo, constató que tanto el P. Nugent como la Hna. Gramick continuaron participando en actividades organizadas por el "New Ways Ministry", renunciando sólo formalmente a su posición de liderazgo.
En 1988, la Santa Sede creó una Comisión bajo la presidencia del Cardenal Adam Maida para estudiar y evaluar las declaraciones públicas y actividades de ambos religiosos, y determinar si las mismas eran conformes con la doctrina católica sobre la homosexualidad.
Tras la publicación de la obra "Building Bridges", el estudio de esta Comisión se centró principalmente en el revelador libro, que resume las actividades y el pensamiento de ambos religiosos. "La Comisión -dice el reciente documento del dicasterio que preside el Card. Ratzinger- encontró en sus escritos y actividades pastorales serias deficiencias, que resultaban incompatibles con la totalidad de la moral cristiana".
Intentos fallidos. "Con la esperanza de que el Padre Nugent y Sor Gramick expresaran su asentimiento a la enseñanza católica sobre la homosexualidad y corrigieran sus errores y escritos -sigue explicando el documento del dicasterio-, la Congregación hizo otro intento para encontrar una solución, invitándolos a responder de modo inequívoco a algunas preguntas sobre su posición en relación a la moralidad de los actos homosexuales y la inclinación homosexual". Pero las respuestas de ambos autores, fechadas el 22 de febrero de 1996, "no fueron lo suficientemente claras como para disipar las serias ambigüedades de su posición".
"Sor Gramick y el Padre Nugent demostraron una clara comprensión conceptual de la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad, pero se abstuvieron de prestar adhesión alguna a tal enseñanza". Más aún, tras la publicación en 1995 de la controvertida antología "Voices of Hope: A Collection of Positive Catholic Writings on Gay and Lesbian Issues", quedó en claro que no había ningún cambio en su oposición a elementos fundamentales de la enseñanza de la Iglesia.
La Congregación, siguiendo el procedimiento indicado en el "Reglamento para el Examen de las Doctrinas", pidió a cada uno de los religiosos que respondiera a la 'contestatio' de manera personal e independientemente el uno del otro, para permitirles mayor libertad al expresar sus posiciones individuales. Los miembros de la Congregación evaluaron cuidadosamente las respuestas y, según explica el documento del dicasterio, "fueron unánimes en su dictamen de que las respuestas de los dos religiosos, aun no carentes de elementos positivos, eran inaceptables. En ambos casos, el Padre Nugent y Sor Gramick trataron de justificar la publicación de sus libros sin que ninguno de ellos manifestase adhesión a la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad en términos suficientemente inequívocos".
Una declaración. Los trámites se empantanaban porque a cada solicitud directa del dicasterio, los involucrados respondían con amables pero evidentes evasivas; y aunque manifestaban en todo momento el deseo de llegar a un acuerdo, era imposible obtener de manera explícita e inequívoca, en términos de fórmula doctrinal, la "fidelidad" y el "amor a la Iglesia" que proclamaban tener. La Congregación decidió entonces solicitarles que formularan una declaración pública, que sería sometida al juicio de la Congregación. En tal declaración se les pidió que expresaran su asentimiento interior a la enseñanza de la Iglesia católica sobre la homosexualidad y que reconocieran que los libros arriba mencionados contenían errores. "Sor Gramick -dice el informe del dicasterio-, mientras expresaba su amor por la Iglesia, simplemente rehusó expresar asentimiento alguno a la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad. El Padre Nugent mostró mejor disposición, pero no llegó a ser inequívoco en la afirmación de su asentimiento interior a la enseñanza de la Iglesia".
Los miembros de la Congregación decidieron dar otra oportunidad al Padre Nugent para manifestarse de forma inequívoca; para lo que el dicasterio formuló una declaración de asentimiento que éste sólo debía firmar. Sin embargo, la respuesta del sacerdote, según el comunicado, "mostró el fracaso de este intento". "El Padre Nugent no firmó la declaración recibida, sino que respondió formulando un texto alternativo que modificaba la declaración de la Congregación en algunos puntos importantes. En particular, se abstuvo de declarar que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y añadió una sección que cuestionaba la naturaleza definitiva e inmutable de la doctrina católica en este campo".
Fracaso y decisión. Visto el fracaso del largo y paciente proceso de diálogo, la Congregación para la Doctrina de la Fe se vio obligada a declarar, "por el bien de los fieles católicos, que las posiciones de Sor Jeannine Gramick y del Padre Robert Nugent, en lo que se refiere al mal intrínseco de los actos homosexuales y al desorden objetivo de la inclinación homosexual, son doctrinalmente inaceptables en cuanto incompatibles con la enseñanza clara y constante de la Iglesia católica sobre el particular". "Las ambigüedades y errores de la posición del Padre Nugent y de Sor Gramick han causado confusión y daño a los fieles católicos. Por estas razones, a Sor Jeannine Gramick, S.S.N.D., y al Padre Robert Nugent, S.D.S., se les prohibe de forma permanente cualquier tipo de apostolado en favor de las personas homosexuales, y no son elegibles, por tiempo indeterminado, para ejercer ningún oficio en su respectivos institutos religiosos".
Sentimientos. La reacción inmediata del entorno del P. Nugent fue la esperada: "el P. Nugent acepta, pero se siente incomprendido", informó la agencia CNS; "El P. Nugent acatará el fallo, pero se siente desmoralizado", dijo el vocero de New Ways Ministry, Francis DeBernardo; esta decisión "hará que los homosexuales se sientan marginados", dijo también el mismo vocero; y hasta "esperemos que los que trabajan pastoralmente con los homosexuales no se sientan desmoralizados", dijo un obispo. Todas las declaraciones tenían en común un elemento que se ha vuelto descriptivo de cierta religiosidad dominante en Estados Unidos: la importancia de cómo se "siente" cada uno de los actores, independientemente de lo que está bien o de lo que es verdad. "La desaparición de la verdad doctrinal y de la recta acción pastoral ante la fuerza avasalladora del sentimiento es un fenómeno que marca la religiosidad norteamericana y, lamentablemente, a buena parte de los católicos también", dice Philip Lawler, editor de la revista Catholic World Report. En efecto, según revela, la gota que derramó el paciente vaso de la Congregación para la Doctrina de la Fe fue la decisión del P. Nugent de cambiar la expresión "intrínsecamente perversa" -respecto del acto sexual homosexual- en la declaración del dicasterio que debía solamente firmar, por "objetivamente inmoral". Nugent explicaría después que "en el fondo, se trata de lo mismo, solo que dicho de una manera que no ofenda a los homosexuales".
¿"Enfermedad"? "No herir sentimientos se ha convertido en una enfermedad, en el 'dogma' más brutal y violento de la vida religiosa norteamericana, incluso de buena parte de la vida católica", dice Dale Vree, un converso del ateísmo que dirige la revista New Oxford Review. "Es justamente el dogma de 'no hacer que nadie se sienta mal' el que está en la base del omnipresente "políticamente correcto" y el que ha influido de manera determinante en la vida de la Iglesia", agrega.
Según Vree, esta omnipresencia del sentimiento "va hasta la raíz misma de la vida parroquial, donde las imágenes de los santos han sido reemplazadas por globos, pancartas y cartillas expresando buenos sentimientos". "Es virtualmente imposible rezar antes o después de Misa porque las conversaciones gentiles y las palmaditas en la espalda inundan el ambiente. El Credo no se dice y las homilías se han convertido en una secuencia de chistes y frases de pseudo-psicología 'pop'. Las palabras de la liturgia son improvisadas y cambiadas según el gusto de clérigos políticamente correctos", dice Vree.
El intelectual converso señala además que "en muchas parroquias, el primer objetivo de la Misa ha sido cambiado de recibir a Jesús y alabar al Altísimo por 'celebrar la comunidad', es decir, celebrar nuestros 'maravillosos' egos"; y no sin ironía, cita a un "experto" liturgista según el cual "la Misa no debería transmitir un sentimiento de infinitud o eternidad del mundo de más allá, sino más bien sensibilidad comunitaria entre los feligreses".
Decadencia. "Lamentablemente", continúa Vree, "este catolicismo sensiblero, donde el saludo de la paz parece ser el punto culminante de la Misa, no tiene ningún magnetismo: no mucha gente sale de la cama el domingo en busca de un abracito tibio". Y cita, al respecto, escalofriantes estadísticas: en 35 años, la asistencia a Misa entre los católicos de Estados Unidos descendió del 70% al 25%, mientras que solamente uno de cada cuatro católicos comprende lo que significa la presencia real de Jesús en la Eucaristía.
Cambios. Según el P. Bernard X. Gorges, fundador de un exitoso movimiento catequético denominado "Totus Tuus", "es evidente que nuestra cultura del placer y el bienestar tienen un papel significativo en la consolidación de esta cultura del 'sentirse bien'". Sin embargo, el sacerdote nativo de Wichita, Kansas, considera que, en el mundo católico, "hemos contribuido con esta cultura cada vez más, reemplazando la enseñanza de la doctrina por la transmisión de sentimientos agradables". El P. Gorges, cuyo movimiento se dedica a enseñar el catecismo a los jóvenes y ha experimentado un éxito sorprendente en el Medio Oeste norteamericano, cree que "la catequesis ha desaparecido víctima de un círculo de nunca acabar: a los niños no se les enseña el catecismo porque 'son muy pequeños', a los jóvenes no se les enseña porque son 'muy rebeldes' y a los mayores no se les enseña porque 'ya son muy viejos'. De esta manera, la transmisión de los contenidos de fe prácticamente ha desaparecido".
Esperanza. Según el sacerdote, "es un mito creer que a los jóvenes no les interesa el conocimiento de la doctrina. Por el contrario, tienen hambre de la verdad, del conocimiento de lo que es objetivamente bueno y malo". El P. Gorges dice que justamente se decidió a crear "Totus Tuus" porque "quedé conmovido al ver cómo los jóvenes anhelaban alimento espiritual sólido, y habían recibido, en cambio, algodón dulce". Actualmente, "Totus Tuus" está compuesto por esos mismos jóvenes hambrientos, que hoy nutren a sus congéneres.
Para Gorges, la conclusión es clara: "a pesar de que hablar de doctrina puede herir algunos sentimientos, la verdad sigue teniendo la capacidad de atraer las mentes y el bien sigue atrayendo los corazones". "En medio de este mundo de hipocresías acarameladas, esto ciertamente es un signo de esperanza", concluye.

Ecône, ¿cómo remediar la tragedia?

La iglesia crea sus tradiciones para poder ser mejor Tradición, es decir, transmisión de la Revelación
Presentación
1. Muchos católicos permanecen a la vez emocionados, inquietos y  perplejos delante de la ruptura de Ecône y Roma, la consagración de cuatros obispos por Monseñor Marcel Lefèbvre y su excomunión por la Sede Apostólica. Se entristecen ante esta nueva separación, no sólo entre hermanos unidos por el mismo bautismo, sino también potencialmente entre Iglesias.
Quisiera exponer aquí las principales causas doctrinales de tal separación y los remedios intelectuales y concretos que podrían contribuir a limitar su alcance y su duración. ¿Cómo se entiende, en Ecône y en Roma, la Tradición, el desarrollo doctrinal, la misa y el rol de la Iglesia y su organización, el movimiento ecuménico y la oración que suscita (Asís 1986), la libertad y la en materia religiosa, los Derechos del hombres?
Trataremos, primeramente, el asunto de la Tradición, porque los errores y las confusiones, como las simplificaciones, que conciernen a este tema son, tal como lo subrayó Juan Pablo II en su motu proprioEcclesia Dei adflicta, el 2 de julio de 1988, “la raíz del acto cismático de las consagraciones episcopales de Ecône, de la liturgia, del ecumenismo y de la libertad religiosa.
Estas preguntas serán tratadas aquí en armonía con las enseñanzas de los papas, especialmente desde  Pío XII a Juan Pablo II, a la luz de los textos conciliares, en particular, pero no únicamente de Vaticano II. Nuestra investigación nos hará percibir mejor, espero, que la Iglesia de Cristo está fundada, de acuerdo a la afirmación del Credo,  fundada sobre los Apóstoles, una y única, universal y, por tanto, católica, santa y santificante. Nuestras divergencias no nos impiden decir simultáneamente sino conjuntamente: Credo Unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam”.
Así los esperamos preparar, al menos a lo lejos, el día en que cristo Salvador vencerá todas nuestras divisiones, en la luz de su misericordia, bajo el soplo de su Espíritu Santo.
Se impone, finalmente, una pauta metodólogica: algunas repeticiones son inevitables dada la mutua implicación de los temas abordados. Se les puede distinguir pero no separar. 
La Iglesia crea sus tradiciones para ser mejor
Se nota hoy, entre los católicos y también en el gran público en general, una gran diversidad frente al tema de la tradición. La historia de este concepto le confirió una multiplicidad de sentidos que, a su turno, afectaron su alcance en el plano religioso.
Esta es la histria que se encuentra en el origen del sentido más común de la palabra tradición para el gran público en la hora actual. De acuerdo alDictionnaire de la langue française Le Robert: “Doctrina o práctica, religiosa o moral, transmitida de siglo en siglo, originalmente mediante la palabra o el ejemplo, pero que puede, seguidamente, ser consignada en un texto escrito”.
“De siglo en siglo”: desde ya estamos orientados más bien hacia el pasado que hacia el futuro o incluso hacia el presente. El término trae consigo hoy una carga afectivo que liga su objeto a las costumbre y a los pensamientos del pasado. El futuro no está, sin embargo excluido. Los que se adhieren a las tradiciones están, generalmente, preocupados de transmitirlas activamente al presente, con los ojos puestos en las generaciones futuras.
Por vía de consecuencia, el término tradicionalista designa, siguiendo siempre al diccionario Robert – que no hace otra cosa que resumir el sentido ordinario de nuestro tiempo – a quien se adhiere a las nociones y costumbres tradicionales, preocupado por la conservación, tal vez, más que del progreso (sin que esto quedo excluido). Por contraste, el progresista pone acento no sobre la conservación de los valores del pasado, sino sobre la anticipación de los valores futuros, por los demás, sin exclusiva. El término se vuelve peyorativo cuando empieza a volverse exclusivo.
Además, en el mundo francófono, las palabras tradición y tradicionalismo evocan – de una manera a veces bastante vaga – las doctrinas sociales, políticas y religiosas elaboradas después de la Revolución francesa, que surgieron como reacción contra ella, en general en la primera mitad del siglo XIX. Citemos algunos nombres: José de Maistre, Bonald, Châteubriand, Lamennais.
Sus doctrinas, habitualmente, no son tomadas en cuenta en la actualidad por aquellos que se dicen tradicionalista, al menos no de una manera explícita; pero esos nombres (salvo, en parte, el último) bastan para sugerir una orientación conservadora, como desafía frente a muchas novedades, en el espíritu de un buen número de ellos.
Tales son las connotaciones actualmente más frecuentes que surgen en los espíritus que pretenden pronunciar las palabras: tradición, tradicionalismo.
3. Frente a ellas, el sentido que reviste el término Tradición en singular y tradiciones en plural, en el lenguaje de las Escrituras, de la Iglesia y de los Concilios, aunque no completamente diferente, es más preciso y más profundo, sin estar impregnado de matices socio políticos.
Este lenguaje nos ha sido resumido, recientemente, por Juan Pablo II en s carta por la conmemoración de los 1200 años del Concilio de Nicea, el 4 de diciembre de 1987 (Duodecimum saeculum):
Ya san Pablos nos enseña que, para la primera generación cristiana, laparadosis (tradición) es la proclamación del acontecimiento de Cristo (tradición) y de su significación actual, que opera la salvación mediante el  espíritu santo (I Co 15, 3-8; 11, 2). La Tradición de las palabras del Señor y de sus actos fue recogida en los cuatro evangelio sin agotarse (Lc 1, 1; Jn 20, 30; 21, 35). Esta tradición fundadora es tradición apostólica. Concierne no sólo al depósito de la sana doctrina (2 Tm 1, 6, 12) sino también las normas de conducta y las reglas de vida comunitaria (I Tes 4, 1-7; I Co 7, 17; 14, 34). Esto es lo que la Iglesia ha creído siempre y que siempre ha practicado, y lo considera, a justo título,  como tradición apostólica San Agustín dirá (De baptismo IV IV, 24,31): una observancia guardada por toda la Iglesia y siempre presente sin haber sido instituida por los concilios, no es otra cosa que una tradición que emana de la autoridad de los Apóstoles” (§ 6).
El texto es muy claro: la tradición es proclamación, por los Apóstoles, del Misterio de Cristo, es decir de su actuar, de su doctrina y de su ética; es inseparablemente fundadora y fundamental; pero no concierne a lo que la Iglesia a creído  siempre y practicado siempre, sin excluir un paso de lo implícito de lo implícito a lo explícito.
4. Esta es la Tradición llamada apostólica. Acabamos de pronunciar la palabra desarrollo: Mucho antes que Vaticano II, Nicea II en 787, manifestaba su importancia, Juan Pablo II escribe: Padres y Sínodos “hicieron de la Tradición la tradición de los Padres o “tradición eclesiástica”, concebida como un desarrollo homogéneo de la tradición apostólica” (§ 6)
Estamos en presencia de un concepto nuevo, pero aún cercano, de Tradición apostólica: el de tradición eclesiástica: Juan Pablo II precisa  (§) “Los Padres de Nicea II comprendían la tradición eclesiástica como la tradición de los seis concilios ecuménicos anteriores y de los Padres ortodoxos cuya enseñanza era comúnmente recibida en la Iglesia”. Llamamos aquí, a esta tradición eclesiástica, homogénea a la apostólica, Tradición eclesiástica principal, primera y primordial – con el fin de distinguirla claramente con Pablo VI en 1976) de las tradiciones secundarias y sin embargo no carentes de importancia, que la Iglesia a querido poner al servicio de la tradición apostólica desarrollada e tradición eclesiástica principal y primera.
5. Para distinguir mejor una de otra, se podría expresar así: la tradición eclesiástica primera es la que desarrolla de una manera necesaria la tradición apostólica, mientras que las tradiciones eclesiásticas secundarias constituyen desarrollos contingentes y perecibles. Los padres de Niceas II, subraya Juan Pablo II, afirman que desean conservar intactas” (§5) todas las tradiciones de la Iglesia que le han sido confiadas” (§ 5; Mansi XIII, 377 B, C). Los Padres de Vaticano II nunca dijeron nada parecido; es que había  a sus ojos una distinción fundamental entre las tradiciones primordiales de la iglesia, como lo veremos un poco más adelante. Veamos nuestra interpretación confirmada por la consideración del principal punto afirmado por Nicea II: el que ha exaltado la legitimidad de la “pintura de icinos, conforme a la carta de predicación apostólica”; dicho de otra manera, esta pintura constituía, para Nicea II, un desarrollo necesario de la Tradición apostólica. Nicea II hablaba, por tanto, de Tradición eclesiástica primordial.
6. Nuestra distinción refleja, en el plano de una Tradición eclesiástica a la vez una y múltiple, lo que la Iglesia reconoce hoy, al interior de sus tradiciones y prescripciones proclamadas por el Apóstol Pablo: la obligación, impuesta a las mujeres, de llevar un velo sobre la cabeza (I Co 11, 2-16) y considerada como “una práctica disciplinaria de poca importancia… una exigencia que no tiene valor normativo” a diferencia de la prohibición hecha a las mujeres de hablar, pero de no de profetizar, en el conjunto de la asamblea eclesial (I Co 14, 34-35; 11, 5; Declaración de la Congregación de la Doctrina de la fe sobre la no admisión de las mujeres al sacerdocio, sec IV, 15 de octubre 1976(.
Al distinguir, de esta manera, entre tradiciones eclesiásticos primordiales y secundarias, distinguimos, pues, en continuidad con una distinción análoga a reconocer en el interior de la Tradición apostólica misma y mostramos, sobre ese punto, la continuidad entre el lenguaje de la Biblia y el de los Concilios sucesivos, tal como nos invita Juan Pablo II en su motu propio, Ecclesia Dei adflicta, del 2 de julio de 1988 (5,b.) Vamos a verlo, también, a propósito de Vaticano II.
7. El concilio Vaticano II – en una constitución dogmática firmada también por Monseñor Lefèbvre: Dei Verbum – entiende como “Tradición sagrada”, de origen divino, la predicación apostólica destinada a ser conservada y transmitida hasta el fin de los tiempos. En otros términos, la predicación de los Doce, es decir de los Once unidos a Pedro. Ella “comprende todo lo que contribuye a conducir santamente la vida del pueblo de Dios y a aumentar la fe… Así, la Iglesia transmite a cada generación todo lo que es ella misma, todo lo que cree”.
Encontramos otra vez aquí el “de siglo en siglo” citado más arriba, pero puesto al servicio del mensaje divino de salvación, pero orientado hacia el futuro, hacia el regreso de Cristo, a la consumación de los tiempos. El depósito a custodiar no es inerte: el Concilio nos dice que crece. Retomando el concilio Vaticano, éste precisa: “Esta Tradición que viene de los Apóstoles, precisa: “Esta Tradición crece en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo; se acrecienta, en efecto, la percepción de las realidades lo mismo que las palabras transmitidas mediante la contemplación y el estudio, por la predicación de los obispos que, con los sucesión episcopal, recibieron un carisma cierto de verdad” (§ 7-8).
En otros términos, el desarrollo de la doctrina y del culto, y su explicación, constituyen en su esencia misma la Tradición en tanto que ella transmite, sin cesar, la Revelación. La Iglesia, repitámoslo con el texto, “transmite a todas las generaciones todo lo que es y todo lo que cree”, sin dejar caer nada. La Iglesia es Tradición
8. Ningún concilio ecuménico anterior había hablado con tanta fuerza y profundidad este tema, el que la teología llama desde hace siglos tradición divino-apostólica. No es confiada en un inicio a los bautizados, – “con la Escritura”,  siendo ambas el único depósito de la Palabra de Dios” – sino a la Iglesia: “la carga de interpretar auténticamente la única palabra de Dios, escrita o transmitida, fue confiada al solo Magisterio viviente de la Iglesia” (§ 10).
Lejos de haber sido confiada a la custodia de un solo obispo, es como Monseñor Lefèbvre, la transmisión de la Palabra de Dios o Tradición fue confiada a los Doce, bajo la conducción de Pedro y de sus sucesores.
9. Tradición, Escritura y Magisterio vivo son inseparables, bajo la dirección del Espíritu único que los unifica. Fue a este Magisterio vivo, indefectiblemente vivo – tal como lo había recordado Vaticano I(1) - y especialmente alSoberano Pontífice que el Señor confió la misión de discernir entre la auténtica Tradición divino apostólica y sus falsificaciones humanas, entre lo que transmite verdaderamente el mensaje integral de salvación y lo que, por el contrario, le es opuesto o lo pone en peligro, o entre las tradiciones que hay que conservar sin modificación y aquellas que hay que modificar.
La Tradición es, por tanto divina por su objeto, la Palabra de Dios confiada a los Apóstoles y a sus sucesores, pero también por la garantía de su transmisión fiel hasta el fin de los tiempos. Sabemos con certeza absoluta de la fe católica: no sólo ningún poder humano, pero tampoco ningún papa, ningún obispo, ningún grupo de obispos, ningún concilio no podrá nunca, ni jamás ha podido impedir eficazmente, universalmente, que la Palabra de Dios sea ofrecida por la Iglesia Universal al género humano considerado en su conjunto, ni tampoco disminuirla en lo que es. Espíritu Santo vela por su integral y fiel transmisión.
No negamos, que quede bien entendido, que los obispo o bautizados individuales puedan negarla, disminuirla, transmitirla imperitamente o recibirla de manera incompleta. Subrayamos solamente una verdad capital en el contexto actual: la certeza absoluta de la transmisión integral de la Revelación mediante la Iglesia universal, con miras a la felicidad y salvación del género humano. Semejante convicción de la Iglesia de todos los tiempos es, también, explícitamente la de Vaticano II, expresada con originalidad, de manera nueva.
10. En armonía con esta profundización fundamental, el último Concilio volvió a ofrecer a toda la Iglesia otra enseñanza particularmente agradable a los tradicionalistas más diversos, incluso si es cierto que haya sido hasta este momento poco destacado: las tradiciones nacionales y religiosas contienen las simientes del Verbo, ocultas en ellas; los cristianos deben expresar la novedad del Evangelio según las tradiciones nacionales (Missions 11 y 21).
Dicho de otra manera, deben poner las tradiciones al servicio de la Tradición apostólica. Las tradiciones humanas al servicio de la tradición divina. El pasado humano al servicio de un futuro divinizado. No sólo el pasado religioso, sino también el pasado nacional.
Transmitiendo la Tradición sagrada venida de los Apóstoles, sus sucesores crearon, sobre la base, - al menos en cierto número de casos – las tradiciones nacionales y profanas, las tradiciones eclesiásticas, las tradiciones secundarias de las comunidades cristianas, prácticas diversas que aparecen y pueden desaparecer en la vida de la Iglesia; porque ellas no son de origen divino y la Iglesia, al aceptarlas, no está obligada a perennizarlas; constituyen el entorno prudencial que protege y quisiera garantizar la conservación de la única perla preciosa: la Tradición divina. De esta manera, la legítima sotana es de origen apostólico y no constituye el único hábito eclesiástico susceptible de distinguir al sacerdote de los no sacerdotes (art. 284 del CIC).
Aquí, nuevamente, la misión propia de los papas y de los obispos los vuelve aptos – y solo ellos –a juzgar por la adaptación o no adaptación de sus costumbres y tradiciones eclesiásticas (secundarias) a las necesidades sucesivas y diversas de la transmisión y del anuncio del Evangelio.
Todas las tradiciones que la Iglesia ha creado pueden ser modificadas o incluso suprimidas para una mejor transmisión o Tradición de la Palabra de Dios(2)
11. Ahora bien, desde las reformas conciliares, muchos de los que invocan la Tradición, no la distinguen de las tradiciones eclesiásticas (secundarias) y, de hecho, la confunden con ella. En otros términos, confunden lo que es humano y lo que es divino en la Iglesia. Monseñor Lefèbvre mismo no escapa a este peligro. Parece ignorar esta distinción capital, al menos en su lenguaje habitual. Se entiende: porque reduce a la nada todas sus críticas contra las reformas surgidas del concilio Vaticano II. Sus lectores reconocerán fácilmente una gran parte de verdad en esta apreciación: “De hecho Monseñor Lefèbvre llama tradición a la enseñanza teológica, las prácticas eclesiásticas y la moda de celebración litúrgica que conoció en su juventud  y en su educación clerical”.(3)
De manera muy especial, Monseñor Lefèbvre desconoce, a menudo, un dato, a pesar de estar lógicamente implicado en sus convicciones: la asistencia constante del Espíritu Santo al magisterio vivo de la Iglesia no existe solamente en caso de definición dogmática, sino también en el gobierno de la Iglesia universal, preservando al legislador de plantear leyes contrarias al bien de la asamblea del pueblo de Dios(4), porque las potencias de la muerte podrán prevalecer (Mt 16, 18). Esta asistencia se manifiesta incluso en el gobierno ordinario de la Iglesia ejercido por el sumo pontífice, ayudado por sus consejeros. Incluso si, en general, las leyes pudieran ser mejores que lo que actualmente son, y si el Espíritu no es una garantía de perfección, la constatación, en la fe, inclina al creyente a evaluar con aprobación las reformas introducidas por la santa sede en aplicación del Concilio. Prejuicio favorable cuya ausencia brilla en la célebre profesión de fe de Monseñor Lefèbvre, fechada el 21 de noviembre de 1974(5).
12. En su carta del 11 de octubre de 1976 a Monseñor Lefèbvre, Pablo VIresumió bien algunos aspectos del concepto errado que el prelado se hace de la Tradición y que no hace sino acentuar desde entonces:
“El concepto de Tradición que usted invoca es falso. La Tradición no es un dato fijo o muerto, un hecho estático, que en cierta manera, bloquearía, en un momento determinado de la historia, la vida de este organismo activo que es la Iglesia… Corresponde al papa y a los concilios conducir un juicio para discernir en las tradiciones de la Iglesia a cuál no es posible renunciar, sin infidelidad al Señor y al Espíritu Santo – el depósito de la fe -  y lo que, por el contrario, puede y debe  ser puesto al día, para facilitar la oración y la misión de la Iglesia a través de la variedad de los tiempos y de los lugares, para traducir el mensaje divino en el lenguaje divino en lenguaje humano de hoy y comunicarlo mejor, sin compromiso, indudablemente. Así actúan los papas y los concilios ecuménicos, con la asistencia especial del Espíritu Santo.
Fue eso, precisamente lo que hizo Vaticano II. Nada de lo decretado en ese Concilio, como en las reformas que Nos hemos decidido llevar a cabo, se opone a lo que la Tradición Bimilenaria de la Iglesia acarrea de fundamental e inmutable. De todo esto somos garantes, en virtud. No de nuestra calidades personales, sino de la carga que el Señor nos ha confiado como sucesor legítimo de Pedro y de la asistencia especial que nos ha prometido, como a Pedro: He rogado por ti con el fin de que tu fe no desfallezca (Lc 22,32). Con Nos es garante el espiscopado universal”.
En su misma carta, del 11 de octubre, Pablo VI resumía, en estos términos su crítica a la concepción lefebrista de la Tradición: “Un obispo solo y sin misión canónica carece, in acto expedito ad agendum (de manera tal que pudiese actuar) de la facultad de establecer en general cuál es la regla de la fe para determinar lo que es la Tradición. Ahora bien prácticamente, usted pretende ser juez único en todo lo que atañe a la Tradición”.
Aunque esta carta este dirigida únicamente a Monseñor Lefèbvre, y no a la Iglesia universal, reviste una considerable importancia doctrinal, Introduce, en efecto, dos precisiones y explicaciones en favor de las cuales no cita ningún documento preciso de tiempos anteriores. Pero habría podido citar a Pio XII, Mediator Dei, sec. IV.
La primera, rechazando un concepto estático de la Tradición viva, admite claramente la existencia de las tradiciones de la Iglesia, que pueden ser rechazadas sin infidelidad, precisamente por fidelidad a la Tradición apostólica activa(6) y fundadora, como a las tradiciones eclesiásticas primordiales que manan de ella: ya hemos designado a éstas últimas bajo el nombre de tradiciones eclesiásticas secundarias.
La segunda nos dice: “Esta es la manera en que actúan normalmente los papa y los concilios ecuménicos”. Destaquémoslo con cuidado: Pablo VI no dice que los papas y concilios hayan proclamado la existencia y la necesidad de este discernimiento, sino que lo han ejercido, ¡que es cosa muy diferente!
Por lo tanto, nos está permitido ver en esta lectura de Pablo VI un importante complemento a las enseñanzas de Vaticano II y de Nicea II, como a las de Trento, y subrayar que se lo debemos a Monseñor Lefèbvre, según el principio general admitido por Vaticano II: “La Iglesia reconoce que de la oposición misma de sus adversarios… sacó grandes beneficios y que continúa haciéndolo”(7) (todo esto advirtiendo que en Monseñor Lefebvre no tenía intención alguna de erigirse como adversario de la Iglesia).
13. Semejante complemento doctrinal sobre la Tradición era enseñado ya, en otros términos, en un documento conciliar de Vaticano II firmado por Monseñor Lefèbvre: la constitución sobre la Sagrada Liturgia: “La liturgia se compone de una parte inmutable, de institución divina, y de partes sujetas al cambio, que pueden variar con el correr de los años o que incluso deben hacerlo, si se han introducido elementos que no se correspondan con la naturaleza íntima de la liturgia misma o si estas partes se han vuelto inadaptadas” (§21). Partes “sujetas a los cambios, inadaptadas” a las necesidades actuales de la evangelización, es decir de la Tradición activa: aquí están muchas de las tradiciones eclesiásticas secundarias ya evocadas y definidas.
Semejante “adaptación de las instituciones sujetas a cambio a las necesidades de nuestra época”, es decir, repitámoslo, de las tradiciones eclesiásticas secundarias para hacer brillar la Tradición apostólica en tanto que ella proclama el Misterio de Cristo al mundo, era incluso, para el preámbulo de esta constitución, uno de los fines que proponía el concilio Vaticano II.
La carta de Pablo VI, en 1976, novedosa en su formulación, no innovó nada en lo que se refiere a la substancia de lo que ya había enseñado el concilio Vaticano II, sea en la constitución sobre la liturgia, en un texto votado casi unánimemente, sea, incluso, en el decreto sobre el ecumenismo, § 6.
14. La noción misma de cambio de las tradiciones eclesiásticas secundarias, para adaptarlas a la tradición no significa, por otro lado, que haya que considerar esas tradiciones secundarias como tradiciones totalmente humanas, que evocan las de los Fariseos, a los que Cristo decía: “Rechazan lindamente el mandamiento de Dios para sujetarse a la tradición de los hombres” (Mc 7, 8-9 aquí sintetizado): porque esa tradiciones secundarias fueron aceptadas y transmitidas por la Iglesia en tiempos determinados con la asistencia del Espíritu Santo, con miras  a una mejor comprensión de la Tradición apostólica. En resumen, la Tradición de la Iglesia y, mediante la Iglesia, del Mensaje apostólico integró las tradiciones secundarias, temporales, momentáneamente útiles a la Iglesia.(8)
No hay que olvidar que le mismo Concilio, queriendo un discernimiento en las tradiciones eclesiásticas no sólo no quiso el cambio por el cambio, sino que incluso vio en él un accidente respecto de las realidades substanciales y permanentes: “Bajo los cambios permanecen muchas cosas que tiene por fundamento último a Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8; Gaudium et Spes 10). En consecuencia, las tradiciones eclesiales secundarias son accidentales respecto de las tradiciones eclesiásticas sustanciales, que hemos calificado de principales.
Evidentemente, es imposible ver en las tradiciones eclesiales secundarias, momentáneas, inadaptadas a las necesidades actuales de la Tradición activa del Evangelio, “un desarrollo homogéneo de la tradición apostólica” como señala la definición de la “tradición eclesiástica de los Padres” dada por Juan Pablo II. Ciertamente, esas tradiciones secundarias no la contradicen, y en ese sentido no son un desarrollo heterogéneo; pero, por su objeto, por su naturaleza íntima, son más costumbres que enseñanza propiamente dicha, sin ser comparables a la tradición de los seis primeros concilios ecuménicos, en la que los Padres de Nicea II veían brillar la tradición eclesiástica.
15. Las dificultades que Monseñor Lefèbvre experimentó – como muchos otros – frente a ciertas enseñanzas de Vaticano II y del Magisterio post conciliar, al menos han tenido la ventaja de dar a los papas Pablo VI y Juan Pablo II la ocasión de comenzar la elaboración de una síntesis parcial de Nicea II y de Vaticano II sobre la Tradición, a la vez que nos obligó a ver mejor la diferencia de la las problemáticas.
Nicea II estuvo dominada por la consideración de la relación entre tradiciones escritas y no escritas en el seno de una Tradición apostólica prolongada como tradición eclesiástica de los Padres.
Vaticano II, en tres documentos tan diferentes como posibles (la constitución dogmática sobre la Revelación, la constitución  dogmática sobre la Revelación (la constitución más bien pastoral sobre la Liturgia y el Decreto sobre las Misiones), expresó a partir de tres problemáticas completamente distintas, conclusiones que no han sido sintetizadas pero que podrían serlo. Dei Verbumaborda la Tradición en el contexto de la Escritura pensando, sobre todo en el mundo protestante; en ese sentido, prolonga la obra de Trento, con una diferencia capital; no habla solamente de las tradiciones, sino también y sobre todo de la(9) Tradición. Mientras que Sacrosanctum Concilium trata acerca de un problema al interior de la Iglesia católica y sobre todo a su rito latino: el de un discernimiento al interior de las tradiciones litúrgicas, a la luz de la Tradición(10) y a favor de su crecimiento: Ad Gentes del problema externo de la relación entre evangelización y tradiciones nacionales.
Por oposición, la carta Duodecimun Saeculum no se sitúa  con relación al mundo protestante, ni al tradicionalismo protestante ni con el tradicionalismo lefebrista, sino con miras al diálogo entre la Iglesia católica y ortodoxa. Juan Pablo II menciona abundantemente, en ese documento, Dei Verbum, pero no la toma de posición de Sacrosanctum Concilium sobre el discernimiento que debe realizarse entre tradiciones litúrgicas.
El conjunto de esos documentos, como también la evolución de la problemática interna de muchas iglesias cristianas(11), comprendida la Iglesia ortodoxa, prepara el terreno  a una nueva profundización del rol de las tradiciones, escritas y no escritas, a distinguir de acuerdo con su relación al misterio de la Iglesia, con miras a la Tradición que las suscita  y juzga. Tampoco se excluye que el Apóstol haya preparado de lejos un examen más claro de la relación entre tradiciones y Tradiciones (comparar II Th2, 15 y 3,6)(12).
Se ve, pues, cuánto se justifican dos reflexiones sucesivas de Juan Pablo II cuyas páginas precedentes le sirven de orquestación:
  1. “a medida que la Iglesia se desarrolló en el tiempo y en el espacio, su conocimiento de la Tradición de la que es portadora conoció, también, las etapas de un desarrollo cuya investigación constituye, para el diálogo ecuménico y toda reflexión teológica auténtica, el recorrido obligatorio” (Duodecimum saeculum, II, 5).
  2. Se impone “a todos los fieles católicos una reflexión sincera sobre la verdadera fidelidad a la Tradición de la Iglesia, auténticamente interpretada por el Magisterio eclesiástico, ordinario y extraordinario” (Ecclesia Dei adflicta, 5, a).
Por el contrario, una falsa fidelidad a la Tradición termina en la negación práctica de la indefectibilidad de la Iglesia universal como la de la Piedra sobre la que fue fundada; hacia la tesis de una Iglesia indefectible en que convergen, paradójicamente, Monseñor Lefèbvre (cuando desconoce la asistencia del Espíritu Santo al Concilio Vaticano II y a los tres últimos papas) y los modernistas de principios del siglo XX, en su afirmación de una evolución heterogénea de los dogmas. O simplemente de las doctrinas de la Iglesia.
Las consecuencias de esta visión deformada de la Tradición son particularmente sensibles en materia de ecumenismo y de libertad religiosa, pero primeramente y ante todo a propósito de la liturgia.

1. Vaticano I, Constitución dogmática. Pastor Aeternus, cap. 2 (DS 3056)
2. Vaticano II, Dei Verbum, cap II, § 8: “La Iglesia transmite a todas las generaciones lo es ella misma (transmittit omne quod ipsa est)”. En este sentido la Iglesia es Tradición: las es su actividad fundamental que explica su continuidad en el tiempo. Ver, sobre este tema: X. León-Dufour, Vocabulaire de theólogie biblique, París, 1972, art Tradition, por P. Grelot; M. Cano,
3. P. Grelor, Etudes, janvier 1988, pp. 102-103; el autor no dice que la Tradición, a los ojos de Monseñor Lefebvre se reduzca a los puntos subrayados; de hecho constatamos que, paradójicamente, para el prelado de Ecône, el acto de consagración episcopal del 30 de junio de 1988 es un gesto de transmisión y tradición.
4. Cardenal C. Journet, L’Eglise du Verbe incarné, Paris, 1951, t. II, p.926: “Sobre un segundo plano, la asistencia divina es además infalible, pero de una manera prudencial. Es el plan de las leyes eclesiásticas universales. En tanto son mantenidas en vigor, son infaliblemente buenas, prudentes; esto no quiere decir que sean necesariamente los mejores, las más prudentes posibles”.
5. Se encontrará el texto integral en Itinerarire, enero de 1975, y también en J. Anzeuvi, Le Drame d’ Ecône, pp. 88-89 lo mimos que en Yves Congar, La Crise Dans l’Eglise et Mgr Lefèbvre, Paris, 1976, pp. 95-97.
6. La distinción explícita entre tradición activa y tradición pasiva parece remontarse al siglo XIX, concretamente a Schrader y a Franzalin: cf. Y. Congar,Vocabulaire œucumenique, París, 1970, art. Tradition,  pp. 310 ss,
7. Vaticano II, Gaudium et Spes, § 44, al. 3.
8. M. Cano Observa (De locis theologicis, lib. III, cap 5 § 1) que los Apóstoles instituyeron algunos ritos de manera temporal, otros de manera perpetua. Los mencionamos líneas arriba (§ 6) a propósito del velo de las mujeres en el Apóstol Pablo. Bossuet (Cinquième Fragment sur diverses matières de controverse: De la Tradition, Oeuvres complètes, París, 1863, t. XIII, p.346) escribe: “Confesamos que las costumbre de dar la comunión a los niños pequeños fue universal en la Iglesia y que después fue abolida insensiblemente. Nunca hemos pretendido que todas las costumbres de la Iglesia fuesen inmutables… (Las) costumbres indiferentes, no encierran ningún dogma de fe, pueden ser cambiadas sin contradicción”.
9. Congar, La Tradition et la vie de l’Eglise, París, 1963, p. 122 el autor dice: “El concilio de Trento se había contentado, contra los reformadores, con afirmar la existencia y el valor de tradiciones apostólicas, sin abordar en toda su amplitud, sino de manera precisa, el problema de la Tradición”. Ahí agrega: “el Medioevo o se había planteado en lo absoluto, la cuestión de la Tradición como tal. Se había contentado con justificar los puntos de doctrina, en especial de liturgia y de disciplina que la Iglesia tenía por obligatorio, y que los textos formales de la Escritura no constituían, mediante un llamado bastante vago a la s tradiciones no escritas y sobre todo por un llamado a la autoridad, instituida por Dios y asistida por su Espíritu, de esta Iglesia. Llamaban al todo “tradiciones”. Del mismo modo que Santo Tomás de Aquino ignoró siempre las definiciones de Nicea II sobre l culto a las imágenes y sobre las tradiciones; en particular, sobre las de la Iglesia: cf DTC VII, 1; col. 827-841. El terreno no estaba, por tanto, preparado para que el concilio de Trento pudiese abordar sea la Tradición en tanto que distinto de las tradiciones apostólicas, sea las tradiciones eclesiales susceptibles de ser cambiadas por distinción con las tradiciones inmutables de la Iglesia.
10. Un problema análogo no puede dejar de plantearse a la Iglesia ortodoxa y sin duda se plantea, aunque no claramente, en P.N. Tremblas, Dogmatique de l’Eglise catholique orthodoxe, (obra anterior al Concilio), Chèvetogne, Belgique, Belgique, 1966, t. I, pp. 149-167. La preparación del concilio pan-ortodoxo anunciado por mucho  tiempo conducirá necesariamente a los teólogos ortodoxos a la consideración den las tradiciones eclesiásticas mudables.
11. Esta evolución se manifestó de manera impresionante en Montreal en 1963, en el informe de la IV Conferencia mundial de Fe y constitución, cuyas afirmaciones convergen muy largamente con las de Vaticano II. Ver el texto citado por A. Benoit, Vocabulaire oecuménique (ed Y. Congar), Paris, 1970, p. 328: misma visión de la Tradición en su anterioridad con relación al Evangelio escrito.
12. Ver, en la Traduction oecuménique de la BIble, las notas sobre II Th 2, 15; 3, 6: “Las tradiciones son las verdades que conciernen a la fe y a la vida cristiana, que el mismo Pablo recibió de la Iglesia primitiva y que enseña, a su turno, a las comunidades que fundó. El paso del plural al singular no parece entrañar un cambio de sentido. Se trata del conjunto de la enseñanza de Pablo. Si el sentido era exactamente el mismo, ¿por qué el autor –Pablo-  habría pasado del plural al singular? El conjunto de la enseñanza de Pablo – resumido en la Tradición- ¿no es más que un conjunto de enseñanzas del mismo Apóstol? La Tradición, en Pablo, nos parece, pone el acento sobre la Persona y sobre el Misterio Pascual y eucarístico de Jesús, mientras que las tradiciones conciernen más bien a las normas y preceptos que su Persona unifica. Ver, además, los comentarios de B. Rigaux: Les Epîtres aux Thessaloniciens, París, 1956, y la manera en que Juan Pablo II presenta el singular (arriba § 3) la paradosis en Pablo.