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lunes, 17 de abril de 2017

Junto a María, en su soledad

camino del cielo
¡Cristo ha muerto! Mi corazón siente un vacío profundo en este día. Los sagrarios de todas las iglesias permanecen vacíos porque Cristo no se encuentra en su interior. En este día me falta algo. En un día como hoy tampoco se celebra la Eucaristía, alimento del cristiano. Solo nos queda María en su soledad. Contemplo a Nuestra Señora, en la soledad de su fe, a los pies de la Cruz. Me quiero postrar junto a ella. En su tiempo hubiera huído, como hicieron tantos. Hoy no. Amo tanto a Cristo, siento tanta devoción por María, que no puedo más que postrarme junto a Ella en silente oración a los pies del madero santo.
María me acoge. Acoge a la humanidad entera. Nos acoge a todos porque ha asumido fielmente en su corazón el mandato de Cristo: "amaos los unos a los otros" y el tan profundo "aquí tienes a tu Madre". María asume su misión con entereza, con valentía, con fortaleza y con alegría. Ahora es fácil verlo, pero en el momento de postrarse en el Calvario María estaba sola. Muy sola. Es una mujer radicalmente sola. ¿Que se trasluce de esta soledad de la Virgen? La soledad de la fe. Ella es la única que tiene la certeza viva y firme de que después de la muerte viene la Resurrección. María cree en Jesús. Cree en la única Verdad, fruto bendito de su vientre. A María lo que le sostiene, entre tanto dolor y sufrimiento, es una fe cierta. ¡Bendita la fe de María que me hace también creer a mi cada día!
La Virgen es consciente de que el sufrimiento de Cristo es voluntad del Padre. Desde que asumió el fiat, María sabía que Jesús debía padecer por cada hombre y morir en la cruz para la salvación del género humano. María está sola. Es una soledad que desgarra el alma, pero que se sostiene por la confianza en el Padre que nunca abandona: "Si, buen Dios, hágase en mí según tu Palabra". Es el fiat renovado en el monte Calvario.
¡Qué triste es la soledad de Maria! Pedro ha renegado de Jesús tres veces. Judas, poniendo en jaque su salvación, se ha quitado la vida. De los restantes apóstoles, excepto Juan, ya nada se sabe. Las mujeres han partido para recoger los ungüentos para embalsamar el cuerpo de Cristo, que será enterrado en el sepulcro de José de Arimatea. Los judíos desprecian al Salvador del Mundo. Los dos de Emaús, consternados, han comenzado el camino de regreso a su aldea. Los que le seguían, los que fueron testigos de su Palabra, los que vivieron en carne propia los milagros de Cristo andan escondidos en sus casas. No queda nadie. No quedamos nadie. Solo María, a la espera de la Resurrección del Hijo, signo de la victoria sobre la muerte y sobre el pecado.
Contemplando en este Sábado Santo la soledad de María uno comprende y mucho sus soledades. Comprendes que cuando tantas veces parece que Cristo no camina a tu lado, cuando sientes un abandono profundo o una sensación de vacío la Cruz es el bálsamo. Es, entonces, cuando la soledad de María en este Sábado Santo se convierte en una luz de esperanza. Sola, junto a la Cruz, todo sufrimiento se mitiga. Toda desesperanza se transforma. Cualquier herida sana. Sabemos que no estamos solos. Basta con repetir al únisono que María: "Si, buen Dios, hágase en mí según tu Palabra".
Junto a María tomo mi propia cruz con fe y esperanza y todos mis sufrimientos los pongo a los pies de la Cruz. ¡Cuanto se aprende de la soledad de María!

¡María, Madre de los Dolores, te contemplo junto a Tu Hijo yaciente y también me lleno de dolor en este día! ¡A tu lado las prisas de mi vida no tienen importancia, las rutinas de mi vida pasan a un segundo plano, viendo el cuerpo inerte de Cristo y tu dolor me desprendo de todas mis autosuficiencias! ¡María, quiero acompañarte con el corazón roto en este día! ¡Quiero acompañarte en tu soledad, en tu dolor y en tu pena pero sabiendo que Cristo resucitará y que podremos seguir juntos el camino! ¡Te contemplo María, te amo y quiero imitarte en todo: en tu valentía, en tu coraje, en tu fe, en tu fortaleza, en tu esperanza! ¡Quiero que así sea mi vida! ¡Anhelo ir ataviado de adoración como estás Tú ante el cuerpo de Cristo! ¡Quiero despojarme de mis yoes, de mis bajezas, de mis miserias y entregarme a Tu Hijo de verdad! ¡Quiero serle fiel como lo eres Tú en este día! ¡Quiero tener la misma serenidad que presentas Tu ante el dolor y el sufrimiento! ¡Quiero tener la misma elegancia y altura espiritual que tienes Tú, Madre de la Soledad! ¡Gracias, María, porque en este Sábado Santo tu me demuestras quien eres de verdad: la Reina del Universo, la Reina de los corazones, la Reina de las certezas, la Reina de la esperanza, la Reina de los afligidos, la Reina del Amor Hermoso! ¡Ayúdame a ser humilde como eres Tú! ¡Ayúdame a ser consciente de que soy un pecador y tengo mucho que purificar! ¡Ayúdame a reconciliarme con Tu Hijo, hoy y siempre! ¡Ayúdame a abrirme a los demás! ¡Ayúdame a ser más sencillo y misericordioso! ¡Ayúdame a ser más entregado! ¡Hoy y siempre, totus tuus María!
Stabat Mater Dolorosa (Estaba la Madre Dolorosa) es nuestra música para acompañar la soledad de María:


domingo, 6 de noviembre de 2016

La dicha de la comunión

orar-con-el-corazon-abiertoUna de las cosas más hermosas con las que puedo disfrutar cada día es la comunión. No hay nada más intenso en mi vida que ese momento. Es como permanecer arrodillado a los pies de Cristo. Y esos cinco, diez, quince... minutos en los que permanezco en la iglesia después de la comunión mi alma se siente íntimamente unida a la de Jesús. Son momentos de una intimidad impresionante en la que tienes el gozo de poder contemplar a Cristo como muy probablemente lo estarán haciendo en el cielo todos aquellos que han llegado a la dicha de la eternidad.

Te encuentras en actitud abierta sentado en el banco o agazapado en el reclinatorio y todo lo terrenal, todas aquellas preocupaciones que te embargan, desaparecen ante el gozo inmenso de tener a Cristo en tu interior. Y te sientes feliz de poder decirle al Señor: «Gracias, por estar en mi interior», «¡Aquí me tienes, Señor!»...
Son instantes de gozo que permiten concentrar toda la atención única y exclusivamente en aquel que se ha transfigurado para estar cerca de uno. Me viene a la mente la figura de aquel ciego, que en el camino de Jericó, oyendo a la muchedumbre seguir al Señor, aprovechando que pasaba a su vera, aún sin poderle ver, le llama y le pide que se acerque a él. Esa llamada es una llamada de transformación interior. Aquel ciego de Jericó estaba perdido pero, en su sencillez, fue capaz de llamar al Cristo que pasaba. No sabemos, porque no lo dice el Evangelio, que se hizo de él. Pero seguro que en su alma, en lo más profundo de su alma, el Maestro debió permanecer toda su vida. Por eso, después de la comunión, siempre le puedes decir al Señor que antes de comulgar has afirmado «que no soy digno de que entres en mi casa, pero ahora estás aquí, en tu casa, porque mi alma es tuya y te pertenece y puedes hacer de ella todo lo que quieras».

Hoy, en lugar de la oración personal que habitualmente acompaña a la meditación, comparto esta hermosa oración universal del Papa Clemente IX que, por su belleza y profundidad, nos pueden ayudar a orar después de la comunión:

«Creo en Ti, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero en Ti, pero ayúdame a esperar con más confianza; te amo, Señor, pero ayúdame a amarte más ardientemente; estoy arrepentido, pero ayúdame a tener mayor dolor.
Te adoro, Señor, porque eres mi creador y te anhelo porque eres mi último fin; te alabo porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en Ti, porque eres mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor mis pensamientos, para que se dirijan a Ti; te ofrezco mis palabras, para que hablen de Ti; te ofrezco mis obras, para que todo lo haga por Ti; te ofrezco mis penas, para que las sufra por Ti.
Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres Tú, quiero como lo quieras Tú y durante todo el tiempo que lo quieras Tú.
Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que inflames mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi alma.
Ayúdame a apartarme de mis pasadas iniquidades, a rechazar las tentaciones futuras, a vencer mis inclinaciones al mal y a cultivar las virtudes necesarias.
Concédeme, Dios de bondad, amor a Ti, celo por el prójimo, y desprecio a lo mundano.
Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, ser comprensivo con mis inferiores, saber aconsejar a mis amigos y perdonar a mis enemigos.
Que venza la sensualidad con mortificación, con generosidad la avaricia, con bondad la ira; con fervor la tibieza.
Que sepa tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor frente a los peligros, paciencia en las dificultades, humildad en la prosperidad
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mis conversaciones y a llevar una vida ordenada.
Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener la salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.
Concédeme, Señor, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme del infierno y alcanzar el paraíso.
Por Cristo nuestro Señor. Amén».

«Eucaristía, milagro de amor», cantamos hoy: