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domingo, 23 de abril de 2017

Toca mi herida, Jesús

Necesito sentir que soy amado personalmente

Jesús llega y entra en la sala donde están los suyos. Les entrega su paz. Hasta tres veces se la da en este evangelio: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: – Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros”.
Los discípulos esperan con miedo. Temen morir como el maestro. No saben si Jesús vive o sigue muerto en el sepulcro. No saben si tienen que regresar o no a Galilea. Dudan. Viven con impaciencia este tiempo de espera. Con las puertas cerradas para que nadie irrumpa en sus vidas. Tienen miedo. Se protegen.

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Decía la misionera Victoria Braquehais: “La incapacidad de dialogar y el miedo al otro nos ciegan. El miedo al otro nos vuelve muy agresivos, en contraste con la cultura del diálogo.
No quieren morir. Tienen miedo al otro. Al diferente. Temen correr la suerte del maestro. Ellos son de Jesús. Tienen su acento. Vienen de Galilea. Llevan en su alma la impronta de Jesús. Temen ser reconocidos. Y se esconden. No quieren entrar en diálogo con nadie. Han cerrado todas las puertas. Han construido muros. Han levantado diques.
Muchas veces mi corazón está turbado y con miedo. Se esconde. Evita el diálogo. Vivo a la defensiva porque temo perder tantas cosas en el camino. Me asusta el mundo y lo que pueda suceder. Me asusta el otro, el diferente. Todo en esta vida es muy incierto. Puedo controlar muy pocas cosas. Por eso mi miedo me hace vivir con las puertas cerradas.
Temo la muerte. Y veo muy lejos el cielo prometido. Me dicen que Jesús está vivo. Que camina a mi lado. Pero yo vivo con las puertas cerradas por miedo a los hombres. No me abro a la presencia de Dios porque me asustan sus planes.
Y Jesús llega hasta mí, como llegó a ellos ese día, estando las puertas cerradas. Llega a su aislamiento. Atraviesa su corazón protegido. Rompe sus miedos. Les da su paz y ellos, asombrados, se llenan de alegría. Lo reconocen. El resucitado lleva las marcas del crucificado.
La señal de Jesús para que lo reconozcan son sus heridas. Les enseña las manos y el costado. Les muestra su gran amor. Sus clavos. La lanzada en su corazón. Se llenan de gloria sus cinco heridas. Se llenan de luz sus señales. No desaparece por completo su cicatriz. Porque Jesús es para siempre el Dios herido por amor.
Me impresiona mucho esa escena. Jesús les muestra las manos y el costado. Y ellos se llenan de alegría al reconocerlo. Es Él. Su Señor. El mismo de siempre. El que caminó a su lado. El que los llamó en el lago. El que vivió con ellos compartiendo la aventura de la vida. El que les habló al corazón y sanó su dolor y su enfermedad.
El que les contó de un amor más grande para el que fueron creados. El que los abrazó con ternura en su soledad. El mismo que murió en la cruz y fue atravesado por los clavos y la lanza, mientras Él perdonaba.
Siempre me conmueve este momento de encuentro. ¡Cuánta alegría al ver su rostro y sus heridas! ¡Qué felicidad más grande! No lo esperaban. O tal vez lo soñaban. Era un deseo íntimo, inconfesable por ser demasiado imposible. No caben en su asombro. Lo reconocen y se alegran. Con una alegría que ya no los dejará nunca.
Las heridas son la señal. No hace un milagro para que lo reconozcan. Sólo les muestra sus heridas. Ya no son motivo de miedo, de dolor, de fracaso, de desaliento, de desesperación, de culpa. Son motivo de alegría, porque Él ha vencido el dolor. Ha vencido a la muerte. Vive. Para siempre vive.
Jesús entra en sus vidas y desaparece el miedo. Tenían miedo antes. Se defendían del mundo. Estaban heridos como Jesús y temían el rechazo. Y Jesús llega a ellos para darles su paz. Para que puedan salir al mundo y no le tengan miedo al otro. Les da fuerza para que sean capaces de romper sus barreras llenas de prejuicios y dialogar amando. Yo también deseo esa paz de Dios en mi vida. Esa paz que sólo viene de Jesús y me abre al mundo.
Tomás no estuvo ese día en que Jesús llegó a su casa. Nunca sabremos los motivos. Simplemente no se encontraba allí: “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: – Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.
Sus hermanos le cuentan lo que ha ocurrido. Le hablan de la alegría que embarga sus corazones. Jesús está vivo. Y ellos llenos de paz y del Espíritu. Y no comprenden del todo lo que está pasando en sus vidas. Antes estaba todo negro. No había esperanza. Ahora la vida se llena de luz en un amanecer inesperado.
Le hablan del amor de Jesús y de sus heridas. ¡Cómo no contar lo ocurrido con el corazón radiante y la sonrisa en los labios! Sí, Jesús, que tanto los amaba, había vuelto. Estaba muerto y ahora vivía. Y ellos lo habían visto. Era Él.
Tomás no creyó en sus palabras. Más aún, no creyó en el amor de Jesús. En su corazón se preguntaría por qué no había venido cuando él estaba en la casa. Por qué había elegido ese momento de su ausencia. Le dolería el corazón. Jesús no había venido para verlo a él. Y duda, no cree. Muestra su herida.
Quiere meter la mano en su costado. Quiere pruebas de su amor. Quiere tocarlo él mismo. Ver sus heridas. Reconocerlo. No cree en sus amigos, en sus hermanos. Siente un dolor muy hondo. Como si se abriera una herida antigua de su alma. La herida de no sentirse amado. Esa herida que todos llevamos grabada en el alma.
Esa herida que se abre al nacer en un llanto que nos da vida. Esa herida que me duele tanto. Yo no soy el amado. Yo no soy elegido por su amor. Yo no soy tan querido como otros. La herida del desamor es la que más me duele. La de no haber sido mirado, valorado, tomado en cuenta, amado profundamente y de forma personal.
La herida de Tomás sangra. Tiene rabia. ¿Por qué, justo, no estaba yo? Quizás me cuesta reconocer mis sentimientos tan impuros. Quizás Tomás no cree que Jesús lo ama. Y le duele que los demás tengan algo que Él no tiene y que desea con todas sus fuerzas.
Casi hubiera preferido que no estuviera vivo Jesús a que no lo amara personalmente a Él. No puede vivir con eso. Hay tanto de dolor ahí… Me veo reflejado. Necesito sentir que soy amado personalmente. Es su herida. Es mi herida de amor. Y a lo largo de la vida esa herida se hace más honda o va sanando. Esa herida es la que me une a Jesús herido. Esa herida se amolda a su mano perfectamente. Igual que yo entro perfectamente en su herida.
Esta madrugada oraba: “Jesús, te entrego mi dolor por mis límites, por mi impureza, porque no sé mirar bien. Perdón por mi orgullo y mi vanidad. Por buscarme a mí mismo. Porque sangran mis heridas al no sentirme amado y valorado. Porque me cuesta que me organicen la vida. Es mi orgullo y me duele que me quieran cambiar mis planes. Y alejarme de todo lo que amo. Y me cuesta querer responder a las expectativas de los demás. Y me duele ser tan pobre y frágil. Tan fácil de herir. Tan poco resistente a las críticas y juicios. Tan vulnerable en mis esclavitudes. Y siento dolor por mi fragilidad que me lacera el alma. Y quisiera ser distinto. Y no puedo. Y Tú vienes a mí y me llamas por mi nombre. Y yo te quiero”.
Esta oración expresa el clamor de mi alma. De mi corazón que se sabe pequeño y sufre. Yo quiero tocar la herida de Jesús. Quiero que venga por mí, no me importa que venga por los otros. Quiero verlo yo.
Muchas veces la voz de Tomás es la mía. Grito que quiero ser amado, reconocido, tomado en cuenta. Grito desde mi propia herida de amor. Esa herida que llevo me hace desconfiado del amor de los hombres. Y me escondo. Y me protejo.
Esta herida de amor me hace esquivo, me coloca a la defensiva, construye muros para evitar más dolor, más daños. Esa herida de amor me aísla cuando es eso lo contrario de lo que deseo. Quiero ser amado. Quiero que me sanen la herida porque yo solo no puedo sanarla. Quiero que venga alguien de fuera a meter su mano en mi herida para calmar el dolor.
Pero grito como Tomás. No creo, dudo, desconfío, ataco, me pongo en guardia. Se despiertan mi ira y mi rencor. No creo en el amor incondicional de Dios, ni en el amor de los hombres que parecen decirme que me quieren. Pero dudo. Tengo miedo de ser rechazado y que la herida de amor vuelva a abrirse.
Y entonces Jesús vuelve a los ocho días. Acaba la octava de Pascua con Tomás. Ocho días de apariciones a los suyos. Jesús se aparece a los que quiere. Llega hasta ellos y calma su sed. Y hoy, a los ocho días de su resurrección, se aparece a Tomás: “A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: – Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: -¡Señor Mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.
Y Tomás cree. Con esas palabras que hago mías cada día al tomar en mis manos ese pan que es su cuerpo vivo. Y me conmueve acercarme a la herida de Jesús. Esa herida hecha por una lanza. Por unos clavos. Esa herida del desprecio, del olvido, del miedo. Esa herida de la indiferencia, del odio, del desamor. Esas cinco heridas de Jesús que quedan marcadas como la huella de su amor.
Porque me amó hasta el extremo. Porque me quiso en medio de su dolor. Y viene hasta mí. Como hoy viene hasta Tomás. Porque no se ha olvidado de él. Dios va a buscarme donde esté, aunque haya fallado, aunque haya caído. Este es el Dios en el que creo. El que se hizo hombre por un amor inmenso. El que murió por un amor sin medida. El que va a buscar a cada hombre allí donde esté con un amor sin condiciones y gratuito.
Por eso sé que merece la pena amar sufriendo. Porque el sufrimiento en el amor tiene un sentido muy hondo. Todo aquel que ama sufre. Es un amor crucificado y redimido. No es comprensible un amor sin sufrimiento. Por eso Jesús no vino a eliminar el sufrimiento.
En una cultura que no desea sufrir, el ideal es eliminar todo sufrimiento de mi vida. Y cuando ese es el objetivo que persigo, dejo de encontrarle sentido a lo que hago. Porque por más que lo intento, no logro abolir del todo el sufrimiento. Vuelvo a sufrir de nuevo. Lloro y temo.
Y me resuenan las palabras de Paul Claudel: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino ni siquiera a dar una explicación. Vino a llenarlo de su presencia”.
Miro esa sala del cenáculo, en la que se encuentran escondidos, llena de la presencia de Jesús. Entiendo que el objetivo de mi camino no es no sufrir. El sufrimiento forma parte de mis pasos. Eso me alegra. No lucho como un loco contra un destino ineludible.
Simplemente, como un niño, acepto la vida en su verdad. Y toco con mis manos las heridas de Jesús, mis propias heridas. Les pongo nombre a mis llagas. Son cinco. Tienen mi historia, mi pasado, mi presente, mi futuro. Sé que Jesús me reconoce en ellas. Son distintas a otras. Son las mías. Jesús sabe cómo son, de dónde vienen. Le duelen casi más que a mí, porque no soporta ver sufrir a los suyos.
Yo me afano por ocultarlas, por esconderlas detrás de puertas cerradas. Y Él pasa por esa puerta cerrada para tocar mi herida. Al tocarla me reconoce. Me eleva por encima de mi dolor. Y me recuerda cuánto me quiere.
Eso fue lo que le dijo a Tomás ese día. Le dijo que lo amaba con locura. Que el primer día vino por diez hombres temerosos. Y hoy había vuelto sólo por él, su hijo herido. Y seguro que se calmó el dolor de las heridas de Tomás.
Yo me siento como Tomás. Creo porque he visto. Porque Jesús también ha venido a mí a tocar mis heridas. A dejar que yo toque las suyas. Y me olvido a veces. A lo mejor lo mismo le pasó más tarde a Tomás, y se olvidó de ese día. No lo sé. Yo me olvido y eso que Jesús ha venido a mi tierra solo por mí, para tocar mi herida, para que yo toque su herida. Para que descanse en su amor incondicional que me quiere más que a nada.
Su incredulidad se convirtió para Tomás en la experiencia de fe más grande de su vida. Su herida de amor se convirtió en la experiencia de amor personal más fuerte. Jesús vino sólo por él. Jesús hizo caso a su petición absurda y dejó que metiera sus manos en la herida de su costado y de sus manos.
Le suplico en mi mentira, en mi incredulidad, que venga a mí, que vuelva por mí y que toque esa herida de amor que escondo. Que me deje tocar sus heridas con respeto sagrado. Y me deje tocar también con cariño las heridas de los hombres.

Hoy nos acompaña la canción  Las Llagas de Jesús:

miércoles, 7 de diciembre de 2016

El Señor quiere obrar cada día de mi vida un milagro

orar-con-el-corazon-abierto
Hay días que las jornadas resultan agotadoras. No solo por el esfuerzo físico sino por el esfuerzo intelectual, emocional, por las dificultades de todo tipo que hay que vencer... No encontramos tiempo para nosotros mismos y nuestro lamento es descorazonador. Nos gustaría encontrar más espacio para disfrutar de lo nuestro pero las obligaciones nos superan.

Leyendo los Evangelios encontramos también como las jornadas del Señor eran extenuantes. Es difícil imaginarse la cantidad de personas que, al concluir el día, habría tenido que tratar, todos buscando algo de Él. Unos para escuchar simplemente sus enseñanzas, otros para aplacar sus miedos, otros para sanar las heridas de su corazón o tratar de curar sus enfermedades. Imagino la tensión también de los apóstoles tratando de poner orden entre tanto gentío. Y su imperiosa necesidad de alejarse de tanto barullo y poder disfrutar de la intimidad con el Señor, que tanta paz debía infundir en sus rudos corazones. Pero son muchas las ocasiones que Cristo les descoloca con sus respuestas. Como el día que se encuentran con aquellos niños o la extraordinaria jornada de la multiplicación de los panes y los peces.
El Evangelio es una escuela de vida. Un Cristo siempre al servicio de los demás; unos apóstoles cumplidores, prudentes, acomodaticios, tantas veces incrédulos, incapaces de comprender lo que estaba transformando sus vidas. En definitiva, siguiendo los patrones mundanos más que la sabiduría divina. Así es tantas veces nuestra vida -mi vida-, buscando la seguridad de lo terreno sin comprender que, tal vez lo que Dios tiene preparado para mi, es radicalmente opuesto al plan que yo me había hecho de mi vida. ¿Y entonces? Entonces... Entonces comprendo que Dios escribe con renglones torcidos y que cada minuto de mi vida me está invitando a seguirle para que deje de lado esa comodidad mediocre que atenaza mi vida, para que me aleje de ese vivir sin exigencias cumpliendo lo mínimo... El Señor quiere obrar cada día de mi vida un milagro tan extraordinario como el de la multiplicación de los panes y los peces. Un milagro para el que tan solo necesitó tres panes y cinco peces. Y con sólo estos pocos bienes sació a miles de personas. El gran milagro radica en que no solo los nutrió físicamente sino que los sació espiritualmente para conmoción de unos apóstoles cansados que hubieran preferido retirarse a descansar con el Maestro.
Contemplo ahora mi vida. Observo cual es mi comportamiento cotidiano, y me pregunto  si mi búsqueda de lo fácil, lo cómodo, lo superficial me alejan de Dios. Me pregunto también si mis intereses egoístas tratan de aminorar la acción de Dios en mi vida. Me cuestiono si las excusas que pongo porque estoy cansado no convierten mi fe en un trozo de esos panes sobrantes que con el paso de los días se van endureciendo y solo sirven para hacer pan rallado. Si es así es que soy alguien incapaz de acoger en mi corazón los dones que Dios me ofrece cada día.

¡Señor, quiero ser autentico como el oro y brillante como las esmeraldas! ¡Quiero que ese brillo natural nazca porque tu vives en mi, Señor! ¡Te pido, Señor, que me ayudes a brillar en mi vida con el brillo de la autenticidad de ser hijo de Dios! ¡Te pido, Espíritu Santo, que fluyas en mi interior para que limpies todo lo malo que haya en mi y transformes por completo mi ser! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a ser siempre auténtico y verdadero tal y como me ha creado Dios! ¡Ayúdame a escoger siempre la vida que Dios ha diseñado para mí y no la que mi pequeño ser trata de organizar a espaldas de Él! ¡Ayúdame a conocerme más y mejor para en la profundidad de mi corazón aceptarme como soy y tratar de mejorar cada día! ¡Dame, Espíritu Santo, la capacidad para construir y edificar en mi interior bases sólidas para alcanzar la santidad! ¡Dame, Espíritu Santo, la fortaleza, serenidad y paciencia para avanzar cada día! ¡Dame, Espíritu de Dios, la inteligencia, la sabiduría y la creatividad para caminar por la senda del bien, del agradecimiento y de la esperanza para descubrirme a mi mismo y dar alegría al Señor! ¡Ayúdame, Espíritu divino, a aceptar siempre la voluntad de Dios en mi vida!
O Salutaris Hostia es una preciosa antífona de Adviento que nos recuerda: «Oh, ofrenda salvadora que abres la puerta del cielo: nos asedian enemigos peligrosos, danos fuerza y préstanos auxilio». La disfrutamos hoy en nuestro camino hacia el encuentro de Jesús en Belén: