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viernes, 28 de octubre de 2016

La muerte no es el final

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Me maravilla como el espíritu de Cristo provoca milagros en el corazón del hombre de fe y del que no la tiene. Acompaño hasta su casa a un hombre maduro de mi parroquia, saliendo de un encuentro de oración. Me cuenta cómo su hija universitaria, a consecuencia de una leucemia, fue debilitándose paulatinamente. Luchó con la fortaleza de la juventud hasta que, un año y medio más tarde, su frágil cuerpo no pudo aguantar la enfermedad. María murió en los brazos de sus padres y de la Virgen. 

Lo hizo con una gran paz interior, aceptando su sufrimiento como un camino de amor y de preparación para la vida eterna.
Embargado por la emoción, el padre me cuenta que momentos antes de su muerte, junto a su mujer y sus otras dos hijas, con el corazón roto pero lleno de paz y de gozo, sostenidos por una fe inquebrantable, cantaron a María el «Magnificat». Daban gracias a la Madre y al Dios de bondad el regalo de aquella hija y hermana. Dieron gracias a Dios por los veintitrés años que habían compartido juntos, por sus experiencias, por lo que habían aprendido de ella, por la gracia de la enfermedad que les había unido a todos en lo humano y en lo espiritual y les había permitido crecer en la fe.

La muerte de esta joven podemos verla a la luz humana como una injusticia pero en los planes de Dios hay que vivirla al ritmo pausado de la sabiduría del Evangelio. La fe en Cristo es más poderosa que la muerte. La enfermedad de María, "me cuenta su padre," fue un fogonazo de confianza en su amor y su misericordia. Un tiempo en que su ternura permitió un camino de dolor y de silencio pero también de vida. El hombre es figura moldeada por sus manos. Aquella joven en la flor de su juventud fue un testimonio. Fue fruto de la fe verdadera en un Cristo arraigado en el corazón de una familia cristiana. María no ha dejado un vacío en ellos. Ella está muy presente cada día en el seno de esta familia que, al amparo del testimonio de su hija, tratan de crecer humana y espiritualmente. «Gracias, Dios mío, por la fe y porque tu eres el Dios de la vida». Es una letanía que este hombre repite cada día. Ha perdido terrenalmente una hija pero la ha ganado en el cielo donde en la contemplación de Dios, vela por ellos cada día. Y todos sienten que, a través de ella, han llegado muchas gracias inesperadas a la familia.
¡Señor, hoy te quiero pedir por todas aquellas personas que han perdido un ser querido y que sufren la tristeza de una muerte próxima, compadécete de ellos! ¡Ante la muerte de Lázaro tu exclamaste, Señor, «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.», haz Señor que veamos siempre la muerte como un camino hacia la eternidad! ¡Y cuando perdamos a un ser querido, Señor, que veamos que se cumple tu voluntad, que nos quede el consuelo y la esperanza de que lo recibes en el seno de tu gran misericordia! ¡Te ofrezco, Señor, mis pequeñas buenas obras y mis oraciones por todas las almas! ¡Durante tu vida, Señor, te compadeciste siempre por el sufrimiento de los hombres, te pido mires con amor y misericordia el alma de aquellas personas que han fallecido para que puedan gozar del descanso eterno! ¡Te pido, Señor, que nos levantes siempre para que podamos contemplar más allá, para que nuestra mirada pueda mirar la luz con mayor claridad y sentirnos más cerca de Ti y de todos aquellos seres queridos que ahora se encuentran contigo en el cielo! ¡Danos siempre la fortaleza, la serenidad y la fe para aceptar tu divino querer en el momento de la pérdida de un ser querido!
La muerte no es el final, meditamos hoy musicalmente: