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martes, 18 de abril de 2017

La oración escondida al final del Ave María

Si lo permitimos, la Virgen María nos acompañará


“…ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.



Aprendí esas palabras al principio de mi infancia. Aprendí los sonidos, las pausas, hasta dominé el arte de mezclar mi voz con otras voces para formar una única ola de súplica. Pero después de años de Aves Marías, un día se me ocurrió que había una petición escondida en las palabras finales de la oración.

“En la hora de nuestra muerte”. Nosotros estamos pidiendo que María rece por nosotros en el momento más importante de nuestra vida, cuando el alma deja el cuerpo y se pone frente a Nuestro Señor, cuando la eternidad –para bien o para mal– se extiende frente a nosotros.

Pero, me parece que la expresión “en la hora de nuestra muerte” puede significar algo más. Hace dos  años estaba orando en la habitación. En un momento determinado, pensé: hay dos tipos de muerte. No existe solamente la muerte corporal, sino también la muerte del yo, la muerte del “hombre viejo” al que san Pablo se refiere (esa parte mía orientada hacia Dios y la parte vinculada a mí mismo y al pecado).

¿Y no necesitamos del apoyo de la Virgen María en el momento de esa “muerte” también?

Ahora, entiendo que esta petición del Ave María engloba todo esto: ruega por mí ahora; ruega por mí en la hora de mi muerte física y ruega por mí en el momento de mis pequeñas muertes diarias, esas veces en que soy llamado a enterrar el “viejo yo” para que, muerto al pecado, me pueda elevar a la plenitud de la vida en Cristo.

“Despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior…”, dice san Pablo a los Efesios, “revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios”.

“Desconsiderar nuestra vieja naturaleza”, ¿no es una especie de muerte? ¿una muerte que también tememos y de la que huimos diariamente? A veces me siento tentada a pensar que un martirio corporal de una sola vez suena relativamente simple, en comparación con la perspectiva de sacrificar mi voluntad día tras día.

Y aquí entra Nuestra Señora. Puedo correr hasta ella con mis miedos, con mis imágenes terribles sobre lo que me reserva el futuro y con mi absoluta debilidad. Ruega por mí ahora, en todos mis problemas actuales, miedos y luchas. Y en la hora de la muerte, en esas hora de pequeñas muertes de uno mismo y en la hora final, en que seré llevado ante el tribunal.

Así como ella se quedó con Cristo hasta el último momento, ella nos acompañará, si la dejamos. Ella desea sostenernos en nuestras muertes diarias para vernos llegar victoriosos frente a Cristo en nuestra última hora.

Nuestras batallas son reales. Nuestras pequeñas luchas cuentan. Pero no podemos conquistarlas solos. Recemos fervorosamente, entonces, con sinceridad y confianza a nuestra Madre fiel:

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Escuchamos esta canción a la Virgen  Maria:


sábado, 3 de diciembre de 2016

La ternura de Dios

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Me lo cuenta una mujer entrada en años en una cena en la que varias personas comparten sus experiencias de vida y abren su corazón.

Su marido falleció hace años de cáncer de páncreas en un hospital público. Ella pasó los últimos días junto a él, ambos cogidos de la mano. Llevaban 38 años casados. Pocos días antes de ir hacia la casa del Padre su marido —creyente ferviente— le apretó fuerte de la mano y, con la voz entrecortada por la emoción y el dolor, le susurró con las pocas fuerzas que todavía le quedaban: «El Señor ha pensado en mí antes de morir. Pero también ha pensado en ti. Hemos sido mucho felices. Y le doy gracias a Dios. Yo me voy pero un día nos encontraremos en el cielo: ¡fíjate que grande y generoso es el corazón de Cristo!». ¡Qué agradecida la fe de este hombre y que manera tan hermosa de expresar la ternura de Dios en un matrimonio que se ama.

Dios mío, me digo en silencio, ¿te conozco como te conocía este hombre? ¿Conozco tu corazón lleno de amor y de misericordia? ¿Soy consciente de lo mucho que me amas y me quieres? ¿Por qué me cuesta reconocer en ti al amigo, al compañero, al hermano, al hacedor de la paz y el bien?
Hoy sólo puedo hacer una petición muy sencilla y muy simple: hacerme cada día más pequeño para conocer en mi vida la ternura del amor de Dios.

¡Padre bueno, tú eres la ternura infinita, tú eres la máxima manifestación de la bondad y de la misericordia! ¡Dame la gracia para llenarme de tu misericordia y de compadecerme también de aquellos que viven sometidos al dolor, a la fragilidad, a las tentaciones de este mundo, a la angustia y a todos aquellos que pasan cerca de mi necesidad física, económica y espiritual! ¡Dame tu ternura, Señor, para que pueda llevarte donde no se te ve y ni se te siente, para aliviar a los que sufren, a los que no tienen consuelo, a los que están deprimidos! ¡Te quiero dar gracias, Padre, por esa ternura infinita, por tantos regalos que recibo de ti, por tantas gracias inmerecidas que me has transmitido! ¡Te pido, Padre, que me ayudes a mirar la vida con ojos de fe para que pueda ser capaz de vislumbrar todas esas gracias que me has regalado! ¡Padre de bondad y de ternura hay veces en el día que me olvido de ti y me cuesta descubrir tus gracias, ayúdame a no olvidarte nunca, a contemplarte, a alabarte, a hablar contigo! ¡Padre de bondad y de ternura gracias porque si no te hubieras revelado con toda la fuerza de tu misericordia no se qué sería de mí! ¡Si no te hubieras hecho tan frágil como soy yo, si no hubieras llorado y sufrido como lo hago yo, si no hubieras muerto en la cruz por amor, yo no sería capaz de experimentar ni tu ternura ni tu amor! ¡Señor, te doy gracias porque me amas tanto! ¡Te doy gracias porque al mismo tiempo me muestras con tu ternura esa cercanía que necesito para caminar! ¡Gracias porque me muestras tu divinidad al mismo tiempo que me presentas tu humanidad! ¡Te doy gracias, Padre, porque me acompañas siempre y me llevas de la mano y esto me da mucha seguridad! ¡Ayúdame, también, a llevar tu ternura a los demás!
Dios es ternura, cantamos hoy con Taizé:

domingo, 6 de noviembre de 2016

¿Tengo la conciencia tranquila y el corazón en paz?

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La Solemnidad de Todos los Santos, fiesta que nos permite invocar a los que nos han precedido en la fe y gozan la alegría de la contemplación de Dios, es para mí una fiesta de gran alegría y de esperanza porque anticipa mi comunión futura y me permite caminar en este peregrinaje terrenal invocando a los amigos de Dios, especialmente a los de mi familia que disfrutan de su compañía.
Es un día de comunión íntima con los muertos de la familia y de todos aquellos cercanos que hemos querido que gozan de la misericordia divina y que interceden ante Dios por nosotros, en ese amor celestial que imagino se debe vivir desde las alturas.
Es un día para grabar en el corazón de nuevo su nombre, para dar gracias al Señor por tantos hombres y mujeres —familiares, amigos, compañeros de trabajo, gente de la parroquia...— a los que estamos hoy unidos para que juntos podamos hacer lo posible para llegar a ese cielo deseado.
Es un día para recordar que la santidad no es una quimera; que es posible alcanzar la santidad sencilla como lo testimonian tantos hombres y mujeres que hicieron de su vida un proyecto de amor a Dios y que de forma silenciosa dejaron la vida terrena para vivir en la gloria de Dios.
Es un día para sentirse profundamente querido por el Padre, que tanto nos ama y nos protege, y para entender que pese a todos los problemas, las dificultades, las dudas, los sufrimientos, la desesperanza, siempre hay un camino de certidumbre como han dejado patente tantos santos anónimos que nos han precedido.
Es un día para responder desde el corazón y desde la fe a esa pregunta que lanza el señor en el Evangelio de San Juan: «Yo soy la resurrección y la Vida el que creé en mí vivirá; el que vive y creé en mí no morirá jamás. ¿Lo crees?».
Es un día para tomar conciencia de mi preparación hacia la vida futura porque mi tiempo en esta vida no depende de mí sino que está en las manos de Dios. Será como Él quiera y cuando Él quiera por eso debo prepararme bien cada día y hacer el propósito de respetar y cumplir sus mandamientos, alejarme del pecado, vivir con amor y desde el amor y frecuentar con devoción la vida de sacramentos.
Es un día para comprender que uno no puede vivir engañado con las mentiras y las vanidades que nos ofrece esta sociedad en la que vivimos y que mi labor consiste en trabajar para salvar mi alma, la única que no morirá nunca y que tiene la oportunidad de gozar de la alegría eterna.
En definitiva, es un día para analizar mi vida, contemplar desde el corazón cuál es el camino que estoy tomando para ir hasta el cielo y que si voy por veredas confusas y sendas erradas debo enderezar el camino y cambiar mi actitud en la vida. Y preguntarme con el corazón abierto: si en este mismo instante tuviera que presentarme ante de Dios, ¿puedo tener la conciencia tranquila y el corazón en paz?

¡Padre, en este año que celebramos tu misericordia, y confiamos en tu amor y en el poder de tu bondad, te pedimos por todas las personas que hacen el camino junto a nosotros y por nosotros mismos para que llevemos un camino de santidad y podamos dejar este mundo para vivir contigo la vida eterna! ¡Te pedimos, Padre, que no tengas en cuenta nuestras miserias, nuestras debilidades humanas, nuestra podredumbre de corazón, nuestra pobreza de intención, nuestros egoísmos y nuestra soberbia, nuestra falta de caridad con los demás y contigo, y que podamos presentarnos ante ti con un corazón limpio y puro! ¡Espíritu Santo, ayúdanos a caminar por la vida con rectitud de intención, buscar la santificación personal en todas las cosas que hagamos, que lo que nazca de nuestro corazón no sea más que ternura y generosidad a imitación de aquellas personas que descansan ya en la gloria eterna! ¡Ayúdame,Espíritu Santo, a estar siempre vigilante en la oración, para que con independencia de la brevedad de mi vida, pueda encontrarme siempre con el Padre con un corazón predispuesto y abierto a su voluntad! ¡Señor de bondad y de misericordia, en este día tan especial queremos confiarte las almas de todas las personas a las que queremos y especialmente aquellos que han fallecido sin arrepentirse de sus pecados, sin el consuelo de los sacramentos o sin haber reconocido que en ti está el camino, la verdad y la vida! ¡Padre, uno de estos días contigo me encontraré contigo, te pido que tus brazos misericordiosos que tanto me buscan me acojan y alcanzar tu Amor! ¡Para ello ayúdame a tener una relación personal contigo y no permitas que olvide que el camino de la eternidad lo estoy recorriendo ya!
Del compositor inglés William Byrd escuchamos hoy su sensible y delicado motete compuesto para la festividad que hoy celebramos: Iustorum animae, que recuerda serenamente a los que mueren en Dios:

viernes, 28 de octubre de 2016

La muerte no es el final

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Me maravilla como el espíritu de Cristo provoca milagros en el corazón del hombre de fe y del que no la tiene. Acompaño hasta su casa a un hombre maduro de mi parroquia, saliendo de un encuentro de oración. Me cuenta cómo su hija universitaria, a consecuencia de una leucemia, fue debilitándose paulatinamente. Luchó con la fortaleza de la juventud hasta que, un año y medio más tarde, su frágil cuerpo no pudo aguantar la enfermedad. María murió en los brazos de sus padres y de la Virgen. 

Lo hizo con una gran paz interior, aceptando su sufrimiento como un camino de amor y de preparación para la vida eterna.
Embargado por la emoción, el padre me cuenta que momentos antes de su muerte, junto a su mujer y sus otras dos hijas, con el corazón roto pero lleno de paz y de gozo, sostenidos por una fe inquebrantable, cantaron a María el «Magnificat». Daban gracias a la Madre y al Dios de bondad el regalo de aquella hija y hermana. Dieron gracias a Dios por los veintitrés años que habían compartido juntos, por sus experiencias, por lo que habían aprendido de ella, por la gracia de la enfermedad que les había unido a todos en lo humano y en lo espiritual y les había permitido crecer en la fe.

La muerte de esta joven podemos verla a la luz humana como una injusticia pero en los planes de Dios hay que vivirla al ritmo pausado de la sabiduría del Evangelio. La fe en Cristo es más poderosa que la muerte. La enfermedad de María, "me cuenta su padre," fue un fogonazo de confianza en su amor y su misericordia. Un tiempo en que su ternura permitió un camino de dolor y de silencio pero también de vida. El hombre es figura moldeada por sus manos. Aquella joven en la flor de su juventud fue un testimonio. Fue fruto de la fe verdadera en un Cristo arraigado en el corazón de una familia cristiana. María no ha dejado un vacío en ellos. Ella está muy presente cada día en el seno de esta familia que, al amparo del testimonio de su hija, tratan de crecer humana y espiritualmente. «Gracias, Dios mío, por la fe y porque tu eres el Dios de la vida». Es una letanía que este hombre repite cada día. Ha perdido terrenalmente una hija pero la ha ganado en el cielo donde en la contemplación de Dios, vela por ellos cada día. Y todos sienten que, a través de ella, han llegado muchas gracias inesperadas a la familia.
¡Señor, hoy te quiero pedir por todas aquellas personas que han perdido un ser querido y que sufren la tristeza de una muerte próxima, compadécete de ellos! ¡Ante la muerte de Lázaro tu exclamaste, Señor, «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.», haz Señor que veamos siempre la muerte como un camino hacia la eternidad! ¡Y cuando perdamos a un ser querido, Señor, que veamos que se cumple tu voluntad, que nos quede el consuelo y la esperanza de que lo recibes en el seno de tu gran misericordia! ¡Te ofrezco, Señor, mis pequeñas buenas obras y mis oraciones por todas las almas! ¡Durante tu vida, Señor, te compadeciste siempre por el sufrimiento de los hombres, te pido mires con amor y misericordia el alma de aquellas personas que han fallecido para que puedan gozar del descanso eterno! ¡Te pido, Señor, que nos levantes siempre para que podamos contemplar más allá, para que nuestra mirada pueda mirar la luz con mayor claridad y sentirnos más cerca de Ti y de todos aquellos seres queridos que ahora se encuentran contigo en el cielo! ¡Danos siempre la fortaleza, la serenidad y la fe para aceptar tu divino querer en el momento de la pérdida de un ser querido!
La muerte no es el final, meditamos hoy musicalmente:

miércoles, 24 de agosto de 2016

¿Estás preparado para la muerte y lo que viene después?


Jesús me pide que esté atento y dispuesto a ponerme en camino en cualquier momento. Dispuesto a servir siempre. Tal vez por eso me gusta caminar con poco equipaje por el camino. A veces no lo consigo y me pesa demasiado la espalda. Y me confundo.

Quisiera tener un corazón dispuesto siempre a caminar. Estar atento a dar la vida en cualquier momento. Siempre pensando en los demás, siempre pensando en Dios.

Quiero anhelar la patria del cielo. Pero viviendo en presente. Aceptando el presente como lugar para servir, para amar.

Quiero estar atento a la vida. ¿Quién me necesita? ¿A quién puedo servir? Si voy demasiado cargado no tengo agilidad para ponerme en acción. Si me centro en lo que no tengo, en lo que deseo, no soy capaz de mirar más allá de lo que me ocupa.

Sólo si soy libre, sólo si tengo mi anclaje en Dios, puedo vivir descentrado, volcado en aquellos que necesitan mi misericordia.

A veces me agobia tener que estar preparado. Me agobia pensar si estaré en el lugar equivocado cuando llegue. Me agobia esa exigencia al que más le ha dado. Tal vez porque creo que he recibido mucho. Al que más se le ha dado, más se le exigirá. Yo he recibido tanto… Me agobia.

Pero ese agobio es algo mío. No va a ser así. Mi miedo está clavado en la cruz para siempre. Jesús me ama sin condiciones. Vuelvo a ese “no temas” de Jesús y me calmo.

Velar no es una exigencia de perfección. No consiste en estar perfecto en el momento incierto en que yo muera. Dios no improvisa y se dedica a aparecer en el momento en el que yo haya caído para juzgarme. Esa es mi proyección humana.

Dios camina a mi lado, me va abriendo el corazón, sólo necesita mi pequeñez. Le quiero dar mis miedos a Él. Jesús me salvó para siempre. Cada día sale a mi encuentro y me da mil oportunidades, una y otra vez, sin cansarse. Y así será hasta el último aliento de mi vida en la tierra. Creo en eso.

Con cada uno tiene una historia de amor única y preciosa, hasta la muerte. Él está a mi lado, y en el momento de mi muerte, también estará. Animándome, diciéndome al oído que me ama, que me espera para vivir en plenitud, con los brazos abiertos.

Y tendrá en la mano para mí el tesoro inagotable para que el fui creado, el que responde a los anhelos más hondos de mi ser. Sueño con ese abrazo que no sé cómo será.

Yo sólo tengo que caminar abriendo el alma, cayendo y levantándome, confiado. Jesús va a mi lado. Ese es mi tesoro.

Y sólo me pide que no deje pasar la vida, que ame, que no me guarde, que no me duerma. Quiere que me entregue. Eso es velar. Estar atento. No dormido. Con las sandalias puestas. Jesús va conmigo. Me anima a no acomodarme. No quiero jubilarme antes de tiempo.

viernes, 5 de agosto de 2016

En serio… ¿la muerte puede ser “inesperada”?

La pregunta decisiva frente a nosotros no es "¿Cómo voy a prepararme para la muerte?" sino "¿Cómo voy a prepararme para la vida eterna?"


Tras haber pasado casi toda mi infancia y la mayor parte de mi vida adulta en ciudades violentas y barrios conflictivos, yo siempre suponía que en algún momento sería atracado. Siempre suponía que me iban a pillar desprevenido y robarme. Y aun así, cuando me roban, me sigue cogiendo por sorpresa.

He estado pensando en sorpresas desagradables porque recientemente enterré a unos seres queridos que habían muerto inesperadamente. Dos veces en los últimos meses descolgué el teléfono para escuchar: “Sentimos mucho decirle que…”.

En ambos casos, era como cuando te atracan: una pérdida repentina e impactante que me repito no debería haberme pillado por sorpresa. Dolor, remordimiento y confusión me invaden presurosos, aunque no parece haber lugar donde alojarlos. ¿Cómo podría responder un cristiano ante estas situaciones?

Según escribía monseñor Lorenzo Albacete: “La respuesta más cruel ante el sufrimiento es el intento de justificarlo, decirle al que sufre: ‘Esto sucede por esta razón. Lamento que no puedas ver la respuesta, pero para mí está claro’”. Debemos resistir la tentación de envolver el dolor y la fealdad de la vida y la muerte en un envoltorio suave y brillante, de limar los bordes afilados y esconder las manchas de sangre.

De la misma forma debemos resistir la tentación de ofrecer “remedios” prácticos. Los cristianos no deben contribuir a la letanía bienintencionada de bálsamos del tipo “5 cosas que hacer cuando estás triste” o “Ayuda feliz para dolientes desesperados”.

Sí, debemos entender la muerte de los seres queridos como un recordatorio de las incertidumbres de la vida; tenemos que rezar diariamente por que podamos recibir los sacramentos antes de morir; deberíamos recordar que no llevaremos con nosotros ninguna posesión terrenal al más allá. Pero incluso con todo esto, no es suficiente.

Cuando observamos la violencia a nuestro alrededor y la enfermedad en torno al hecho de enfrentar la muerte, y nos preguntamos “¿cuándo llegará mi turno?”, deberíamos recordar que nosotros que vivimos a través del tiempo debemos pasar por la muerte para adentrarnos en la eternidad.

La pregunta decisiva ante nosotros no es “¿cómo debo prepararme para la muerte?”, sino “¿cómo debo prepararme para la eternidad?”. Con el pecado malogramos nuestra eternidad; con Su muerte y resurrección, Jesús nos la devolvió. Por ello, la mejor forma de prepararnos para la vida eterna con Dios es morir y resucitar con Jesús en el Sagrado Sacrificio de la Misa.

Nuestro buen Padre Celestial bendice todo lo que se Le ofrece en sacrificio digno, sobre todo Su unigénito Hijo. En otras palabras, aquellos que deseen vivir para siempre con Dios deben vivir esta vida desde y para la Eucaristía, desde y para el Sagrado Sacrificio de la Misa, y con urgente caridad debemos invitar a otros a imitarnos.

Cuando invitamos a otros al Sagrado Sacrificio de la Misa y al camino de muerte y vida que exige, no les invitamos a una simple celebración, aunque sea noble, o una mera comida, aunque sea festiva, ni a una sencilla hermandad, aunque sea deleitosa.

Les estamos invitando, de hecho, a una forma de muerte, de resurrección y de vida que extinguirá lo indigno dentro de ellos y habrá elevado a una vida divina lo que quiera que reste en su interior que pueda ser transformado en Cristo. Llamamos a nuestro prójimo a la salvación y a una mayor gloria de Dios no a través de consignas cómodas ni con el rubor del entusiasmo fácil, sino por el camino de la cruz, por la fidelidad hasta la muerte, y hacia la victoria inesperada, aunque ya profetizada y cumplida: la resurrección.

Así que yo (como muchos de vosotros, quizás) he sido “atracado” recientemente por una muerte inesperada. La visión de las tumbas recién cavadas aún sigue fresca en mi retina. Todavía no se han secado todas las lágrimas. Asumiendo que mañana nos despertemos, tendremos que afrontar otro día más y, preparados o no, dar un paso más hacia la eternidad.

A no ser que nuestro Señor Bendito regrese en gloria antes de entonces, algún día alguien se alejará de mi recién estrenada tumba. Entre ahora y entonces, yo caminaré del cementerio al altar y luego a mis deberes diarios. La sabiduría de los santos nos dice que esta es la mejor forma de prepararse para la muerte y para la vida eterna.

Mientras tanto confío en que, como yo, encontréis alivio en las palabras de oración que escribió el beato Rupert Mayer, S.J.:

Señor, como Tú lo quieras, así ocurrirá.
Y como Tú lo quieras, así también lo desearé yo;
Ayúdame a entender de verdad Tu voluntad.
Señor, lo que Tú quieras, eso es lo que escogeré,
Y lo que Tú quieras, esa es mi ganancia;
Me basta y me es suficiente saber que soy todo tuyo.

Señor, porque Tú lo quieres, por eso mismo eso es bueno;
Y porque Tú lo quieres, por eso tengo ánimos.
Mi corazón descansa en Tus manos.
Señor, cuando Tú lo quieras, ese será el momento adecuado;
Y cuando Tú lo quieres, yo estoy dispuesto.
Hoy y en toda la eternidad.

Cuando escriba otra vez, ofreceré una meditación sobre la esperanza y la desesperación. Hasta entonces, recemos los unos por los otros.