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domingo, 8 de junio de 2014

ENTRADA EN JERUSALÉN Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO


ENTRADA EN JERUSALÉN

Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO





1. ENTRADA EN JERUSALÉN


El Evangelio de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el tiempo de su vida pública: una primera en relación con la purificación del templo (2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de los panes (6,4); y, finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p. ej. 12,1; 13,1), que se ha convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta Jerusalén.
Es ante todo una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente a 200 metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es de 760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de esta subida, cada uno de los Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de Jesús sobre su Pasión, aludiendo con ello también a la subida interior, que se va desarrollando a lo largo del camino exterior: el ir caminando hacia el templo como el lugar donde Dios quiso «establecer» su nombre, como se describe en el Libro del Deuteronomio (12,11; 14,23).
La última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, una entrega que reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que la Carta a los Hebreos califica como un ascender, no ya a una tienda hecha por mano de hombre, sino al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios (9,24). Esta ascensión hasta la presencia de Dios pasa por la cruz, es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios.
Naturalmente, la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén, la Ciudad Santa con su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan (2,13). Jesús se había puesto en camino junto con los Doce, pero poco a poco se fue uniendo a ellos un grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos dicen que, ya al salir de Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (Mt 20,29; cf. Mc 10,46).
En este último tramo del recorrido hay un episodio que aumenta la expectación por lo que está a punto de ocurrir, y que pone a Jesús de un modo nuevo en el centro de atención de quienes lo acompañan. Un mendigo ciego, llamado Bartimeo, está sentado junto al camino. Se entera de que entre los peregrinos está Jesús y entonces se pone a gritar sin cesar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). En vano tratan de tranquilizarlo y, al final, Jesús le invita a que se acerque. A su súplica —«Rabbuní, ¡que pueda ver!»—, Jesús le contesta: «Anda, tu fe te ha curado».
Bartimeo recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc 10,48-52). Una vez que ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el tema «David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre: este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso verdaderamente el nuevo David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él restablezca el reino de David?
Los preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta expectativa. Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de responder: «El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los discípulos encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por el derecho que tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado y cumplen con el encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en un borrico prestado, que inmediatamente después devolverá a su dueño.
Todo esto puede parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los judíos contemporáneos de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada uno de los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 180). El hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real. Y, sobre todo, se hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que dan a todo el episodio un sentido más profundo.
En primer lugar, las palabras de Génesis 49,10s, la bendición de Jacob, en las que se asigna a Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado de sus rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia». Se dice de Él que ata su borriquillo a la vid (49,11). Por tanto, el borrico atado hace referencia al que tiene que venir, al cual «los pueblos deben obediencia».
Más importante aún es Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan explícitamente para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila» (Mt 21,5; cf. Za 9,9; Jn 12,15). Ya hemos reflexionado ampliamente sobre el sentido de estas palabras del profeta para comprender la figura de Jesús al comentar la bienaventuranza de los humildes, de los mansos (cf. primera parte, pp. 108-112). Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino que se extiende de mar a mar y abarca toda la tierra (cf. ibíd., p. 109); esto nos ha recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las comunidades de la fracción del pan, es decir, en la comunión con Jesucristo, se extiende de mar a mar como reino de su paz (cf. ibíd., p. 112). Todo esto no podía verse entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido apenas vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva.
Por ahora retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que se entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo Testamento habla de Él, y viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios, no según sus propios programas y deseos. Su exigencia se funda en la obediencia a los mandatos del Padre. Sus pasos son un caminar por la senda de la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, la referencia a Zacarías 9,9 excluye una interpretación «zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la violencia, no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador.
Volvamos al desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel...» (1,33s).
También el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s).
Esta aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de la Iglesia.
Ante todo, aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf. Lohse, ThWNT, IX, p. 682).
La palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y, con ello, el reinado de Dios sobre Israel.
La palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor», perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión «que viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido prometido por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la expresión se transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas.
La referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la referencia a David, reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad: «¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf. 2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén, sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa.
Mateo lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es éste?". La gente que venía con él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea"» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén «trastornada» (Mt 2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra eseísthe (seíò), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto.
Algo se había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más explícito en su discurso escatológico.
Pero en Mateo hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre la acogida de Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del templo, algunos niños repiten en el templo las palabras del homenaje a Jesús: « ¡Hosanna al hijo de David!» (21,15). Jesús defiende la aclamación de los niños ante los «sumos sacerdotes y los escribas» haciendo referencia al Salmo 8,3: «De la boca de los niños y de los que aún maman has sacado una alabanza». Volveremos de nuevo sobre esta escena en la reflexión sobre la purificación del templo. Tratemos aquí de comprender lo que Jesús ha querido decir con la referencia al Salmo 8, una alusión con la cual ha abierto una vasta perspectiva histórico-salvífica.
Lo que quería decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los niños presentados a Jesús «para que los tocara», descrito por todos los evangelistas sinópticos. Contra la resistencia de los discípulos, que quieren defenderlo frente a esta intromisión, Jesús llama a los niños, les impone las manos y los bendice. Y explica luego este gesto diciendo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,13-15). Los niños son para Jesús el ejemplo por excelencia de ese ser pequeño ante Dios que es necesario para poder pasar por el «ojo de una aguja», a lo que hace referencia el relato del joven rico en el pasaje que sigue inmediatamente después (Mc 10,17-27).
Poco antes había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la discusión sobre quién era el más importante entre los discípulos poniendo en medio a un niño, y abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí» (Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a partir del Padre y de cara a El.
Si se tiene en cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya no se habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los pequeños» se convierte incluso en la denominación de los creyentes, de la comunidad de los discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad.
Volvemos con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán en su honor mucho más allá de esta hora.
En este sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la representación anticipada de lo que ella misma hace en la liturgia. Ya en el texto litúrgico postpascual más antiguo que conocemos —en la Didaché, en torno al año 100—, antes de la distribución de los sagrados dones aparece el «Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6).
También el Benedictus fue incluido muy pronto en la liturgia: para la Iglesia naciente el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino.
La Iglesia saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo.

2. LA PURIFICACION DEL TEMPLO

Marcos nos dice que Jesús, después de este recibimiento, fue al templo, lo estuvo observando todo y, siendo ya tarde, se fue a Betania, donde se alojaba aquella semana. Al día siguiente volvió al templo y empezó a echar fuera a los que vendían y compraban, «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas» (11,15).
Justifica su modo de obrar con una palabra del profeta Isaías, que Él integra con otra de Jeremías: «Mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos. Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (Mc 11,17; cf. /s 56,7; Jr 7,11). ¿Qué es lo que hizo Jesús? ¿Qué quiso dar a entender con ello?
En la literatura exegética se pueden reconocer tres grandes líneas de interpretación que hemos de considerar brevemente.
En primer lugar, la tesis según la cual la purificación del templo no significaba un ataque contra el templo como tal, sino que se refería sólo a los abusos. Ciertamente, los mercaderes tenían permiso de la autoridad judía, que sacaba de eso pingües beneficios. En este sentido, la actividad de los cambistas y de los comerciantes de ganado era legítima según las normas vigentes; también es comprensible que estuviera previsto el cambio de las monedas romanas en uso por la moneda del templo, precisamente en el patio de los gentiles, dado que las primeras debían considerarse idolátricas por llevar la imagen del emperador; y también que allí se vendieran los animales para el sacrificio. Pero esta mezcla entre templo y negocios no se correspondía con el planteamiento arquitectónico del templo, con el destino propio del patio de los gentiles.
Con su intervención Jesús atacaba la normativa en vigor dispuesta por la aristocracia del templo, pero no violaba la Ley y los Profetas; al revés: contra una praxis profundamente corrupta que se había convertido en «derecho», reivindicaba el derecho esencial y verdadero, el derecho divino de Israel. Sólo así se explica por qué no intervino la policía del templo ni la cohorte romana que había en la fortaleza Antonia. Las autoridades del templo se limitaron a preguntar a Jesús qué autorización tenía para hacer lo que hizo.
En este sentido, es justa la tesis, argumentada minuciosamente sobre todo por Vittorio Messori, según la cual Jesús actuó conforme a la ley en la purificación del templo, impidiendo un abuso respecto al templo. Pero, si de eso se quisiera sacar la conclusión de que Jesús «aparece como un simple reformador que defiende los preceptos judíos de santidad» (así Eduard Schweizer; cit. según Pesch, Markusevangelium, II, p. 200), no se valoraría bien el verdadero sentido del acontecimiento. Las palabras de Jesús demuestran que su reivindicación iba más al fondo, precisamente porque con su actuación pretendía dar cumplimiento a la Ley y los Profetas.
Llegamos así a una segunda explicación, que contrasta con la primera: la interpretación político-revolucionaria del acontecimiento. Ya en la Ilustración se habían producido intentos de interpretar a Jesús como un revolucionario político. Pero sólo la obra de Robert Eisler, Iesous Basileus ou Basileusas, publicada en dos volúmenes (Heidelberg 1929-1930), trató de demostrar coherentemente, basándose en el conjunto de los datos neotestamentarios, que «Jesús habría sido un revolucionario político de carácter apocalíptico: habría sido arrestado y ejecutado por los romanos por haber provocado una insurrección en Jerusalén» (Hengel, War Jesus Revolutioniir?, p. 7). El libro causó una enorme sensación, pero, dada la situación particular de los años treinta no obtuvo en aquel tiempo un efecto duradero.
Sólo en los años sesenta se formó el clima espiritual y político en el que una visión como ésta pudo desarrollar una fuerza explosiva. Entonces fue Samuel George Frederick Brandon, en su obra Jesus and the Zealots (Nueva York 1967), quien dio a la interpretación de Jesús como revolucionario político una aparente legitimación científica. Con eso, Jesús fue colocado en la línea del movimiento de los zelotes, que veía su fundamento bíblico en el sacerdote Pinjás, un nieto de Aarón: Pinjás traspasó con la lanza a un judío que se había juntado con una mujer idólatra. En aquel momento fue considerado como modelo de los «celantes» de la Ley, del culto ofrecido únicamente a Dios (cf. Nm 25).
El movimiento zelote reconocía su origen concreto en la iniciativa del padre de los hermanos macabeos, Matatías, que, frente al intento de uniformar a Israel totalmente según el modelo de la cultura unitaria helenística, privándolo con eso también de su identidad religiosa, había afirmado: «No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda» (1 M 2,22). Esta palabra inició la insurrección contra la dictadura helenística. Matatías llevó a la práctica su palabra: mató al hombre que, siguiendo los decretos de las autoridades helenísticas, quería ofrecer públicamente sacrificios a los ídolos. «Al verlo, Matatías se indignó..., corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara... en su celo por la Ley» (1 M 2, 24ss). De allí en adelante, la palabra «celo» (zélos, en griego) fue el término clave para expresar la disponibilidad a comprometerse con la fuerza en favor de la fe de Israel, a defender el derecho y la libertad de Israel mediante la violencia.
Según la tesis de Eisler y Brandon habría que colocar a Jesús en esta línea del «zélos», de los zelotes, una tesis que en los años sesenta suscitó una oleada de teologías políticas y teologías de la revolución. Como prueba central de esta teoría se aducía entonces la purificación del templo, que habría sido evidentemente un acto de violencia, porque sin violencia ni siquiera habría podido ocurrir, aunque los evangelistas hayan tratado de ocultarlo. También el saludo a Jesús como hijo de David y fundador del reino davídico habría sido un acto político, y la crucifixión de Jesús por los romanos bajo la acusación de «rey de los judíos» demostraría plenamente que Él había sido un revolucionario —un zelote—, y como tal habría sido ajusticiado.
Con el tiempo se ha calmado la oleada de las teologías de la revolución que, basándose en un Jesús interpretado como zelote, trataron de legitimar la violencia como medio para establecer un mundo mejor, el «Reino». Los terribles resultados de una violencia motivada religiosamente están a la vista de todos nosotros de manera más que sobradamente rotunda. La violencia no instaura el Reino de Dios, el reino del humanismo. Por el contrario, es un instrumento preferido por el anticristo, por más que invoque motivos religiosos e idealistas. No sirve a la humanidad, sino a la inhumanidad.
Pero entonces, ¿cuál es la verdad acerca de Jesús ? ¿Fue tal vez un zelote ? La purificación del templo ¿fue quizás el principio de una revolución política? Toda la actividad y el mensaje de Jesús —desde las tentaciones en el desierto, su bautismo en el Jordán, el Sermón de la Montaña, hasta la parábola del Juicio final (cf. Mt 25) y su respuesta a la confesión de Pedro— se oponen decididamente a ello, como hemos visto en la primera parte de esta obra.
No. La insurrección violenta, el matar a otros en nombre de Dios no se corresponde con su modo de ser. Su «celo» por el Reino de Dios fue completamente diferente. No sabemos precisamente lo que se imaginaron los peregrinos cuando, en la «entronización» de Jesús, hablaban de «el Reino que llega, el de nuestro padre David». Pero lo que Jesús mismo pensaba y pretendía lo ha mostrado muy a las claras con sus gestos y con las palabras proféticas en cuyo contexto se puso Él mismo.
Ciertamente, en los tiempos de David el burro había sido la expresión de su majestad y, siguiendo la estela de esta tradición, Zacarías presenta al nuevo rey de la paz que cabalga en un borrico cuando entra en la Ciudad Santa. Pero ya en los tiempos de Zacarías, y todavía más en los de Jesús, el caballo se había convertido en la expresión del poder y de los poderosos, mientras que el burro era el animal de los pobres y, por tanto, la imagen de una majestad bien diferente.
Es verdad que Zacarías anuncia un reino «de mar a mar». Pero precisamente con ello abandona el cuadro nacional e indica una nueva universalidad, en la que el mundo encuentra la paz de Dios y, en la adoración del único Dios, permanece unido por encima de todas las fronteras. En ese reino del que habla el profeta se rompen los arcos guerreros. Lo que en él es todavía una visión misteriosa, cuya configuración concreta no se puede percibir con nitidez cuando se avista en lontananza su llegada, se irá desvelando poco a poco en el obrar de Jesús, aunque sólo podrá adquirir su plena forma después de la resurrección y en la progresión del Evangelio hacia los paganos. Pero también en el momento de la entrada de Jesús en Jerusalén, la conexión con la profecía tardía, en la cual Jesús enmarca su acción, daba a su gesto una orientación en contraste radical con la interpretación de los zelotes.
Jesús no sólo encontró en Zacarías la imagen del rey de la paz que llega sobre un borrico, sino también la del pastor herido que, con su muerte, trae la salvación, y la imagen del traspasado hacia el que todos habrían vuelto la mirada. Otro gran punto de referencia en el cual Jesús enmarcaba su actuación era la visión del siervo de Dios que sufre y que sirviendo ofrece la vida por la multitud y trae así la salvación (cf. Is 52,13-53,12). Esta profecía tardía es la clave de interpretación con la que Jesús abre el Antiguo Testamento; a partir de ella, Él mismo se convierte más tarde, después de la Pascua, en la clave para leer de modo nuevo la Ley y los Profetas.
Vengamos ahora a las palabras de interpretación con las que Jesús mismo explica el gesto de la purificación del templo. Escuchemos ante todo a Marcos, con el que coinciden Mateo y Lucas, prescindiendo de pequeñas variantes. Después de la purificación, Jesús «enseñaba», nos dice Marcos. El evangelista ve resumido lo esencial de esta «enseñanza» en las palabras de Jesús: «¿•o está quizás escrito: mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (11,17). En esta síntesis de la «doctrina» de Jesús sobre el templo —como ya hemos visto— están como fundidas dos palabras proféticas.
Ante todo, la visión universalista del profeta Isaías (56,7), de un futuro en el que, en la casa de Dios, todos los pueblos adorarán al Señor como único Dios. En la estructura del templo, el patio de los gentiles donde se desarrolla la escena es el espacio abierto que invita a todo el mundo a rezar allí al único Dios. La acción de Jesús subraya esta apertura interior de la esperanza que estaba viva en la fe de Israel. Aunque Jesús limita conscientemente su intervención a Israel, está sin embargo movido siempre por la tendencia universalista de abrir a Israel, de manera que todos puedan reconocer en el Dios de este pueblo al único Dios común a todo el mundo. A la pregunta sobre lo que Jesús ha traído realmente a los hombres, respondíamos en la primera parte de esta obra que Él ha traído a Dios a los pueblos de la tierra (cf. pp. 69-70). Según su palabra, en la purificación del templo se trata precisamente de esta intención fundamental: quitar aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar por tanto el espacio para la adoración de todos.
En la misma dirección apunta un pequeño episodio que Juan incluye en el «Domingo de Ramos». A este propósito debemos tener presente que, según Juan, la purificación del templo tuvo lugar durante la primera Pascua de Jesús, al principio de su actividad pública. Los Sinópticos, en cambio —como ya hemos visto—, sólo relatan una única Pascua de Jesús y, así, la purificación del templo se sitúa necesariamente en los últimos días de toda su actividad. Mientras que hasta hace algún tiempo la exégesis partía predominantemente de la tesis de que la datación de san Juan era «teológica», y no exacta en el sentido biográfico-cronológico, hoy se ven cada vez más claramente las razones que abogan por una datación exacta, también desde el punto de vista cronológico, del cuarto evangelista que, no obstante toda la impregnación teológica del contenido, se revela también aquí, como en otros casos, informado con mucha precisión sobre tiempos, lugares y desarrollo de los hechos. Pero no debemos entrar aquí en esta discusión, a fin de cuentas secundaria. Detengámonos sencillamente a examinar ese pequeño episodio que, para Juan, no está relacionado temporalmente con la purificación del templo, pero que aclara ulteriormente su sentido intrínseco.
El evangelista dice que había también entre los peregrinos algunos griegos «que habían subido para adorar en la fiesta» Un 12,20). Estos griegos se acercan a «Felipe, el de Betsaida de Galilea», y le ruegan: «Señor, queremos ver a Jesús» (12,21). En el discípulo con nombre griego procedente de la Galilea medio pagana ven obviamente a un intermediario que puede facilitarles el acceso a Jesús.
Esta palabra de los griegos —«Señor, queremos ver a Jesús»— nos recuerda en cierto modo la visión que san Pablo tuvo de aquel Macedonio que le dijo: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (Hch 16,9). El Evangelio prosigue comentando que Felipe habló con Andrés y ambos expusieron la petición a Jesús. Como sucede a menudo en el Evangelio de Juan, Jesús responde de una manera misteriosa y, en aquel momento, enigmática: «Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (12,23s). A la solicitud de un grupo de peregrinos griegos de obtener un encuentro, Jesús contesta con una profecía de la Pasión, en la cual interpreta su muerte inminente como «glorificación», una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad obtenida. ¿ Qué significa esto?
Lo que cuenta no es un encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo «verán»: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su «gloria»: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y en su filosofía. La universalidad de la que habla la profecía de Isaías (cf. 56,7) se manifiesta a la luz de la cruz: a partir de la cruz, el único Dios se hace reconocible para los pueblos; en el Hijo conocerán al Padre y, de este modo, al único Dios que se ha revelado en la zarza ardiente.
Pero volvamos a la purificación del templo, donde la promesa universalista de Isaías se entrelaza también con aquella otra palabra de Jeremías: «Habéis hecho de mi casa una cueva de bandidos» (cf. 7,11). En el contexto de la explicación del discurso escatológico de Jesús retornaremos aún brevemente a la lucha del profeta Jeremías a propósito y en favor del templo. Anticipamos aquí lo esencial: Jeremías se bate apasionadamente por la unidad entre culto y vida en la justicia delante de Dios; lucha contra una politización de la fe, según la cual Dios debería defender en cualquier caso su templo para no perder el culto. Sin embargo, un templo que se ha convertido en una «cueva de bandidos» no tiene la protección de Dios.
En la convivencia entre culto y negocios que Jesús combate, Él ve obviamente que se produce de nuevo la situación de los tiempos de Jeremías. En este sentido, tanto su palabra como su gesto son una advertencia en la que, sobre la base de Jeremías, se podía percibir también la alusión a la destrucción de este templo. Pero, como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos indican con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo.
Esta explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que de una manera deformada se encuentra también en labios de los falsos testigos durante el proceso de Jesús, según el relato de Mateo y Marcos. No cabe duda de que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe situar en el contexto de la purificación del templo.
En Marcos, el falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres» (14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús, pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo abandonan a la destrucción quienes lo convierten en una cueva de ladrones, como había ocurrido en los tiempos de Jeremías.
En Juan, la verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad judía de una señal que probara su legitimación para un acto como la purificación del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al mundo.
Pero la palabra va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo comprendieron esa palabra en toda su profundidad al recordarla después de la resurrección, rememorándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los discípulos, como Iglesia.
El rechazo a Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad» (In 4,23).
¿Qué hay entonces acerca del «zé/os» de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en el contexto de la purificación del templo— nos ha dejado una palabra preciosa que representa una respuesta precisa y profunda a la cuestión. Nos dice que, con ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (2,17). Es una palabra tomada del gran Salmo 69, aplicable a la Pasión. A causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello... Por ti he aguantado afrentas... me devora el celo de tu templo...» (Sal 69,2.8.10).
Los discípulos han reconocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Éste es el vuelco fundamental que Jesús ha dado al tema del celo.

Ha transformado el «celo» de servir a Dios mediante la violencia en el celo de la cruz. De este modo ha establecido definitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo; en eso reside la respuesta auténtica a la cuestión sobre el «zelotismo» de Jesús.
Esta interpretación encuentra confirmación nuevamente en dos pequeños episodios con los que Mateo concluye el relato de la purificación del templo.
«En el templo se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó» (21,14). Al comercio de animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone su bondad sanadora. Ésta es la verdadera purificación del templo. Jesús no viene como destructor; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes son relegados al margen de la propia vida y de la sociedad a causa de su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza del amor.
En total armonía con todo esto, además, aparece el comportamiento de los niños, que repiten la aclamación del Hosanna que los adultos le niegan (cf. Mt 21,15). De estos «pequeños» recibirá siempre la alabanza (cf. Sal 8,3), de los que son capaces de ver con un corazón puro y simple, y que están abiertos a su bondad.
Así, en estos pequeños episodios se apunta ya al nuevo templo que Él ha venido a edificar.

domingo, 1 de junio de 2014

LA LITURGIA

 
28.1) Naturaleza de la liturgia: actualización de la obra de la salvación y el culto de la Iglesia unida a Cristo Sacerdote.
28.2) La liturgia, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia.
28.3) Dimensión simbólica de la liturgia.
28.4) La vida cristiana como culto a Dios.
 
28.1 Naturaleza de la liturgia: actualización de la obra de la salvación y el culto de ia Iglesia unida a Cristo Sacerdote.
1.- Introducción. El concepto de la liturgia es esencialmente teológica, pero abarca también la dimensión expresiva y simbólica- es decir antropológica- de la celebración.
En consecuencia, se centra tanto en el acontecimiento salvífico ( liturgia como misterio ) como en la dimensión formal de la ritualidad cristiana (liturgia como acción ), sin olvidar su finalidad en favor de los hombres (liturgia como vida ).
La ciencia litúrgica se mueve hoy entre dos orientaciones de fondo, la predominantemente teológica, que parte de los presupuestos dados por la revelación divina y puestos de manifiesto por la tradición eclesial, es decir, la liturgia como acción de Cristo y de la Iglesia que continúa la obra de la salvación por medio de gestos, palabras y símbolos, y de la predominantemente antropológica que quiere arrancar de la ritualidad tal como es estudiada por las ciencias del hombre, y en la cual se realiza el acontecimiento salvífico.
Trataremos armónicamente todos los aspectos, siguiendo las directrices del CV II, que recomendó la enseñanza de la liturgia bajo los aspectos teológico e histórico, espiritual, pastoral y jurídico e invitó a los profesores de las restantes disciplinas teológicas a tener en cuenta la conexión de cada una con la liturgia (cf. SC16;OT16).
2.- ETIMOLOGIA.
Uso en el mundo griego, el término liturgia procede del griego clásico, leitourgía (Leit-leós-laós:pueblo, popular; y érgon: obra). se usaba para indicar el origen o el destino popular de una acción o de una iniciativa, con el tiempo pasa a convertirse en un servicio oneroso en fevor de la sociedad. la liturgia vino a designar un servicio público, en el ámbito religioso, así se refería al culto oficial de los dioses.
 
Uso en la Biblia, el verbo leitourgéo y el sustantivo leitourgía, en la versión de los LXX, designa prácticamente siempre el servicio cultual del Dios verdadero realizado en el Santuario por los descendientes de Aarón y de Leví. En el griego bíblico del NT, leitourgía no aparece como sinónimo de culto cristiano, sino con varios sentidos; en sentido civil, de servicio público oneroso, como en el griego clásico ( cf Rom.13,6), en sentido técnico del culto sacerdotal y levítico del AT, la carta a los Hebreos aplica a Cristo, y sólo a El, esta terminología para acentuar el valor del sacerdocio de la Nueva Alianza. En el sentido de culto espiritual: S. Pablo usa la palabra leitourgía para referirse tanto al ministerio de la evangelización como al obsequio de la fe de los que han creído por su predicación (cf. Rom 15,16; Flp 2,17), en sentido de culto comunitario cristiano: "Mientras estaban celebrando el culto del Señor (leitourgoúnton) y ayunando dijo el Espíritu Santo..."(cf. Hech 13,2). Es el único texto del NT en que la palabra liturgia puede tomarse en sentido ritual o celebrativo. Esta reserva del uso de la palabra liturgia en el NT obedece a su vinculación al sacerdocio levítico, el cual perdió su razón de ser en la Nueva Alianza.
Los primeros escritores cristianos, de origen judeocristiano, usan la palabra en el sentido del AT, pero aplicada ya al culto de la Nueva Alianza (cf. Didaché 15,1).
En las Iglesias orientales de lengua griega liturgia designa la celebración eucarística. En la Iglesia latina, en lugar de liturgia se usaron expresiones como munus,officium, ministerium, opus, etc. No obstante S. Agustín, la empleó para referirse al ministerio cultual.
A partir del s. XVI, liturgia aparece en algunos títulos de libros dedicados a la historia y a la explicación de los ritos de la Iglesia. Junto a este significado, el término liturgia se hizo sinónimo de ritual y de ceremonia. En el lenguaje eclesiástico la palabra liturgia empezó a aparecer a mediados del S.XIX, cuando el Movimiento Litúrgico la hizo de uso corriente.
2.- Definición del liturgia.
Antes del Vaticano II. Los primeros intentos, desde los comienzos del Mvto litúgico, eran de tres clases: estéticas la liturgia es la "forma exterior y sensible del culto"; jurídicas liturgia como "el culto de la Iglesia en cuanto regulado por su autoridad"; teológicas, la liturgia como el "culto de la Iglesia", pero limitaban el carácter eclesial del culto a la acción de los ministros ordenados.
Definición de la encíclica Mediator Dei de Pío XII de 1947. El fundamento de la liturgia es el Sacerdocio de Cristo (MD4), de manera que la Iglesia, fiel al mandato recibido de su fundador, continúa en la tierra su oficio sacerdotal (MD5). Define la liturgia " es el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su fundador, y, por medio de ƒL, al eterno Pedre: es decir, el completo culto del Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, de la cabeza y sus miembros" (MD29; Cf,32). La encíclica situó a Cristo en el centro de la adoración y del culto de la Iglesia. Expresamente se afirma la presencia de Cristo en toda la acción litúrgica (MD26-28). Sin embargo no se llegó a abordar la relación entre la presencia y la Historia de la Salvación, ni entre los misterios del Señor y su celebración ritual.
La Sacrosanctum Concilium, del CVII, habla de la liturgia como un elemento esencial de le vida de le Iglesia, que determina la situación presente del pueblo de Dios" Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del Sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan, y cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre y así el Cuerpo Místico de Cristo, es decir, la Cabeza y su miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo Sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia" SC7.
Esta noción teológica de la liturgia, sin olvidar los aspectos antropológicos, aparece en íntima dependencia del misterio del Verbo encarnado y de la Iglesia. La Encarnación, en cuanto presencia eficaz de lo divino en la Historia, se prolonga "en los gestos y palabras" (cf DV2;13) de la liturgia, que reciben su significado de la Sagrada Escritura (SC24) y son prolongación en la tierra de la humanidad del Hijo de Dios (Cat 1070,1103).
El concilio ha querido destacar, por una parte, la dimensión litúrgica de la redención efectuada por Cristo en su muerte y resurrección, y por otra la modalidad sacramental o simbólico-litúrgica en la que se ha de llevar acabo la "obra de la salvación". Así la liturgia es la actualización de la obra de la salvación y el culto de la Iglesia unida a Cristo Sacerdote.
Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios hizo en el pueblo de la Antigua Alianza, principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión. Por este misrerio, 'con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida', pues del costado de Cristo dormido en la Cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia SC5. Por eso, en la lliturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación, Cat 1067. La
liturgia "ejerce la obra de nuestra redención" SC2.
La liturgia es memorial del misterio de la salvación, es una conmemoración real, une presencia real de lo que he sucedido históricamente y ahora se nos comunica de una manera eficaz. El memorial es una acción sagrada, un rito, e incluso un día festivo para que Dios "se acuerde" de su pueblo y de sus obras salvíficas, en los que el pueblo se vuelve hacia su Dios recordando estas obras. La liturgia cristiana tiene en el memorial el gran signo de la presencia del Señor y de la actualización de los misterios de Cristo.
28.2 La liturgia, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia.
La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el Sacrificio y coman de la Cena del Señor.
Por su parte, la liturgia misma impulsa a los fieles a que, saciados "con los sacramentos pascuales",sean "concordes en la piedad"; ruega a Dios que "conserven en su vida lo que recibieron en la fe", y la renovación de la alianza del señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los files a la apremiante caridad de Cristo. Por tanto, de la liturgia, sobre todo, de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin. SC10.
28.3 Dimensión simbólica de la Liturgia.
En la liturgia, mediante signos, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre (SC7).
La celebración litúrgica aparece como un conjunto de signos, que tienen importantes connotaciones teológicas, pero se basa en la dimensión expresiva y festiva del hombre. Un fenómeno tan rico y complejo como la celebración interesa por igual a la antropología y a la teología.
Con todo, el fin primario de la celebración, no es el de ser un medio pedagógico destinado a hacer más eficaz una enseñanza o un mensaje. En efecto, la celebración litúrgica es la actualización, en palabras y gestos, de la salvación que Dios realiza en su Hijo Jesucristo por el poder del Espíritu Santo. En la celebración se evocan, para que se hagan presentes, los acontecimientos de la salvación, especialmente el nacimiento de Cristo, su muerte y resurrección, su ascensión, el envío del Espíritu sobre los apóstoles en Pentecostés. Todo esto a fin de que el pueblo cristiano que celebra pueda participar activamente y recibir sus frutos. El verbo celebrar, traduce la expresión bíblica hacer memoria.
Nos centraremos, en el aspecto ritual de la celebración, en este sentido, la celebración es la liturgia en acción, o sea, el momento en que la función santificadora y cultual de la Iglesia se hace acto en un lugar y en un tiempo concretos. Desde este punto de vista la celebración comprende cuatro componentes: el acontecimiento que motiva la celebración, la comunidad que se hace asamblea celebrante, la acción ritual y el clima festivo, que llena todo.
Por tanto, la celebración puede definirse como el momento expresivo, simbólico, ritual y sacramental en el que la liturgia es acto que evoca y hace presente, mediante palabras y gestos, la salvación realizada por Dios en Jesucristo con el poder del Espíritu Santo. La celebración en sentido estricto es una acción que corresponde ante todo a la dimensión ritual, expresiva y festiva de la Iglesia. Los signos litúrgicos están ante todo al servicio de la presencia y de la realización de una salvación que está destinada a los hombres en sus circunstancias históricas y existenciales.
Conviene aclarar el significado de signo y símbolo. El signo, tiene un sentido más amplio o genérico que símbolo. Signo es "una cosa que, además de la forma propia que imprime en los sentidos, lleva al conocimiento de otra distinta en sí". Hoy se habla generalmente de símbolo cuando se tiene delante un significante que remite no a un significante preciso, como en el caso del signo, sino a otro significante que en cierto modo se hace presente, aunque no de modo total y claro. Por eso el símbolo tiene una función representativa, al hacer presente de alguna manera su significado y al participar del mismo. El simbolismo es un proceso que hace pasar de las cosas visibles a las invisibles, y es a la vez el resultado de este proceso.
"Una celebración sacramental está tejida de signos y de símbolos, según la pedagogía divina de la salvación, su significación tiene su raíz en la obra de la creación y en la cultura humana, se perfila en los acontecimientos de la Antigua Alianza y se revela en plenitud en la persona y la obra de Cristo" Cat. 1145. Por otra parte, los signos y símbolos de la liturgia son signos de la fe (Cf. SC59), en cuanto expresan la fe de la Iglesia que actúa como sacramento universal de la salvación, y en cuanto suponen y exigen la presencia de la fe en quienes la celebran. La fe es suscitada por la palabra de Dios y se apoya en ella (Cf. SC9), pero los mismos signos litúrgicos alimentan y nutren la fe de los participantes (Cf. SC24:33).
Dimensiones del signo litúrgico: Por lo tanto, todo signo litúrgico es signo rememorativo de los hechos y de las palabras de Cristo, pero también de los hechos y palabras que, en la Antigua Alianza, anunciaron y prepararon la plenitud de la salvación. El signo es también demostrativo de las realidades invisibles presentes, la gracia santificante y el culto a Dios. El signo tiene una dimensión profética en cuanto prefigurativo de la gloria que un día ha de manifestarse y del culto que tiene lugar en la Jerusalen de los cielos (SC8). Por último, en el signo litúrgico se advierte también una dimensión moral, el sentido de que la presencia de la gracia santificante dispone al hombre para traducir en su vida lo que celebra como presente y espera alcanzar un día como futuro.
28.4 La vida cristiana como culto a Dios.
" En Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino" (SC5). La palabra culto (del latín, cultus, colere: honrar, venerar), es la expresión concreta de la virtud de la religión, en cuanto manifestación de la relación fundamental que une al hombre con Dios. El culto comprende actos internos y externos en los cuales se realiza la citada relación. Esta relación nace del conocimiento de la condición creatural del hombre respecto de Dios, lo sitúa en una posición distinta de él y lo impulsa a reconocer su dependencia mediante actos de adoración, de ofrecimiento o de súplica, de ayuda, susceptibles de ser analizados por las ciencias de la religión.
Entre los elementos fundamentales del culto se encuentran, la actitud de sumisión (subiectio), la adoración (latría), la tendencia hacia Dios (devotio), la dedicación o entrega a él (pietas) en el servicio religioso (officium) y las reacciones emocionales ante "lo tremendo" y "fascinante" de lo sagrado.
El famoso axioma lex orandi, lex credendi (la norma de la oración, es la norma de la fe), tiene un sentido amplio en orden a mostrar la adecuación entre las verdades de la fe y su celebración en la liturgia. En efecto la liturgia refleja siempre una doctrina de la fe y una cierta enseñanza, aunque su finalidad no es la de instruir, sino de vivirla, así la liturgia expresa la fe. La vida espiritual, llamada también vida interior, es la vida "en el Espíritu" es decir la vida de los cristianos realizada como una permanente asimilación al Hijo, bajo la acción del Espíritu Santo. La liturgia está en el origen, en el desarrollo y en la consumación de esa vida.
Ahora bien, " la liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia" (SC9), tampoco abarca toda la vida espiritual. El cristiano, llamado orar en común, debe no obstante, orar al Padre (SC12). Así hay relaciones entre la oración personal y al participación litúrgica, y la situación de los llamados ejercicios piadosos del pueblo cristiano. Conviene que los ejercicios piadosos se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, para que estén de acuerdo con la sagrada liturgia, deriven en cierto modo de ello y conduzcan al pueblo a ella (SC 13).
En la Iglesia han existido siempre la liturgia y los actos de piedad como dos formas legítimas de culto cuya diversidad específica suele explicarse en base de la naturaleza de cada una de ellas: la liturgia es el culto que pertenece al entero cuerpo de la Iglesia, y los ejercicios piadosos, son formas de piedad privada, pero ambas formas de piedad están relacionadas entre sí, aunque se distinguen realmente y en la práctica no debe confundirse (SC 12-13).

LOS SACRAMENTOS

LOS SACRAMENTOS

 
27.1) La sacramentalidad en la economía de la salvación.

27.2) Concepto y número de los sacramentos.

27.3) Elementos que integran el signo sacramental.

27.4) Cristo, autor de los sacramentos.

27.5) La potestad e intención del ministro.

27.6) La capacidad e intención del sujeto.

27.7) Efectos de los sacramentos. 

27.1 La sacramentalidad en la economía de la salvación.


La economía de la salvación es sacramental. La revelación que empieza con la creación ya es sacramental- por signos - porque la creación nos lleva a conocer la sabiduría, providencia divina, etc.

Pero Dios no se conforma y se manifiesta al hombre a través de hechos y palabras.

En Cristo, la sacramentalidad llega a su culmen. Cristo sacramento primordial, sacramento del Padre, ‘quien me ve...’, Cristo no sólo da a conocer al Padre sino que nos pone en contacto con El.

‘La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo y instrumento de la unión íntima con Dios’ LG 1. La Iglesia hace presente a Cristo comunicando la vida divina por medio de los sacramentos, los sacramentos son actos de Cristo, no mero símbolo, algo vital a través de lo que Dios actúa. Son huellas de la Encarnación del Verbo.

27.2 Concepto y número de los sacramentos.


‘ El sacramento de la Nueva Ley es una cosa sensible que por institución divina, tiene la virtud de significar y obrar la santidad y la justicia’ (Cat. Rom., II,1,II).

S. Pío X lo define en el Catecismo Mayor como ‘un signo sensible y eficaz de la gracia, instituido por Jesucristo para santificar nuestras almas’ (n. 519).

‘ Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas’ Cat. 1131.

En definitiva, son medios por lo que Dios nos concede la gracia. No porque en sí mismas esas cosas sensibles tengan una cualidad especial, sino que la poseen en virtud de una voluntad expresa de Dios.

Hay en la Iglesia siete sacramentos:

1.- Bautismo.

2.- Confirmación o Crismación.

3.- Eucaristía.

4.- Penitencia.

5.- Unción de los enfermos.

6.- Orden sacerdotal.

7.- Matrimonio. Cat. 1113.

27.3 Elementos que integran el signo sacramental.


Signo compuesto de dos elementos:

- res = materia.

- verbum= forma.

Res, es la parte del signo sacramental más indeterminada en cuanto al simbolismo.

Verbum, es la parte del signo más determinada, que concreta el sentido de la res.

La materia puede ser: remota: La cosa sensible con la que se realiza el sacramento. Próxima: La acción que resulta de aplicar la cosa sensible. ej, ablución, unción, imposición de manos, etc.

Esta composición tiene inspiración bíblica, Ef 5, 26 ‘para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra". Cristo toma pan y vino y a continuación dice unas palabras.

Tradición: S. Cirilo ( Cateq. Mistag. 3) " El pan después de la invocación no es pan común".

Magisterio: Con. Florencia y Trento, res y verbum son esenciales del sacramento.

Hay una unión estrecha entre los dos elementos. Por tanto el signo sacramental es inmutable. Quien realiza un cambio sustancial de la materia o de la forma, hace inválido el sacramento; y si lo realiza conscientemente, peca gravemente. Quien realiza un cambio accidental, no hace inválido el sacramento; pero pecará grave o levemente, si lo realiza conscientemente y sin causa suficiente.  

27.4 Cristo, autor de los sacramentos.


Dios es el autor principal de los sacramentos, los sacramentos confieren la gracia por ser participación de la naturaleza divina. La Iglesia ha considerado siempre que ha recibido los sacramentos de Cristo. El concilio de Trento (Dz 844) definió como de fe divina y católica la institución de todos los sacramentos por Cristo.

Al estudiar cada uno en particular, se verán los textos en que se apoya esta afirmación. Jesucristo no sólo instituyó todos los sacramentos de la Nueva Ley de manera inmediata, sino que también determinó su materia y su forma, aunque de distinto modo: unos sacramentos los instituyó con su uso (Bautismo, Eucaristía), otros, prometiendo sus efectos (Confirmación), otros, confiriendo una potestad (Orden, Penitencia).

La Iglesia no tiene ninguna potestad sobre lo que pertenece a la sustancia del sacramento, que es -en cada caso- lo que Cristo mismo ha fijado.

27.5 Potestad e intención del minstro.


Con. Florencia: para que exista un sacramento debe haber: res, verbum, ministrum.

Cristo ha querido servirse de ministros secundarios, siendo Él el ministro principal , para realizar la santificación de las almas.

El ministro puede ser consagrado o no consagrado, según el sacramento de que se trate. Ordinario o extraordinario, según le corresponda por oficio o por necesidad y especial delegación respectivamente.

Para la válida administración del sacramento, se requiere en el ministro: Potestad debida: no todos pueden administrar todos los sacramentos. Debida intención: de hacer lo que hace la Iglesia ( al menos virtual ). Recta aplicación: de la forma a la materia.

Para la lícita administración del sacramento se requiere en el ministro: fe, estado de gracia, debida jurisdicción o licencia oportuna, inmunidad de censuras y de irregularidad.

Para la válida realización del sacramento, se requiere en el ministro tenga intención al menos, de hacer lo que quiere la Iglesia. Esto se recoge en Trento (Dz 854). Esa intención debe ser al menos virtual; debe recaer sobre una materia y sujetos determinados y no basta con que sea externa, debe ser también interna.

27.6 Capacidad e intención del sujeto.


Para la recepción válida de los sacramentos, se requiere la capacidad del sujeto, esto es, solus homo viator, es sujeto capaz de los sacramentos.

Pero no todo hombre vivo puede recibir todos los sacramentos. Se requiere el Bautismo para recibir los demás sacramentos; cada sacramento tiene sus particularidades para recibirlo válidamente; para la recepción válida de los sacramentos no se requieren, en general, ni la fe -excepto en la penitencia- ni la probidad del sujeto (estado de gracia).

En los adultos que tienen uso de razón, para la validez de todos los sacramentos (exceptuada la Eucaristía), se requieren la intención, que es diversa para los diversos sacramentos: habitual (tenida alguna vez y no retractada), salvo en el matrimonio, orden y penitencia , que requieren una intención al menos virtual.

Para la lícita recepción de los sacramentos, se requiere, aunque ya se verá en cada uno en particular: el adulto con uso de razón, al recibir un sacramento de muertos: la intención requerida y la atrición sobrenatural de los pecados cometidos. el adulto con uso de razón, al recibir un sacramento de vivos: estar en gracia. El adulto con uso de razón debe recibir cualquier sacramento con reverencia y devoción actual.

27.7 Efectos de los sacramentos.

Los sacramentos producen, la gracia (todos ellos) y el carácter sacramental ( el bautismo, la confirmación y el orden).

Los sacramentos confieren la gracia "ex opere operato", es decir, por la virtud del mismo sacramento recibida de Dios (Trento, Dz 851).
Como no producen la gracia por propia virtud, sino en virtud de la voluntad de Dios, se dice que los sacramentos son causa instrumentales de la gracia que confieren, siendo Dios la causa eficiente principal. Esa virtud instrumental proviene de la Pasión del Señor. La virtud instrumental de la Pasión del Señor alcanza a cada uno de los hombres, de todos los lugares y tiempos, mediante los sacramentos.

sábado, 31 de mayo de 2014

DIMENSIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA
 
26.1) Pedro y los demás Apóstoles.
26.2) La sucesión apostólica
26.3) La sacramentalidad del Episcopado
26.4) El Primado del Papa
26.5) El Colegio de los Obispos
26.6) Potestad y servicio en la Iglesia: la triple función de enseñar, santificar y gobernar
26.1 Pedro y los demás Apóstoles
Cristo después de haber hecho oración (ambiente mistérico) eligió a doce para que viviesen con El y para enviarlos a predicar el Reino de Dios. Les instituyó a modo de colegio o grupo estable, al frente del cual puso a Pedro elegido de entre ellos mismos. Les envió primero a los hijos de Israel, luego a todas las gentes para que participando de su potestad propagasen la Iglesia, la apacentasen sirviéndola hasta la consumación de los siglos. En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (LG, 19).
Cristo, antes de ascender al Padre para completar su misión, les hace entrega de un don interior: el Espíritu Santo, y un don exterior: el cuerpo apostólico que sustituirá su humanidad visible conforme a su triple función de sacerdote, rey y profeta. De este modo, El seguirá siendo la cabeza de su Iglesia; los apóstoles no serán sus sucesores, sino sus vicarios.
a) Los doce forman un colegio, un grupo, un orden; una misión que realizan solidariamente, una única potestad.
b) De entre ellos mismos es elegido Pedro y es puesto como cabeza en el seno mismo. Para que el episcopado sea uno e indivisible instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de fe y comunión (LG,18).
Con todo esto vemos que Cristo dió a su Iglesia en los apóstoles una estructura jerárquica de naturaleza episcopal.
26.2 La Sucesión Apostólica
La misión divina confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el fin del mundo porque el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia (LG, 20).
Para que la misión confiada a ellos se continuase después de su muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos. Los Apóstoles establecieron colaboradores y les dieron orden de que al morir ellos otros varones probados se hicieran cargo de su ministerio. Entre los varios ministerios que se vienen ejercitando en la Iglesia (...) ocupa en primer lugar el oficio de aquellos que, ordenados obispos por una sucesión que se remonta a los mismos orígenes, conservan la semilla apostólica (LG, 20).
Los obispos son pastores, maestros de doctrina, sacerdotes del culto y ministros del gobierno.
Por tanto, concluimos con que:
1) Los obispos son colaboradores de los Apóstoles cuando éstos dejan la tierra.
2) Son los sucesores "por institución divina a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien les escucha, escucha a Cristo y quien los desprecia, desprecia a Cristo."( LG 20).
3) Perdura el oficio de los obispos de apacentar la Iglesia, que debe ejercer de forma permanente al orden sagrado de los obispos.
4) Les han sucedido a los Apóstoles en lo que tenían de transferible: el oficio pastoral, maestros, sacerdotes y gobierno, pero no en lo fundacional. Es decir, los obispos no son Apóstoles, sino que son los sucesores de los Apóstoles (Nota explicativa previa #1: "No implica la transmisión de la potestad extraordinaria de los Apóstoles a sus sucesores."). 
26.3 La Sacramentalidad del Episcopado
Los Apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una fusión especial del Espíritu Santo. que descendió sobre ellos y ellos, a su vez por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal (LG, 21).
a) Es un sacramento, se confiere la plenitud del sacramento del orden, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado.
b) Confiere el oficio de santificar, pero además el de enseñar y regir.
c) Estos sólo se pueden ejercer estando en comunión con el colegio y la cabeza.
d) Es verdadero sacramento. Por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere la gracia del E.S. y se imprime carácter. Hacen las veces del mismo Cristo y actúan en lugar suyo (LG, 21).
26.4 El Primado del Papa
Así como por disposición del Señor S. Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio apostólico, de igual manera (de semejante razón) se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro y los obispos sucesores de los Apóstoles (LG, 22). La nota explicativa #1 advierte que se dice ‘de semejante manera’ para explicar que hay una proporcionalidad, es la que hay entre Pedro-Apóstoles y Papa-Obispos.
Al hablar de colegio, que estudiaremos a continuación, se ve obligado a hablar de la cabeza de dicho colegio porque no existe sin su cabeza. Por eso se hace aquella comparación. El papa es el sucesor de Pedro en ese Primado según se enseña en el CV I en Pastor Aeternus y ratificada por el Concilio.
1) El Romano Pontífice tiene sobre su Iglesia, en virtud de su cargo (es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia) plena, suprema y universal potestad que puede siempre ejercer libremente. Sin embargo, el colegio no puede ejercer esa potestad, que también posee, sin el consentimiento del Romano Pontífice (LG, 22).
2) La finalidad y sentido de este Primado: es para que el episcopado mismo sea uno e indiviso y para que en la universal muchedumbre de los creyentes se conserve la unidad de la fe y de comunión. Es decir, la finalidad es dar consistencia al cuerpo de los obispos y a través de la unidad de los obispos, unidad a toda la Iglesia (Past. Aeternus). De modo que el Romano Pontífice como sucesor de Pedro es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de la multitud de los creyentes (LG, 23).
3) El primado no es otro sacramento, sino que es vicario de Cristo (los demás obispos también lo son) pero vicario al modo como Pedro lo hacía presente.
 
26.5 El Colegio de los Obispos
Hemos visto que los Apóstoles establecen colaboradores con el orden de consolidar la obra por ellos comenzada. Estos colaboradores son los obispos que han sido constituidos miembros del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros del colegio (LG, 22).
Se emplea la palabra colegio no en el sentido estrictamente jurídico, como una asamblea de iguales que delegan su “potesta” en su propio presidente, sino como una asamblea estable (Nota expl. previa 1).
Uno se convierte en miembro por la consagración en la que se da una participación ontológica en los ministerios sagrados. Y se requiere la comunión jerárquica con la cabeza y el resto de los miembros. Esta comunión no se refiere a un afecto indefinido sino que se está hablando de una realidad orgánica que exige forma jurídica y que está animada por la caridad. Pero no se utiliza la palabra ‘potestad’ para que no se entienda como potestad expedita para el ejercicio lo que necesitaría determinación canónica. Esta comunión o potestad, aunque pertenece a la naturaleza de la materia, ya era aplicada antes de que fuese calificada en el Derecho. Es decir, por la consagración, al estar en comunión, se tiene esa potestad aunque se deba de hecho determinarla con la concesión de un oficio o asignación de súbditos etc.
1) Como hemos visto el Romano Pontífice es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad de los obispos y los fieles. Pues bien, los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares (LG, 23).
2) Y todos juntos con el papa representan a toda la Iglesia (LG, 23) y la palabra ‘colegio’ comprende siempre a su cabeza (Nota expl. 3)
3) Pero el Colegio, aunque exista siempre, no por eso actúa de forma permanente con acción estrictamente colegial (...) y actúa estrictamente con acción colegial sólo a intervalos.( Nota expl. 4)
4) Y esta potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee el Colegio se ejerce de modo solemne en el Concilio Ecuménico. Es prerrogativa del R Pont. convocar estos concilios, presidirlos y confirmarlos, y no hay concilio ecuménico si no es aprobado o aceptado por el Papa (LG, 22).
26.6 Potestad y Servicio en la Iglesia. La Triple Función de Enseñar, Santificar y Gobernar
Para que su Iglesia sea capaz de proseguir y completar su obra en el mundo, Cristo la ha dado misión y poder de desempeñar las funciones que El mismo ejercía: enseñar, santificar y gobernar.
Si observamos atentamente Mt 28, 18-19: ‘Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id pues y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del E.S., enseñándoles a observar todo lo que os he mandado.’ Se ve que Cristo determina para su Iglesia una misión que consiste en continuar su obra, una responsabilidad, una función. Pero para ello comunica sus propios poderes de enviarlos, aquellos que hacían de ƒl un doctor, un pastor y un sacerdote. Según el texto, aparece el munus docendi (‘haced discípulos a todos...’) el munus sanctificandi (‘bautizándolos’) y el munus regendi (‘enseñándoles a observar todo), que es el ministerio pastoral.
Vemos que estos tres poderes derivan de la única misión de Cristo y persiguen idéntico objetivo, es decir, están íntimamente vinculados. A su vez observamos que hay una primacía en la función sacerdotal "por la salvación del género humano se sacrificó Cristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia fue que buscara la santificación y la salvación de los hombres" (Satis cognitum. Leon XIII), por eso la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" ( SC 10). Por último, es necesario observar que estos poderes tienen el sentido ministerial; es decir,son poderes para misión de servicio.
1) Al munus docendi compete guardar y trasmitir fielmente el depósito.
2) Munus sanctificandi. Así como Cristo fue enviado por el Padre, así envió a sus Apóstoles con el E.S., no sólo a predicar el Evangelio sino también a llevar a cabo la obra de salvación mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira la vida litúrgica (SC, 6). Es decir, como la Iglesia tiene por objeto la salvación de los hombres ella está dotada del poder de santificar a los hombres que se realiza por los sacramentos y la liturgia, siendo los responsables los mismos miembros de la jerarquía.
3) Munus regendi. Debe pastorear a su Iglesia. Debe saber guiarla. Para ello surge la jurisdicción pastoral de la Iglesia y todo el tema de la Teología de la Pastoral.
El sentido de la jurisdicción pastoral es que ‘Cristo no sólo es Redentor en quien debemos depositar nuestra confianza, sino también el legislador a quien debemos obediencia’ (Trento S. VI, can. 21). Y esta misma misión de Cristo se prolonga hoy a través de su Iglesia.