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domingo, 8 de junio de 2014

DISCURSO ESCATOLÓGICO DE JESÚS


DISCURSO ESCATOLÓGICO

DE JESÚS




San Mateo, al final de las recriminaciones de Jesús a los escribas y fariseos, y por tanto en el contexto de las enseñanzas que siguieron a su entrada en Jerusalén, nos transmite unas palabras misteriosas de Jesús, que en Lucas se encuentran durante su camino hacia la Ciudad Santa: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,37s; cf. Lc 13,34s). En estas frases se manifiesta ante todo el amor profundo de Jesús por Jerusalén, su lucha apasionada para lograr el «sí» de la Ciudad Santa al mensaje que Él ha de transmitir, y con el cual se pone en la gran línea de los mensajeros de Dios en la historia precedente de la salvación.
La imagen de la gallina protectora y preocupada proviene del Antiguo Testamento: Dios «encontró [a su pueblo] en tierra desierta... Y le envuelve, le sustenta, le cuida como a la niña de sus ojos. Como uno que vela por su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así despliega él sus alas y le toma, lo lleva sobre sus plumas» (Dt 32,10s). Al lado de este texto puede ponerse la hermosa expresión del Salmo 36,8: «¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los hombres se acogen a la sombra de tus alas».

Jesús aplica aquí la bondad poderosa de Dios mismo a su propio obrar y a su intento de atraer a la gente. No obstante, esta bondad que protege a Jerusalén con las alas desplegadas (cf. Is 31,5) se dirige al libre albedrío de los polluelos, y éstos la rechazan: «Pero no habéis querido» (Mt 23,37).

La desdicha que se sigue de esto la indica Jesús de manera misteriosa, pero inequívoca, con una palabra que retorna una antigua tradición profética. Jeremías, ante el mal comportamiento en el templo, había proferido un oráculo de Dios: «Dejé mi casa, abandoné mi heredad» (12,7). Precisamente lo mismo que anuncia Jesús: «Vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,38). Dios se marcha. El templo ya no es aquel lugar donde Él ha puesto su nombre. Quedará vacío; ahora es solamente «vuestra casa».

Estas palabras de Jesús encuentran un paralelismo sorprendente en Flavio Josefo, el historiógrafo de la guerra judía; también Tácito ha recogido esta noticia en su obra histórica (cf. Hist., 5,13). Flavio Josefo habla de acontecimientos extraños ocurridos en los últimos años antes de que estallara la guerra judía: todos anunciaban de modo diferente y preocupante el fin del templo. El historiador menciona siete de estos signos. Quisiera citar aquí sólo el que más se acerca a la palabra amenazadora de Jesús antes mencionada.

El acontecimiento tiene lugar en Pentecostés del año 66 después de Cristo: «Cuando en la fiesta llamada Pentecostés llegaron los sacerdotes al patio interior del templo para desempeñar su ministerio sagrado, siguiendo la costumbre, habrían notado en un primer momento, según dicen, un movimiento y un estruendo, y a continuación unos gritos: "¡Vamos fuera de aquí!"» (De bello Judaico, VI, 299s). Sea lo que fuere lo que ocurrió en concreto, una cosa está clara: en los últimos años antes del drama del año 70 aleteaba en torno al templo una misteriosa percepción de que se acercaba su fin. «Vuestra casa quedará vacía». «¡Vamos fuera de aquí!»: en la forma de la primera persona del plural, típica del hablar bíblico de Dios (cf. p. ej. Gn 1,26), El mismo anuncia que se irá del templo, dejándolo «vacío». Había en el aire un cambio de alcance universal y de sentido imprevisible.

En Mateo, a la palabra de la «casa vacía» —palabra que no anuncia todavía directamente la destrucción del templo, pero sí ciertamente su fin intrínseco, el cese de su significado como lugar de encuentro entre Dios y el hombre— sigue inmediatamente el gran discurso escatológico de Jesús, con los temas centrales de la destrucción del templo, de la destrucción de Jerusalén, del Juicio final y del fin del mundo. Este discurso, transmitido por los tres Sinópticos con distintas variantes, ha de considerarse tal vez como el texto más difícil de los Evangelios.

Ello depende, por un lado, de la complejidad del contenido, que en parte se refiere a acontecimientos históricos que ya han sucedido con el paso del tiempo, pero que en gran parte mira también hacia un futuro que va más allá de las realidades temporales y que podemos percibir, y que más bien las lleva a su cumplimiento. Se anuncia un porvenir que supera nuestras categorías y que, no obstante, puede representarse sólo mediante modelos tomados de nuestra experiencia, modelos que son necesariamente insuficientes frente al contenido que se ha de expresar. Así se comprende por qué Jesús, que habla siempre sustancialmente en continuidad con la Ley y los Profetas, explica el conjunto con una trama de palabras de la Escritura en la cual inserta la novedad de su misión, de la misión del Hijo del hombre.

Así, la visión del futuro se puede expresar en buena medida con imágenes de la tradición que quieren llevarnos más cerca de lo indescriptible; pero a estas dificultades del contenido se añaden también todos los problemas de la historia redaccional: precisamente porque las palabras de Jesús pretenden en este caso ser un desarrollo en continuidad con la tradición, y no descripciones del futuro, quienes las transmitieron han podido elaborar ulteriormente estos desarrollos según las circunstancias y las capacidades de entender de sus oyentes, teniendo cuidado en conservar fielmente el contenido esencial del auténtico mensaje de Jesús.

Este libro no tiene la pretensión de entrar en los múltiples problemas particulares de la historia de la redacción y de la tradición del texto. Quisiera limitarme a destacar tres elementos del discurso escatológico de Jesús en los que se muestran con claridad las intenciones esenciales de esta composición.

1. EL FIN DEL TEMPLO

Antes de poner nuevamente nuestra atención en las palabras de Jesús, hemos de echar una mirada a los acontecimientos históricos del ario 70. Con la expulsión del procurador Gesio Floro y la defensa eficaz frente al contraataque romano, en el ario 66 comenzó la guerra judía que, sin embargo, no era solamente una guerra de los judíos contra los romanos, sino periódicamente también una guerra en buena parte civil entre corrientes judías rivales bajo la guía de sus cabecillas. Esto fue lo primero que dio a la batalla por Jerusalén tanta atrocidad.
Eusebio de Cesarea (t ca. 339) y —con valoraciones diferentes— Epifanio de Salamina (t 403), nos dicen que, ya antes de comenzar el asedio de Jerusalén, los cristianos se habían refugiado en la región al este del Jordán, en la ciudad de Pella. Según Eusebio, se decidieron a huir después de que les fuera impartida por revelación a sus «responsables» una orden precisa (cf. Hist. eccl., III, 5). Epifanio, en cambio, escribe: «Cristo les había dicho que abandonaran Jerusalén y se trasladaran a otro lugar, porque la ciudad sería asediada» (Haer., 29,8). De hecho, leemos en el discurso escatológico de Jesús una apremiante invitación a la fuga: «Cuando veáis la abominación de la desolación erigida donde no debe... entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes» (Mc 13,14).
No se puede precisar en qué situación o vicisitud los cristianos vieran verificarse este signo de «abominación de la desolación» y decidieran marcharse. Pero en aquellos años de la guerra judía hubo suficientes acontecimientos que podían ser interpretados como este signo anunciado por Jesús, cuya formulación verbal está tomada del Libro de Daniel (9,27; 11,31; 12,11), donde se alude a la profanación helenista del templo. Esta expresión simbólica, tomada de la historia de Israel en cuanto anuncio del futuro, permitía diferentes interpretaciones. Así, el texto de Eusebio puede resultar ciertamente razonable en el sentido de que, por ejemplo, algunos miembros destacados de la comunidad paleocristiana reconocieran «por una revelación» en un cierto acontecimiento el signo del que habían oído hablar y lo interpretaran como la orden de iniciar inmediatamente la fuga.
Alexander Mittelstaedt hace notar que, en el verano del año 66, junto a José ben Gurion, fue elegido el ex sumo sacerdote Anán (Anás II) como estratega para conducir la guerra: aquel Anán que el año 62 d. C. había decretado la condena a muerte del «hermano del Señor», Santiago, cabeza de la comunidad judeocristiana (Lukas als Historiker, p. 68). Esta elección podía ser interpretada sin duda por los judeocristianos como la señal para la salida, aunque, ciertamente, ésta es sólo una entre muchas hipótesis. En todo caso, la fuga de los judeocristianos demuestra una vez más con toda evidencia el «no» de los cristianos a la interpretación zelote del mensaje bíblico y de la figura de Jesús: su esperanza es de naturaleza diferente.
Volvamos al desarrollo de la guerra judía. Vespasiano, que fue encargado por Nerón de la operación, suspendió todas las acciones militares cuando, el año 68, fue anunciada la muerte del emperador. Después de un breve intermedio, el mismo Vespasiano fue proclamado nuevo emperador el 1 de julio de 69. Por eso confió el encargo de la conquista de Jerusalén a su hijo Tito.
Éste, según Flavio Josefo, debió de llegar ante la Ciudad Santa presumiblemente justo en el periodo de las festividades de la Pascua, el 14 del mes de Nisán, por tanto en el 40 aniversario de la crucifixión de Jesús. Miles de peregrinos afluían a Jerusalén. Juan de Giscala, uno de los jefes de la insurrección, en lucha entre ellos, consiguió hacer entrar a escondidas en el templo a combatientes armados, disfrazados de peregrinos, que iniciaron allí una matanza de los seguidores de su rival Eleazar ben Simón, contaminando así una vez más el santuario con la sangre de inocentes (Mittelstaedt, p. 72). Esto, sin embargo, no era más que una primera demostración de las crueldades inimaginables que se desencadenarían después con creciente brutalidad, y en la que el fanatismo de los unos y la furia creciente de los otros se azuzaban mutuamente.
No es preciso tratar aquí los detalles de la conquista y la destrucción de la ciudad y del templo. No obstante, puede ser útil citar el texto en el que Mittelstaedt resume el desarrollo terrible del drama: «El fin del templo se desarrolla en tres etapas: en un primer momento se produce la suspensión del sacrificio regular, por lo cual el santuario queda reducido a una fortaleza; sigue luego el incendio, que a su vez se desarrolla en tres etapas... Y, en fin, se procede al desmantelamiento de las ruinas después de la caída de la ciudad. Las destrucciones decisivas... se producen por el fuego; los desmantelamientos sucesivos fueron ya sólo un colofón. Los que no murieron y pudieron sobrevivir incluso a la carestía o las epidemias, tenían ante sí la perspectiva del circo, del trabajo en las minas o de la esclavitud» (pp. 84s).
Según Flavio Josefo, el número de muertos llegó a 1.100.000 (De bello Jud., VI, 420). Orosio (Hist. adv. pag., VII, 9, 7) y, de modo similar, Tácito (Hist., V, 13) hablan de 600.000 muertos. Mittelstaedt opina que estas cifras son exageradas, y que siendo realistas se debería suponer un número aproximado de 80.000 muertos (p. 83). Quien lee por entero los informes y toma conciencia de la cantidad de homicidios, matanzas, saqueos, incendios, hambre, ensañamiento con los cadáveres y la destrucción del entorno (deforestación total en un radio de 18 kilómetros alrededor de la ciudad), puede entender que Jesús —retomando una palabra del Libro de Daniel (12,1)— comente el acontecimiento diciendo: «Aquellos días habrá una tribulación como no la hubo igual desde el principio de la creación que hizo Dios hasta el presente, ni la volverá a haber» (Mc 13,19).
En Daniel, a esta palabra de amenaza sigue una promesa: «Entonces se salvará tu pueblo: todos los que se encuentren inscritos en el libro» (12,1). También en el discurso de Jesús el horror no tiene la última palabra: los días serán abreviados y los elegidos salvados. Dios deja una medida grande —supergrande según nuestra impresión— de libertad al mal y a los malos; pero, no obstante, la historia no se le va de las manos.
En todo este drama, que por desgracia es sólo un ejemplo de tantas otras tragedias de la historia, hay un acontecimiento central para la historia de la salvación, un acontecimiento que significa un corte neto de grandes consecuencias para toda la historia de las religiones y, en general, para la historia de la humanidad: el 5 de agosto del ario 70, «a causa de la carestía y la falta de los elementos necesarios, se tuvo que suspender el sacrificio cotidiano en el templo» (Mittelstaedt, p. 78).
Es verdad que, después de la destrucción del templo por Nabucodonosor en 587 a. C., el fuego para el sacrificio quedó apagado durante setenta años aproximadamente, y que una segunda vez, entre los años  166 y 164 a. C., bajo la dominación helenista de Antíoco IV, el templo había sido profanado y el ministerio sacrificial al único Dios fue sustituido por sacrificios a Zeus. Pero en ambos casos el templo resurgió y se reanudó el culto prescrito por la Torá.
La destrucción del ario 70, en cambio, fue definitiva: los intentos de una reconstrucción del templo bajo los emperadores Adriano, durante la insurrección de Bar-Kokebá (132-135 d. C.), y Juliano (361) fracasaron. La revuelta de Bar-Kokebá tuvo incluso como consecuencia el que Adriano prohibiera al pueblo judío el acceso al territorio de Jerusalén y sus alrededores. En el lugar de la Ciudad Santa, el emperador construyó una nueva, que después se llamó «Aelia Capitolina», donde se celebraba el culto a Júpiter Capitolino. «Sólo en el siglo IV, el emperador Constantino permitió a los judíos visitar la ciudad una vez al ario en la conmemoración de la destrucción de Jerusalén para hacer luto ante el muro del templo» (Gnilka, Nazarener, p. 72).
Para el judaísmo, el cese del sacrificio y la destrucción del templo tuvo que ser una conmoción terrible. Templo y sacrificio estaban en el centro de la Torá. Pero ahora ya no había ninguna expiación en el mundo, nada que pudiera hacer de contrapeso a su creciente contaminación a causa del mal. Y todavía más: Dios, que había puesto su nombre en este templo y que, por tanto, habitaba en él de modo misterioso, ahora había perdido esta su morada sobre la tierra. ¿Dónde estaba la alianza? ¿Dónde la promesa?
Una cosa está clara: la Biblia —el Antiguo Testamento— debía leerse de un modo nuevo. El judaísmo de los saduceos, que estaba totalmente vinculado al templo, no ha sobrevivido a esta catástrofe, y también Qumrán, que en realidad se oponía al templo herodiano, pero que esperaba un templo nuevo, ha desaparecido de la historia. Existen dos respuestas a esta situación, dos maneras de leer de modo nuevo el Antiguo Testamento después del ario 70: la lectura a la luz de Cristo, basándose en los profetas, y la lectura rabínica.
De las corrientes judías del tiempo de Jesús sólo ha sobrevivido el fariseísmo, que encontró una nueva guía en la escuela rabínica de Yabne y elaboró un modo particular de leer e interpretar —en la época ya sin templo— el Antiguo Testamento poniendo en su centro la Torá. Sólo a partir de este momento hablamos de «judaísmo» en el sentido propio del término, como modo de considerar y leer el canon de los escritos bíblicos en cuanto revelación de Dios sin el mundo concreto del culto en el templo. Este culto ya no existe. A este respecto, después del ario 70, también la fe de Israel ha asumido una forma nueva.
Después de siglos de contraposición, reconocemos como tarea nuestra el esfuerzo para que estos dos modos de la nueva lectura de los escritos bíblicos —la cristiana y la judía— entren en diálogo entre sí, para comprender rectamente la voluntad y la Palabra de Dios.
Gregorio Nacianceno (+ ca. 390) ha tratado de establecer retrospectivamente una especie de periodos de la historia de la religión a partir del fin del templo jerosolimitano. Él habla de la paciencia de Dios, que no impone al hombre nada incomprensible: Dios actúa como un buen pedagogo o un médico. Abroga lentamente ciertas costumbres, tolera otras y así lleva al hombre a hacer progresos. «No es fácil cambiar costumbres vigentes y veneradas desde hace mucho tiempo... ¿Qué quiero decir? El primer Testamento suprimió los ídolos, pero toleraba los sacrificios. El segundo puso fin a los sacrificios, pero no prohibió la circuncisión. Una vez aceptada la abolición [de dicha costumbre, los hombres] renunciaron a lo que solamente estaba tolerado» (cit. en Barbel, pp. 261-263). En la visión de este Padre de la Iglesia también los sacrificios, aunque previstos por la Torá, aparecen como una cosa solamente tolerada —como una etapa en el recorrido hacia un culto más verdadero—, como algo provisional, que durante el camino debía superarse y que Cristo ha superado.
Pero ahora se plantea decididamente la cuestión: ¿ Cómo ha visto Jesús mismo todo esto? Y ¿ cómo ha sido entendido Él por los cristianos? No es necesario examinar aquí en qué medida los detalles particulares del discurso escatológico de Jesús se remontan a su palabra personal. Que Él haya anunciado el fin del templo —y precisamente su fin teológico, histórico-salvífico— está fuera de dudas. Lo confirman sobre todo, además del discurso escatológico, la expresión sobre la casa que quedaría vacía, de la que hemos partido (cf. Mt 23,37s; Lc 13,34s), y la palabra de los falsos testigos en el proceso a Jesús (cf. Mt 26,61; 27,40; Mc 14,58; 15,29; Hch 6,14), que vuelve a aparecer bajo la cruz como palabra de escarnio y es citada por Juan como palabra en labios de Jesús mismo y en su correcta formulación (cf. 2,19).
Jesús había amado el templo como propiedad del Padre (cf. Lc 2,49) y se había complacido en enseñar en él. Lo había defendido como casa de oración para todas las naciones y trató de prepararlo para esta finalidad. Pero sabía también que la época de este templo estaba acabada y que llegaría algo nuevo que estaba relacionado con su muerte y resurrección.
La Iglesia naciente tenía que reunir y leer juntos estos fragmentos en gran parte misteriosos de las palabras de Jesús —sus afirmaciones sobre el templo y, especialmente, sobre la cruz y la resurrección—para reconocer al final en dichos fragmentos todo el conjunto de lo que Jesús quiso expresar. Esto era una tarea nada fácil, pero fue afrontada a partir de Pentecostés, y podemos decir que, antes del fin material del templo, todos los elementos esenciales de la nueva síntesis se encontraban ya en la teología paulina.
Sobre la relación de la comunidad primitiva con el templo los Hechos de los Apóstoles nos dicen que «a diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón» (2,46). Se mencionan, pues, dos lugares de la vida de la Iglesia naciente: para la predicación y la oración, se reúnen en el templo, que sigue siendo considerado y aceptado como la casa de la Palabra de Dios y de la oración; el partir el pan —el nuevo centro «cultual» de la existencia de los fieles—tiene lugar sin embargo en las casas, como lugares de la asamblea y de la comunión, gracias al Señor resucitado.
Aunque no se han tomado todavía explícitamente las distancias respecto de los sacrificios según la Ley, ya se perfila sin embargo una distinción esencial. Lo que hasta aquel momento habían sido los sacrificios es reemplazado por el «partir el pan». Pero, tras esta simple expresión, se esconde una referencia al legado de la Última Cena, a la comunión en el Cuerpo del Señor; a su muerte y su resurrección.
En la nueva síntesis teológica, que ve el fin histórico-salvífico del templo como ya cumplido en la muerte y resurrección de Jesús, antes aún de su destrucción material, destacan dos grandes nombres: Esteban y Pablo.
Esteban pertenece al grupo de los «helenistas» de la comunidad primitiva de Jerusalén, un grupo de judeocristianos de lengua griega que, con su nuevo modo de interpretar la Ley, prepararon el cristianismo paulino. El gran discurso con el que
Esteban, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, trata de explicar su nueva visión de la historia de la salvación es interrumpido en el punto decisivo. La indignación de sus adversarios ha llegado ya al colmo y se desahoga con la lapidación del orador. Pero el verdadero punto del desacuerdo queda expresado de manera absolutamente clara en la exposición de la acusación que se presenta ante el Sanedrín: «Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá el templo y cambiará las tradiciones que recibimos de Moisés» (Hch 6,14). Se trata de las palabras de Jesús sobre el fin del templo de piedra y sobre el nuevo templo, del todo diferente; palabras que evidentemente Esteban ha hecho suyas y las ha puesto en el centro de su predicación.
Aunque no podemos reconstruir en todos los pormenores la visión teológica de san Esteban, resulta claro el punto esencial: se ha acabado la época del templo de piedra con su culto sacrificial. En efecto, Dios mismo ha dicho: «Mi trono es el cielo, la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué templo podéis construirme —dice el Señor— o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano todo esto?» (Hch 7,49s; cf. /s 66,1s).
Esteban conoce la crítica de los profetas al culto. Para él, con Jesús ha pasado el periodo del sacrificio en el templo y, con ello, también la época del templo mismo; las palabras del profeta adquieren ahora su plena razón. Algo nuevo ha comenzado, algo donde se lleva a cumplimiento lo que, en realidad, era lo originario.

La vida y el mensaje de san Esteban se han quedado en un fragmento que se interrumpe de improviso con su lapidación, pero que, al mismo tiempo, lleva a cumplimiento su vida y su mensaje: él, en su pasión, se ha hecho uno con Cristo. Tanto el proceso como la muerte se asemejan a la Pasión de Jesús. Como hizo el Señor crucificado, también él implora: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7,60). Correspondería a otro completar la visión teológica y edificar sobre esta base la Iglesia de los gentiles: a Pablo, quien, cuando era llamado Saulo, aprobó la muerte de Esteban (cf. Hch 8,1).
No es tarea de este libro trazar las líneas fundamentales de la teología de Pablo y ni siquiera tan sólo de su concepción del culto y del templo. Aquí se trata únicamente de subrayar que el cristianismo naciente, mucho antes de la destrucción material del templo, estaba convencido de que su papel en la historia había llegado a su fin, como Jesús había afirmado con la palabra sobre la «casa que quedará vacía» y con el discurso sobre el nuevo templo.
A decir verdad, la gran lucha de san Pablo en la edificación de la Iglesia de los gentiles, del cristianismo «libre de la Ley», no se refiere al templo. El contraste con los distintos grupos del judeocristianismo gira en torno a las «costumbres» de fondo, en las que se expresaba la identidad judía: la circuncisión, el sábado, las prescripciones alimentarias y las normas de pureza. Mientras que sobre la cuestión de la necesidad de estas «costumbres» para alcanzar la salvación se desencadenó una lucha dramática también entre los cristianos —lucha que al final llevó al arresto del Apóstol en Jerusalén—, parece extraño no encontrar por ningún lado huellas de un conflicto sobre el templo y sobre la necesidad de sus sacrificios; y esto a pesar de que, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, «incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe» (6,7).
Sin embargo, Pablo no ha omitido este problema: por el contrario, el centro de su enseñanza es el mensaje de que todos los sacrificios se llevan a cumplimiento en la cruz de Cristo; en Él se ha realizado lo que intentaban todos los sacrificios —la expiación— y, así, Jesús mismo se ha puesto en lugar del templo: el nuevo templo es El.
Baste una breve indicación. El texto más importante se encuentra en la Carta a los Romanos 3,23ss: «Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre. Así quería Dios demostrar que no fue injusto dejando impunes con su tolerancia los pecados del pasado».
La palabra traducida aquí como «sacrificio de propiciación» en griego se dice «hilastérion», «kapporet» en hebreo. Así se llamaba la cubierta del Arca de la Alianza. Es el lugar sobre el que aparece JHWH en una nube, el lugar de la misteriosa presencia de Dios. En el Día de la Expiación —Yom Hakkippurim (cf. Lv 16)—, este lugar sagrado es rociado con la sangre del novillo inmolado como víctima de expiación, «cuya vida se ofrece así a Dios en lugar de la de los hombres pecadores merecedores de la muerte» (Wilckens, II, 1, p. 235). La idea de fondo es que la sangre del sacrificio, en la que han sido puestos todos los pecados de los hombres, es purificada al tocar la divinidad misma y, así, mediante el contacto con Dios, también los hombres, representados por esta sangre, vuelven a ser puros: un concepto que, en su grandeza e insuficiencia a la vez, es conmovedor; una concepción que no podía ser la última palabra de la historia de las religiones, ni la última palabra en la historia de la fe de Israel.
Si Pablo aplica la palabra hilastérion a Jesús, designándolo de la misma manera que la cubierta del Arca de la Alianza, y por tanto como el lugar de la presencia del Dios vivo, entonces toda la teología veterotestamentaria del culto (y con ella las teologías del culto de toda la historia de las religiones) queda «abolida», y elevada al mismo tiempo a una altura totalmente nueva. Jesús mismo es la presencia del Dios vivo. En Él, Dios y el hombre, Dios y el mundo, están en contacto. En Él se cumple lo que el rito del Día de la Expiación quería expresar: en la entrega de sí mismo en la cruz, Jesús deposita, por decirlo así, todo el pecado del mundo en el amor de Dios, y en él lo limpia. Unirse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, significa entrar en el ámbito de la transformación y la expiación.
Todo esto es difícil de entender hoy para nosotros; cuando reflexionemos sobre la Última Cena y la muerte en cruz de Jesús, hemos de volver con mayor amplitud sobre esto y esforzarnos por comprenderlo con más detalle. Aquí se ha tratado sólo de mostrar cómo Pablo ha previsto plenamente la abolición del templo e introducido su teología sacrificial en la cristología. Para Pablo, el templo, con su culto, ha sido «demolido» en la crucifixión de Cristo; en su lugar está ahora el Arca de la Alianza viva de Cristo crucificado y resucitado. Si, con Ulrich Wilckens, podemos suponer que el pasaje de Romanos 3,25 es una «fórmula de la fe de los judeocristianos» (I, 3, p. 182), entonces vemos qué pronto había madurado esta convicción en el cristianismo; es decir, que éste sabía desde el principio que el Resucitado es el nuevo templo, el verdadero lugar de contacto entre Dios y el hombre. Por eso Wilckens puede decir también con razón: «Simplemente, quizás los cristianos no han participado desde el principio en el culto del templo... Por tanto, la destrucción del templo en el ario 70 d. C. no era un problema religioso que les afectara» (II, 1, p. 31).
Pero así se pone de manifiesto claramente que la gran visión teológica de la Carta a los Hebreos se limita a desarrollar en detalle lo que, en su núcleo, está expresado ya en Pablo, y que Pablo mismo, a su vez, había ya encontrado como contenido esencial en la tradición preexistente de la Iglesia. Más tarde veremos que, a su modo, la oración sacerdotal de Jesús reinterpreta en el mismo sentido el desarrollo del gran Día de la Expiación y, por tanto, el centro de la teología veterotestamentaria de la redención, considerándola cumplida en la cruz.

2. EL TIEMPO DE LOS PAGANOS

Una lectura o una escucha superficial del discurso escatológico de Jesús da necesariamente la impresión de que, desde el punto de vista cronológico, Jesús vinculó directamente el fin de Jerusalén con el fin del mundo, particularmente cuando se lee en Mateo: «Después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá... Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre» (24,29s). Esta concatenación cronológicamente directa entre el fin de Jerusalén y el fin del mundo entero parece confirmarse más aún cuando, unos versículos después, se encuentran estas palabras: «Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda» (24,34).
A primera vista, parece que sólo Lucas haya atenuado esta relación. En él se lee: «Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora» (21,24). Entre la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo se intercala «la hora de los gentiles». Se ha reprochado a Lucas el haber desplazado así el eje cronológico de los Evangelios y el mensaje originario de Jesús, de haber transformado el fin de los tiempos en el tiempo intermedio, inventando así el tiempo de la Iglesia como nueva fase de la historia de la salvación. Pero, mirando con atención, se descubre que esta «hora de los paganos» también se anuncia en Mateo y en Marcos con palabras diferentes en otros puntos de la predicación de Jesús.
En Mateo encontramos estas palabras del Señor: "Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el inundo entero, para dar testimonio a todas la naciones. Y entonces vendrá el fin» (24,14). En Marcos se lee: «Y es preciso que antes [del fin] sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones» (13,10).
Esto nos demuestra ante todo que hay que ser muy cautos con el entramado interno de este discurso de Jesús; el discurso ha sido compuesto con piezas sueltas que se habían transmitido, que no constituyen un desarrollo lineal, sino que se han de leer como si estuvieran juntas. Volveremos de modo más detallado en el curso del tercer subcapítulo («Profecía y apocalíptica...») sobre este problema redaccional, que tiene gran importancia para la comprensión correcta del texto.
Desde el punto de vista del contenido se ve claramente que los tres Sinópticos saben algo de un tiempo de los paganos: el fin del mundo sólo puede llegar cuando se haya llevado el Evangelio a todos los pueblos. El tiempo de los paganos —el tiempo de la Iglesia de los pueblos del mundo— no es una invención de san Lucas; es patrimonio común de la tradición de todos los Evangelios.
Aquí encontramos de nuevo el enlace entre la tradición de los Evangelios y los motivos fundamentales de la teología paulina. Si Jesús dice en el discurso escatológico que primero tiene que ser anunciado el Evangelio a las naciones, y sólo después puede llegar el fin, en Pablo encontramos una afirmación prácticamente idéntica en la Carta a los Romanos: «El endurecimiento de una parte de Israel durará hasta que entren todos los pueblos; entonces todo Israel se salvará...» (11,25s). Todos los paganos e Israel entero: aparece en esta fórmula el universalismo de la voluntad divina de salvación. Pero, en nuestro contexto, es importante que también Pablo conozca el tiempo de los paganos que tiene lugar ahora, y que tiene que cumplirse para que el plan de Dios alcance su propósito.
El hecho de que el cristianismo primitivo no pudiera hacerse una idea cronológicamente adecuada de la duración de estos kairoé (tiempos) de los paganos, suponiéndolos seguramente bastante breves, es a fin de cuentas secundario. Lo esencial está en la afirmación fundamental y en la indicación de dicho tiempo, que debía ser entendido y fue entendido por los discípulos, sin cálculos sobre su duración, ante todo como tarea: realizar ahora lo que ha sido anunciado y exigido, es decir, llevar el Evangelio a todas las gentes.
El caminar incansable de san Pablo hacia los pueblos para llevar el mensaje a todos y cumplir así la tarea, posiblemente ya durante su vida, muestra precisamente una tenacidad que sólo se explica por su convencimiento del significado histórico y escatológico del anuncio: «No tengo más remedio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (/ Co 9,16).
En este sentido, la urgencia de la evangelización en la generación apostólica no está motivada tanto por la cuestión sobre la necesidad de conocer el Evangelio para la salvación individual de cada persona, cuanto más bien por esta gran concepción de la historia: para que el mundo alcance su meta, el Evangelio tiene que llegar a todos los pueblos. En algunos periodos de la historia la percepción de esta urgencia se ha debilitado mucho, pero siempre se ha vuelto a reavivar después, suscitando un nuevo dinamismo en la evangelización.
A este respecto queda siempre en el trasfondo también la cuestión sobre la misión de Israel. Hoy vemos desconcertados cuántos malentendidos cargados de consecuencias han pesado en los siglos sobre este punto. Sin embargo, una nueva reflexión puede hacer ver que en todo momento de ofuscación pueden hallarse siempre posibilidades de una comprensión correcta.
Quisiera hacer aquí una referencia a lo que Bernardo de Claraval aconsejaba sobre esta cuestión a su discípulo, el papa Eugenio III. Le recuerda al Papa que no sólo se le ha confiado el cuidado de los cristianos: «Tú eres deudor también respecto a los infieles, los judíos, los griegos y los paganos» (De cons., I, 2). Sin embargo, enseguida se corrige, precisando: «Admito que, por lo que se refiere a los judíos, quedas excusado por el tiempo; para ellos se ha establecido un determinado momento, que no se puede anticipar. Deben preceder los paganos en su totalidad. Pero ¿qué dices acerca de los paganos mismos?... ¿En qué pensaban tus predecesores para... interrumpir la evangelización, mientras la incredulidad sigue siendo todavía tan extendida? ¿Por qué motivo... la palabra que corre veloz se ha detenido?...» (III, I, 3).
Hildegard Brem comenta así este pasaje: «Según Romanos 11,25, la Iglesia no tiene que preocuparse por la conversión de los judíos, porque hay que esperar el momento establecido por Dios, "hasta que entren todos los pueblos" (Rm 11,25). Por el contrario, los judíos mismos son una predicación viviente, a la que la Iglesia se debe remitir porque hacen pensar en la Pasión de Cristo (cf. Ep 363)...» (Winkler I, p. 834).
El anuncio del tiempo de los paganos, y la tarea que se deriva de él, es un punto central del mensaje escatológico de Jesús. El cometido particular de evangelizar a los paganos, que Pablo recibió del Resucitado, está firmemente unido al mensaje que Jesús dirigió a los discípulos antes de su pasión. El tiempo de los paganos —«el tiempo de la Iglesia»— que, como hemos visto, ha sido transmitido por todos los Evangelios, constituye un elemento esencial del mensaje escatológico de Jesús.

3. PROFECÍA Y APOCALÍPTICA EN EL DISCURSO ESCATOLÓGICO

Antes de ocuparnos de lo que es la parte apocalíptica del discurso de Jesús en su sentido más estricto, tratemos de llegar a una visión de conjunto de todo lo que hemos encontrado hasta ahora.
Encontramos en primer lugar el anuncio de la destrucción del templo y, en Lucas de manera explícita, también de la destrucción de Jerusalén. No obstante, ha quedado claro que el núcleo de las palabras de Jesús no apunta a las acciones exteriores de la guerra y la destrucción, sino al final en el sentido histórico-salvífico del templo, que se convierte en la casa que «queda vacía»: deja de ser el lugar de la presencia de Dios y de la expiación para Israel, más aún, para el mundo. Ha pasado el tiempo de los sacrificios según la Ley de Moisés.
Hemos visto que la Iglesia naciente, mucho antes del fin material del templo, era consciente de este profundo viraje de la historia; y que, a pesar de tantas discusiones difíciles sobre lo que se debía conservar y declarar obligatorio de las costumbres judías, incluso para los paganos, sobre este punto obviamente no hubo ningún disenso: con la cruz de Cristo la época de los sacrificios llegó a su fin.
Hemos comprobado, además, que el anuncio de un tiempo de los gentiles forma parte del núcleo del mensaje escatológico de Jesús, un tiempo durante el cual se debe llevar el Evangelio a todo el mundo y a todos los hombres: sólo después la historia puede alcanzar su meta.
Entretanto, Israel conserva su propia misión. Está en las manos de Dios, que lo salvará «por entero» en el tiempo apropiado, una vez que el número de los paganos esté completo. Es obvio y nada sorprendente que no se pudiera calcular la duración histórica de este periodo. Pero se hizo cada vez más claro que la evangelización de los paganos se había convertido ahora en la tarea por excelencia de los discípulos, sobre todo merced al encargo particular que Pablo era consciente de haber asumido como carga y a la vez como gracia.
Según esto, también se comprende ahora que este «tiempo de los paganos» no es todavía verdadero tiempo mesiánico en el sentido de las grandes promesas de salvación, sino precisamente siempre tiempo de esta historia y de sus sufrimientos y, sin embargo, de modo nuevo, también tiempo de esperanza: «La noche está avanzada, el día se echa encima» (Rm 13,12).
Me parece obvio que algunas parábolas de Jesús —la parábola de la red con peces buenos y malos (Mt 13,47-50), la parábola de la cizaña en el campo (Mt 13,24-30)— se refieren a este tiempo de la Iglesia. En la pura perspectiva de la escatología inminente no tienen ningún sentido.
Como tema secundario hemos encontrado la invitación dirigida a los cristianos de huir de Jerusalén en el momento de una profanación del templo de la que no se dan más detalles. La historicidad de esta fuga en la ciudad transjordana de Pella no se puede poner seriamente en duda. Este detalle, bastante marginal para nosotros, tiene, sin embargo, un sentido teológico que no se debe infravalorar: el no participar en la defensa armada del templo, en aquella campaña que convirtió el mismo lugar sagrado en una fortaleza y en escenario de crueles acciones militares, correspondía exactamente a la línea adoptada por Jeremías durante el asedio de Jerusalén por parte de los babilonios (cf. p. ej. Jr 7,1-15; 38,14-28).
Joachim Gnilka, no obstante, hace notar sobre todo la conexión de esta actitud con el núcleo del mensaje de Jesús: «Es sumamente improbable que los creyentes en Cristo residentes en Jerusalén participaran en la guerra. El cristianismo palestino ha transmitido el Sermón de la Montaña. Por tanto, deben haber conocido los mandamientos de Jesús sobre el amor a los enemigos y la renuncia a la violencia. Sabemos, además, que no tomaron parte en la revuelta en tiempos del emperador Adriano» (Nazarener, p. 69).
Otro elemento esencial del discurso escatológico de Jesús es la advertencia contra los pseudo-mesías y contra las fantasías apocalípticas. Con esto se relaciona también la invitación a la sobriedad y a la vigilancia, que jcsús ha desarrollado ulteriormente en algunas parábolas, particularmente en la de las vírgenes sabias y necias (Mt 25,1-13), así como en las palabras sobre el portero vigilante (cf. Mc 13,33-36). Estas palabras muestran precisamente cómo ha de entenderse el término «vigilancia». No es un salir del presente, un especular sobre el futuro, un olvidar el cometido actual; muy al contrario, vigilancia significa hacer aquí y ahora lo que es justo, tal como se debería obrar ante los ojos de Dios.
Mateo y Lucas transmiten la parábola del siervo que, al ver el retraso del retorno del dueño y contando con su ausencia, se yergue ahora él mismo como dueño, golpea a los siervos y a las siervas y se da a la buena vida. El siervo bueno, en cambio, permanece siervo, sabe que debe rendir cuentas. Da a cada uno lo que le corresponde y recibe alabanzas del dueño por haber actuado así: la verdadera vigilancia es practicar la justicia (cf. Mt 24,45-51; Lc 12,41-46). Ser vigilante significa saberse ante la mirada de Dios y obrar como suele hacerse ante sus ojos.
En la Segunda Carta a los Tesalonicenses, Pablo ha explicado a los destinatarios de manera tajante y concreta en qué consiste la vigilancia: «Cuando viví con vosotros os lo dije: el que no trabaja, que no coma. Porque me he enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada. Pues a ésos les digo y les recomiendo, por el Señor Jesucristo, que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan» (3,10ss).

Otro elemento importante del discurso escatológico de Jesús es la referencia a las futuras persecuciones de los suyos. También aquí se presupone el tiempo de los paganos, porque el Señor no dice solamente que sus discípulos serán entregados a tribunales y a sinagogas, sino que serán llevados también ante gobernadores y reyes (cf. Mc 13,9); el anuncio del Evangelio estará siempre bajo el signo de la cruz: esto es lo que los discípulos de Jesús han de aprender una y otra vez en cada generación. La cruz es y sigue siendo el signo del «Hijo del hombre»: a fin de cuentas, la verdad y el amor no tienen otra arma en su lucha contra la mentira y la violencia que el testimonio del sufrimiento.
Vengamos ahora a la parte propiamente apocalíptica del discurso escatológico de Jesús: al anuncio del fin del mundo, del retorno del Hijo del hombre y del Juicio universal (cf. Mc 13,24-27).

Llama la atención que este texto esté en gran parte entretejido con palabras del Antiguo Testamento, en particular del Libro de Daniel, pero también de Ezequiel, de Isaías y de otros pasajes de la Escritura. Estos textos están a su vez relacionados entre sí: en situaciones difíciles, las imágenes antiguas son reinterpretadas y desarrolladas ulteriormente; dentro del mismo Libro de Daniel puede observarse un proceso de este estilo, de relectura de las mismas palabras en la progresión de la historia. Jesús se adentra en esta forma de «relecture» y, basándose en ello, se puede entender también que la comunidad de los fieles —como hemos ya señalado brevemente— leyera a su vez las palabras de Jesús actualizándolas según las propias situaciones nuevas, conservando naturalmente el mensaje de fondo. Sin embargo, el hecho de que Jesús no hable de las cosas futuras con palabras propias, sino que se refiera a ellas de manera nueva con antiguas palabras proféticas, tiene un sentido más profundo.
Pero primero debemos prestar atención a lo que hay de novedad: el futuro Hijo del hombre, del que había hablado Daniel sin poderle dar un perfil personal (cf. 7,13s), se identifica ahora con el Hijo del hombre que está hablándoles en el presente a los discípulos. Las palabras apocalípticas de antaño adquieren un carácter personalista: en su centro entra la persona misma de Jesús, que une íntimamente el presente vivido con el futuro misterioso. El verdadero «acontecimiento» es la persona que, a pesar del transcurso del tiempo, sigue estando realmente presente. En esta persona el porvenir está ahora aquí. El futuro, a fin de cuentas, no nos pondrá en una situación distinta de la que ya se ha creado en el encuentro con Jesús.
Así, al centrar las imágenes cósmicas en una persona, en una persona actualmente presente y conocida, el contexto cósmico se convierte en algo secundario, y también la cuestión cronológica pierde importancia: en el desarrollo de las cosas físicamente mensurables, la persona «es», tiene su «tiempo» propio, «permanece».
Esta relativización de lo cósmico, o mejor, su concentración en lo personal, se muestra con especial claridad en la palabra final de la parte apocalíptica: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán» (Mc 13,31). La palabra, casi nada en comparación con el enorme poder del inmenso cosmos material, un soplo del momento en la magnitud silenciosa del universo, es más real y más duradera que todo el mundo material. Es la realidad verdadera y fiable, el terreno sólido sobre el que podemos apoyarnos y que resiste incluso al oscurecerse del sol y al derrumbe del firmamento. Los elementos cósmicos pasan; a palabra de Jesús es el verdadero «firmamento» bajo el cual el hombre puede estar y permanecer.
Esta concentración personalista, más aún, esta transformación de las visiones apocalípticas, que se corresponde sin embargo con la orientación interior de las imágenes veterotestamentarias, es la verdadera especificidad en las palabras de Jesús sobre el fin del mundo: esto es lo que cuenta en este asunto.
Con esto podemos comprender también por qué Jesús no describe el fin del mundo, sino que lo anuncia con palabras ya existentes del Antiguo Testamento. El hablar del futuro con palabras del pasado pone este discurso a resguardo de cualquier vinculación cronológica. No se trata de una nueva formulación de la descripción del porvenir, como sería de esperar de los adivinos, sino de insertar la visión del futuro en la Palabra de Dios, que ya se nos ha dado, y cuya estabilidad por un lado, y sus potencialidades abiertas por otro, resultan de este modo evidentes. Queda claro que la Palabra de Dios de entonces ilumina el futuro en su significado esenc;a1. No ofrece, sin embargo, una descripción del futuro, sino que nos muestra solamente el camino recto para ahora y para el mañana.
Las palabras apocalípticas de Jesús nada tienen que ver con la adivinación. Quieren precisamente apartarnos de la curiosidad superficial por las cosas visibles (cf. Lc 17,20) y llevarnos a lo esencial: a la vida que tiene su fundamento en la Palabra de Dios que Jesús nos ha dado; al encuentro con Él, la Palabra viva; a la responsabilidad ante el Juez de vivos y muertos.



ENTRADA EN JERUSALÉN Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO


ENTRADA EN JERUSALÉN

Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO





1. ENTRADA EN JERUSALÉN


El Evangelio de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el tiempo de su vida pública: una primera en relación con la purificación del templo (2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de los panes (6,4); y, finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p. ej. 12,1; 13,1), que se ha convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta Jerusalén.
Es ante todo una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente a 200 metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es de 760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de esta subida, cada uno de los Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de Jesús sobre su Pasión, aludiendo con ello también a la subida interior, que se va desarrollando a lo largo del camino exterior: el ir caminando hacia el templo como el lugar donde Dios quiso «establecer» su nombre, como se describe en el Libro del Deuteronomio (12,11; 14,23).
La última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, una entrega que reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que la Carta a los Hebreos califica como un ascender, no ya a una tienda hecha por mano de hombre, sino al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios (9,24). Esta ascensión hasta la presencia de Dios pasa por la cruz, es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios.
Naturalmente, la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén, la Ciudad Santa con su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan (2,13). Jesús se había puesto en camino junto con los Doce, pero poco a poco se fue uniendo a ellos un grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos dicen que, ya al salir de Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (Mt 20,29; cf. Mc 10,46).
En este último tramo del recorrido hay un episodio que aumenta la expectación por lo que está a punto de ocurrir, y que pone a Jesús de un modo nuevo en el centro de atención de quienes lo acompañan. Un mendigo ciego, llamado Bartimeo, está sentado junto al camino. Se entera de que entre los peregrinos está Jesús y entonces se pone a gritar sin cesar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). En vano tratan de tranquilizarlo y, al final, Jesús le invita a que se acerque. A su súplica —«Rabbuní, ¡que pueda ver!»—, Jesús le contesta: «Anda, tu fe te ha curado».
Bartimeo recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc 10,48-52). Una vez que ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el tema «David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre: este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso verdaderamente el nuevo David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él restablezca el reino de David?
Los preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta expectativa. Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de responder: «El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los discípulos encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por el derecho que tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado y cumplen con el encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en un borrico prestado, que inmediatamente después devolverá a su dueño.
Todo esto puede parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los judíos contemporáneos de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada uno de los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 180). El hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real. Y, sobre todo, se hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que dan a todo el episodio un sentido más profundo.
En primer lugar, las palabras de Génesis 49,10s, la bendición de Jacob, en las que se asigna a Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado de sus rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia». Se dice de Él que ata su borriquillo a la vid (49,11). Por tanto, el borrico atado hace referencia al que tiene que venir, al cual «los pueblos deben obediencia».
Más importante aún es Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan explícitamente para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila» (Mt 21,5; cf. Za 9,9; Jn 12,15). Ya hemos reflexionado ampliamente sobre el sentido de estas palabras del profeta para comprender la figura de Jesús al comentar la bienaventuranza de los humildes, de los mansos (cf. primera parte, pp. 108-112). Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino que se extiende de mar a mar y abarca toda la tierra (cf. ibíd., p. 109); esto nos ha recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las comunidades de la fracción del pan, es decir, en la comunión con Jesucristo, se extiende de mar a mar como reino de su paz (cf. ibíd., p. 112). Todo esto no podía verse entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido apenas vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva.
Por ahora retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que se entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo Testamento habla de Él, y viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios, no según sus propios programas y deseos. Su exigencia se funda en la obediencia a los mandatos del Padre. Sus pasos son un caminar por la senda de la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, la referencia a Zacarías 9,9 excluye una interpretación «zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la violencia, no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador.
Volvamos al desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel...» (1,33s).
También el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s).
Esta aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de la Iglesia.
Ante todo, aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf. Lohse, ThWNT, IX, p. 682).
La palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y, con ello, el reinado de Dios sobre Israel.
La palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor», perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión «que viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido prometido por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la expresión se transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas.
La referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la referencia a David, reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad: «¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf. 2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén, sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa.
Mateo lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es éste?". La gente que venía con él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea"» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén «trastornada» (Mt 2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra eseísthe (seíò), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto.
Algo se había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más explícito en su discurso escatológico.
Pero en Mateo hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre la acogida de Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del templo, algunos niños repiten en el templo las palabras del homenaje a Jesús: « ¡Hosanna al hijo de David!» (21,15). Jesús defiende la aclamación de los niños ante los «sumos sacerdotes y los escribas» haciendo referencia al Salmo 8,3: «De la boca de los niños y de los que aún maman has sacado una alabanza». Volveremos de nuevo sobre esta escena en la reflexión sobre la purificación del templo. Tratemos aquí de comprender lo que Jesús ha querido decir con la referencia al Salmo 8, una alusión con la cual ha abierto una vasta perspectiva histórico-salvífica.
Lo que quería decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los niños presentados a Jesús «para que los tocara», descrito por todos los evangelistas sinópticos. Contra la resistencia de los discípulos, que quieren defenderlo frente a esta intromisión, Jesús llama a los niños, les impone las manos y los bendice. Y explica luego este gesto diciendo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,13-15). Los niños son para Jesús el ejemplo por excelencia de ese ser pequeño ante Dios que es necesario para poder pasar por el «ojo de una aguja», a lo que hace referencia el relato del joven rico en el pasaje que sigue inmediatamente después (Mc 10,17-27).
Poco antes había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la discusión sobre quién era el más importante entre los discípulos poniendo en medio a un niño, y abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí» (Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a partir del Padre y de cara a El.
Si se tiene en cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya no se habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los pequeños» se convierte incluso en la denominación de los creyentes, de la comunidad de los discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad.
Volvemos con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán en su honor mucho más allá de esta hora.
En este sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la representación anticipada de lo que ella misma hace en la liturgia. Ya en el texto litúrgico postpascual más antiguo que conocemos —en la Didaché, en torno al año 100—, antes de la distribución de los sagrados dones aparece el «Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6).
También el Benedictus fue incluido muy pronto en la liturgia: para la Iglesia naciente el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino.
La Iglesia saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo.

2. LA PURIFICACION DEL TEMPLO

Marcos nos dice que Jesús, después de este recibimiento, fue al templo, lo estuvo observando todo y, siendo ya tarde, se fue a Betania, donde se alojaba aquella semana. Al día siguiente volvió al templo y empezó a echar fuera a los que vendían y compraban, «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas» (11,15).
Justifica su modo de obrar con una palabra del profeta Isaías, que Él integra con otra de Jeremías: «Mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos. Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (Mc 11,17; cf. /s 56,7; Jr 7,11). ¿Qué es lo que hizo Jesús? ¿Qué quiso dar a entender con ello?
En la literatura exegética se pueden reconocer tres grandes líneas de interpretación que hemos de considerar brevemente.
En primer lugar, la tesis según la cual la purificación del templo no significaba un ataque contra el templo como tal, sino que se refería sólo a los abusos. Ciertamente, los mercaderes tenían permiso de la autoridad judía, que sacaba de eso pingües beneficios. En este sentido, la actividad de los cambistas y de los comerciantes de ganado era legítima según las normas vigentes; también es comprensible que estuviera previsto el cambio de las monedas romanas en uso por la moneda del templo, precisamente en el patio de los gentiles, dado que las primeras debían considerarse idolátricas por llevar la imagen del emperador; y también que allí se vendieran los animales para el sacrificio. Pero esta mezcla entre templo y negocios no se correspondía con el planteamiento arquitectónico del templo, con el destino propio del patio de los gentiles.
Con su intervención Jesús atacaba la normativa en vigor dispuesta por la aristocracia del templo, pero no violaba la Ley y los Profetas; al revés: contra una praxis profundamente corrupta que se había convertido en «derecho», reivindicaba el derecho esencial y verdadero, el derecho divino de Israel. Sólo así se explica por qué no intervino la policía del templo ni la cohorte romana que había en la fortaleza Antonia. Las autoridades del templo se limitaron a preguntar a Jesús qué autorización tenía para hacer lo que hizo.
En este sentido, es justa la tesis, argumentada minuciosamente sobre todo por Vittorio Messori, según la cual Jesús actuó conforme a la ley en la purificación del templo, impidiendo un abuso respecto al templo. Pero, si de eso se quisiera sacar la conclusión de que Jesús «aparece como un simple reformador que defiende los preceptos judíos de santidad» (así Eduard Schweizer; cit. según Pesch, Markusevangelium, II, p. 200), no se valoraría bien el verdadero sentido del acontecimiento. Las palabras de Jesús demuestran que su reivindicación iba más al fondo, precisamente porque con su actuación pretendía dar cumplimiento a la Ley y los Profetas.
Llegamos así a una segunda explicación, que contrasta con la primera: la interpretación político-revolucionaria del acontecimiento. Ya en la Ilustración se habían producido intentos de interpretar a Jesús como un revolucionario político. Pero sólo la obra de Robert Eisler, Iesous Basileus ou Basileusas, publicada en dos volúmenes (Heidelberg 1929-1930), trató de demostrar coherentemente, basándose en el conjunto de los datos neotestamentarios, que «Jesús habría sido un revolucionario político de carácter apocalíptico: habría sido arrestado y ejecutado por los romanos por haber provocado una insurrección en Jerusalén» (Hengel, War Jesus Revolutioniir?, p. 7). El libro causó una enorme sensación, pero, dada la situación particular de los años treinta no obtuvo en aquel tiempo un efecto duradero.
Sólo en los años sesenta se formó el clima espiritual y político en el que una visión como ésta pudo desarrollar una fuerza explosiva. Entonces fue Samuel George Frederick Brandon, en su obra Jesus and the Zealots (Nueva York 1967), quien dio a la interpretación de Jesús como revolucionario político una aparente legitimación científica. Con eso, Jesús fue colocado en la línea del movimiento de los zelotes, que veía su fundamento bíblico en el sacerdote Pinjás, un nieto de Aarón: Pinjás traspasó con la lanza a un judío que se había juntado con una mujer idólatra. En aquel momento fue considerado como modelo de los «celantes» de la Ley, del culto ofrecido únicamente a Dios (cf. Nm 25).
El movimiento zelote reconocía su origen concreto en la iniciativa del padre de los hermanos macabeos, Matatías, que, frente al intento de uniformar a Israel totalmente según el modelo de la cultura unitaria helenística, privándolo con eso también de su identidad religiosa, había afirmado: «No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda» (1 M 2,22). Esta palabra inició la insurrección contra la dictadura helenística. Matatías llevó a la práctica su palabra: mató al hombre que, siguiendo los decretos de las autoridades helenísticas, quería ofrecer públicamente sacrificios a los ídolos. «Al verlo, Matatías se indignó..., corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara... en su celo por la Ley» (1 M 2, 24ss). De allí en adelante, la palabra «celo» (zélos, en griego) fue el término clave para expresar la disponibilidad a comprometerse con la fuerza en favor de la fe de Israel, a defender el derecho y la libertad de Israel mediante la violencia.
Según la tesis de Eisler y Brandon habría que colocar a Jesús en esta línea del «zélos», de los zelotes, una tesis que en los años sesenta suscitó una oleada de teologías políticas y teologías de la revolución. Como prueba central de esta teoría se aducía entonces la purificación del templo, que habría sido evidentemente un acto de violencia, porque sin violencia ni siquiera habría podido ocurrir, aunque los evangelistas hayan tratado de ocultarlo. También el saludo a Jesús como hijo de David y fundador del reino davídico habría sido un acto político, y la crucifixión de Jesús por los romanos bajo la acusación de «rey de los judíos» demostraría plenamente que Él había sido un revolucionario —un zelote—, y como tal habría sido ajusticiado.
Con el tiempo se ha calmado la oleada de las teologías de la revolución que, basándose en un Jesús interpretado como zelote, trataron de legitimar la violencia como medio para establecer un mundo mejor, el «Reino». Los terribles resultados de una violencia motivada religiosamente están a la vista de todos nosotros de manera más que sobradamente rotunda. La violencia no instaura el Reino de Dios, el reino del humanismo. Por el contrario, es un instrumento preferido por el anticristo, por más que invoque motivos religiosos e idealistas. No sirve a la humanidad, sino a la inhumanidad.
Pero entonces, ¿cuál es la verdad acerca de Jesús ? ¿Fue tal vez un zelote ? La purificación del templo ¿fue quizás el principio de una revolución política? Toda la actividad y el mensaje de Jesús —desde las tentaciones en el desierto, su bautismo en el Jordán, el Sermón de la Montaña, hasta la parábola del Juicio final (cf. Mt 25) y su respuesta a la confesión de Pedro— se oponen decididamente a ello, como hemos visto en la primera parte de esta obra.
No. La insurrección violenta, el matar a otros en nombre de Dios no se corresponde con su modo de ser. Su «celo» por el Reino de Dios fue completamente diferente. No sabemos precisamente lo que se imaginaron los peregrinos cuando, en la «entronización» de Jesús, hablaban de «el Reino que llega, el de nuestro padre David». Pero lo que Jesús mismo pensaba y pretendía lo ha mostrado muy a las claras con sus gestos y con las palabras proféticas en cuyo contexto se puso Él mismo.
Ciertamente, en los tiempos de David el burro había sido la expresión de su majestad y, siguiendo la estela de esta tradición, Zacarías presenta al nuevo rey de la paz que cabalga en un borrico cuando entra en la Ciudad Santa. Pero ya en los tiempos de Zacarías, y todavía más en los de Jesús, el caballo se había convertido en la expresión del poder y de los poderosos, mientras que el burro era el animal de los pobres y, por tanto, la imagen de una majestad bien diferente.
Es verdad que Zacarías anuncia un reino «de mar a mar». Pero precisamente con ello abandona el cuadro nacional e indica una nueva universalidad, en la que el mundo encuentra la paz de Dios y, en la adoración del único Dios, permanece unido por encima de todas las fronteras. En ese reino del que habla el profeta se rompen los arcos guerreros. Lo que en él es todavía una visión misteriosa, cuya configuración concreta no se puede percibir con nitidez cuando se avista en lontananza su llegada, se irá desvelando poco a poco en el obrar de Jesús, aunque sólo podrá adquirir su plena forma después de la resurrección y en la progresión del Evangelio hacia los paganos. Pero también en el momento de la entrada de Jesús en Jerusalén, la conexión con la profecía tardía, en la cual Jesús enmarca su acción, daba a su gesto una orientación en contraste radical con la interpretación de los zelotes.
Jesús no sólo encontró en Zacarías la imagen del rey de la paz que llega sobre un borrico, sino también la del pastor herido que, con su muerte, trae la salvación, y la imagen del traspasado hacia el que todos habrían vuelto la mirada. Otro gran punto de referencia en el cual Jesús enmarcaba su actuación era la visión del siervo de Dios que sufre y que sirviendo ofrece la vida por la multitud y trae así la salvación (cf. Is 52,13-53,12). Esta profecía tardía es la clave de interpretación con la que Jesús abre el Antiguo Testamento; a partir de ella, Él mismo se convierte más tarde, después de la Pascua, en la clave para leer de modo nuevo la Ley y los Profetas.
Vengamos ahora a las palabras de interpretación con las que Jesús mismo explica el gesto de la purificación del templo. Escuchemos ante todo a Marcos, con el que coinciden Mateo y Lucas, prescindiendo de pequeñas variantes. Después de la purificación, Jesús «enseñaba», nos dice Marcos. El evangelista ve resumido lo esencial de esta «enseñanza» en las palabras de Jesús: «¿•o está quizás escrito: mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (11,17). En esta síntesis de la «doctrina» de Jesús sobre el templo —como ya hemos visto— están como fundidas dos palabras proféticas.
Ante todo, la visión universalista del profeta Isaías (56,7), de un futuro en el que, en la casa de Dios, todos los pueblos adorarán al Señor como único Dios. En la estructura del templo, el patio de los gentiles donde se desarrolla la escena es el espacio abierto que invita a todo el mundo a rezar allí al único Dios. La acción de Jesús subraya esta apertura interior de la esperanza que estaba viva en la fe de Israel. Aunque Jesús limita conscientemente su intervención a Israel, está sin embargo movido siempre por la tendencia universalista de abrir a Israel, de manera que todos puedan reconocer en el Dios de este pueblo al único Dios común a todo el mundo. A la pregunta sobre lo que Jesús ha traído realmente a los hombres, respondíamos en la primera parte de esta obra que Él ha traído a Dios a los pueblos de la tierra (cf. pp. 69-70). Según su palabra, en la purificación del templo se trata precisamente de esta intención fundamental: quitar aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar por tanto el espacio para la adoración de todos.
En la misma dirección apunta un pequeño episodio que Juan incluye en el «Domingo de Ramos». A este propósito debemos tener presente que, según Juan, la purificación del templo tuvo lugar durante la primera Pascua de Jesús, al principio de su actividad pública. Los Sinópticos, en cambio —como ya hemos visto—, sólo relatan una única Pascua de Jesús y, así, la purificación del templo se sitúa necesariamente en los últimos días de toda su actividad. Mientras que hasta hace algún tiempo la exégesis partía predominantemente de la tesis de que la datación de san Juan era «teológica», y no exacta en el sentido biográfico-cronológico, hoy se ven cada vez más claramente las razones que abogan por una datación exacta, también desde el punto de vista cronológico, del cuarto evangelista que, no obstante toda la impregnación teológica del contenido, se revela también aquí, como en otros casos, informado con mucha precisión sobre tiempos, lugares y desarrollo de los hechos. Pero no debemos entrar aquí en esta discusión, a fin de cuentas secundaria. Detengámonos sencillamente a examinar ese pequeño episodio que, para Juan, no está relacionado temporalmente con la purificación del templo, pero que aclara ulteriormente su sentido intrínseco.
El evangelista dice que había también entre los peregrinos algunos griegos «que habían subido para adorar en la fiesta» Un 12,20). Estos griegos se acercan a «Felipe, el de Betsaida de Galilea», y le ruegan: «Señor, queremos ver a Jesús» (12,21). En el discípulo con nombre griego procedente de la Galilea medio pagana ven obviamente a un intermediario que puede facilitarles el acceso a Jesús.
Esta palabra de los griegos —«Señor, queremos ver a Jesús»— nos recuerda en cierto modo la visión que san Pablo tuvo de aquel Macedonio que le dijo: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (Hch 16,9). El Evangelio prosigue comentando que Felipe habló con Andrés y ambos expusieron la petición a Jesús. Como sucede a menudo en el Evangelio de Juan, Jesús responde de una manera misteriosa y, en aquel momento, enigmática: «Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (12,23s). A la solicitud de un grupo de peregrinos griegos de obtener un encuentro, Jesús contesta con una profecía de la Pasión, en la cual interpreta su muerte inminente como «glorificación», una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad obtenida. ¿ Qué significa esto?
Lo que cuenta no es un encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo «verán»: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su «gloria»: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y en su filosofía. La universalidad de la que habla la profecía de Isaías (cf. 56,7) se manifiesta a la luz de la cruz: a partir de la cruz, el único Dios se hace reconocible para los pueblos; en el Hijo conocerán al Padre y, de este modo, al único Dios que se ha revelado en la zarza ardiente.
Pero volvamos a la purificación del templo, donde la promesa universalista de Isaías se entrelaza también con aquella otra palabra de Jeremías: «Habéis hecho de mi casa una cueva de bandidos» (cf. 7,11). En el contexto de la explicación del discurso escatológico de Jesús retornaremos aún brevemente a la lucha del profeta Jeremías a propósito y en favor del templo. Anticipamos aquí lo esencial: Jeremías se bate apasionadamente por la unidad entre culto y vida en la justicia delante de Dios; lucha contra una politización de la fe, según la cual Dios debería defender en cualquier caso su templo para no perder el culto. Sin embargo, un templo que se ha convertido en una «cueva de bandidos» no tiene la protección de Dios.
En la convivencia entre culto y negocios que Jesús combate, Él ve obviamente que se produce de nuevo la situación de los tiempos de Jeremías. En este sentido, tanto su palabra como su gesto son una advertencia en la que, sobre la base de Jeremías, se podía percibir también la alusión a la destrucción de este templo. Pero, como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos indican con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo.
Esta explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que de una manera deformada se encuentra también en labios de los falsos testigos durante el proceso de Jesús, según el relato de Mateo y Marcos. No cabe duda de que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe situar en el contexto de la purificación del templo.
En Marcos, el falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres» (14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús, pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo abandonan a la destrucción quienes lo convierten en una cueva de ladrones, como había ocurrido en los tiempos de Jeremías.
En Juan, la verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad judía de una señal que probara su legitimación para un acto como la purificación del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al mundo.
Pero la palabra va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo comprendieron esa palabra en toda su profundidad al recordarla después de la resurrección, rememorándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los discípulos, como Iglesia.
El rechazo a Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad» (In 4,23).
¿Qué hay entonces acerca del «zé/os» de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en el contexto de la purificación del templo— nos ha dejado una palabra preciosa que representa una respuesta precisa y profunda a la cuestión. Nos dice que, con ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (2,17). Es una palabra tomada del gran Salmo 69, aplicable a la Pasión. A causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello... Por ti he aguantado afrentas... me devora el celo de tu templo...» (Sal 69,2.8.10).
Los discípulos han reconocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Éste es el vuelco fundamental que Jesús ha dado al tema del celo.

Ha transformado el «celo» de servir a Dios mediante la violencia en el celo de la cruz. De este modo ha establecido definitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo; en eso reside la respuesta auténtica a la cuestión sobre el «zelotismo» de Jesús.
Esta interpretación encuentra confirmación nuevamente en dos pequeños episodios con los que Mateo concluye el relato de la purificación del templo.
«En el templo se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó» (21,14). Al comercio de animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone su bondad sanadora. Ésta es la verdadera purificación del templo. Jesús no viene como destructor; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes son relegados al margen de la propia vida y de la sociedad a causa de su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza del amor.
En total armonía con todo esto, además, aparece el comportamiento de los niños, que repiten la aclamación del Hosanna que los adultos le niegan (cf. Mt 21,15). De estos «pequeños» recibirá siempre la alabanza (cf. Sal 8,3), de los que son capaces de ver con un corazón puro y simple, y que están abiertos a su bondad.
Así, en estos pequeños episodios se apunta ya al nuevo templo que Él ha venido a edificar.

domingo, 1 de junio de 2014

LA LITURGIA

 
28.1) Naturaleza de la liturgia: actualización de la obra de la salvación y el culto de la Iglesia unida a Cristo Sacerdote.
28.2) La liturgia, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia.
28.3) Dimensión simbólica de la liturgia.
28.4) La vida cristiana como culto a Dios.
 
28.1 Naturaleza de la liturgia: actualización de la obra de la salvación y el culto de ia Iglesia unida a Cristo Sacerdote.
1.- Introducción. El concepto de la liturgia es esencialmente teológica, pero abarca también la dimensión expresiva y simbólica- es decir antropológica- de la celebración.
En consecuencia, se centra tanto en el acontecimiento salvífico ( liturgia como misterio ) como en la dimensión formal de la ritualidad cristiana (liturgia como acción ), sin olvidar su finalidad en favor de los hombres (liturgia como vida ).
La ciencia litúrgica se mueve hoy entre dos orientaciones de fondo, la predominantemente teológica, que parte de los presupuestos dados por la revelación divina y puestos de manifiesto por la tradición eclesial, es decir, la liturgia como acción de Cristo y de la Iglesia que continúa la obra de la salvación por medio de gestos, palabras y símbolos, y de la predominantemente antropológica que quiere arrancar de la ritualidad tal como es estudiada por las ciencias del hombre, y en la cual se realiza el acontecimiento salvífico.
Trataremos armónicamente todos los aspectos, siguiendo las directrices del CV II, que recomendó la enseñanza de la liturgia bajo los aspectos teológico e histórico, espiritual, pastoral y jurídico e invitó a los profesores de las restantes disciplinas teológicas a tener en cuenta la conexión de cada una con la liturgia (cf. SC16;OT16).
2.- ETIMOLOGIA.
Uso en el mundo griego, el término liturgia procede del griego clásico, leitourgía (Leit-leós-laós:pueblo, popular; y érgon: obra). se usaba para indicar el origen o el destino popular de una acción o de una iniciativa, con el tiempo pasa a convertirse en un servicio oneroso en fevor de la sociedad. la liturgia vino a designar un servicio público, en el ámbito religioso, así se refería al culto oficial de los dioses.
 
Uso en la Biblia, el verbo leitourgéo y el sustantivo leitourgía, en la versión de los LXX, designa prácticamente siempre el servicio cultual del Dios verdadero realizado en el Santuario por los descendientes de Aarón y de Leví. En el griego bíblico del NT, leitourgía no aparece como sinónimo de culto cristiano, sino con varios sentidos; en sentido civil, de servicio público oneroso, como en el griego clásico ( cf Rom.13,6), en sentido técnico del culto sacerdotal y levítico del AT, la carta a los Hebreos aplica a Cristo, y sólo a El, esta terminología para acentuar el valor del sacerdocio de la Nueva Alianza. En el sentido de culto espiritual: S. Pablo usa la palabra leitourgía para referirse tanto al ministerio de la evangelización como al obsequio de la fe de los que han creído por su predicación (cf. Rom 15,16; Flp 2,17), en sentido de culto comunitario cristiano: "Mientras estaban celebrando el culto del Señor (leitourgoúnton) y ayunando dijo el Espíritu Santo..."(cf. Hech 13,2). Es el único texto del NT en que la palabra liturgia puede tomarse en sentido ritual o celebrativo. Esta reserva del uso de la palabra liturgia en el NT obedece a su vinculación al sacerdocio levítico, el cual perdió su razón de ser en la Nueva Alianza.
Los primeros escritores cristianos, de origen judeocristiano, usan la palabra en el sentido del AT, pero aplicada ya al culto de la Nueva Alianza (cf. Didaché 15,1).
En las Iglesias orientales de lengua griega liturgia designa la celebración eucarística. En la Iglesia latina, en lugar de liturgia se usaron expresiones como munus,officium, ministerium, opus, etc. No obstante S. Agustín, la empleó para referirse al ministerio cultual.
A partir del s. XVI, liturgia aparece en algunos títulos de libros dedicados a la historia y a la explicación de los ritos de la Iglesia. Junto a este significado, el término liturgia se hizo sinónimo de ritual y de ceremonia. En el lenguaje eclesiástico la palabra liturgia empezó a aparecer a mediados del S.XIX, cuando el Movimiento Litúrgico la hizo de uso corriente.
2.- Definición del liturgia.
Antes del Vaticano II. Los primeros intentos, desde los comienzos del Mvto litúgico, eran de tres clases: estéticas la liturgia es la "forma exterior y sensible del culto"; jurídicas liturgia como "el culto de la Iglesia en cuanto regulado por su autoridad"; teológicas, la liturgia como el "culto de la Iglesia", pero limitaban el carácter eclesial del culto a la acción de los ministros ordenados.
Definición de la encíclica Mediator Dei de Pío XII de 1947. El fundamento de la liturgia es el Sacerdocio de Cristo (MD4), de manera que la Iglesia, fiel al mandato recibido de su fundador, continúa en la tierra su oficio sacerdotal (MD5). Define la liturgia " es el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su fundador, y, por medio de ƒL, al eterno Pedre: es decir, el completo culto del Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, de la cabeza y sus miembros" (MD29; Cf,32). La encíclica situó a Cristo en el centro de la adoración y del culto de la Iglesia. Expresamente se afirma la presencia de Cristo en toda la acción litúrgica (MD26-28). Sin embargo no se llegó a abordar la relación entre la presencia y la Historia de la Salvación, ni entre los misterios del Señor y su celebración ritual.
La Sacrosanctum Concilium, del CVII, habla de la liturgia como un elemento esencial de le vida de le Iglesia, que determina la situación presente del pueblo de Dios" Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del Sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan, y cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre y así el Cuerpo Místico de Cristo, es decir, la Cabeza y su miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo Sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia" SC7.
Esta noción teológica de la liturgia, sin olvidar los aspectos antropológicos, aparece en íntima dependencia del misterio del Verbo encarnado y de la Iglesia. La Encarnación, en cuanto presencia eficaz de lo divino en la Historia, se prolonga "en los gestos y palabras" (cf DV2;13) de la liturgia, que reciben su significado de la Sagrada Escritura (SC24) y son prolongación en la tierra de la humanidad del Hijo de Dios (Cat 1070,1103).
El concilio ha querido destacar, por una parte, la dimensión litúrgica de la redención efectuada por Cristo en su muerte y resurrección, y por otra la modalidad sacramental o simbólico-litúrgica en la que se ha de llevar acabo la "obra de la salvación". Así la liturgia es la actualización de la obra de la salvación y el culto de la Iglesia unida a Cristo Sacerdote.
Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios hizo en el pueblo de la Antigua Alianza, principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión. Por este misrerio, 'con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida', pues del costado de Cristo dormido en la Cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia SC5. Por eso, en la lliturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación, Cat 1067. La
liturgia "ejerce la obra de nuestra redención" SC2.
La liturgia es memorial del misterio de la salvación, es una conmemoración real, une presencia real de lo que he sucedido históricamente y ahora se nos comunica de una manera eficaz. El memorial es una acción sagrada, un rito, e incluso un día festivo para que Dios "se acuerde" de su pueblo y de sus obras salvíficas, en los que el pueblo se vuelve hacia su Dios recordando estas obras. La liturgia cristiana tiene en el memorial el gran signo de la presencia del Señor y de la actualización de los misterios de Cristo.
28.2 La liturgia, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia.
La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el Sacrificio y coman de la Cena del Señor.
Por su parte, la liturgia misma impulsa a los fieles a que, saciados "con los sacramentos pascuales",sean "concordes en la piedad"; ruega a Dios que "conserven en su vida lo que recibieron en la fe", y la renovación de la alianza del señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los files a la apremiante caridad de Cristo. Por tanto, de la liturgia, sobre todo, de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin. SC10.
28.3 Dimensión simbólica de la Liturgia.
En la liturgia, mediante signos, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre (SC7).
La celebración litúrgica aparece como un conjunto de signos, que tienen importantes connotaciones teológicas, pero se basa en la dimensión expresiva y festiva del hombre. Un fenómeno tan rico y complejo como la celebración interesa por igual a la antropología y a la teología.
Con todo, el fin primario de la celebración, no es el de ser un medio pedagógico destinado a hacer más eficaz una enseñanza o un mensaje. En efecto, la celebración litúrgica es la actualización, en palabras y gestos, de la salvación que Dios realiza en su Hijo Jesucristo por el poder del Espíritu Santo. En la celebración se evocan, para que se hagan presentes, los acontecimientos de la salvación, especialmente el nacimiento de Cristo, su muerte y resurrección, su ascensión, el envío del Espíritu sobre los apóstoles en Pentecostés. Todo esto a fin de que el pueblo cristiano que celebra pueda participar activamente y recibir sus frutos. El verbo celebrar, traduce la expresión bíblica hacer memoria.
Nos centraremos, en el aspecto ritual de la celebración, en este sentido, la celebración es la liturgia en acción, o sea, el momento en que la función santificadora y cultual de la Iglesia se hace acto en un lugar y en un tiempo concretos. Desde este punto de vista la celebración comprende cuatro componentes: el acontecimiento que motiva la celebración, la comunidad que se hace asamblea celebrante, la acción ritual y el clima festivo, que llena todo.
Por tanto, la celebración puede definirse como el momento expresivo, simbólico, ritual y sacramental en el que la liturgia es acto que evoca y hace presente, mediante palabras y gestos, la salvación realizada por Dios en Jesucristo con el poder del Espíritu Santo. La celebración en sentido estricto es una acción que corresponde ante todo a la dimensión ritual, expresiva y festiva de la Iglesia. Los signos litúrgicos están ante todo al servicio de la presencia y de la realización de una salvación que está destinada a los hombres en sus circunstancias históricas y existenciales.
Conviene aclarar el significado de signo y símbolo. El signo, tiene un sentido más amplio o genérico que símbolo. Signo es "una cosa que, además de la forma propia que imprime en los sentidos, lleva al conocimiento de otra distinta en sí". Hoy se habla generalmente de símbolo cuando se tiene delante un significante que remite no a un significante preciso, como en el caso del signo, sino a otro significante que en cierto modo se hace presente, aunque no de modo total y claro. Por eso el símbolo tiene una función representativa, al hacer presente de alguna manera su significado y al participar del mismo. El simbolismo es un proceso que hace pasar de las cosas visibles a las invisibles, y es a la vez el resultado de este proceso.
"Una celebración sacramental está tejida de signos y de símbolos, según la pedagogía divina de la salvación, su significación tiene su raíz en la obra de la creación y en la cultura humana, se perfila en los acontecimientos de la Antigua Alianza y se revela en plenitud en la persona y la obra de Cristo" Cat. 1145. Por otra parte, los signos y símbolos de la liturgia son signos de la fe (Cf. SC59), en cuanto expresan la fe de la Iglesia que actúa como sacramento universal de la salvación, y en cuanto suponen y exigen la presencia de la fe en quienes la celebran. La fe es suscitada por la palabra de Dios y se apoya en ella (Cf. SC9), pero los mismos signos litúrgicos alimentan y nutren la fe de los participantes (Cf. SC24:33).
Dimensiones del signo litúrgico: Por lo tanto, todo signo litúrgico es signo rememorativo de los hechos y de las palabras de Cristo, pero también de los hechos y palabras que, en la Antigua Alianza, anunciaron y prepararon la plenitud de la salvación. El signo es también demostrativo de las realidades invisibles presentes, la gracia santificante y el culto a Dios. El signo tiene una dimensión profética en cuanto prefigurativo de la gloria que un día ha de manifestarse y del culto que tiene lugar en la Jerusalen de los cielos (SC8). Por último, en el signo litúrgico se advierte también una dimensión moral, el sentido de que la presencia de la gracia santificante dispone al hombre para traducir en su vida lo que celebra como presente y espera alcanzar un día como futuro.
28.4 La vida cristiana como culto a Dios.
" En Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino" (SC5). La palabra culto (del latín, cultus, colere: honrar, venerar), es la expresión concreta de la virtud de la religión, en cuanto manifestación de la relación fundamental que une al hombre con Dios. El culto comprende actos internos y externos en los cuales se realiza la citada relación. Esta relación nace del conocimiento de la condición creatural del hombre respecto de Dios, lo sitúa en una posición distinta de él y lo impulsa a reconocer su dependencia mediante actos de adoración, de ofrecimiento o de súplica, de ayuda, susceptibles de ser analizados por las ciencias de la religión.
Entre los elementos fundamentales del culto se encuentran, la actitud de sumisión (subiectio), la adoración (latría), la tendencia hacia Dios (devotio), la dedicación o entrega a él (pietas) en el servicio religioso (officium) y las reacciones emocionales ante "lo tremendo" y "fascinante" de lo sagrado.
El famoso axioma lex orandi, lex credendi (la norma de la oración, es la norma de la fe), tiene un sentido amplio en orden a mostrar la adecuación entre las verdades de la fe y su celebración en la liturgia. En efecto la liturgia refleja siempre una doctrina de la fe y una cierta enseñanza, aunque su finalidad no es la de instruir, sino de vivirla, así la liturgia expresa la fe. La vida espiritual, llamada también vida interior, es la vida "en el Espíritu" es decir la vida de los cristianos realizada como una permanente asimilación al Hijo, bajo la acción del Espíritu Santo. La liturgia está en el origen, en el desarrollo y en la consumación de esa vida.
Ahora bien, " la liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia" (SC9), tampoco abarca toda la vida espiritual. El cristiano, llamado orar en común, debe no obstante, orar al Padre (SC12). Así hay relaciones entre la oración personal y al participación litúrgica, y la situación de los llamados ejercicios piadosos del pueblo cristiano. Conviene que los ejercicios piadosos se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, para que estén de acuerdo con la sagrada liturgia, deriven en cierto modo de ello y conduzcan al pueblo a ella (SC 13).
En la Iglesia han existido siempre la liturgia y los actos de piedad como dos formas legítimas de culto cuya diversidad específica suele explicarse en base de la naturaleza de cada una de ellas: la liturgia es el culto que pertenece al entero cuerpo de la Iglesia, y los ejercicios piadosos, son formas de piedad privada, pero ambas formas de piedad están relacionadas entre sí, aunque se distinguen realmente y en la práctica no debe confundirse (SC 12-13).

LOS SACRAMENTOS

LOS SACRAMENTOS

 
27.1) La sacramentalidad en la economía de la salvación.

27.2) Concepto y número de los sacramentos.

27.3) Elementos que integran el signo sacramental.

27.4) Cristo, autor de los sacramentos.

27.5) La potestad e intención del ministro.

27.6) La capacidad e intención del sujeto.

27.7) Efectos de los sacramentos. 

27.1 La sacramentalidad en la economía de la salvación.


La economía de la salvación es sacramental. La revelación que empieza con la creación ya es sacramental- por signos - porque la creación nos lleva a conocer la sabiduría, providencia divina, etc.

Pero Dios no se conforma y se manifiesta al hombre a través de hechos y palabras.

En Cristo, la sacramentalidad llega a su culmen. Cristo sacramento primordial, sacramento del Padre, ‘quien me ve...’, Cristo no sólo da a conocer al Padre sino que nos pone en contacto con El.

‘La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo y instrumento de la unión íntima con Dios’ LG 1. La Iglesia hace presente a Cristo comunicando la vida divina por medio de los sacramentos, los sacramentos son actos de Cristo, no mero símbolo, algo vital a través de lo que Dios actúa. Son huellas de la Encarnación del Verbo.

27.2 Concepto y número de los sacramentos.


‘ El sacramento de la Nueva Ley es una cosa sensible que por institución divina, tiene la virtud de significar y obrar la santidad y la justicia’ (Cat. Rom., II,1,II).

S. Pío X lo define en el Catecismo Mayor como ‘un signo sensible y eficaz de la gracia, instituido por Jesucristo para santificar nuestras almas’ (n. 519).

‘ Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas’ Cat. 1131.

En definitiva, son medios por lo que Dios nos concede la gracia. No porque en sí mismas esas cosas sensibles tengan una cualidad especial, sino que la poseen en virtud de una voluntad expresa de Dios.

Hay en la Iglesia siete sacramentos:

1.- Bautismo.

2.- Confirmación o Crismación.

3.- Eucaristía.

4.- Penitencia.

5.- Unción de los enfermos.

6.- Orden sacerdotal.

7.- Matrimonio. Cat. 1113.

27.3 Elementos que integran el signo sacramental.


Signo compuesto de dos elementos:

- res = materia.

- verbum= forma.

Res, es la parte del signo sacramental más indeterminada en cuanto al simbolismo.

Verbum, es la parte del signo más determinada, que concreta el sentido de la res.

La materia puede ser: remota: La cosa sensible con la que se realiza el sacramento. Próxima: La acción que resulta de aplicar la cosa sensible. ej, ablución, unción, imposición de manos, etc.

Esta composición tiene inspiración bíblica, Ef 5, 26 ‘para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra". Cristo toma pan y vino y a continuación dice unas palabras.

Tradición: S. Cirilo ( Cateq. Mistag. 3) " El pan después de la invocación no es pan común".

Magisterio: Con. Florencia y Trento, res y verbum son esenciales del sacramento.

Hay una unión estrecha entre los dos elementos. Por tanto el signo sacramental es inmutable. Quien realiza un cambio sustancial de la materia o de la forma, hace inválido el sacramento; y si lo realiza conscientemente, peca gravemente. Quien realiza un cambio accidental, no hace inválido el sacramento; pero pecará grave o levemente, si lo realiza conscientemente y sin causa suficiente.  

27.4 Cristo, autor de los sacramentos.


Dios es el autor principal de los sacramentos, los sacramentos confieren la gracia por ser participación de la naturaleza divina. La Iglesia ha considerado siempre que ha recibido los sacramentos de Cristo. El concilio de Trento (Dz 844) definió como de fe divina y católica la institución de todos los sacramentos por Cristo.

Al estudiar cada uno en particular, se verán los textos en que se apoya esta afirmación. Jesucristo no sólo instituyó todos los sacramentos de la Nueva Ley de manera inmediata, sino que también determinó su materia y su forma, aunque de distinto modo: unos sacramentos los instituyó con su uso (Bautismo, Eucaristía), otros, prometiendo sus efectos (Confirmación), otros, confiriendo una potestad (Orden, Penitencia).

La Iglesia no tiene ninguna potestad sobre lo que pertenece a la sustancia del sacramento, que es -en cada caso- lo que Cristo mismo ha fijado.

27.5 Potestad e intención del minstro.


Con. Florencia: para que exista un sacramento debe haber: res, verbum, ministrum.

Cristo ha querido servirse de ministros secundarios, siendo Él el ministro principal , para realizar la santificación de las almas.

El ministro puede ser consagrado o no consagrado, según el sacramento de que se trate. Ordinario o extraordinario, según le corresponda por oficio o por necesidad y especial delegación respectivamente.

Para la válida administración del sacramento, se requiere en el ministro: Potestad debida: no todos pueden administrar todos los sacramentos. Debida intención: de hacer lo que hace la Iglesia ( al menos virtual ). Recta aplicación: de la forma a la materia.

Para la lícita administración del sacramento se requiere en el ministro: fe, estado de gracia, debida jurisdicción o licencia oportuna, inmunidad de censuras y de irregularidad.

Para la válida realización del sacramento, se requiere en el ministro tenga intención al menos, de hacer lo que quiere la Iglesia. Esto se recoge en Trento (Dz 854). Esa intención debe ser al menos virtual; debe recaer sobre una materia y sujetos determinados y no basta con que sea externa, debe ser también interna.

27.6 Capacidad e intención del sujeto.


Para la recepción válida de los sacramentos, se requiere la capacidad del sujeto, esto es, solus homo viator, es sujeto capaz de los sacramentos.

Pero no todo hombre vivo puede recibir todos los sacramentos. Se requiere el Bautismo para recibir los demás sacramentos; cada sacramento tiene sus particularidades para recibirlo válidamente; para la recepción válida de los sacramentos no se requieren, en general, ni la fe -excepto en la penitencia- ni la probidad del sujeto (estado de gracia).

En los adultos que tienen uso de razón, para la validez de todos los sacramentos (exceptuada la Eucaristía), se requieren la intención, que es diversa para los diversos sacramentos: habitual (tenida alguna vez y no retractada), salvo en el matrimonio, orden y penitencia , que requieren una intención al menos virtual.

Para la lícita recepción de los sacramentos, se requiere, aunque ya se verá en cada uno en particular: el adulto con uso de razón, al recibir un sacramento de muertos: la intención requerida y la atrición sobrenatural de los pecados cometidos. el adulto con uso de razón, al recibir un sacramento de vivos: estar en gracia. El adulto con uso de razón debe recibir cualquier sacramento con reverencia y devoción actual.

27.7 Efectos de los sacramentos.

Los sacramentos producen, la gracia (todos ellos) y el carácter sacramental ( el bautismo, la confirmación y el orden).

Los sacramentos confieren la gracia "ex opere operato", es decir, por la virtud del mismo sacramento recibida de Dios (Trento, Dz 851).
Como no producen la gracia por propia virtud, sino en virtud de la voluntad de Dios, se dice que los sacramentos son causa instrumentales de la gracia que confieren, siendo Dios la causa eficiente principal. Esa virtud instrumental proviene de la Pasión del Señor. La virtud instrumental de la Pasión del Señor alcanza a cada uno de los hombres, de todos los lugares y tiempos, mediante los sacramentos.