Quiero mantenerme firme, con una fidelidad que dé seguridad a otros
Lo nuevo parece siempre sinónimo de mejor. Aunque no siempre lo nuevo es mejor que lo viejo, que lo antiguo. Pero me hacen pensar que sí. Me sugieren que compre un coche nuevo, una casa nueva, un ordenador nuevo. Todo nuevo. Para ser más feliz.
Y yo intento quedarme con lo nuevo rechazando lo antiguo. Es una paradoja. Rechazo lo antiguo. Abrazo lo nuevo. Me niego a lo de siempre. Elijo la novedad. Los últimos avances. Los últimos logros.
Se me mete en el alma el deseo de cambiar por cambiar. Y es verdad que hay algo que sí puedo cambiar: la mirada sobre mi vida. Sir Thomas Browne decía: “Soy el hombre más feliz que existe. Puedo cambiar la pobreza en riqueza, la adversidad en prosperidad. La fortuna no puede herirme”.
¿Cómo cambiar lo que me incomoda en algo agradable? Sólo la mirada me hace capaz de cambiar mi vida. Puedo negarme a aceptar lo que tengo. Puedo rechazar una y otra vez mi suerte. Pero lo que me hace feliz, lo que de verdad me alegra, es cambiar la mirada sobre lo que estoy viviendo. Sea malo o bueno.
El otro día una persona me decía: “Estoy cansada de que me miren con misericordia, con compasión. Quiero que me acepten como soy. Que me quieran como soy”. Es verdad. No me gusta que me tengan compasión.
Quiero que me acepten en mi verdad. Que me quieran con mis heridas y mis límites. Y no que me acepten a pesar de ser como soy. Que me quieran incluso en mi debilidad. No a pesar de. No con una mirada compasiva.
Pero para mirar así a los demás hace falta un milagro. Un cambio radical en el alma, en la mirada. Cambiar la pobreza en riqueza. La adversidad en prosperidad. Me parece un milagro. Un cambio radical del corazón que aprende a mirar con profundidad la vida.
Tal vez sea eso dejar el hombre viejo de lado. Como una piel seca en la que ya no entro. Como un corazón raquítico en el que ya no quepo. Sí. Hacer de nuevo mi vida después de tantos años.
Me siento como Nicodemo que dudaba ante Jesús y no sabía cómo podía él volver a ser un niño para poder nacer de nuevo. Pero ese es el misterio. No acostumbrarme, no atarme. No construir graneros más grandes para retener mi vida, para contener mis ansias, mis bienes, mis conquistas.
No. Jesús me pide un corazón nuevo. Quiere que llegue a ser un hombre nuevo. ¿Acaso no he envejecido en mi mirada sobre la vida? Necesito rejuvenecerme. Que los años no me hagan más viejo, sino más sabio.
No quiero jubilarme antes de tiempo. Necesito hacerme niño, volver a nacer a la vida. Algunas partes de mi alma se han vuelto rígidas, se han necrosado. Cuando repito una y otra vez los mismos moldes de siempre. Y me aburgueso torpemente.
Hay cosas en mi vida que están viejas, muertas, gastadas, obsoletas. Y quiero cambiarlas. Le pido a Dios la gracia del cambio, de la renovación. Un cambio hondo y verdadero. No un cambio en la superficie. No basta un cambio de ropa. Hay que ir a lo más hondo del corazón.
Y ver dónde Dios tiene que entrar para hacerlo todo nuevo. Para rejuvenecer el alma que se ha secado con el paso de los años. Un corazón viejo teme los desafíos, no quiere cambios de planes, de horarios. Odia los imprevistos. Huye de las inseguridades. Quiero un corazón nuevo, joven, generoso.
Pero no siempre la vida consiste en cambiar por cambiar. Decía el papa Francisco en la exhortación Amoris laetitia: “Para una persona fiel, lo importante no es cambiar, sino realizar en la vida el ideal de la unidad en virtud del cual decidió casarse con una persona. Pero hoy se glorifica el cambio, término que adquirió últimamente condición de ‘talismán’: parece albergar tal riqueza que nadie osa ponerlo en tela de juicio”.
Es cierto. Hoy glorificamos el cambio. Siempre nos parecen buenos los cambios. Y muchas personas quieren cambiar. Llevan ya demasiado tiempo con la misma pareja, en el mismo trabajo, en la misma casa, en el mismo país, las mismas amistades, los mismos planes de siempre. Se han aburrido.
Puedo yo caer en ese deseo de cambiar por cambiar. Y la fidelidad me parece algo aburrido. No siempre los cambios me hacen bien.
Hay cosas que quiero que duren siempre, que no se acaben. Las cosas importantes de mi vida, las esenciales. Esas que me constituyen y me alegran el alma. Esas que tienen que ver con la mirada de Dios sobre mi vida, de las personas que forman parte de mi camino.
Escribía Pablo Neruda: “No quiero dormir sin tus ojos, no quiero ser sin que me mires: yo cambio la primavera porque tú me sigas mirando”. Hay cosas que necesitamos que permanezcan para siempre.
El amor eterno, la certeza de una vida verdadera. La mirada profunda, unas palabras de esperanza. No quiero que mueran nunca. No quiero que cambie todo. No quiero vivir amores tan inestables que no pueda confiar en ellos. Necesito rocas que me hablen de una estabilidad en mi vida.
Pero hoy el mundo es fluido. Todo fluye, todo pasa. Todo se muda, todo cambia. Y yo quiero algo de estabilidad, de solidez. Algo a lo que agarrarme en medio de las olas de un mar cambiante. Las circunstancias pueden cambiar. Pero yo quiero ser fiel en medio de los cambios. Una roca.
Decía el padre José Kentenich: “En circunstancias normales, el héroe es el santo de la vida diaria, el que en medio de la simple cotidianidad modela su vida a partir de un gran espíritu de amor; pero cuando esas circunstancias cambian, Jesús, o sencillamente el cristianismo, exigen heroísmo en nuestro testimonio y sacrificios”[1].
Una fidelidad probada. Hace falta ser heroico para ser roca. Una fidelidad de roca en medio de un mundo que fluye. Hace falta mucho amor de Dios en mi vida para ser roca. Esa quiere ser mi santidad hoy.
Todos buscamos un hogar en el que haya personas que no mudan. Principios que no cambian. Ideales que no palidecen. Un hogar en el que uno puede echar raíces y sentirse en casa.
El otro día leía una definición de la palabra “radical” que me gustó. Dice Manuel Vicent: “Radical viene de ‘raíz’, alude a la autenticidad, al árbol y remite a la identidad”. Quiero ser radical. Me gusta tener raíces hondas que den estabilidad a mi vida.
Quiero mantenerme firme, recio, con una fidelidad que dé seguridad a otros. Me cuestan esas personas que cambian continuamente de opinión, de gustos, de parecer. Hoy piensan de una forma, mañana lo contrario. Es difícil contar con ellas. Hoy te dan su sí incondicional. Mañana te lo quitan porque ha surgido algo nuevo, un nuevo camino.
Me cuesta creer de verdad en esas declaraciones solemnes de fidelidad eterna hechas en momentos de euforia. Como si todo estuviera claro y nunca fuera a cambiar. Esas oraciones juveniles que pierden su fuego con el paso de los años.
Con el tiempo cambian las circunstancias y parece como si el sí primero dejara de tener valor. Ya no se puede ser fiel a lo dicho en un momento de euforia. ¿Dónde quedaron las raíces hondas? Tal vez nunca hubo raíces profundas. Y las palabras tenían más fuerza que el corazón. Y se apagaron los fuegos con la primera brisa.
La raíz remite a mi identidad. Soy lo que soy en lo más hondo de mi ser. Allí donde los cambios apenas me tocan. Quiero tener raíces. Quiero que lo que diga tenga sostén en lo profundo de mi ser. En mi verdad más auténtica.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios