Quiero preparar el corazón para la vida que comienza entre mis manos rotas
Tiene el Adviento mucho de espera y anhelo. Mucho de paz y sosiego. Mucho de alegría y sueños. Mucho de nostalgia y deseo. Porque todavía no tengo lo que sueño, porque todavía no alcanzo lo que persigo. Así es mi vida, incompleta, en búsqueda. Como los caminos de María y José a Ein-karem o a Belén o a Egipto.
Trae el Adviento una corriente de aire fresco al alma para que no me estanque. Para que me ponga con prontitud en camino.
Es como un despertar a una vida nueva que se me regala para que no me duerma. Una vida que comienza hoy, ahora, en el momento presente en el que digo que sí, que estoy dispuesto a recorrer mil caminos.
Es un tiempo de espera y de esperanza. De expectativas concretas. De sueños inmensos. Cuando el mundo no es como yo quisiera y la vida es más pobre de lo que yo deseo.
Necesito esa paciencia que normalmente me falta. Quiero preparar el corazón para la vida que comienza entre mis manos rotas.
Quiero prepararlo en oración, con calma, sin pausa, de rodillas. Prepararlo para que no llegue Jesús sin que yo lo sepa, cuando menos lo espere y mi alma tal vez no esté bien dispuesta.
Me gusta el Adviento lleno de luces y noches oscuras. Del calor de un hogar. Del frío de esas calles vacías. Ese frío de la espera. En medio de esa calma infinita del Niño que nace.
Una persona rezaba: “Las estrellas calmas me muestran el amplio horizonte. Y yo sigo soñando. La oración me sostiene. Ese canto callado que brota de mi alma. Y sonrío muy quedo. Apenas lo comprendo. Sólo sé que las lágrimas lavan toda mi alma. Calman mi voz cansada. Levantan mi nostalgia. Me llenan de esperanza. No sé qué tiene mi alma, que anhela el infinito”.
Anhelo el infinito. Anhelo una vida plena. La oración me sostiene. Cada día. Cada hora. Me gusta el Adviento. Quiero renovarme por dentro. Volver a comenzar. Alzar de nuevo mi mirada al infinito. Para no quedarme en lo que ahora me inquieta, en lo finito que pesa y me turba.
Tiene algo el Adviento que rompe los límites marcados por mis manos. Cuando me pongo triste, o pierdo la esperanza. Quiero mirar más lejos, más hondo. Quiero creer en esa vida eterna que le da sentido a todo lo que vivo.
Se cierran las puertas de la misericordia al comenzar este Adviento. Aún recuerdo cómo se abrían el Adviento pasado. Un año de misericordia. Se abren las puertas de mi alma cargada de misericordia. Y brota ese río de gracias que he podido tocar con mis manos.
Se me ha pegado la misericordia al alma, a la mirada. Se me ha quedado en las manos, en la piel.
Son vivencias sagradas las que han jalonado este año. Momentos de un Dios que me ama como soy, en mi indigencia. Un Dios misericordia en medio de mi nada.
Ahora comienzo el Adviento con el deseo de seguir yo siendo una puerta abierta de misericordia para tantos que buscan posada, un poco de consuelo y algo de esperanza.
Para todos los que tienen en su alma un deseo de infinito que nada lo calma. Para todos los heridos por una herida de abandono. Para los que cargan muy dentro una soledad muy honda.
Quiero que cada momento de mi vida me deje en el alma profundas vivencias de Dios. Para no olvidarme de lo importante.
Decía el padre José Kentenich: “Lo que podemos constatar, es que puede ser que la cabeza sepa muchas cosas, pero el corazón no se encuentra enraizado, no está arraigado en lo Eterno. Por eso, es un hecho que la tendencia a tener vivencias religiosas aparezca como lo más necesario, como el contrapeso que Dios espera y requiere hoy de nosotros”[1].
Necesito arraigarme más en Dios, tocar a Dios, tenerlo sostenido en mi vasija rota, para poder darlo. Tener vivencias de niño abrazado al Dios de misericordia que me abraza y sostiene.
Es cierto que no quiero acumular vivencias, pero quiero que mi vida esté marcada de encuentros profundos con Dios. No tengo que buscar grandes vivencias para sobrevivir. No hace falta.
Pero sí tengo que cuidar en mi alma las experiencias que he tenido. Para no olvidarlas. Porque son momentos sagrados en los que Dios me abraza.
No quiero olvidar este año de la misericordia. No quiero olvidar el amor que Dios me ha dado. El amor que he tocado en otros brazos que han sido conmigo misericordiosos. No quiero olvidarme de tantas veces que mis propias manos han sido fuente de misericordia para otros.
Porque es algo sagrado. Es lo que queda en el alma cuando todo ha pasado. Es el agua pegada a mi piel al acabar de pasar el torrente. Es la gracia de Dios pegada a mis huesos después de haber amado y haber sido amado. Es esa presencia permanente de Dios la que me cambia por dentro.
[1] J. Kentenich, Hacia la cima