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lunes, 11 de julio de 2016

Cómo ser feliz

Tan sencillo como eso, tan difícil como eso


Le preguntaban a Jesús este domingo en el Evangelio cuál es el camino correcto para llegar al cielo: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.

Es la misma pregunta que, con pureza de intención, le hizo también el joven rico. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué tengo que cambiar para ser feliz siempre?

Escuchamos una respuesta a la pregunta acerca de la vida eterna: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”.

Todo se decide en el amor. El amor a Dios. El amor al prójimo. Estamos hechos para el amor. Y lo tengo claro, para ser felices en la tierra y luego en el cielo, sólo hay un camino, aprender a amar. Tan sencillo como eso. Tan difícil como eso.

¡Cuánto cuesta amar bien, amar de forma madura! Decía el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: “Hay personas que se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios deseos”. Y ya nos lo decía Jesús: “Hay más felicidad en dar que en recibir” (Hch 20,35).

El amor es la clave. Mi capacidad para amar a Dios y tocar su amor. Mi camino de felicidad comienza en mi corazón: “El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca”. Ahí se juega mi felicidad. Amar con todo el corazón. Amar con toda el alma. Amar siempre. A Dios, al prójimo.

Jesús lo dice hoy bien claro: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida”. Pero, “¿Y quién es mi prójimo?”. En la búsqueda obsesiva de recetas queremos tener claro cómo actuar. ¿Hasta dónde tengo que amar? Amar al prójimo. ¿Quién es mi prójimo? Uno quiere delimitar bien hasta dónde amar.

¿Cuál es la medida de mi amor, el límite? No quiero amar de forma excesiva. No estoy dispuesto a amar sin medida. Un amor localizado, determinado, sin extremos, es más llevadero. Un amor concreto que no me saque de mi comodidad.

La parábola del buen samaritano me descoloca siempre en mi medida. Me habla de un prójimo al que no conozco, al que no quiero por ser extranjero, al que no deseo porque está necesitado y me puede quitar mi tiempo, mi dinero, mi libertad, mi paz.

“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo”.

Esa parábola siempre me incomoda. Los tres vieron al hombre que estaba tirado al borde del camino. Yo mismo soy el sacerdote, el levita, el samaritano. Los tres vieron al hombre herido. Yo también lo veo. Pero en el sacerdote y el levita el corazón permaneció insensible.

Se alejaron porque sólo vieron con los ojos, no con el corazón. No estaban dispuestos a un amor sin medida. Ese hombre no era su prójimo. Estaba fuera de los límites. Miraron sólo con el juicio y su soberbia, no con la sencillez de un hombre que mira a otro hombre que necesita ayuda. Sin cargos.

Seguramente los dos tenían que hacer cosas importantes, tenían altos cargos. Iban a realizar misiones buenas y sagradas. Su presencia era necesaria. Lucas no dice si sintieron algo al mirar al herido. Tan solo aclara que dieron un rodeo.

Para poder pasar de largo y llegar a mi destino, a veces tengo que dar un rodeo. Así no me afecta lo que ocurre cerca de mí, así no me siento culpable. Si me alejo no miro esos ojos que me suplican y no dejo que la compasión me cambie los planes. ¡Me parezco tanto al levita y al sacerdote!

Siento que muchas veces lo mejor es amurallarme, alejarme. Porque si no lo hago me complico la vida. Ellos siguieron su camino importante y lleno de responsabilidades. No podían detenerse, perder su tiempo, dejar de hacer lo que les correspondía.

Si no hubieran tenido nada que hacer, quizás se hubieran detenido a ayudar. Pero no era posible, los esperaban, eran necesarios.

¡Qué difícil es cambiar el plan cuando nos creemos importantes! ¡Cuánto me cuesta detenerme ante un imprevisto! ¡Cuántas veces Dios está escondido en el imprevisto y yo no lo encuentro, no me detengo, paso de largo y no veo su huella!

El levita y el sacerdote no vieron a Dios ese día en un hombre herido. Hablaban de Dios, pero no entregaron el amor de Dios. ¡Cuántas veces yo hablo de Jesús pero luego no soy Jesús en mi amor, en mi entrega!

La vida del sacerdote y del levita no cambió con el encuentro con ese hombre herido. No hubo encuentro y el corazón permaneció igual. Ni siquiera lo recordarían. No les rompió esquemas ni les hizo plantearse nada nuevo. No renunciaron a nada, no cedieron, no se abrieron a la sorpresa.

A veces yo soy así y voy así por mi camino. Veo necesidades, pero doy un rodeo. Prefiero que las necesidades de los otros no interfieran en mi vida. Y todo lo justifico desde mí. Pienso que no puedo, que si pudiera lo haría, pero es que me esperan. Busco excusas.

Y en el fondo, estoy diciendo que yo soy más importante que este hombre. Me creo que los que me esperan son más importantes y se van a sentir quizás defraudados. No voy a cumplir las expectativas. No se conmueve mi corazón al ver al que me necesita.

¿Qué hubiera pasado si el sacerdote hubiera visto a otro sacerdote herido? ¿O el levita a otro levita? No lo sé. Tal vez sí hubiera sido su prójimo.

Recuerdo una vez en el camino de Santiago. No nos querían dar alojamiento en una parroquia. Hasta que el párroco supo que éramos sacerdotes. Al ver que éramos colegas, así fue como nos llamó, nos dejó entrar. Al ser sacerdotes como él nos convertimos en prójimos. Antes no.

Tal vez en la parábola se hubieran acercado si lo hubieran reconocido. No lo sé. A veces el poder, el cargo que detentamos, el dinero que ganamos, endurecen el corazón. Nos hacen lejanos del que sufre. Ya no somos próximos. Ya no hay prójimos cerca.

Tal vez el samaritano había sentido en su vida el desprecio y la marginación. Y esa experiencia le hizo especialmente sensible a cualquier herido, a cualquier persona vulnerable. Él se sabía también herido, y su corazón estaba más abierto.

Le pido a Dios que nunca me crea importante, que nunca me aleje de mi prójimo, sea quien sea. Que nunca deje de sentirme sencillamente, hombre, peregrino, como todos. Y que mis heridas me hagan más humano, más comprensivo, más cercano.

Yo quisiera hacer lo mismo que hace el samaritano. Quiero aprender a amar a Jesús, vivir con Él, ser como Él. Aunque deje mi alma en los caminos y me tropiece mil veces porque no doy rodeos:

“Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: – Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta”.

Quiero detenerme como me dice hoy Jesús: “Anda, haz tú lo mismo”. Al verlo, tuvo compasión, y se acercó. Creo que esa es la clave. Y es lo que yo imploro siempre. Tener un corazón de carne que me haga conmoverme. Pero muchas veces no sé hacerlo.

Este hombre se acercó porque sintió lástima. No podía seguir de largo. Seguramente el encuentro con este herido fue un cambio en su vida. Amar lo cambia todo. Y recordaría siempre a este herido que le tocó el corazón por estar desvalido.

Se acercó, e hizo más que lo mínimo. Eso me conmueve. No era necesario hacer tanto. Comparado con los otros que siguieron de largo, ya era mucho llevarlo a una posada y dejarlo a salvo. Pero él amó más del mínimo, de lo necesario, de lo exigible.

No pidió ayuda, lo hizo él personalmente. Se implicó. No se desentendió. Se manchó con la sangre del herido. Se expuso. Perdió su tiempo por amor. Amó con ternura. Vendó sus heridas. Las calmó con aceite. Le sanó por dentro y por fuera. Calmó su pena y su dolor. Su rabia y su herida.

Es lo mismo que hizo Jesús por los caminos, cuando sanaba el cuerpo y el alma. Curaba y perdonaba.

No sabemos quién era este samaritano. No importa su cargo, su misión. Solo hay un hombre herido y un hombre misericordioso. Dos hombres que se encuentran. Uno que sufre y otro que se conmueve.

Subió al herido a su caballo. Es lo mismo que hace Jesús conmigo. Me sube a sus hombros cuando necesito ayuda. Él es así. A veces yo no pido eso. Sólo pido que desde lejos haga el milagro.

Pero Dios se conmueve ante mi dolor. Mi tristeza, mi soledad, mi miedo, mi enfermedad, mi vacío, mi desilusión, mi pérdida, tocan su corazón. Mi vida toca su corazón. Se conmueve ante mí y se acerca. Se abaja, se despoja para llegar a mí.

No espera en su trono a que yo vaya. Él llega y venda mis heridas. Las que me han hecho otros, o yo mismo, o la vida. Las venda, diciéndome al oído que me quiere, que no tema, que no me va a dejar solo, que me perdona, que confía en mí.

¿Cuándo he sentido esa cercanía de Dios? Me lleva sobre sus hombros. En su cabalgadura. Lo hace sin pedirme nada. Lo hace gratis. En la parábola sólo hay gratuidad. Un amor desbordante más allá de lo mínimo y lo esperable.

Hoy hay tantas heridas de abandono, de soledad. “¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”. Hay tantos prójimos al borde del camino que necesitan mi vida, mi tiempo, mi ternura, mi amor…

Pero yo miro la actitud del samaritano y me parece excesivo. El samaritano practicó la misericordia. Dejó de pensar en sus planes, en su camino. Yo también quiero practicar la misericordia. Jesús me enseña a mirar así. Él va de camino y se para ante cualquiera.

Quiero que esa sea la norma de mi vida. “Anda y haz tú lo mismo”. Quiero que mi vida sea eso, hacer lo mismo. Pero no sé hacerlo. ¿Cómo lo hago? ¿Dónde puedo hacerlo? A veces no lo sé. Ni siquiera veo dónde soy necesario.

Tal vez estoy demasiado centrado en lo que yo necesito, en mi camino de felicidad. Y me olvido de lo importante. Mi prójimo es cualquiera que necesita misericordia. Pienso en Jesús. Me gusta ese samaritano que entrega al hombre herido al posadero y le dice: “Cuando vuelva”. No se desentiende de él. Volverá.

Dios siempre vuelve a buscarme y mientras, me deja al cuidado de otros que me aman. Mis padres, mi cónyuge, mis hijos, mis amigos, mis hermanos. Me deja para que me cuiden. Y Él vuelve siempre de nuevo.

¿A quién me ha entregado Dios para que me cuide?

Al mismo tiempo yo soy el posadero. Me pide que cuide a tantos heridos. ¿A quién me ha entregado para que yo lo cuide?

Pienso que la única forma de vivir de verdad es estando cerca de los otros, siendo prójimo. Así nos pensó Dios, cercanos, ayudándonos, llevándonos unos a otros sobre la cabalgadura, para llegar a Él.

Pero a veces vivo alejado, encerrado en mi grupo de iguales. Y hablo de Dios, pero su ley no está más que en la mente, no en el corazón, ni en mi vida. El camino es estar cerca. Sobrellevar al que sufre. Apoyar al que me necesita. Y dejar de construir muros defensivos en el alma.

No quiero dar más rodeos. Quiero salir de mi ruta y de mí mismo. Así es como quiero vivir.

Quizás al final del día, al atardecer, el sacerdote y el levita no recordaron haber hecho nada mal. Llegaron a cumplir sus tareas. No defraudaron a nadie. No fallaron en nada. No dejaron de hacer lo que habían prometido hacer. Sus responsabilidades listas. Cumplieron su misión.

A lo mejor tuvieron éxito. Tal vez no pecaron mucho. Pero, ¿y la gratuidad? No hubo nada extraordinario, nada fuera de lo normal, no se rompió su agenda, no fallaron sus planes. Pero tal vez les faltó amor. Un amor sin medida, desbordado. No hicieron nada loco por amor.

Por su parte, tal vez, el samaritano, de rodillas ante Dios, reconozca que sintió rabia por lo que hicieron esos hombres que apalearon al herido. Quizás en su corazón criticó y tuvo la tentación de no implicarse tanto.

No sé, quizás no era tan inmaculado su día como el de los otros dos, no era tan perfecto. Puede que llegara tarde a su trabajo, manchado de sangre. Puede que el dinero que invirtió en un desconocido tuviera otro destino previsto. No lo sé. Quizás se perdió algo.

Y tal vez algunos lo criticaron por haber sido tan poco responsable y haber perdido su tiempo en el camino por un desconocido. Puede ser. Pero lo que es verdad es que su corazón se hizo más grande ese día. Era un hombre bueno. Tal vez le hizo bien conocer al herido y experimentar la gratuidad.

Hay más alegría en dar que en recibir. Se vació y experimentó esa alegría honda de dar más allá de la medida justa.

domingo, 26 de junio de 2016

6 enseñanzas que te aportará el Camino de Santiago

Una peregrinación se asemeja mucho a la propia vida


Hace algunas años recorrí la costa oeste de Francia y norte de España, tuve la bendición de realizar el Camino de Santiago, una tradicional peregrinación, llena de historia y aventura que miles de personas de diferentes países llevan a cabo durante todo el año.

Te cuento que para mí fue una oportunidad muy especial,  y tuve una gran certeza interior de que la realizaría, después de leer una publicación sobre las peregrinaciones y conversar con un monje en Mont Saint Michel en Normandía. Me dije interiormente (a la vez que le pedía a Dios que así se diera): "es tu voluntad, no la mía".

Realizar el camino (como se le llama tradicionalmente), fue para mí una experiencia única, intensa, que me marcó: Dios respondió muy concretamente a una serie de preguntas personales que tenía en los últimos años de mi vida, en la línea de descubrir con más claridad qué quiere de mí, en el lugar que ocupo en el mundo, en mis relaciones con las personas que me rodean y en general en conocer más profundamente quién soy yo.

Como habrás escuchado alguna vez una peregrinación se asemeja mucho a la propia vida: hay subidas y bajadas, momentos difíciles y momentos más tranquilos, conoces diversas personas que dejan alguna huella en ti (y tú dejas alguna huella en cada una), siempre caminamos hacia una meta muy concreta dando todo por alcanzarla (que en mi caso aun no ha terminado en otros culmina con el abrazo a la imagen del Apóstol, como símbolo de un encuentro con quien ya recorrió esos pasos, figura de lo que será el cielo). Es por ello que quiero compartirte 6 enseñanzas que me dejó el Camino de Santiago. Espero puedan ser útiles para tu propia vida.

1. Un peregrino está siempre en búsqueda

Es impresionante ver la cantidad de gente que peregrina. Personas de diferentes edades, países, e incluso creencias. En grupo o solos, cada quien con una particular motivación. Me encontré con personas que lo hacían por motivos de fe, otros como ofrecimiento, otros para conocerse más, e incluso había quienes lo hacían por aventura o por deporte. Sin embargo, lo que era permanente en todas estas diferentes experiencias era que todos esperaban algo. Todos estaban en búsqueda de algo más. Algo los atraía a hacer El Camino de Santiago aún con todas las dificultades que implicaban hacerlo. Si bien la meta estaba clara, siempre la mirada estaba atenta a descubrir qué nos traía el nuevo día, qué personas conoceríamos, que obstáculos surgirían, siempre en búsqueda, como en la propia vida. Búsqueda que se hace más llevadera, si tenemos una luz que nos guíe a cada paso. Somos peregrinos de la misericordia.


2. Sé tú mismo

En El Camino no hay poses, máscaras o roles que valgan. Eres tú  y Dios que va contigo. El camino que transitas y las personas con las que te vas encontrando simplemente «conectan» contigo. La amistad va brotando entre los peregrinos de forma muy natural. Te lo explico mejor: en la vida cotidiana muchas veces nos acostumbramos a aferrarnos a nuestras formas de pensar, a nuestros esquemas, que muchas veces se cierran al encuentro con los demás. Lo irónico es que nuestro ser más profundo anhela ese encuentro. Y solo lograremos hacerlo cuando nos quitemos de encima todo ese peso de quien no soy y que tantas veces cargamos para aparentar, quedar bien, y calmar el qué dirán. Ya lo decía el gran escritor francés Saint-Exupery: «Aquel que quiera viajar feliz, debe viajar ligero». Ser yo mismo, con mis dones, virtudes, y cosas por cambiar, eso es lo que abre al contacto sincero con los otros.

3. Existen personas realmente buenas y con hambre de verdad en el mundo

El Camino debe ser vivido en clave de encuentro. Por supuesto tuve mis ratos de oración personal mientras caminaba, y de reflexión mientras veía el paisaje, pero también tenía (sin planificarlo) mis ratos de conversación con otros peregrinos, de conocerlos y darme a conocer, de compartir la vida. Fue muy gratificante encontrar personas de lo más variadas, de países que nunca hubiese pensado conocer, y compartir desde lo más cotidiano. Y entender en ello que realmente existen personas con un gran corazón en el mundo, que buscan a Dios (a veces sin darse cuenta), y que anhelan cosas buenas y verdaderas para su vida, aún a pesar de las diferencias culturales que puedan existir.

4. La alegría de la vida en Cristo, de estar siempre con Él, cuestiona

En esa dinámica de encuentro, desde ese ser yo mismo, encontré algo que siempre fue bien recibido: la alegría y la bondad que viene de Dios, siempre cuestiona y siempre tiene un efecto transformador en la vida de las personas. Cuando tenemos esa certeza fuerte de que Dios habita en nuestro corazón y no nos permitimos nublar esa presencia, podemos vivir con una alegría que irradia felicidad. Y eso contagia, cuestiona, compromete y genera relaciones de amistad sólidas y que pueden ser perdurables.

5. Rezar por los demás te acerca y te hace sentirte acompañado


Durante mi peregrinación tuve la oportunidad de rezar también por muchas personas, de ofrecer mis esfuerzos y oraciones al Señor, así como la misa diaria de los peregrinos en cada pueblo donde paraba cada día, por numerosas intenciones que amigos, familiares y hasta personas desconocidas me pidieron llevara en mi mente y en mi corazón durante todo mi Camino. Fue muy bonita esta experiencia porque de alguna forma, me sentí muy acompañado de todos ellos, y a su vez los acompañé cuando le pedía al Señor por sus esperanzas, por sus sueños, sus propósitos y por las situaciones que les inquietaban.

6. Dios me interpela constantemente con la creación


Finalmente, y no por ello menos importante, fue fundamental el contacto con la Creación. Realmente me encontré con paisajes hermosos, llenos de colores y de vida, que no hacían más que remitirme una y otra vez al Creador y a elevar una acción de gracias por estar allí y por su obra. Dios nos interpela una y otra vez con las maravillas de la naturaleza en el día a día, y esto es ocasión para darle gloria y para agradecerle por todo lo que tenemos que es realmente un tesoro.

«El cansancio del andar, la variedad de paisajes, el encuentro con personas de otra nacionalidad, los abren a lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención. Y en lo más recóndito de todos esos hombres resuena la presencia de Dios y la acción del Espíritu Santo. Sí, a todo hombre que hace silencio en su interior y pone distancia a las apetencias, deseos y quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le alumbra para que le encuentre y para que reconozca a Cristo. "Quien peregrina a Santiago, en el fondo, lo hace para encontrarse sobre todo con Dios" (Papa Benedicto XVI en Misa por el Año Santo Compostelano en Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela, 6 de noviembre de 2010).

Empezó a caminar. Me gusta pensar en los inicios de tantos caminos míos. Es bonito ese momento de vértigo, en el que no sabes qué te vas a encontrar. Miro a Jesús. Decide y se pone en marcha. Va con los apóstoles. El camino no lo hace solo. Desde que los escogió nunca se ha separado de ellos. Son uno. Ellos van con Él. Con sus torpezas, sus preguntas, sus huidas y cobardías. Pero en su corazón estaba el anhelo de estar con Él, fuera donde fuera. Jesús toma la decisión. Quizás la compartió con ellos. No lo sabemos. Pero ellos también dejan su tierra nuevamente, igual que dejaron sus redes y su mesa de cambios, su vida. Se ponen en camino junto a Él. A su lado merece la pena vivir el miedo y la incertidumbre.

Es lo que me pide siempre Jesús. Confiar, caminar a su lado, salir de mí mismo, ir donde Él vaya. Sé que juntos tocaremos el cielo, que la vida será mucho más que mi pequeña parcela. Ninguno se quedó. Todos se fueron con Él hacia Jerusalén. Caminantes confiados. Abiertos a lo que Dios les preparase. Sin tener todo controlado, sin una casa segura donde dormir cada día. Dejaron Cafarnaúm, donde habían vivido juntos. Con Jesús no necesitaban tantos seguros. Yo también pienso eso. Si voy a su lado, me fío y no quiero calcular tanto. Ni medir. Pobres apóstoles, una y otra vez tienen que abrir el corazón. Jesús les ayuda a romper prejuicios, a superar miedos. Hay dos actitudes ante la vida. O nos ponemos en camino detrás del que nos invita a seguirle o nos quedamos quietos sin hacer nada.

O creemos en Aquel que no tiene dónde reclinar la cabeza o preferimos la seguridad de una vida tranquila, sin agobios ni exigencias.