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ADORACIÓN EUCARÍSTICA ONLINE 24 HORAS

Aquí tienes al Señor expuesto las 24 horas del día en vivo. Si estás enfermo y no puedes desplazarte a una parroquia en la que se exponga el...

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sábado, 16 de julio de 2016

¿Quieres hablar con Dios?

Cada día resulta más fácil comunicarse con las personas; pero, ¿y con Dios?.


Aquí tienes ocho reglas para llamarle y contar con Él, cuando desees:

1.    Marca el prefijo correcto. No a lo loco.
2.    Una conversación telefónica con Dios no es un monólogo. No hables sin parar, escucha al que habla al otro lado.
3.    Si la conversación se interrumpe, comprueba si has sido tú el causante del corte.
4.    No adoptes la costumbre de llamar sólo en casos de urgencia. Eso no es trato de amigos.
5.    No seas tacaño. No llames sólo a las horas de "tarifa reducida", es decir, cuando toca o en fines de semana. Una llamada breve en cualquier momento del día sería ideal.
6.    Las llamadas son gratuitas y no pagan impuestos.
7.    No olvides decirle a Dios que te deje en el contestador todos los mensajes que quiera y cuando quiera.
8. Toma nota de las indicaciones que Él te diga para que no las eches en olvido.
Si a pesar del cumplimiento de estas reglas la comunicación se torna difícil, dirígete con toda confianza a las oficinas del Espíritu Santo. Él restablecerá la comunicación.

Si tu teléfono no funciona, llévalo al taller de reparación que lleva por nombre "Sacramento del Perdón". Allí todas las reparaciones son gratuitas y tienen una garantía de por vida.

Texto de un empleado de TELECOM en Francia

lunes, 11 de julio de 2016

Cómo ser feliz

Tan sencillo como eso, tan difícil como eso


Le preguntaban a Jesús este domingo en el Evangelio cuál es el camino correcto para llegar al cielo: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.

Es la misma pregunta que, con pureza de intención, le hizo también el joven rico. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué tengo que cambiar para ser feliz siempre?

Escuchamos una respuesta a la pregunta acerca de la vida eterna: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”.

Todo se decide en el amor. El amor a Dios. El amor al prójimo. Estamos hechos para el amor. Y lo tengo claro, para ser felices en la tierra y luego en el cielo, sólo hay un camino, aprender a amar. Tan sencillo como eso. Tan difícil como eso.

¡Cuánto cuesta amar bien, amar de forma madura! Decía el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: “Hay personas que se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios deseos”. Y ya nos lo decía Jesús: “Hay más felicidad en dar que en recibir” (Hch 20,35).

El amor es la clave. Mi capacidad para amar a Dios y tocar su amor. Mi camino de felicidad comienza en mi corazón: “El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca”. Ahí se juega mi felicidad. Amar con todo el corazón. Amar con toda el alma. Amar siempre. A Dios, al prójimo.

Jesús lo dice hoy bien claro: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida”. Pero, “¿Y quién es mi prójimo?”. En la búsqueda obsesiva de recetas queremos tener claro cómo actuar. ¿Hasta dónde tengo que amar? Amar al prójimo. ¿Quién es mi prójimo? Uno quiere delimitar bien hasta dónde amar.

¿Cuál es la medida de mi amor, el límite? No quiero amar de forma excesiva. No estoy dispuesto a amar sin medida. Un amor localizado, determinado, sin extremos, es más llevadero. Un amor concreto que no me saque de mi comodidad.

La parábola del buen samaritano me descoloca siempre en mi medida. Me habla de un prójimo al que no conozco, al que no quiero por ser extranjero, al que no deseo porque está necesitado y me puede quitar mi tiempo, mi dinero, mi libertad, mi paz.

“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo”.

Esa parábola siempre me incomoda. Los tres vieron al hombre que estaba tirado al borde del camino. Yo mismo soy el sacerdote, el levita, el samaritano. Los tres vieron al hombre herido. Yo también lo veo. Pero en el sacerdote y el levita el corazón permaneció insensible.

Se alejaron porque sólo vieron con los ojos, no con el corazón. No estaban dispuestos a un amor sin medida. Ese hombre no era su prójimo. Estaba fuera de los límites. Miraron sólo con el juicio y su soberbia, no con la sencillez de un hombre que mira a otro hombre que necesita ayuda. Sin cargos.

Seguramente los dos tenían que hacer cosas importantes, tenían altos cargos. Iban a realizar misiones buenas y sagradas. Su presencia era necesaria. Lucas no dice si sintieron algo al mirar al herido. Tan solo aclara que dieron un rodeo.

Para poder pasar de largo y llegar a mi destino, a veces tengo que dar un rodeo. Así no me afecta lo que ocurre cerca de mí, así no me siento culpable. Si me alejo no miro esos ojos que me suplican y no dejo que la compasión me cambie los planes. ¡Me parezco tanto al levita y al sacerdote!

Siento que muchas veces lo mejor es amurallarme, alejarme. Porque si no lo hago me complico la vida. Ellos siguieron su camino importante y lleno de responsabilidades. No podían detenerse, perder su tiempo, dejar de hacer lo que les correspondía.

Si no hubieran tenido nada que hacer, quizás se hubieran detenido a ayudar. Pero no era posible, los esperaban, eran necesarios.

¡Qué difícil es cambiar el plan cuando nos creemos importantes! ¡Cuánto me cuesta detenerme ante un imprevisto! ¡Cuántas veces Dios está escondido en el imprevisto y yo no lo encuentro, no me detengo, paso de largo y no veo su huella!

El levita y el sacerdote no vieron a Dios ese día en un hombre herido. Hablaban de Dios, pero no entregaron el amor de Dios. ¡Cuántas veces yo hablo de Jesús pero luego no soy Jesús en mi amor, en mi entrega!

La vida del sacerdote y del levita no cambió con el encuentro con ese hombre herido. No hubo encuentro y el corazón permaneció igual. Ni siquiera lo recordarían. No les rompió esquemas ni les hizo plantearse nada nuevo. No renunciaron a nada, no cedieron, no se abrieron a la sorpresa.

A veces yo soy así y voy así por mi camino. Veo necesidades, pero doy un rodeo. Prefiero que las necesidades de los otros no interfieran en mi vida. Y todo lo justifico desde mí. Pienso que no puedo, que si pudiera lo haría, pero es que me esperan. Busco excusas.

Y en el fondo, estoy diciendo que yo soy más importante que este hombre. Me creo que los que me esperan son más importantes y se van a sentir quizás defraudados. No voy a cumplir las expectativas. No se conmueve mi corazón al ver al que me necesita.

¿Qué hubiera pasado si el sacerdote hubiera visto a otro sacerdote herido? ¿O el levita a otro levita? No lo sé. Tal vez sí hubiera sido su prójimo.

Recuerdo una vez en el camino de Santiago. No nos querían dar alojamiento en una parroquia. Hasta que el párroco supo que éramos sacerdotes. Al ver que éramos colegas, así fue como nos llamó, nos dejó entrar. Al ser sacerdotes como él nos convertimos en prójimos. Antes no.

Tal vez en la parábola se hubieran acercado si lo hubieran reconocido. No lo sé. A veces el poder, el cargo que detentamos, el dinero que ganamos, endurecen el corazón. Nos hacen lejanos del que sufre. Ya no somos próximos. Ya no hay prójimos cerca.

Tal vez el samaritano había sentido en su vida el desprecio y la marginación. Y esa experiencia le hizo especialmente sensible a cualquier herido, a cualquier persona vulnerable. Él se sabía también herido, y su corazón estaba más abierto.

Le pido a Dios que nunca me crea importante, que nunca me aleje de mi prójimo, sea quien sea. Que nunca deje de sentirme sencillamente, hombre, peregrino, como todos. Y que mis heridas me hagan más humano, más comprensivo, más cercano.

Yo quisiera hacer lo mismo que hace el samaritano. Quiero aprender a amar a Jesús, vivir con Él, ser como Él. Aunque deje mi alma en los caminos y me tropiece mil veces porque no doy rodeos:

“Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: – Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta”.

Quiero detenerme como me dice hoy Jesús: “Anda, haz tú lo mismo”. Al verlo, tuvo compasión, y se acercó. Creo que esa es la clave. Y es lo que yo imploro siempre. Tener un corazón de carne que me haga conmoverme. Pero muchas veces no sé hacerlo.

Este hombre se acercó porque sintió lástima. No podía seguir de largo. Seguramente el encuentro con este herido fue un cambio en su vida. Amar lo cambia todo. Y recordaría siempre a este herido que le tocó el corazón por estar desvalido.

Se acercó, e hizo más que lo mínimo. Eso me conmueve. No era necesario hacer tanto. Comparado con los otros que siguieron de largo, ya era mucho llevarlo a una posada y dejarlo a salvo. Pero él amó más del mínimo, de lo necesario, de lo exigible.

No pidió ayuda, lo hizo él personalmente. Se implicó. No se desentendió. Se manchó con la sangre del herido. Se expuso. Perdió su tiempo por amor. Amó con ternura. Vendó sus heridas. Las calmó con aceite. Le sanó por dentro y por fuera. Calmó su pena y su dolor. Su rabia y su herida.

Es lo mismo que hizo Jesús por los caminos, cuando sanaba el cuerpo y el alma. Curaba y perdonaba.

No sabemos quién era este samaritano. No importa su cargo, su misión. Solo hay un hombre herido y un hombre misericordioso. Dos hombres que se encuentran. Uno que sufre y otro que se conmueve.

Subió al herido a su caballo. Es lo mismo que hace Jesús conmigo. Me sube a sus hombros cuando necesito ayuda. Él es así. A veces yo no pido eso. Sólo pido que desde lejos haga el milagro.

Pero Dios se conmueve ante mi dolor. Mi tristeza, mi soledad, mi miedo, mi enfermedad, mi vacío, mi desilusión, mi pérdida, tocan su corazón. Mi vida toca su corazón. Se conmueve ante mí y se acerca. Se abaja, se despoja para llegar a mí.

No espera en su trono a que yo vaya. Él llega y venda mis heridas. Las que me han hecho otros, o yo mismo, o la vida. Las venda, diciéndome al oído que me quiere, que no tema, que no me va a dejar solo, que me perdona, que confía en mí.

¿Cuándo he sentido esa cercanía de Dios? Me lleva sobre sus hombros. En su cabalgadura. Lo hace sin pedirme nada. Lo hace gratis. En la parábola sólo hay gratuidad. Un amor desbordante más allá de lo mínimo y lo esperable.

Hoy hay tantas heridas de abandono, de soledad. “¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”. Hay tantos prójimos al borde del camino que necesitan mi vida, mi tiempo, mi ternura, mi amor…

Pero yo miro la actitud del samaritano y me parece excesivo. El samaritano practicó la misericordia. Dejó de pensar en sus planes, en su camino. Yo también quiero practicar la misericordia. Jesús me enseña a mirar así. Él va de camino y se para ante cualquiera.

Quiero que esa sea la norma de mi vida. “Anda y haz tú lo mismo”. Quiero que mi vida sea eso, hacer lo mismo. Pero no sé hacerlo. ¿Cómo lo hago? ¿Dónde puedo hacerlo? A veces no lo sé. Ni siquiera veo dónde soy necesario.

Tal vez estoy demasiado centrado en lo que yo necesito, en mi camino de felicidad. Y me olvido de lo importante. Mi prójimo es cualquiera que necesita misericordia. Pienso en Jesús. Me gusta ese samaritano que entrega al hombre herido al posadero y le dice: “Cuando vuelva”. No se desentiende de él. Volverá.

Dios siempre vuelve a buscarme y mientras, me deja al cuidado de otros que me aman. Mis padres, mi cónyuge, mis hijos, mis amigos, mis hermanos. Me deja para que me cuiden. Y Él vuelve siempre de nuevo.

¿A quién me ha entregado Dios para que me cuide?

Al mismo tiempo yo soy el posadero. Me pide que cuide a tantos heridos. ¿A quién me ha entregado para que yo lo cuide?

Pienso que la única forma de vivir de verdad es estando cerca de los otros, siendo prójimo. Así nos pensó Dios, cercanos, ayudándonos, llevándonos unos a otros sobre la cabalgadura, para llegar a Él.

Pero a veces vivo alejado, encerrado en mi grupo de iguales. Y hablo de Dios, pero su ley no está más que en la mente, no en el corazón, ni en mi vida. El camino es estar cerca. Sobrellevar al que sufre. Apoyar al que me necesita. Y dejar de construir muros defensivos en el alma.

No quiero dar más rodeos. Quiero salir de mi ruta y de mí mismo. Así es como quiero vivir.

Quizás al final del día, al atardecer, el sacerdote y el levita no recordaron haber hecho nada mal. Llegaron a cumplir sus tareas. No defraudaron a nadie. No fallaron en nada. No dejaron de hacer lo que habían prometido hacer. Sus responsabilidades listas. Cumplieron su misión.

A lo mejor tuvieron éxito. Tal vez no pecaron mucho. Pero, ¿y la gratuidad? No hubo nada extraordinario, nada fuera de lo normal, no se rompió su agenda, no fallaron sus planes. Pero tal vez les faltó amor. Un amor sin medida, desbordado. No hicieron nada loco por amor.

Por su parte, tal vez, el samaritano, de rodillas ante Dios, reconozca que sintió rabia por lo que hicieron esos hombres que apalearon al herido. Quizás en su corazón criticó y tuvo la tentación de no implicarse tanto.

No sé, quizás no era tan inmaculado su día como el de los otros dos, no era tan perfecto. Puede que llegara tarde a su trabajo, manchado de sangre. Puede que el dinero que invirtió en un desconocido tuviera otro destino previsto. No lo sé. Quizás se perdió algo.

Y tal vez algunos lo criticaron por haber sido tan poco responsable y haber perdido su tiempo en el camino por un desconocido. Puede ser. Pero lo que es verdad es que su corazón se hizo más grande ese día. Era un hombre bueno. Tal vez le hizo bien conocer al herido y experimentar la gratuidad.

Hay más alegría en dar que en recibir. Se vació y experimentó esa alegría honda de dar más allá de la medida justa.

martes, 21 de junio de 2016

¿Por qué Dios no me enciende?

Muchas veces siento que amo una idea de Dios, pero no a Dios persona


Hoy me quiero detener a pensar en esa pregunta. Hoy Jesús se acerca a mí y me pregunta por mi nombre: “¿Quién soy Yo para ti?”.

Quiere que le diga qué lugar ocupa en mi corazón. Quiere saber si es Él a quien sigo o sigo a otros que no tienen palabras de vida eterna.

Me mira como miró a los suyos. Me mira conmovido esperando mi respuesta sincera. Por eso quiero hoy mirar a Jesús y contestarle. Quiero decirle lo que de verdad significa en mi vida. Quiero mirar mi corazón y descubrir su verdad en mí. Él está en mí. Él conduce mi vida pero yo muchas veces sigo a otros.

¿Cuál es ese Jesús al que sigo? ¿Qué imagen de Cristo es la que llevo grabada en mi alma?

Jesús ha venido a mi vida para cambiarla, pero yo sigo tantas veces centrado en mí mismo, en mis planes, en mis sueños. Vivo buscando mi seguridad y mi camino y no quiero darme por entero. Digo que sigo a Jesús pero no lo hago de verdad. Me quedo quieto, mudo, con miedo.

¿Quién es Jesús para mí? Me gustaría decirle que es el centro de mi vida. Que sin Él no tengo nada. Que mi vida está plasmada por su amor. Me gustaría confesarle mi deseo de seguir siempre sus pasos. Su verdad me toca en lo más profundo. Quiero ser como Él. Quiero ser Él.

Jesús quiere que le siga a mi manera y quiere que lleve conmigo mi cruz, su cruz. Me dice lo que espera de mí. Yo sé quién es Jesús. Sé que padeció por mí. Por eso quiero caminar a su lado, sufrir y padecer con Él.

Pero a veces dudo y no me parece tan fácil. Me falta la fuerza para ponerme en camino. Muchas veces prefiero salvar mi vida. Guardarla, esconderla, protegerla.

Sé quién es Jesús, pero dudo y no sé si es tan conveniente seguirlo. Veo su final y me duelen los clavos y el madero.

Hoy surge la pregunta en mi corazón. ¿Quién es de vedad Jesús para mí? Dios desea que le diga qué lugar ocupa en mi vida.

¿Dónde lo he puesto? No en el centro. Ahí estoy yo con mis deseos y proyectos. Pero Él no está. Estoy yo solo con mis dolores y sufrimientos. Yo con mis alegrías y sueños.

¿Y Él? En otra parte. En la razón. Allí donde comienzo a pensar en Él, en lo importante que es Él en mi vida. Sí. Allí lo encuentro.

Pero el corazón se me queda frío porque no lo he puesto en el centro de mi vida. No quiero que se vaya de mi corazón. Quiero amarlo más. Quiero que esté en el centro. Quiero saber a quién sigo de verdad.

Muchas veces siento que amo una idea de Dios, pero no a Dios persona. Dice el padre José Kentenich: “¿Qué es Dios para mí? Una idea primordial. Y por eso Dios no despierta mi personalidad. Como nuestro amor al yo y a los hombres está también despersonalizado, no podemos ver a Dios de otro modo que como una idea primordial. Yo mismo me he preguntado a menudo: ¿Has orado alguna vez como se debe? Nos entregamos a una idea. Pero, ¡qué poco original y espontánea es nuestra relación con Dios! Dios tiene que ser una persona. ¿Lo admito en la práctica?”.

No quiero que Jesús sea sólo una idea, un principio importante que determine mi forma de ser y comportarme. Tiene rostro, tiene voz, me acompaña, me abraza.

Hoy me pregunto: ¿Me detengo a rezar ante su imagen, ante su cruz? Una persona me comentaba que nunca había rezado delante de un Cristo crucificado. Me llamó la atención. Tal vez seguimos a un Dios impersonal. A un Dios desencarnado.

Dios se ha convertido en una idea que despierta mi amor pero no me arrastra, no me enciende por dentro, no saca lo mejor de mí. Dios sólo puede ser el centro de mi vida si es persona, si vive en mí. Si tiene rostro. Si pasea por mi vida, se detiene, me mira. Si se hace fuerte en lo más hondo de mí.

miércoles, 1 de junio de 2016

¿Se puede adorar al Santísimo “on line”?

Es como la comunicación con un ser querido: mejor cara a cara, pero si no es posible Internet ayuda


 Nuestro culto espiritual es ofrecernos a Dios en respuesta a su amor. Este ofrecimiento a Dios de nuestra vida será aceptado y será objetivo si lo acompañamos con las obras en respuesta a su santa voluntad.

Pero esto sólo será viable a través de un proceso constante de conversión.

Adoramos a Dios cuando nos damos a Él junto a las obras que concretan su voluntad. ¿Cuándo? Siempre. ¿Dónde? Donde nos encontremos.

Al hablar de adoración, los creyentes inmediatamente piensan, o se centran exclusivamente, en acciones externas o cosas circunstanciales, dentro o fuera de un acto litúrgico, ante Jesús Eucaristía: ¿qué posturas adoptar?, ¿cómo?, etc.

Lo anterior sólo forma parte de un contexto de adoración; pero esta involucra la vida entera y en todo lugar.

Como podemos darnos cuenta, adorar, en el Espíritu y en la Verdad, realmente no es sólo, por ejemplo, el cantar bien, o tocar un instrumento con destreza, o realizar unas oraciones ante Jesús Eucaristía (cosas que son un complemento, que quedan en un segundo plano); es también, y sobre todo, ofrecernos a Dios omnipresente como una ofrenda agradable.

La adoración a Dios, pues, no se limita a un solo acto o a un solo momento y lugar (la adoración ante Jesús Sacramentado por acción del Espíritu Santo (Rm 8, 26)), sino que se realiza constantemente cuando la fe mantiene despierto el corazón para darse amorosamente a Dios.
De manera que no hay que confundir la adoración a Dios propiamente dicha o la actitud adoradora constante del fiel con un momento de adoración concreto, específicamente litúrgico o fuera de él, ante el Santísimo Sacramento.

Son dos momentos de adoración que se complementan y enriquecen recíprocamente.

Con respecto a la adoración al Santísimo ésta es una práctica muy recomendada por la Iglesia. Esta práctica aumenta el fervor, la conversión y la fidelidad.Quien quiera avanzar en su vida espiritual, debe separar un tiempito cada día, o al menos cada semana, para adorar a Dios ante el Santísimo Sacramento.
En la carta encíclica Ecclesia de Eucharistía, Juan Pablo II cita a san Alfonso María de Ligorio quien dijo: “Entre todas las devociones, esta de adorar a Jesús sacramentado es la primera después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros” (EE 25).

Y así como una persona puede ser libre entre rejas (entendiendo bien lo que es la libertad), así también no hay obstáculos o barreras cuando de adorar a Dios se trata.

Se adora a Dios con la vida misma, se adora en el Espíritu de Dios, quien nos hace decirle: ¡Abbá, Padre! (Rm 8,15) y en la Verdad, en Jesucristo, quien es la Verdad.

De esta manera un enfermo en cama puede adorar a Dios, un trabajador puede adorar a Dios en el lugar donde se desempeña, o se puede adorar a Dios mientras se camina, etc.
Y así como la misa seguida por televisión o por internet o radio tiene su validez para quienes están impedidos a asistir personalmente a la iglesia, incluyendo la posibilidad de la comunión eucarística espiritual, de igual forma el fiel puede unirse –a través de esos medios de comunicación- a una hora santa de adoración, y/o hacer una visita eucarística on line en cualquier momento y lugar.

A Dios, que es omnipresente, también le llega nuestra oración de adoración por estos medios y la acepta con agrado.
El adorar on line es el momento y la circunstancia intermedios entre ir por la vida y al mismo tiempo estar ante el Santísimo Sacramento.Jesús dio a la mujer samaritana una enseñanza clara: la adoración a Dios no se debe limitar necesariamente a una localización geográfica.

El lugar donde encontramos a Dios para adorarlo es Jesucristo; nadie llega al Padre sino va por Jesús (Jn 14, 6).

En el espíritu se accede a Dios para adorarlo en Cristo, la Verdad, estando el creyente físicamente o no cerca de su presencia eucarística; presencia que hay que privilegiar.
El uso de internet o de la televisión será sólo un medio o instrumento que no pretende sustituir la relación personal con Dios por la vía sacramental, sino que más bien la debe acompañar y reforzar; aquel encuentro estará al servicio de este.
Adorar al Señor on line será una alternativa muy excepcional si existe realmente un impedimento para hacerlo de manera personal en una capilla donde esté o no expuesto.

Es como la comunicación con un ser querido: no es lo mismo hablar con esa persona de manera directa o personalmente que hacerlo usando internet o el teléfono o por carta; pero si no hay otra opción se puede hacer.Orar personalmente ante el Santísimo es estar ante Jesús, realmente presente en la Eucaristía; percibirlo oculto bajo las especies eucarísticas tal como Él lo prometió (Mt 26, 26-27; 28,20).

Si por edad avanzada, enfermedad u otra razón válida no se puede ir a visitar al Santísimo Sacramento, internet es una gran alternativa válida.
Y tiene sus ventajas: está disponible 24 horas, la persona se enfoca en el Santísimo y lo ve cerca y sin distracciones, y puede quedarse todo el tiempo que quiera.

Sólo hay que tener en cuenta las siguientes observaciones:

1. La adoración tendrá que ser trasmitida en vivo y en directo. El fiel tiene que trasladarse espiritualmente a adorarlo allí donde está siendo expuesto y prestarle atención.

2. Se haga un momento de oración sincero con el debido silencio, recogimiento y piedad. Dirigirle al Santísimo la oración sabiendo que Él te ve y escucha, no en la pantalla, sino realmente.

3. Crear en el lugar el ambiente propicio para la adoración, como si el lugar se convirtiera en la extensión de una capilla o iglesia donde se adore al Señor.

domingo, 29 de mayo de 2016

QUINCE MINUTOS EN COMPAÑÍA DE JESÚS SACRAMENTADO


No es preciso, hijo mío, saber mucho para agradarme mucho; basta que me ames con fervor. Háblame, pues, aquí sencillamente, como hablarías a tu madre, a tu hermano. ¿Necesitas hacerme en favor de alguien una súplica cualquiera? Dime su nombre, bien sea el de tus padres, bien el de tus hermanos y amigos; dime en seguida qué quisieras que hiciese actualmente por ellos. Pide mucho, mucho, no vaciles en pedir; me gustan los corazones generosos que llegan a olvidarse en cierto modo de sí mismos, para atender a las necesidades ajenas. Háblame así, con sencillez, con llaneza, de los pobres a quienes quisieras consolar, de los enfermos a quienes ves padecer, de los extraviados que anhelas volver al buen camino, de los amigos ausentes que quisieras ver otra vez a tu lado.
Dime por todos una palabra de amigo, palabra entrañable y fervorosa. Recuérdame que he prometido escuchar toda súplica que salga del corazón ; y ¿no ha de salir del corazón el ruego que me dirijas por aquellos que tu corazón especialmente ama?

Y para ti, ¿no necesitas alguna gracia? Hazme, si quieres, una lista de tus necesidades, y ven, léela en mi presencia. Dime francamente que sientes -soberbia, amor a la sensualidad y al regalo; que eres tal vez egoísta, inconstante, negligente... ; y pídeme luego que venga en ayuda de los esfuerzos, pocos o muchos, que haces para quitar de ti tales miserias.

No te avergüences, ¡pobre alma! ¡Hay en el cielo tantos justos, tantos Santos de primer orden, que tuvieron esos mismos defectos! Pero rogaron con humildad... ; y poco a poco se vieron libres de ellos.

Ni menos vaciles en pedirme bienes espirituales y corporales: salud, memoria, éxito feliz en tus trabajos, negocios o estudios; todo eso puedo darte, y lo doy, y deseo que me lo pidas en cuanto no se oponga, antes favorezca y ayude a tu santificación. Hoy por hoy, ¿qué necesitas? ¿qué puedo hacer por tu bien? ¡Si supieras los deseos que tengo de favorecerte !

¿Traes ahora mismo entre manos algún Proyecto? Cuéntamelo todo minuciosamente. ¿Qué te preocupa? ¿qué piensas? ¿qué deseas? ¿qué quieres que haga por tu hermano, por tu amigo, por tu superior? ¿qué desearías hacer por ellos?

¿Y por Mí? ¿No sientes deseos de mi gloria? ¿No quisieras poder hacer algún bien a tus prójimos, a tus amigos, a quienes amas mucho, y que viven quizás olvidados de Mí?

Dime qué cosa llama hoy particularmente tu atención, qué anhelas más vivamente, y con qué medios cuentas para conseguirlo. Dime si te sale mal tu empresa, y yo te diré las causas del mal éxito. ¿No quisieras que me interesase algo en tu favor? Hijo mío, soy dueño de los corazones, y dulcemente los llevo, sin perjuicio de su libertad, adonde me place.

¿Sientes acaso tristeza o mal humor? Cuéntame, cuéntame, alma desconsolada, tus tristezas con todos sus pormenores. ¿Quién te hirió? ¿quién lastimó tu amor propio ? ¿quién te ha despreciado? Acércate a mi Corazón, que tiene bálsamo eficaz para curar todas esas heridas del tuyo. Dame cuenta de todo, y acabarás en breve por decirme que, a semejanza de Mí todo lo perdonas, todo lo olvidas, y en pago recibirás mi consoladora bendición.

¿Temes por ventura? ¿Sientes en tu alma aquellas vagas melancolías, que no por ser infundadas dejan de ser desgarradoras? Échate en brazos de mi providencia. Contigo estoy; aquí, a tu lado me tienes; todo lo veo, todo lo oigo, ni un momento te desamparo.

¿Sientes desvío de parte de personas que antes te quisieron bien, y ahora olvidadas se alejan de ti, sin que les hayas dado el menor motivo? Ruega por ellas, y yo las volveré a tu lado, si no han de ser obstáculo a tu santificación.

¿Y no tienes tal vez alegría alguna que comunicarme? ¿Por qué no me haces partícipe de ella a fuer de buen amigo ?

Cuéntame lo que desde ayer, desde la última visita que me hiciste, ha consolado y hecho como sonreir tu corazón. Quizá has tenido agradables sorpresas, quizá has visto disipados negros recelos, quizá has recibido faustas noticias, alguna carta o muestra de cariño; has vencido alguna dificultad, o salido de algún lance apurado. Obra mía es todo esto, y yo te lo he proporcionado: ¿por qué no has de manifestarme por ello tu gratitud, y decirme sencillamente, como un hijo a su padre: « ¡Gracias, Padre mío, gracias!»? El agradecimiento trae consigo nuevos beneficios, porque al bienhechor le gusta verse correspondido.

¿Tampoco tienes Promesa alguna para hacerme? Leo, ya lo sabes, en el fondo de tu corazón. A los hombres se les engaña fácilmente; a Dios, no. Háblame, pues, con toda sinceridad. ¿Tienes firme resolución de no exponerte ya más a aquella ocasión de pecado? ¿de privarte de aquel objeto que te dañó? ¿de no leer más aquel libro que exaltó tu imaginación? ¿de no tratar más aquella persona que turbó la paz de tu alma ?

¿Volverás a ser dulce, amable y condescendiente con aquella otra a quien, por haberte faltado, has mirado hasta hoy como enemiga?

Ahora bien, hijo mío; vuelve a tus ocupaciones habituales, al taller, a la familia, al estudio... ; pero no olvides los quince minutos de grata conversación que hemos tenido aquí los dos, en la soledad del santuario. Guarda, en cuanto puedas, silencio, modestia, recogimiento, resignación, caridad con el prójimo. Ama a mi Madre, que lo es también tuya, la Virgen Santísima, y vuelve otra vez mañana con el corazón más amoroso, más entregado a mi servicio. En mi Corazón encontrarás cada día nuevo amor, nuevos beneficios, nuevos consuelos.

Recomendación: Lee todos los días los 15 minutos en compañía de Jesús Sacramentado