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lunes, 17 de octubre de 2016

Etiquetas marcadas

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Aunque durante mucho tiempo he tenido la tendencia a etiquetar ahora no me gustan las etiquetas —y no siempre lo logro—. Es un impulso muy común entre los seres humanos. En cuanto conocemos a alguien lo calificamos de alguna forma, por su tono de voz, por sus gestos, por su manera de vestir, por su aspecto físico... e, inmediatamente, lo clasificamos en una determinada categoría. Incluso, muchas veces, decidimos que esa persona no nos atrae o no nos gusta pero no sabemos el porqué.
No me gusta etiquetar por qué no me gusta crear límites a mi alrededor, juzgar sin conocer, poner cruces sin profundizar en una identidad, comentar sin conocimiento de causa. No siempre es fácil. Si eso ocurre en lo cotidiano, en lo religioso ocurre algo semejante. Si ese es muy piadoso, si ese está muy perdido, si ese es un hipócrita, si ese profesa de cara a la galería… En la vida cristiana no hay que etiquetar nunca. Nadie conoce lo que anida en el interior del hombre.
La fe no tienen etiquetas porque ante todo somos seguidores de Cristo y ese es el único elemento calificativo válido. Ser seguidor de Jesús es el título más valioso que tiene el hombre por encima de su prestigio social, de sus títulos universitarios, del éxito profesional, y del respeto que uno tenga a nivel familiar, social o laboral…
Cuando tienes ocasión de hablar de Cristo, de su amor, de su misericordia, de su justicia, de su magnanimidad, de su poder, de su compasión… se hace imposible limitarlo a un ámbito concreto. Por eso, cada vez que tengo ocasión de hablar con alguien de Dios en primer lugar no saco mi «carnet» de cristiano, ni le muestro mis credenciales, ni siquiera trato de mostrar cuál es mi fe católica. Simplemente hago indirectamente referencia a ese Dios que es amor, a ese Dios que es cercanía, a ese Dios con el que es posible mantener una relación de amistad íntima, particular, única, inigualable y muy especial. Es el Dios de los pequeños detalles. A la gente que no conoce a Dios o que está alejada de la Iglesia acoge con más facilidad el testimonio personal y el abrazo cariñoso, la palabra amable, la mano extendida, la escucha silenciosa, el consejo amoroso... luego ya habrá tiempo de hablar de Dios y de religión, pero es primero en esos pequeños detalles de cercanía repletos de sencillez donde Dios se manifiesta y llega al corazón del hombre.
Ese es el motivo por el cual no puedo juzgar nunca —a nadie—, ni tan siquiera plantearme el porque actúa de una manera o de otra, eso anida lo más profundo de su corazón y Dios, que habita en él, lo sabe.
Cuando levanto mi mano para arrojar una piedra contra alguien, a mis pies quedan todavía muchas piedras para ser arrojadas y, tristemente, muchas de ellas me pueden tener a mí como destinatario.

¡Señor mío Jesucristo, te pido grabes en mi corazón las leyes de tu amor, de tu perdón y tu misericordia, para que mi vida se mueva en una única dirección y que los valores de justicia, equidad, generosidad, entrega, solidaridad, perdón, amor y misericordia sean muchos mis verdaderos referentes! ¡Gracias por todos los talentos recibidos de tu mano generosa y que me entregas para ser un fiel imitador tuyo, ser un auténtico portador de tu bondad, no juzgar ni condenar y perdonar y dar siempre a manos llenas! ¡No permitas, Señor, que me deje llevar por la soberbia y el orgullo y no permitas que caiga en la tentación del juzgar y criticar a los demás cuando yo me equivoco tantas veces! ¡Ayúdame a amar como Tú amas y a perdonar como Tú perdonas y no permitas que mire las acciones de los demás con soberbia y prepotencia sino hazme ver la miseria de mi interior! ¡Espíritu divino ayúdame a descubrir en los demás lo mejor de cada uno, todas sus virtudes y sus buenas obras! ¡Ayúdame Señor, a olvidar con prontitud todas las ofensas recibidas! ¡Aleja, Señor, de mi corazón todos los sentimientos negativos, destructivos y rencorosos y cualquier tipo de emoción negativa que se enquiste en mi corazón para evitar resentimientos y malos deseos! ¡Ven Señor a mi corazón y sopla en él a fuerza de tu Espíritu para que me llenes de humildad, mansedumbre y caridad!

Cristo yo te amo en Espíritu y en Verdad, cantamos alabando al Señor:

domingo, 31 de julio de 2016

¡Qué sepa acoger en mi corazón la virtud de la magnanimidad!

Ayer, alguien al que respeto y aprecio, me expresa su preocupación por un tema que a ambos nos concierne. Las enseñanzas de la gente de oración son siempre una escuela de sabiduría. Un buen consejo facilita dar el siguiente paso en la vida con seguridad: para frenar el dolor, crecer en la caridad, el amor, la generosidad. Me habla de una actitud, la magnanimidad, bella en la pronunciación, preciosa en su aplicación. Medito sobre esta cuestión que comporta grandeza de corazón, misericordia en la victoria, sencillez en el desquite, humildad en el servicio, ánimo grande en las empresas pequeñas… No me habla de heroísmo sino de sencillez, nobleza, generosidad, caballerosidad y desinterés. Que las acciones estén acordes con la pureza de corazón.
Me vino enseguida a la mente la figura del Papa Francisco cuando, al inicio de su pontificado, el Santo Padre recibió en audiencia a la presidenta argentina. Fue la primera autoridad mundial que entraba en el palacio apostólico para felicitar al Santo Padre. El Papa la acogió con afecto a pesar de que, cuando era cardenal de Buenos Aires, Cristina Fernández le había negado al entonces cardenal audiencia en catorce ocasiones y lo había intentado desprestigiar ante la opinión pública argentina. Magnánimo es el que tiene grandeza de alma. Quien tiene grandeza de espíritu sabe olvidar las afrentas y perdona con sinceridad. El saber de la magnanimidad es la humildad. El poder de la humildad es la magnanimidad.
¡Señor, que sepa acoger en mi corazón la virtud de la magnanimidad! ¡Dame un corazón grande de ánimo capaz de hacer el bien, repartir lo propio, devolver más de lo que recibo, ser prudente en mis acciones, manifestar siempre la verdad, no quejarme nunca, perdonar de corazón, amar sin contrapartidas, preocuparme más de la verdad que de los chismes y de la opinión parcial, no gloriarme por el triunfo o por la alabanza de los demás, estimar poco el poder, desapegarme de lo material! ¡Gracias, Señor, porque pones a mi lado amigos de corazón que saben con palabras sencillas y gestos amorosos corregir mi corazón tantas veces soberbio y egoísta!

No me mueve mi Dios para quererte, versionado por la hermana Glenda: