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domingo, 30 de octubre de 2022

Cuando Dios llamó a mi puerta

 

Cuando Dios llamó a mi puerta

DiosCuando yo era niño, llamó Dios a la puerta de mi corazón. En aquella temprana etapa vivía tan absorto en los juegos de la infancia que no presté atención a sus palabras lejanas.

Años después volvió Dios a visitarme. Esta vez golpeó con la fuerza de sus nudillos la puerta de mi corazón. Aún recuerdo su voz, pero me asediaban los problemas de la juventud: mi primer amor, los estudios y el ejercicio de diversas cualidades destacables. También en la madurez vino Dios, pero me resultaba imposible escuchar; no encontraba el momento oportuno para responder a su llamada.

Poco antes de morir, estando sumido en las preocupaciones sobre la inminencia del más allá, abrí la rendija de mi puerta para buscar respuestas ante tanta incertidumbre. Me quedé estupefacto: un hombre de cabellos blancos como la nieve y ojos refulgentes permanecía sentado junto a mi endeble corazón. Me acerqué a él y le pregunté qué deseaba. "Yo soy Dios", me dijo. "Llevo aquí sentado durante toda tu vida para traerte un mensaje de felicidad". Entonces, mis manos acogieron una misión maravillosa que pude disfrutar sólo unos momentos antes de morir.

miércoles, 18 de abril de 2018

Hoy no me apetece rezar.


 Desde Dios

«Hoy no me apetece rezar» o «Hoy no tengo ganas de hacer mi oración». Estas expresiones son más comunes de lo que parecen. En el momento de la oración emergen siempre las excusas. Confieso que no me libro de ellas. Hay días que al entrar en el templo o al empezar la oración en casa me encuentro inquieto, poco comprometido, con la cabeza pensando en otras cosas… comenzar la oración me cuesta.
Entré ayer en una iglesia sin demasiada ilusión; me había hecho el propósito de quedarme unos cinco minutos, un «cumplir» vaya. Cansado por la jornada, hastiado por las cargas del día, agotado por los compromisos me arrodillo ante el sagrario. «Señor, con toda la franqueza te digo que hoy no me apetece quedarme mucho tiempo; así que no esperes que me quede aquí acompañándote más de lo normal». Mas claridad y franqueza, imposible. Cuando me siento en el banco invoco al Espíritu: «Ablanda este corazón duro y egoísta». Le explico al Señor —aunque Él ya lo sabe— lo que ha sucedido hoy. Es el diálogo con el amigo. Distraído, miro el reloj continuamente a la espera que vuelen los cinco minutos. «Hoy no me quedaré más, en cinco minutos ya me marcho», me repito.
Pero entre alabanzas, acción de gracias, petición de intercesión por un amigo, volcar mis emociones y mis sentimientos, expulsar aquello que llevo dentro y necesita ser sanado, alegrías que pasan tantas veces desatendidas… ha transcurrido media hora larga. Son los cinco minutos más largos de la historia. Tengo que reconocerlo. Salgo del templo con una alegría desbordante, con un talante nuevo, con una serenidad inexplicable. He sido fiel al Amigo; el Amigo ha sido fiel conmigo.
En el silencio del sagrario, allí donde siempre me espera el Señor, Él comprende mis anhelos y mis angustias. Conoce a la perfección cuál es mi verdadero estado de ánimo. El tiene la llave de mi corazón, solo espera que le autorice para abrirlo.
La enseñanza es clara, directa. La desgana vence habitualmente al ánimo cuando uno tiene que enfrentase a la oración. Si esperas que te venga, por si sola no lo hará. En la oscuridad de la desgana se trata de buscar la luz, salir de la aridez del desierto, del secarral árido del corazón.
Suele ocurrir siempre igual. Al llegar a lo profundo la perspectiva cambia: todo es alegría, esperanza y luminosidad. Hay que dejarse amar por Jesús. Él te ofrece, misteriosamente, lo que necesitas para comunicarse contigo. Envía tu Espíritu para abrir el corazón. No importa el silencio; Jesús también habla en el silencio; a veces también parece guardar silencio a la espera que tu comiences a hablar.
Cuando dices «Hoy no me apetece rezar» o «Hoy no tengo ganas de hacer mi oración» es el momento clave para que Dios actúe, para se produzca ese encuentro fortuito y especial en el que el amor del Padre se desborda sobre ti. Porque Dios es tan sorprendente que le gusta hacerse el encontradizo con el hombre, al que conoce tan bien. Él ya sabe de la aridez del corazón, el estado de ánimo de su interlocutor. En ese «no me apetece o no tengo ganas» hay una respuesta interior del Espíritu que te anima a despreocuparse para que abras el corazón porque cuanto menores son las perspectivas mayores son las fuerzas que te ofrece Dios.
¡Espíritu Santo, tu me llamas a tener fe, confianza y esperanza! ¡Concédeme la gracia de abrir mi corazón al don de Dios, para que también sea corredentor, compañero y servidor, para ser don de Dios para los demás! ¡Espíritu Santo, dulce habitante de mi corazón, abrémelo porque habitualmente lo tengo cerrado y Jesús no puede entrar en él! ¡Abrémelo para que entrando Tú me hagas entender que Jesús es mi Señor con el que todo lo puedo, que me comprende y me acompaña! ¡Hazme, Espíritu Santo, atento a tus inspiraciones, para escuchar las cosas que susurras a mi corazón para que camine con firmeza en la vida cristiana y pueda dar testimonio de que soy seguidor de Jesús! ¡Hazme dócil a tus enseñanzas y a tus inspiraciones! ¡Señor, tu llamas a la puerta de mi corazón y quieres entrar, no permitas que te deje fuera porque te necesito y anhelo que transformes mi vida y la llenes de tu amor, de tu bondad y de tu misericordia! ¡Tú, Señor, prometes entrar en mi ser y sabes lo importante que es Tu presencia en mi vida, me llena de fortaleza y sabiduría para emprender cada una de mis jornadas con total entrega y confianza! ¡Toca, Señor, mi corazón y hazlo coherente entre lo que digo y hago! ¡Concédeme la fortaleza y la coherencia para vivir con intensidad tu Palabra y ponerla en armonía con mis acciones y obrar según tu voluntad! ¡Ayúdame a caminar por senderos de sinceridad, de humildad, de sencillez, de servicio, de generosidad, abriendo mi corazón al amor y a la verdad y convertirme en un auténtico testigo de tu bondad! ¡Ven a mi vida, Señor, y ayúdame a ser transparente en todos mis actos, con el corazón siempre abierto, para reflejar en mi mirada, mis gestos, mis palabras y mis acciones que eres Tú quien habita en mí! ¡Guíame y capacítame por medio de tu Santo Espíritu para enfrentar los retos de mi vida con la mejor actitud! ¡Gracias, Jesús, por confiar en mí a pesar de mis constantes abandonos! ¡Gracias por tu inmenso amor, Jesús, que no merezco por mi miseria y mi pequeñez!
Le pedimos al Espíritu que nos toque el corazón con esta canción:


Palabras que hieren, palabras que sanan.


Desde Dios

 ¿Con cuánta frecuencia dices algo y luego te cuestionas de dónde han salido esas palabras? En ocasiones es la sabiduría que pronuncian nuestros labios lo que más sorprende. ¡Qué lucidez!, se enorgullece uno. Pero lo que más nos sorprende es el sarcasmo, la crítica o la ira con la que uno se expresa. Entonces surge ese susurro interior que te cuestiona: «Hubiera estado mejor callado» o «¿Por qué dije eso tan inconveniente?» ¡Con cuánta frecuencia justificamos nuestra reacción convencidos de que nuestro interlocutor merecía escuchar esas palabras hirientes!
 Cada palabra que pronunciamos tiene un enorme poder. Las palabras que emiten nuestros labios pueden convertirse en fuente de vida o de muerte. Si alguien nos pidiera que recordásemos palabras que nos han herido no nos llevaría demasiado tiempo en reabrir esa cicatriz marcada en el corazón por aquel que dejó la impronta del dolor. Del mismo modo, cualquier palabra benéfica recibida calienta nuestro corazón cuando regresa a nuestra memoria.
He abierto hoy el capítulo 12 del Libro de los Proverbios. Me ha hecho consciente de que las palabras hieren como los golpes de una espada, mientras que el lenguaje de los sabios es como un bálsamo que sana. Y que la muerte y la vida están en el poder del lenguaje, que tienes que contentarte con los frutos que tu lenguaje haya producido. 
Las palabras de la vida nos animan a todos. Pero también es cierto que las palabras irreflexivas pueden terminar con un sueño o demoler la autoestima, ya sea de manera intencional o involuntaria. Toda palabra negativa desalienta a las personas y empeoran las situaciones.
¿Cómo puedo llegar a ser un auténtico discípulo de Cristo que ofrezca palabras de vida cuando me es tan fácil pronunciar palabras de las que luego tengo que arrepentirme? Cuando siga la máxima de ser capaz de sacar la bondad que llevo en mi corazón porque de la abundancia del corazón habla mi boca y cuidando los pensamientos con los que entretengo mi corazón. Esto equivale a invitar al Espíritu Santo a hacerse cargo de todos mis pensamientos para que las actitudes correctas reemplacen aquellas revestidas de negatividad. Así, las palabras de la vida saldrán de manera natural de mi corazón.
¡Señor, cuanto tengo que aprender de Ti que en los momentos de mayor tensión, en el límite de tu paciencia, supiste callar y no responder! ¡Gracias, Padre, por el ejemplo vivo de tu Hijo Jesucristo! ¡Gracias, Jesús, por hacerme comprender que este es el camino y esta es la mejor actitud! ¡No permitas Espíritu Santo que salgan de mi boca palabras hirientes, frases despectivas, respuestas punzantes pues quiero parecerme a Jesús! ¡Espíritu Santo concédeme la gracia de la humildad y la sencillez para callar cuando conviene! ¡Ayúdame a encontrar en Jesús y en la luz del Evangelio las palabras adecuadas para que ser testimonio de verdad y de amor! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a aprender a callar y vivir en la Palabra de Jesús; ayúdame a hablar y proclamar su Palabra! ¡Concédeme la gracia, si conviene, de hacerlo desde la cruz porque allí es desde donde se perdona de corazón, se construye la paz y se es fiel a la voluntad del Padre! ¡Pero ayúdame a no permanecer callado ante las mentiras que atacan a la Verdad!
Sublime gracia (Amazing grace):

sábado, 24 de marzo de 2018

La “pobreza de espíritu”, ¿que alguien me explique qué es?

Para algunos, “la clave de la vida espiritual”

Lo leemos en San Mateo 5, 1-12: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos”. El papa Francisco insiste que el las Bienaventuranzas son “el único camino de la verdadera felicidad y único medio también de reconstruir la sociedad”.
Pero concretamente, ¿qué tipo de pobreza es la “de espíritu”? Jacques Philippe, sacerdote de la Comunidad de las Bienaventuranzas, en la que ha desempeñado responsabilidades, piensa que “el mundo de hoy “está enfermo de su orgullo”, de su “avidez insaciable de riqueza y poder, y no puede curarse sino acogiendo el mensaje de las Bienaventuranzas”.
El padre Philippe es un sacerdote que predica ejercicios en todo el mundo y cuya obra se encuentra en español editada por completo por la editorial Rialp.com.
La “pobreza de espíritu”, es para el autor “la clave de la vida espiritual”.
Jacques Philippe, en La felicidad donde no se espera. Meditaciones sobre las Bienaventuranzas, reconoce que cuando él era un joven sacerdote, “tenía cierta dificultad para predicar sobre las Bienaventuranzas”.
“Las Bienaventuranzas son una promesa de felicidad: no se trata de una felicidad o una satisfacción simplemente humana”. El texto griego evangélico usa la expresión “ptochós to pnéuma” (pobres en el espíritu), o según en qué traducción, “los que tienen un corazón pobre”.

La pobreza “buena”

Hay una pobreza negativa: miseria material o moral, vacío interior, que “por supuesto hay que combatir, y es lo que hace la Iglesia”.
Pero también hay una “pobreza que es buena, fuente de vida y de alegría”. Se trata de “una forma de libertad, la libertad de recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente”.
“La pobreza de corazón es a fin de cuentas la libertad de recibirlo todo gratuitamente, sin que nuestro ego, sus pretensiones y reivindicaciones, se interpongan”, explica este biblista.
Supone “una muerte a sí mismo, un desprendimiento radical”.
Una de las afirmaciones más recurrentes del Antiguo Testamento y en los Salmos en particular es la de la ternura de Dios para con el pobre que acude a Él.
Ser pobres es en primer lugar “estar en la verdad de Dios”, reconocer “nuestra limitación radical de criatura” y también “nuestra total dependencia de su amor”.
Esta toma de conciencia conduce a la humildad, al arrepentimiento, pero nunca a la tristeza o al desánimo”, aclara Philippe.
“Ser pobre de espíritu significa aceptar la total dependencia de la misericordia de Dios”. No tener nada, no ser nada por sí mismo, pero recibirlo todo, con una conciencia muy viva de la gratitud absoluta de los dones de Dios.
En la pobreza de corazón es muy importante “no reclamar nada, no reivindicar nada por el bien que hemos realizado”.

viernes, 9 de marzo de 2018

¿Si no me gusta la cruz puedo ser cristiano?

Me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad

Me cuesta aceptar el mal. No entiendo la maldad que veo y toco. No comprendo las injusticias que me hieren. Me rebelo ante la muerte de un niño inocente. Ante las calamidades provocadas por la naturaleza indómita.
Busco a Dios como juez culpable de todo lo que pasa. Porque Él lo ha creado todo. Culpo su poder, su omnipotencia.
Me dicen para calmarme: “Está en su plan”, “Dios lo ha querido así”, “tendrá algún sentido en su corazón”.
Pero yo sigo sin comprenderlo. Y aún más me rebelo con estas explicaciones, porque no lo entiendo.
Tampoco logran consolarme los que no han sufrido mis mismos males. Yo solo conozco mi dolor: “Porque al que sufre, los consuelos de un consolador dichoso no le resultan de gran ayuda, y su mal no es para nosotros lo que es para él”[1].
No saben lo que yo sufro. Y no acepto un consuelo de quien no padece mi mal.
También me dicen que Dios me lo ha mandado y que habrá algún sentido escondido detrás del sinsentido. Que viene de su mano y es bondadoso. Y me quiere con locura aunque no lo note en mi desgarro.
Sé que el bien está unido a su amor. ¡Cuántas veces le agradezco por todo lo bueno que me ocurre! ¿Pero el mal? No lo entiendo.
El mal parece que solo lo permite. Pero me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad. Un Dios que lo tolera todo sin hacer nada por solucionarlo.
Eso se llama omisión.
Es como un padre que abandona a su hijo en medio de una injusticia permitiendo su dolor. O lo deja ahogarse sin tenderle una mano salvadora. ¿Cómo no voy a condenar a ese padre injusto, cómplice del mal? Lo condeno.
Condeno a Dios por su pasividad. No lo puedo amar. Me parece un Dios débil, pusilánime. No sé muy bien cómo explicar entonces el sentido del mal a quien me pregunta. Yo mismo me turbo y me duele muy dentro.
En la película La Cabaña escucho una afirmación sobre Dios que me da algo de luz: “Puede hacer un bien enorme a partir de tragedias, pero eso no significa que Él orqueste esas tragedias”.
Sí, Dios puede sacar un bien inmenso de un mal que Él no ha querido. Él no lo ha orquestado. Él no quiere que yo sufra. Eso me da paz.
El otro día leía: “Los cristianos saben que Dios no desea el mal. Y si ese mal existe, Dios es su primera víctima. El mal existe porque no se recibe su amor. Un amor ignorado, rechazado y combatido. Cuando más monstruoso es el mal más evidente se hace que Dios es, en nosotros, la primera víctima”[2].
Dios mismo es víctima del mal. Dios participa de mi mal. Herido por mi mal. No lo entiendo, pero sé que Dios está ahí, en medio de mi cruz. Su amor se hace presente en mi dolor.
No me gusta el sacrificio, ni renunciar, ni sufrir. Me dicen que en el mal Dios me educa para hacerme fuerte.
Pero me hace daño esa forma de educar. Yo no educo así, al menos. No me gusta castigar con dureza para que aprendan. No hago daño para que mi hijo comprenda cuánto lo amo. No lo dejo solo en su desgracia para que se haga fuerte sin mi ayuda.
Dios no es así. Él me sostiene en mi dolor, solo eso. Sólo quiere que sea feliz.
Pero también sé que ese sufrimiento del que huyo es el lugar en el que aprendo a vivir. Porque cuando sufro, me curto, me hago más fuerte. En las duras batallas me hago resistente al desánimo. Más resiliente para no caer en la depresión.
Cuando mi vida no es fácil me esfuerzo y crezco y me hago más hombre. Dejo de ser un niño dependiente y frágil.
Me recuerda a ese gusano que lucha por salir del capullo y al final lo consigue. Ese esfuerzo imposible fortalece sus alas y así la mariposa en la que se ha convertido puede volar.
Si yo le ayudara a salir evitando su esfuerzo, sus alas no le permitirían volar. Eso lo entiendo.
Al luchar por vencer en la tormenta, por salir de las desgracias, por vencer en el abandono y en el fracaso, veo cómo mis alas se hacen más fuertes.
Mis músculos, mi alma. Y puedo volar más alto, llegar más lejos. Me hago fuerte, con más resistencia al desánimo.
Salir adelante en medio del temporal me da más capacidad para tolerar la frustración. Puede hacerlo el dolor, el sufrimiento.
Las dificultades que me abruman me acaban haciendo más fuerte. La comodidad y la vida fácil me debilitan. Lo he visto tantas veces. Sé que me cuesta la cruz.

[1] Paul Claudel, La anunciación a María, 34
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66