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lunes, 24 de octubre de 2016

En una antigua basílica de Roma está la huella de una hostia milagrosa

El milagro eucarístico tuvo lugar en el año 595 durante una misa celebrada por el Papa Gregorio Magno


La huella de una hostia milagrosa quedó impresa en un escalón de una iglesia de Roma. Estamos en el año 595 y la huella de este evento sigue visible en la basílica de Santa Pudenciana, una de las más antiguas iglesias de la ciudad, que se remonta a la época romana.
La hija del senador
Según la mayor parte de los historiadores, el senador romano Pudente hospedó al apóstol Pedro en su casa, que se encontraba precisamente donde la iglesia tiene sus cimientos.
El nombre de la iglesia deriva del nombre de la hija del senador. Pudenciana y su hermana Práxedes, aunque no fueron martirizadas, se volvieron célebres porque limpiaron la sangre de los mártires tras su ejecución.
El anatema del Papa
La iglesia es célebre porque “aloja” el testimonio de un evento extraordinario.
En realidad la reliquia del milagro eucarístico de santa Pudenciana se conserva en Andechs, Alemania, en el monasterio benedictino. Pero el hecho se verificó en Roma en 595 durante una celebración eucarística presidida por el papa San Gregorio Magno.
En el momento de recibir la comunión, una noble mujer romana comenzó a reír porque dudaba de la veracidad de la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados. El papa, entonces, perturbado por su incredulidad, decidió no darle la comunión y en seguida las especies del pan mutaron en carne y sangre.
En la Capilla Caetani
Todavía hoy es posible ver la huella milagrosa dejada por la Hostia que cayó en el escalón del altar de la Capilla Caetani.
Entre las obras más importantes en que se menciona este milagro eucarístico, está la Vita Beati Gregorii Papae escrita por el diácono Pablo en 787.


¿Ser santo? ¡Hágase!

orar-con-el-corazon-abiertoSantos somos todos los cristianos, pero esta expresión se ha atenuado tanto que para la mayoría de la gente ha perdido su significado auténtico. Sin embargo, Cristo les da a sus apóstoles y a toda la comunidad cristiana un mandamiento específico: que seamos santos, perfectos, comportándonos dignamente de acuerdo con nuestra vocación. Y esta llamada es una invitación interior del Espíritu Santo que, por medio de su gracia, nos renueva constantemente para comprometernos con mayor fidelidad ante las múltiples dificultades que se nos presenta cada día.

Como la santidad es lo que me identifica como Hijo de Dios y como coheredero del reino de Cristo, ser santo es sujetarse a Su voluntad, agradarle en todo, servirle con el corazón abierto, ofrecerse uno mismo como sacrificio auténtico para agradarle siempre. Es la marca que me distingue del mundo.
Por tanto para ser santo no es necesario hacer grandes obras, ni grandes esfuerzos, ni grandes sacrificios. Para ser santo basta con vivir sencillamente y con humildad nuestro camino cotidiano a imitación de aquella joven de Nazaret de nombre María cuyo «¡Hágase!» derramó en ella el Señor toda su gracia. Y esto pasa por ponerse primero en oración, en presencia de Dios, y pedirle al Espíritu Santo que nos colme como nos llenó en el día de nuestro bautismo y, con el corazón profundamente transformado, nos cubra de su amor para poder siempre vivir y actuar santamente.
La santidad es una gracia, un don que se obtiene gratuitamente cuando el corazón está predispuesto a recibir y dar en consonancia con el «hágase» de aquella sirvienta de Dios. Un «hágase» que no busque mi propia satisfacción sino el servicio desinteresado. Un «hágase» que sólo busque abrir el corazón a Dios y a los demás. Un «hágase» para que se «haga en mi según tu palabra». Un «hágase» para, en la sencillez de mi corazón, sentir la alegría plena y la paz interior de ser santo, de sentirse lleno de la fuerza del Espíritu Santo porque le he permitido a Dios morar en el sagrario de mi corazón. Un «hágase» para convertirme en tabernáculo vivo en el que se hagan presentes todas las gracias y bendiciones divinas para llevarlas a los demás. Pero ese «hágase» requiere verter en la incineradora el egoísmo, las malas contestaciones, el mal carácter, la apatía, la pereza, la falta de amor y caridad, la soberbia, la autocomplacencia, la tibieza, la prepotencia, la avaricia, el orgullo... y tantos otros impedimentos que me dificultan crecer en santidad.

¡Señor, gracias porque nos ofreces la oportunidad de ser santos! ¡Gracias, porque la santidad es un don gratuito tuyo que das a cada persona que lo anhela y lo busca con el corazón abierto! ¡Señor, hazme comprender que la santidad no es un premio que merezca por mis buenas obras sino porque tu divino amor me da la oportunidad de ser santo! ¡Haz que todas mis obras, Señor, nazcan de mi amor por ti y no para satisfacerme a mi mismo y ganarme el respeto de los demás! ¡Capacítame, Señor, a través del Espíritu Santo para que mi obrar sea auténticamente santo! ¡Lléname, Señor, de tu amor para que mi obrar esté fundamentado por este amor por mí! ¡Quiero acoger, Señor, el don de la santidad que surge de tu infinita misericordia! ¡Quiero ponerse siempre en tu presencia, Señor, para que tu acción santificante me llene siempre de Ti! ¡Ayúdame, Señor, a través de tu Espíritu para que en cada encuentro personal contigo en la oración y en los sacramentos se convierta ante todo en una oración que me capacite para ser tuyo, para vivir una caridad auténtica, un amor auténtico, un sacrificio auténtico por los demás! ¡Ayúdame, Señor, a entender que ser santo es vivir la sencillez de la vida! ¡Señor, te abro las puertas de mi pobre y humilde corazón para que entres en él, dispuesto a recibir tu gracia! ¡Ayúdame, Señor, a olvidarme de mi mismo, a apartar de mi vida el egoísmo y la soberbia, la tibieza y el orgullo, la avaricia y las malas intenciones! ¡Y al igual que hizo tu Madre, Señor, quiero exclamarte: «¡Hágase siempre en mi vida tu palabra y tu voluntad»! ¡María, Madre de Amor y Misericordia, no permitas que nunca me desvíe del camino de la santidad y ruego por mí que soy un pecador! ¡Ayúdame, María, a consagrarme al Señor y Dios!
Para ser santos, cantamos hoy con Jesed:

sábado, 22 de octubre de 2016

Consejos de Dios

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Tengo un amigo, al que quiero mucho, que se encuentra en una situación muy desesperada. Separado de su mujer —con un divorcio traumático— que le dificulta ver a sus hijos pequeños, con muchos problemas en su trabajo, emocionalmente hundido y con la autoestima baja. Mimbres de desolación en su vida. Me envía un mensaje al móvil: «Necesito que reces MUCHO por mí, estoy estancado».

Como todo lo ve tan negro no es consciente de las cosas trascendentes que pueden sucederle. El estancamiento llega al corazón del hombre cuando uno no tiene claro hacia dónde se dirige su vida. Nadie ha sido creado para llevar una vida vacía y sin sentido. Pero su gran defecto es que no escucha. A nadie. Solo cree en si mismo y en lo que le dicta su conciencia.
Cuando son numerosas las personas que te recomiendan algo específico probablemente es porque esa es la decisión que uno debe adoptar. Y llevarlo a la oración para, a la luz de la revelación, contemplar si uno debe llevar adelante los cambios necesarios en su vida y sus proyectos vitales.
Muchas de las personas que nos rodean son instrumentos que el Señor utiliza para encaminarnos. No es una decisión sabia cerrarse a escuchar los consejos de amigos y familiares; en su infinita sabiduría Dios derrama diferentes tipos de habilidades, palabras y conocimientos en los demás para nuestro bien.
Dios necesita lámparas para iluminar, manos para bendecir y palabras para expresarse y muchas personas lo son. Siempre surge alguien que nos ofrece ese consejo que da la respuesta a nuestra inquietud. Se trata de escuchar las voces correctas, aprender a discernir si un consejo surge de un corazón que ama o es interesado, si proviene de una persona con doble intención o desinteresada, de que sinceramente pretende ayudarnos o tiene un propósito escondido.
Pero la base es aceptar que sin Dios no podemos nada, que somos imperfectos, que solo Dios lo sabe todo y que en el camino errado es necesario aceptar y recibir la corrección para evitar cometer el mismo error. Con la humildad de un corazón pequeño.

¡Padre, envíame tu Espíritu para que mis oídos me guarden siempre de los malos consejos y me hagas atento cuando la voz que habla es la tuya para darme lo que necesito! ¡Señor, te doy gracias por el pan espiritual que provees para cada uno de nosotros y nuestras familias! ¡Señor, guíanos y ayúdanos con la fuerza de tu Espíritu para que podamos silenciar nuestras mentes y podamos escuchar con el corazón! ¡Ayúdanos a ser cada día más humildes y recuérdanos que nuestro primer objetivo es servirte a ti y a nuestro prójimo! ¡Espíritu Santo, ilumíname para cumplir siempre con el plan que tiene Dios preparado para mí! ¡Ayúdame a identificar siempre tus dones espirituales y a ponerlos en práctica! ¡Espíritu Santo danos la fuerza para sostener nuestra cruz y comprender que Cristo es el Redentor del mundo y solamente por medio de Él alcanzamos la sanación! ¡Señor, ayúdame a ser lámpara para iluminar, mano para bendecir y palabra para expresar tu Palabra y tu bondad a los demás!
Me rindo ante Ti, le cantamos hoy al Señor:

Cristo muere de esperar la muerte

orar-con-el-corazon-abiertoTal vez la última frase del Nada te turbe, salmo íntimo de Teresa de Jesús, sea el más conocido de la santa de Ávila. Ese «solo Dios basta» que hemos cantado, rezado, meditado y aconsejado al que pasaba por una situación difícil nos permite comprender que Dios está siempre por encima de todo. Ayer leí una frase suya que me invita a la meditación: «Cristo muere de esperar la muerte», también de la santa de Ávila. Impresionante reflexión. Nos lamentamos de la pérdida de los seres queridos. El desgarro para nuestro corazón es enorme. La pena del adiós nos deja una gran congoja en el alma. Contemplo hoy la Cruz, a ese Cristo que muere de esperar la muerte para dar sentido a mi caminar cristiano, para redimir mis pecados, para enseñarme quien soy y cuál es mi dignidad como hijo de un mismo Padre en el Espíritu. Esa cruz de la que pendió Cristo con los brazos abiertos me enseña hoy que no puedo pasar ni un momento sin amar al prójimo como a mí mismo. Que mi destino es la eternidad. Que la cruz es el signo de amor más grande jamás creado. El del Amor del Padre por mi y por todos los hombres; por eso el Príncipe de las Tinieblas odia con tanta crudeza la Cruz, porque le recuerda a toda hora el amor infinito que Jesucristo tiene por todos los hombres. Tan potente es el signo de la Cruz que es enseña de reconciliación con los hombres por Dios creados y con todo el orden de la creación. Por si sola la cruz es el camino hacia el cielo.
Quisiera contemplar hoy la Cruz como lo hizo santa Teresa, llevando a Cristo en lo mas íntimo de mi ser para fortalecer mi esperanza, para hacerlo el centro de mi vida, para abrirle de par en par las puertas de mi corazón, para confiar plenamente en Él, para amar mucho, para dejarme guiar por el Espíritu, para sentirme digno hijo de Dios, para aprender a mirarlo en la Cruz. Solo con que el Espíritu de Dios me otorgue un mínimo de la sabiduría, de la devoción, de la mirada y la espiritualidad de santa Teresa para amar y entregarse al Señor sería el ser más feliz.
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas donde murió el Señor para la redención de mis pecados y para darme luz eterna y librarme del mal! ¡Señor, te contemplo en la Cruz y me acongojo por los muchos padecimientos que tuviste que recibir durante la Pasión, que todos estos sufrimientos sirvan para concederme los bienes espirituales y corporales que más me convengan para mi salvación!
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, eres el signo y el emblema de mi vida, la gran esperanza para sentirme perdonado por este Cristo sacrificado a quien espero servir ahora y honrar en la vida eterna!
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, me abrazo a ti para que marques el camino de mi vida, para encontrarme con el Señor y acompañarle en mi peregrinar!
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, que tu sola contemplación me haga más humilde, más sencillo, más paciente, más servicial, más generoso, más pequeño!
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, conviértete en la luz que me ilumina y me guía, aleja de mi corazón cualquier temor a la muerte, revísteme de tu fuerza, conviértete en mi esperanza, derrama el bien en mi alma y en mi corazón, aleja de mí cualquier tipo de tentación y de pecado, conviértete en mi esperanza!
¡Oh Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, dame el valor para soportar mi cruz a imitación de Cristo, enséñame a llevar con amor, paciencia y esperanza todos mis sufrimientos y que el temor que tengo por ellos se convierta en virtud!
¡Que yo adore la Santa Cruz de Jesucristo por siempre! ¡Jesús de Nazaret crucificado, ten piedad de mí!
Nuestra fuerza es la Cruz, del compositor del Vaticano Monseñor Marco Frisina;

viernes, 21 de octubre de 2016

Unir el alma a Dios

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Una de las cosas más hermosas con las que puedo disfrutar cada día es la comunión. No hay nada más intenso en mi vida que este momento. Es como permanecer arrodillado a los pies de Cristo. Y en esos cinco, diez, quince... minutos en los que permanezco en la iglesia después de la comunión mi alma se siente íntimamente unida a la de Jesús. Son momentos de una intimidad impresionante en la que tienes el gozo de poder contemplar a Cristo como muy probablemente lo estarán haciendo en el cielo todos aquellos que han llegado a la dicha de la eternidad.

Te encuentras en actitud abierta sentado en el banco o agazapado en el reclinatorio y todo lo terrenal, todas aquellas preocupaciones que te embargan, desaparecen ante el gozo inmenso de tener a Cristo en tu interior. Y te sientes feliz de poder decirle al Señor: «Gracias, por estar en mi y conmigo», «¡Aquí me tienes, Señor!»...
Son instantes de gozo que permiten concentrar toda la atención única y exclusivamente en aquel que se ha transfigurado para estar cerca de mí. Me viene a la mente la figura de aquel ciego, que en el camino de Jericó, oyendo a la muchedumbre seguir al Señor, aprovechando que pasaba a su vera, aún sin poderle ver, le llama y le pide que se acerque a él. Esa llamada es una llamada de transformación interior. Aquel ciego de Jericó estaba perdido pero, en su sencillez, fue capaz de llamar al Cristo que pasaba. No sabemos, porque no lo dice el Evangelio, que se hizo de él. Pero seguro que en alma, en lo más profundo de su alma, el Maestro debió permanecer siempre. Por eso, después de la comunión, siempre le puedes decir al Señor que antes de comulgar has afirmado «que no soy digno de que entres en mi casa, pero ahora estás aquí, en tu casa, porque mi alma es tuya y te pertenece y puedes hacer de ella todo lo que quieras».
Hoy, en lugar de la oración personal que habitualmente acompaña a la meditación, comparto esta hermosa oración universal del Papa Clemente IX que, por su belleza y profundidad, nos pueden ayudar a orar después de la comunión:
«Creo en Ti, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero en Ti, pero ayúdame a esperar con más confianza; te amo, Señor, pero ayúdame a amarte más ardientemente; estoy arrepentido, pero ayúdame a tener mayor dolor.
Te adoro, Señor, porque eres mi creador y te anhelo porque eres mi último fin; te alabo porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en Ti, porque eres mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor mis pensamientos, para que se dirijan a Ti; te ofrezco mis palabras, para que hablen de Ti; te ofrezco mis obras, para que todo lo haga por Ti; te ofrezco mis penas, para que las sufra por Ti.
Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres Tú, quiero como lo quieras Tú y durante todo el tiempo que lo quieras Tú.
Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que inflames mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi alma.
Ayúdame a apartarme de mis pasadas iniquidades, a rechazar las tentaciones futuras, a vencer mis inclinaciones al mal y a cultivar las virtudes necesarias.
Concédeme, Dios de bondad, amor a Ti, odio a mí, celo por el prójimo, y desprecio a lo mundano.
Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, ser comprensivo con mis inferiores, saber aconsejar a mis amigos y perdonar con mis enemigos.
Que venza la sensualidad con con la mortificación, con generosidad la avaricia, con bondad la ira; con fervor la tibieza.
Que sepa yo tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor frente a los peligros, paciencia en las dificultades, humildad en la prosperidad
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mis conversaciones y a llevar una vida ordenada.
Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener la salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.
Concédeme, Señor, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme del infierno y alcanzar el paraíso.
Por Cristo nuestro Señor. Amén».
«Eucaristía, milagro de amor», cantamos hoy: