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jueves, 13 de abril de 2017

Lavarme las manos ante Jesús

orar con el corazon abierto
Hoy la imagen se dirige hacia el pretorio. Allí Pilatos ordena que le traigan una jofaina llena de agua y se lava las manos. Ante el tumulto ensordecedor y el gentío que exige la muerte de Jesús, al que contempla sereno y con mucha paz interior, levanta su mano para que cese el ruido y exclama timorato: «Soy inocente de la sangre de este hombre». Y pienso: ¡Ay, Señor, cuántas veces me he lavado las manos y no he dado testimonio de la verdad!

Todo porque ante su insistencia Jesús no le niega su condición de Rey. ¡Es que es el Rey del Universo pero, sobre todo, es el rey de nuestro corazón, de ese corazón que tantas veces exclama: «¡crucifícale, crucifícale!»!
Y es que Cristo anhela ser el Rey de nuestros corazones. Acepta por amor —un amor tal vez incomprensible a los ojos humanos— a pasar por el suplicio de la Pasión, a entregarse sin queja alguna a sufrir el oprobio de sus verdugos. Prisionero, escupido, humillado, vejado, flagelado, coronado de espinas, insultado, arrastrado... ¡Señor mío, te ofrezco mi corazón consciente de lo que padeciste por mí!
Pronunciar esta frase tiene muchas implicaciones para mí. Y las tiene porque de verdad creo, siento y deseo que Jesús, el Rey de Reyes, sea Rey de mi corazón; a Él le debo y le someto mi vida, mis anhelos, mi voluntad, mi querer.
No deseo ser ambiguo como Pilatos. Quiero complacer a Jesús. Lavarme las manos ante Jesús, mi Rey y mi Salvador, es un acto de cobardía, de ambigüedad, de falta de compromiso con él. No quiero cometer la misma falta que tuvo Pilatos, no deseo mantenerme neutral ante la verdad de las cosas por eso deseo ardientemente entregarle mi corazón, mi vida y mi alma a Cristo. Sobre todo, porque Cristo desea mi santidad y esta se alcanza con el compromiso veraz. No lavándose las manos en la jofaina de la ambigüedad.

¡Señor, tu imagen preso en las manos de Pilatos me conmueve y me sobresalta! ¡Observo mientras Pilatos se lava las manos para ofrecerte como mercancía que mis pecados se hacen presente en el odio cerril de aquellos que exigen tu crucifixión! ¡Pero yo, Señor, quiero que reines en mi corazón, no quiero ofenderte ni condenarte! ¡Quiero, Señor, que seas mi Rey y mi Soberano! ¡Señor, tu sabes lo que anida en lo más íntimo de corazón, me das la libertad para actuar; no permitas que me lave las manos mostrándote indiferencia y cobardía! ¡Señor, tu eres mi Dios y no tengo más rey que tu! ¡No permitas que te juzgue pecando contra ti y contra los demás! ¡No permitas, Señor, que te abandone nunca pues deseo acompañarte en el dolor y la contrariedad y aprender de Ti a tener siempre mucha paciencia para afrontar los vaivenes cotidianos y ofrecerlos por amor a Ti y a los demás! ¡Ayúdame a no eludir mis responsabilidades ni la verdad, a tener siempre el coraje de estar junto a lo que es cierto, a no buscar argumentos para quedar bien! ¡Ayúdame a que mis intenciones sean siempre bendecidas por Ti, a no justificar mis conductas y que mis hechos vayan acorde con mi buena voluntad! ¡Señor, envía tu Espíritu sobre mi, para que mi corazón sea dócil a la voz de la conciencia que anuncia siempre la verdad y haz que tu Santo Espíritu me indique siempre el camino a seguir!
Un bellísimo Ecce Homo («He aquí al hombre»), palabras de Pilatis antes de lavarse las manos y la conciencia ante el Señor:

En mi Getsemani

El domingo Jesús entró en Jerusalén montado en un humilde pollino. Hoy ya sabe lo que le aguarda entre enemigos llenos de odio que llevan días, desde la resurrección de Lázaro, con ansias por prenderle. Uno del grupo íntimo, teórico amigo, está presto a venderlo por treinta monedas de oro mancillado por esa tibieza que tiene su culmen en el beso de la traición. Los tres discípulos escogidos para acompañarle duermen incapaces de orar en esa noche larga, triste y oscura, la más dolorosa de la vida de Jesús. Los vítores del domingo han quedado atrás. Solo se «escucha» el silencio desgarrador de Getsemaní, en medio de la tiniebla. Caído de rodillas y sudando sangre, tal es el dolor, ruega en su oración al Padre que pase de Él este cáliz. Queda pocas horas para la entrega, para la llegada de esos soldados al que el impetuoso Pedro hará frente y cortará a Malco su oreja. Poco tiempo para poner su mano sobre la herida abierta y sanarla. Tiempo para cruzar su mirada con Pedro, elegido roca que sustente la Iglesia, y que aun así le negará tres veces antes de que cante el gallo y saldrá corriendo a llorar amargamente consciente de su abandono. Quedan por delante acusaciones falsas, conspiración del Sanedrín, un juicio injusto, manos que se lavan exculpándose de un crimen y un malhechor beneficiado por tanta mentira orquestada en su contra. Y eso no es todo. Insultos, golpes, escupitajos, azotes, una corona tejida de espinas sobre la cabeza, largos y terribles clavos, reparto infame de sus vestiduras, una esponja empapada en vinagre, burlas de los presentes al verlo prendido en la Cruz, un ladrón cuestionándole su divinidad, una lanza penetrada en el costado y la muerte en Cruz. ¡Impresionante testimonio de amor!

¡Qué soledad la del Señor desde Getsemaní! ¡Qué triste comprender como sentiría la soledad humana, el abandono, el sufrimiento, el miedo, la amargura! ¡Qué tristeza entender como tuvo que vivir la angustia a solas con el Padre, sin la presencia de los seres humanos por Él creados! ¡Que desazón ver que no hubo nadie capaz de dar consuelo y sanar aquel corazón herido que a tantos dio la vida, la esperanza, la vista, que había saciado tantos estómagos, que tantas lecciones de amor había ofrecido! ¡Y allí está, enfrentado a su muerte en Cruz rodeado de soledad!
En ese huerto repleto de olivos su oración es de súplica. El Espíritu de Dios le cubre. Tiene que ser profundamente desgarrador sentir el peso del pecado caer sobre tu corazón. ¡Pero cuanto amor hay en este Cristo, amor de los amores! ¡Cuanto amor por el ser humano para hacer la voluntad del padre y derramar su sangre para dar nueva vida al mundo. Cristo, el Rey de Reyes, el INRI de lo alto de la cruz, el médico de cuerpos y almas, el maestro divino, dijo «hágase» como su Madre. Y ese «Sí» salvó a la humanidad entera.
Ayer miércoles santo entiendo que debo hacer siempre como Jesús. Aceptar la voluntad del Padre. Permanecer en mi Getsemaní particular despierto, atento; soy conocedor de que se trata de un lugar donde impera el dolor, la turbación, la angustia... pero también es ese espacio en el que, ante la incertidumbre que conlleva el sufrimiento, puedes tomar las decisiones más acertadas. Allí, en el silencio, oras y velas esperando la respuesta del Padre responda. Allí Dios escucha atento, lee el corazón suplicante, asume tu soledad y tu fragilidad humana, tus angustias y temores, y exhala con la fuerza del Espíritu una brisa fresca y una fragancia de vida que llena de rocío esa aridez bendecida por Él.

Hoy no surge de mis labios oración alguna. Me siento incapaz de hacerlo. Prefiero mantenerme en silencio consciente de que estoy entre los que le abandonaron y me dormí en Getsemaní. Solo puedo musitar compungido: ¡Perdón, Señor, perdón; no tengas en cuenta mis abandonos ni mis faltas! ¡Comparto tanto tu tristeza como tu soledad y mi total adhesión a la voluntad de Dios!
En mi Getsemaní, cantamos en oración en este miércoles santo tan cercano a la Pasión del Señor:

martes, 11 de abril de 2017

Una lampara con la luz de Cristo

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Debido a una avería en el tendido, los edificios de mi barrio quedaron durante un buen rato completamente a oscuras. Fue necesario encender unas velas para iluminar las estancias de mi hogar. Y para moverse por la casa utilizar una linterna que diera luz. No se podía encender el horno, ni el ordenador, ni cargar el teléfono móvil ni, por supuesto, encender una lámpara.

Me recuerda esta situación de oscuridad cómo Jesús nos habla de la necesidad de ser luz y de encender la lámpara. Los hombres no alumbramos con nuestra propia luz, lo hacemos con la luz que proviene de Él. Si no lo hacemos así podemos confundir nuestras propias ideas, gustos y opciones con las de Cristo, y actuar, proponer y vivir de forma que nada tenga relación con Él. De ahí que esta imagen repentina de oscuridad me invita a pensar que cada día debo encender mi propia lámpara con la luz de Cristo. Es la luz de Jesús lo que ilumina la sociedad, no mi propia luz por mucho éxito personal que pueda pensar que atesoro. Yo seré capaz de iluminar si soy capaz de ser reflejo de la luz del Señor.
Pero esta luz no es únicamente doctrinal sino esencialmente testimonial: vida que transforma la vida. Luz que me lleva a cambiar interiormente, que cambia mi corazón, mi relación con los demás, mis actitudes, la manera de valorar las cosas y afrontar la realidad de mi vida. Solo puedo ser luz auténtica en el momento en que hago verdad las enseñanzas de Cristo según sus criterios y no los míos y eso exige mucha renuncia, humildad, generosidad, sencillez y grandes dosis de pobreza de espíritu.
Cuando Jesús me invita a ser luz y a convertirme en lámpara lo que realmente me pide es que actúe como Él, que sienta como Él, que hable como Él, que sirva como Él, que piense como Él, que obre como Él... que sea todo en Él. Es decir, iluminar mi vida con la fuerza de su luz y no con la tenue y apagada de mi propio yo.
Sin encender la luz de Cristo en mi corazón solo adoctrinaré a los que están a mi alrededor pero nunca los evangelizaré porque no verán en mi luz sino un foco de contradicción.

¡Señor, pongo junto al icono con tu imagen una vela encendida y con las manos abiertas, como quien espera tu amor y misericordia te digo que quiero ser luz! ¡Señor Jesús, Tú me invitas a ser luz del mundo, Tú me comprometes en tu misión, Tú me invitas a ser tu testigo, ayúdame a vivir mi adhesión a ti con autenticidad y contagiar a otros todo lo que Tú haces en cada uno! ¡Obséquiame, Señor, con la gracia de mostrar con mi vida lo que creo y lo que Tú haces por mi! ¡Dame la gracia de dar testimonio de ti, de anunciarte con mi vida, de comunicarte con mi manera de ser, de anunciarte con mi presencia, para que otros encuentren en ti la vida y la plenitud que Tú me ofreces!. ¡Que mi luz siembre ternura en las rostros tristes y atribulados por los avatares familiares o la difícil situación económica, personal o profesional! ¡Que mi luz transmita bondad para consolar y alentar a los que se encuentran decaídos por lo que les toca vivir! ¡Que sea luz faro de luz en medio de las tormentas d este mundo empeñado cada día en negarte! ¡Vive en mí, Señor, para asemejarme a Ti en todo!

Todo a su diositiempo

orar-con-el-corazon-abierto
Dificultades siempre encontraremos en nuestro caminar aunque para cada dificultad hay siempre una solución.
Problemas siempre encontraremos aunque cada problema siempre pueda ser resuelto.
Incertidumbres siempre encontraremos en el camino aunque cada incertidumbre siempre puede ser aclarada.
Incomprensión siempre encontraremos aunque cada incomprensión podamos siempre revertirla.
Las dudas siempre existirán aunque cada duda siempre tendrá una respuesta clarificadora.
Las ofensas siempre las encontraremos aunque cada ofensa puede ser mitigada por el perdón.
Los menosprecios siempre existirán aunque cada menosprecio puede ser superado con un chispazo de reconciliación.
Dificultades, problemas, incertidumbres, incomprensión, dudas, ofensas, menosprecios… todas estas situaciones las encontraremos en algún momento en nuestra vida y todas tienen su tiempo y su momento para ser solventadas. Para ello, es muy importante poner a Cristo en el centro porque Él es el único dueño del tiempo. Todo se cumple siempre según el tiempo y la voluntad de Dios. Así que poniéndolo todo en sus manos, en el silencio y en la claridad de la oración, uno encuentra esa respuesta que sólo Él puede ofrecer.
Es la confianza en Dios la que abre horizontes, la que permite vivir en la esperanza, la que nos hace conscientes de que el tiempo está siempre en sus manos y que todo lo que nos ocurra es para nuestro bien.

¡Señor, sabes que son muchos los momentos en los que la incertidumbre atenaza mi vida, que los problemas se me presentan de manera inesperada, que las dificultades me hacen perder la serenidad, que las dudas me impiden con claridad, y que todas estas situaciones no me permiten pensar con claridad y encontrar las soluciones adecuadas! ¡Señor, ayúdame a ponerlo todo siempre en tus manos, en el silencio de la oración, para ganar la calma y vivir estos momentos con la máxima lucidez para que escuchándote a ti en lo más profundo de mi interior sepa tomar las decisiones más acertadas! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para gozar de la sabiduría necesaria y saber discernir en cada momento cuál es la decisión más acertada es que debo adoptar! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que me otorgue la fortaleza necesaria para no desesperar nunca!  ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que sea capaz de comprender que eres el que siempre guía mis pasos y que todo lo que yo haga estará siempre apoyado por ti que me acompañes, me proteges y colocas tu mano poderosa para enderezar mi vida! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que sea capaz de aceptar todas las dificultades clamando siempre «Padre que se haga tu voluntad y no la mía»! ¡María, Madre del Salvador, permíteme ponerme en tu regazo para sentirme protegido por Ti, que eres una Madre que te ama! ¡Señor, gracias te doy por hacerme comprender que todo está en tus manos que calman todas mis angustias y me hacen sentirme en paz!
Hoy nos deleitamos con la Meditación para cuarteto de cuerdas del compositor belga Guilleume Lekeu:

lunes, 10 de abril de 2017

La mortificación callada

La vida cristiana exige sacrificio, abnegación, desprendimiento, penitencia, expiación, reparación. En Adviento es un buen momento para mirar el interior del corazón y analizarse bien. Con la colaboración del Espíritu Santo y el concurso de Dios uno va descubriendo en su día a día todos los padecimientos que la vida le ofrece. Cada paso que uno da permite tomar conciencia de su vida asumiendo la intención de cambiar y mejorar. Y ante el defecto, una pequeña mortificación.

La mortificación no es un tema agradable para el hombre de hoy, aunque es un tema crucial para estos tiempos que corren. La mortificación es causa de rechazo pero se convierte en medicina que alimenta el alma y que equilibra interior y espiritualmente. Son como las pilas Duracell de nuestra vida. La mortificación cristiana tiene un valor positivo, de vida y de resurrección.
El sacrificio es innato a la vida de cualquier persona. La mejor mortificación es aquella que se realiza, desde la pequeñez del corazón, no para ganar el aplauso, ni para adquirir gloria, poder o fama, ni para ascender profesionalmente o que se hace por motivos estrictamente de ego y soberbia. En lo terrenal todo sacrificio y esfuerzo suele tener su elogio merecido. En lo espiritual los derroteros son otros: provoca desconcierto, confusión e, incluso, indignación manifiesta.
La mortificación auténtica es la mortificación callada, la que no daña al prójimo, la que nos convierte en seres más atentos y considerados, la que nos vuelve más tolerantes, la que nos coloca en el lugar del otro, la que nos desprende de nuestra soberbia y de nuestro orgullo, la que nos niega a nosotros mismos para hacerlo en beneficio del prójimo, la que pone en orden los sentidos, la que no nos aflige cuando no conseguimos lo que nos proponemos o nuestra voluntad no se sale con la suya.
Al cuerpo y al alma hay que domarlos como el domador hace con un caballo salvaje: así se aplaca nuestras susceptibilidades, nos hace estar menos pendiente de nuestros yoes y nuestros egoísmos, aplaca nuestra furia interior.
Decía un santo sacerdote que cuando uno se decide a ser mortificado su vida interior mejora y acaba siendo más fecundo. ¡Ya me puedo, entonces, poner las pilas!


¡Señor, dame el espíritu de la mortificación porque sé que es principio de vida y dame también la fuerza para que mi vida se organice en torno a la mortificación! ¡Soy consciente, Señor, que el amor me transformará y que necesito ser más mortificado para demostrarte lo mucho que te quiero! ¡Dame Espíritu Santo la la humildad para confesarme con mayor frecuencia y confesarme de corazón lo que más me humilla! ¡Espíritu de paz y de gracia, ayúdame a no salirme con la mía y dejar a los demás lo más honroso! ¡Concédeme, Espíritu de fortaleza, para luchar contra la comodidad y ese espíritu de independencia que tanto me caracteriza!
El Rey vendrá al amanecer, música para este tiempo de Pascua: