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sábado, 8 de julio de 2017

Abandonar la seguridad de los propios criterios

desde Dios
Me ocurre con frecuencia. El trajín de lo cotidiano me lleva a deambular de un lado a otro apagando fuegos y sorteando las frecuentes dificultades que surgen como hongos. Cuento con una gran ventaja y es que puedo despreocuparme por las cosas porque tengo mucha confianza en la «mano que todo lo puede». Y en la Cruz salvadora. Allí es donde uno reconoce el trazo santo del Amor indicando con claridad cual es el horizonte donde fijar la mirada. Así es más sencillo reconocer al Señor en los quehaceres cotidianos y ver su reflejo en sus resultados. Al mismo tiempo esa presencia se manifiesta claramente en los propios pensamientos, en las propias palabras, en los propios actos, en los actos de amor y servicio a los demás, en los gestos más sencillos y también en los de más enjundia. O al menos ese es el deseo que surge del corazón.

A Cristo se le puede reconocer de la manera más inesperada. ¿Acaso los dos de Emaús, discípulos abatidos y desalentados, no reconocieron a Jesús cuando sentados a la mesa se dispuso a partir el pan? Me sorprendo como el Señor hace lo mismo conmigo y mi familia: el Señor parte diariamente entre los míos ese «pan de cada día», ese pan que —por gracia de Dios— no falta en nuestra mesa y que es motivo para dar gracias, alabanza y reconocimiento.
Pero también lo reconozco entre mis dolores, sufrimientos y lágrimas. Él lo acoge todo y todo lo hace suyo.
Tengo, es verdad, un deseo; un anhelo nada sencillo de ver cumplido pero vivo en mi corazón. Que sea capaz de mostrar Su vida a través de la mía. Basta con que mi pobre persona —mi pobre humanidad, en realidad— roce suavemente la divinidad de Cristo. Mientras escribo esto tengo delante un hermoso crucifijo. Y fijo mi mirada en Él. Ahí está el Señor destilando su gran misericordia, ternura, amor y perdón sobre mi. Esto llena mi corazón siempre repleto de interrogantes y lleno de mundanidad.
Uno comprende que la experiencia de Dios en lo cotidiano es, en realidad, una invitación clara a abandonar la seguridad de los propios criterios y de nuestra razón para vivir el proyecto de Dios que se hace experiencia encarnada en nuestra propia vida. El encuentro con Dios en lo cotidiano implica tener la madurez humana de alguien para vivir orientado hacia la propia interioridad y volcarse hacia el prójimo y, sobre todo, hacia aquello que Dios mira y ama. Ardua tarea que se convierte en un reto en este último día del mes del Sagrado Corazón.

¡Señor, te doy gracias por el don de la vida y del amor! ¡Concédeme, Señor, la capacidad de escuchar tu voz con el corazón abierto y con la docilidad para acoger tu voluntad! ¡Hazme, Señor, una persona abierta a tus santas inspiraciones! ¡Otórgame, Señor, con la fuerza de tu Santo Espíritu, el poder para sentir humildemente cada una de las manifestaciones de amor con las que me llenas cada día! ¡Señor, tu lo sabes todo y sabes que te amo, aunque tantas veces te abandono como hizo Pedro; tú conoces mi debilidad y mis flaquezas! ¡No permitas, Señor, que me deje guiar por las inspiraciones de mi corazón sino por tu Palabra y tus enseñanzas; que seas Tú, Señor, mi guía! ¡Envía tu Santo Espíritu sobre mí, Señor, porque son muchas veces las que me desvío del camino; que venga el Espíritu Consolador para que me anime a levantarme y seguir avanzando cada día! ¡Soy consciente, Señor, de que tu seguimiento exige esfuerzo y mucho sacrificio pero si me acerco a Tí, Jesús, sé a ciencia cierta que borrarás de mi corazón la soberbia, el orgullo, la autosuficiencia, la falta de caridad, y todo aquello que me aparta de ti! ¡Y en este último día de tu mes del Sagrado Corazón, me consagro a Ti, te glorifico por el amor infinito que tu corazón siente por mi pequeño ser; te alabo y te bendigo, Señor Jesús, porque tu Corazón está siempre abierto a dar amor y misericordia! ¡Recibe, Señor, mi ofrenda y mi entera disponibilidad para ser capaz de dar amor, dar esperanza, dar alegría, dar disponibilidad y ser signo de tu Amor, testigo de tu Reino y constructor de la civilización del Amor!
Hoy acompaño la meditación con la canción de Jeremy Camp, Christ in me.

jueves, 6 de julio de 2017

El pecado que vive en mi

desde dios
Uno de los aspectos que más me impresionan de la figura del apóstol san Pablo, ese espejo que tenemos los cristianos para fortalecer nuestra fe, es su confesión de que de una manera reiterada tenía que luchar contra los demonios que combatían su espíritu. San Pablo se declara en la carta los Filipenses como un ser imperfecto, consciente de su absoluta vulnerabilidad, confesión que reitera en la carta a los Corintios; se considera el primero de los pecadores, aspecto que incide cuando escribe a Timoteo; e, incluso, duda de que algún día pueda llegar a salvarse, como manifiesta en la epístola a los Romanos. Si Paulo de Tarso, apóstol del cristianismo y uno de los mayores protagonistas de su expansión tras la muerte de Cristo, mantiene consigo mismo una idea tan profunda de su pequeñez, ¿en qué situación me encuentro yo, hombre con pies de barro, que se cree tan perfecto, con una vida interior tan ínfima, tan pobre, tan angostada?Pensar en san Pablo es entender que el pecado vive en mí a pesar de mis desvelos por desterrarlo de mi alma y de mi corazón, cautivo como estoy a los estímulos del pecado, con una experiencia espiritual que no es más que una retahíla de fracasos y de caídas permanentes, con negaciones constantes al Señor…
Asumiendo la vida del apóstol siempre hay esperanza. Y esa esperanza viene de Dios. De ese Dios hecho carne, de esa salvación prometida, de ese cumplimiento para que yo pueda salvarme, de ese gesto impresionante de morir en mi lugar para que yo pueda redimirme del pecado. Contemplo la Cruz y veo la grandeza de ese Cristo yaciente, su santidad, su muerte redentora, la grandeza de ese gesto y no me queda más que exclamar con convincente gozo: ¡Gracias, Dios mío, por darme a Jesucristo, que se ha ofrecido a si mismo sin mancha, y me hace entender que estoy en este mundo para servirte a Ti como un verdadero hijo tuyo!
Mi camino es imperfecto aunque tantas veces me crea un ser superior pero si hay algo que Dios tiene claro es lo que quiere de mí y cómo conseguirlo. Y todo pasa por desterrar la soberbia del corazón para vivir entregados a Él y a los demás con humildad, amor, servicio y generosidad. Y cuando me crea perfecto… basta con tratar de leer los renglones torcidos que Dios escribe en mi vida para entender por donde debe ir mi transformación interior.

¡Señor, sé que lo que te agrada de mi es que sea sencillo, mi pequeñez, mi humildad, mi camino paso a paso! ¡Bendice, Tú Señor, mi caminar! ¡Perdóname, Señor, por las ocasiones en que no me someto a tu voluntad sino que hago lo que creo que es más conveniente para mí si tenerte en cuenta a Ti! ¡Perdóname, Señor, por esas obras pecaminosas que me apartan de tu corazón inmaculado! ¡Perdóname, por los acuerdos con el enemigo que me hacen ver el pecado como algo liviano y trivial! ¡Te pido, Señor, que selles mi mente, mi espíritu, mi cuerpo y mi alma con tu sangre! ¡Señor de misericordia, abre mi ojos para que siempre sea capaz de descubrir el mal que hago! ¡Toca con tus manos mi corazón para que me convierta sinceramente a Ti! ¡Restaura en mi corazón tu amor, Señor, para que en mi vida resplandezca con gozo la imagen de tu Hijo Jesucristo! ¡Señor, tu exclamaste que querías la conversión del pecador; aquí estoy yo Señor para confesar mis pecados y reclamar tu perdón! ¡Ayúdame, Señor, a escuchar tu Palabra, a hacerla mía! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, dador de vida, a comportarme con sinceridad en el camino del amor y la entrega a los demás, y a crecer en Jesús en todos los acontecimientos de mi vida! ¡No tengas en cuenta mis negaciones, Señor, y mírame cada vez que caiga con tu mirada de amor misericordioso porque sabes que esto mueve a mi corazón a prometerte fidelidad!
Himno al amor, para acompañar el pensamiento de hoy:

Santificar el trabajo cotidiano

orar con el corazon abierto
No siempre la vida laboral es sencilla porque surgen dificultades o porque acomodarse al trabajo con otras personas no resulta fácil. Y pese a todos los inconvenientes que surjan, mi trabajo tengo que hacerlo siempre por amor a Dios. En realidad, la dignidad del trabajo radica en el amor. Lo pequeño y lo grande, lo aparentemente monótono y ordinario, lo escondido y lo más vistoso, lo que en apariencia parece insignificante, si está bien hecho y tiene un noble ideal es grande a los ojos de Dios.
Y si lo hago por amor a Él, al Señor se le tengo que ofrecer todo en su conjunto. No le puedo ofrecer nada —insignificante o vistoso— que no sea constante, impecable, perfecto, honesto, digno, recto de intención y sin tacha. Cada jornada laboral de mi vida tiene que convertirse en una ofrenda amorosa a Dios, en Dios y para Dios.
Y no debo olvidar nunca que allí donde está mi trabajo también está Dios; en el trabajo puedo tener un hermoso encuentro cotidiano con el Señor. Mi trabajo es, así, mi camino de santificación. Un espacio para amar a Dios, al que ofrecerle mi tarea cotidiana; y un lugar para amar al compañero, al que servirle, ayudarle y serle de utilidad.
La realidad de mi vida laboral pasa como decía un santo contemporáneo por santificar mi trabajo, santificarme en el trabajo y santificar al prójimo con el trabajo. Sabiendo todo esto, ¿Es mi vida laboral, mi trabajo, un camino para mi santificación personal?

¡Señor, concédeme la gracia de convertir mi vida laboral en un medio para servir a la sociedad! ¡Concédeme, Señor, la gracia, de que mi trabajo sea un camino para llegar a la santidad, que sea un momento de oración, que tenga un sentido redentor! ¡Ayúdame, Señor, a hacer bien el trabajo como la hacías Tú cuando trabajabas en la carpintería de Nazaret! ¡Espíritu Santo, ayúdame que mi trabajo, mis esfuerzos cotidianos, mis laborales diarias incluso las más insignificantes sean una manera de honrar a Dios! ¡Que no me olvide cada día de ofrecer mi trabajo antes de comenzar para hacerlo honesto, profesional, digno, eficaz, imperfecto y recto de intención! ¡Concédeme, Espíritu Santo, a hacer las cosas con alegría! ¡Oriéntame siempre, Espíritu Santo, en mi tarea como un modo de santificarme cada día y de servir a los demás! ¡Haz, Espíritu Santo, que mi corazón comprenda siempre que lo que dignifica y dar valor a mi trabajo es el amor que ponga en él; amor a Dios y a amor a los demás! ¡Ayúdame a hacer siempre las cosas con profesionalidad, con interés, como un modo de santificación!
Mi trabajo es creer, cantamos en el día de hoy:

miércoles, 5 de julio de 2017

La virtud de la delicadeza

desde dios
Una de las características que más me impresionan de la humanidad de Cristo es su delicadeza. Alrededor de Jesús todo rezuma delicadeza que entronca con otras de sus cualidades innatas como son la paciencia, el cariño, la alegría, la ternura, la finura, la humildad, la magnanimidad, la cortesía… Nada en Jesús es vulgar, ni grosero, ni prepotente, ni egoísta. Su trato con la gente es delicado porque la delicadeza y la mansedumbre —una de las características del alma de Jesús es que es “manso y humilde de corazón”— son dos virtudes que caminan juntas. Quien cultiva la mansedumbre hacia los demás se convierte en un ser delicado, incluso con aquellos con los que cuesta empatizar.

La delicadeza es una virtud que, en cierta manera, brota de una fe firme, que se traduce en actitudes bienintencionadas, en gestos que imitan la acción del Señor que es la santidad visible para el corazón del hombre como recuerda san Mateo en uno de sus pasajes: “En verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de mis hermanos, a Mí me lo hicisteis”.
La delicadeza cristiana nunca se asienta sobre una serie de principios y derechos innegociables, no se sustenta sobre privilegios adquiridos, no trata de defender los intereses particulares, no reivindica nunca el yo. La delicadeza, que lleva implícita la virtud de la humildad, es la contraposición al egoísmo y la soberbia, a la necesidad de aparentar, al hacer las cosas para ser aplaudido, a dejar entrever las intenciones para que nadie olvide que es cosa nuestra, impide al prójimo quedarse con la sensación de que te debe algo, ni deja la impresión de que estás con alguien por interés o por pena.
La delicadeza cristiana exige condescendencia con el prójimo —con el más cercano—, evita la discusión permanente, el herir con palabras y con gestos, el mal humor constante, el recriminar con acritud las cosas mal hechas, vincula la verdad a la caridad, valora a los que le rodean y respeta su dignidad, sus ideas, su opinión y sus carencias. La delicadeza cuida los pequeños detalles.
La delicadeza es un don del amor de Dios y, por tanto, hay que pedirle al Espíritu Santo que nos la envíe para tratar mejor a los más cercanos. En nuestra alma tiene que reinar la delicadeza porque un corazón delicado es un corazón que arde por cada persona que se le acerca. Delicadeza en nuestros actos y nuestras acciones, llenarlas todas ellas de contenido sobrenatural, como exigencia de nuestro amor. Así se comportó el Señor, y en eso hemos de imitarle cada día. Poniendo la delicadeza como criterio de conducta, seguro que las demás virtudes crecerán a nuestro alrededor.

¡Señor, envíame tu Espíritu, para seguir tu ejemplo, para imitarte en tu entrega a los demás, para hacer el bien a los que me rodean, para vivir en la humildad, la bondad y la generosidad, para caminar hacia el Reino al que Tú siempre me invitas! ¡Señor, quiero aprender de Ti, maestro bueno, ayúdame a descubrir la gratuidad de tu amor! ¡Conviérteme en un delicado instrumento de tu amor hacia los demás! ¡Envíame tu Espíritu, Señor, para reconocer tu presencia y agradecer tu compañía! ¡Señor, escucha mis plegarias que surge de un corazón sencillo, prepárame para seguir tu camino, ilumina mi sonrisa para convertirme en alguien delicado para los demás! ¡Todo lo espero de ti, Señor, confío plena y exclusivamente en ti, confío en la inmensidad de tu bondad, de tu poder y tu sabiduría! ¡Gracias, Señor, por tu delicadeza conmigo!
Al que está sentado en el trono es el título de la canción de hoy:

jueves, 29 de junio de 2017

Tengo la certeza de que Dios me escucha siempre

desde Dios
Tengo amigos que me recriminan mi poca participación en los chats de WhatsApp. Lo cierto es que estoy agregado a varias decenas de ellos y los sigo todos con la atención que el tiempo me permite, especialmente los que integran mis amigos en la fe. Pocas veces intervengo pero ayer me detuve especialmente en uno. Un amigo andaluz, amante del buen toreo, el fino, el jamón ibérico y las mujeres elegantes y guapas (sin llegar a más), escribe una experiencia personal y concluye: “Ahora tengo la certeza de que Dios me escucha siempre”. A orado intensamente con fe por algo y Dios ha escuchado su súplica. Alguien le responde con una frase de san Agustín: “La oración es la debilidad de Dios y la fuerza del hombre”.
Profundo siempre el santo de Hipona. Efectivamente, Dios escucha siempre. En mis momentos de aridez espiritual siempre me viene a la mente el tesón espiritual y físico del Señor para recogerse en oración cuando tuvo que superar tantos obstáculos humanos. Para Él ni la tribulación, ni el cansancio, ni el dolor, ni la sequedad constituyeron una traba para dejar de orar. Ese ejemplo del Señor es la constatación de que es necesario rezar siempre, no sólo en los momentos de exaltación y devoción sensible, sino también en esos periodos en los que la aridez y el desconsuelo, el disgusto y la aspereza anidan en nuestro corazón. Y esto, además, se hace necesario hacerlo siempre, todos los días, toda la vida, acontezca lo que acontezca, pase lo que pase, murmure quien murmure, critique quien critique.
No olvidemos que la experiencia de una oración llena de consuelos no tiene porque ser la que más nos acerque a Dios, sino el ejercicio de las virtudes teologales, que puede ser muy intenso y unitivo aunque caminemos a oscuras.
El fin de toda oración no son los impulsos afectivos sino la total y plena adhesión a la voluntad del Padre, que en su bondad acoge nuestras plegarias. Siempre le digo a mis hijos cuando se lamentan de un problema y lo rezan: no le contéis a Dios lo tremendo que es vuestro problema, explicadle claramente a vuestro problema lo grande que es Dios y lo que Él puede hacer para ayudaros.


¡Haz, Señor, que se eleve a Ti mi espíritu y piense en mis culpas con dolor y propósito de la enmienda! ¡Dame, Señor, un corazón alerta para que ningún pensamiento superficial lo distraiga de ti; un corazón recto y noble que impida ser seducido por una pasión indigna; un corazón incorruptible que no se vea contaminado por ninguna tipo de intención mala; un corazón firme que ninguna tribulación pueda quebrar; un corazón libre que ninguna pasión turbia logre vencer! ¡Tú me conoces enteramente Señor; tu sabes de mi presente, de mi pasado y de mi futuro; los tienes delante de Ti, por eso te entrego mis miedos para que los transformes en confianza; mis lágrimas, para que las transformes en oración; mi desánimo, para que lo transformes en fe; mis desconfianzas, para que las transformes en paz del alma; mi rencor, para que lo transformes en serenidad; mis silencios, para que los transformes en adoración y alabanza a Ti! ¡Gloria siempre a Ti, Señor, por lo que haces en mi vida!
Disfrutamos con esta pieza de J. F. Fachs. Suave, tierna y alegre: