¡Con cuanta frecuencia los halagos, los parabienes, las alabanzas, los reconocimientos... obnubilan nuestro amor propio y nos dejamos engañar por la mentira de la soberbia! En estas circunstancias nos sentimos «como dioses» —de barro, en realidad— y pensamos que todo es magnífico porque los demás nos reconocen nuestros méritos humanos. Y así vamos transitando, sin ser auténticos de verdad, en esa búsqueda por agradar al prójimo y aceptando, si es menester, las medias verdades, la mentira, el juicio, las injusticias o la descalificación ajena. Todo por subirse al pedestal del aplauso.¡Cuantas veces nuestros valores y principios pueden quedar aparcados si eso detiene nuestras aspiraciones y objetivos o puede mermar nuestro prestigio o la valoración del prójimo! ¡Cuantas veces la laxitud engulle nuestra conciencia en aras del prestigio —siempre pasajero—!
¡Cuanto cuesta actuar a imitación de Cristo por razón de nuestro orgullo, nuestra soberbia o nuestra autocomplacencia! Si uno sigue el ejemplo del Señor aprende que a Cristo no le importaban ni las lisonjas ni los aplausos sino la actitud siempre revestida de humildad. Por aquí pasa la santidad del hombre, en el despojo del yo, de la capacidad para aceptar el olvido de la gente, de la renuncia a ser aplaudido, a ser preferido a otros, a ser consultado, a ser aceptado, a ser infravalorado, a no temer ser humillado, ni reprendido, ni calumniado, ni olvidado, ni puesto en ridículo; todo se convierte en una gran ocasión para la conversión interior y para la salvación del alma.
¡Cuánto cuesta también actuar a imitación de María, cuyos gestos estuvieron siempre impregnados de la simplicidad y la humildad y que siendo la escogida de Dios pasó inadvertida a los ojos de los poderosos de su tiempo! María, la Madre, la «llena de gracia» por obra del Espíritu Santo, sabiendo que había sido elegida por Dios en lugar de buscar el reconocimiento humano buscó siempre la mirada de Dios y actuó conforme a la voluntad divina guardando todas las cosas en su corazón.
Jesús y María, ejemplos dignos de que uno tiene que transitar por la vida según los designios y las medidas de Dios evitando los aplausos y las lisonjas humanas, tan perecederas como volátiles, que inflan el orgullo y hacen estéril cualquier apostolado.
¡Señor, soy consciente de que la mayoría de los males de este mundo proceden de la soberbia, de pensar que los hombres estamos por encima de ti y de que ponemos todos nuestros criterios por encima de tu voluntad! ¡Ayúdame, Jesús, a ser humilde de corazón y A alejar la soberbia de mi vida y que no haya apariencias sino verdad! ¡Concédeme la gracia de aceptar siempre los desprecios, las humillaciones, las soledades Y todo aquello que me hace más pequeño con alegría y no con resignación y dolor! ¡en estos casos, Jesús, recuérdame que tú estás más cerca de mi! ¡Señor, ayúdame por medio de tu Santo Espíritu a alejar la soberbia de mi corazón, porque no quiero parecerme al príncipe del mal que tenía inoculado corazón el pecado de soberbia! ¡Señor, ayúdame a no dejarme vencer por los halagos, los aplausos, las alabanzas...! ¡Ayúdame a ser humilde de verdad y aceptar la corrección de los demás! ¡Señor, que sepa ver siempre en los desprecios ajenos el secreto oculto de la felicidad porque haciéndome consciente de mi fragilidad y de mi pequeñez puedo sentirme más cerca de ti! ¡Te doy gracias, Señor, porque acoges con tus manos la humildad del hombre, acoge te lo suplico mi pequeñez y mi miseria y haz de ella un don!
Levántate, cantamos con Marcos Witt: