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martes, 6 de febrero de 2018

En la escuela del dar




Desde DiosDar. Verbo de profunda intensidad. Es el verbo de la economía del amor. El verbo que te invita a salirte de ti mismo. El verbo que conjuga a las mil maravillas con tantas palabras en los que impera el lenguaje del corazón: entrega, solidaridad, donación, estima, generosidad, felicidad, perdón, acogida…
En los Evangelios existen varios preceptos que sintetizan el espíritu del verbo dar: «Dad y se os dará» o «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis».
Ahora, ¿En qué medida soy yo capaz de dar? ¿Soy generoso y magnánimo en la donación de mi tiempo, de mis bienes, de mi corazón, de mi escucha…? ¿Doy porque espero recibir algo a cambio? ¿Doy para que sepan que doy? ¿Doy desde el compromiso o desde el interés? Como siempre en la vida la naturaleza es sabia. Cuando el dar surge desde el corazón retorna la donación con sobreabundancia de dones.
Lo fundamental es saber dar. Setenta veces dar. Mil veces dar. Y no parar de dar…. porque en definitiva cuando das siempre recibes y aunque a veces lo que esperas es puramente material y humano en realidad lo que te proporciona es gracia en abundancia. ¡Y la gracia es la mayor riqueza que te puede enviar Dios!
 ¡Señor, hazme comprender siempre que en mi dar desde la generosidad y la gratuidad recibiré de ti en abundancia! ¡Concédeme la gracia, Señor, de ser generoso en todo momento y que la generosidad basada en el amor sea el signo de mi vida! ¡Concédeme la gracia, Señor, de ser generoso en el dar y hacerlo con amor, afecto, ternura y alegría! ¡Ayúdame, con la fuerza de tu Santo Espíritu, a poner siempre el corazón en cada gesto, en cada palabra, en cada acción! ¡Hazme comprender, Señor, que compartir no es sólo dar lo material sino que es dar mi tiempo, mi amor, mis atenciones, mis sentimientos! ¡Concédeme la gracia, Señor, de dejar de centrarme en mi mismo y aprender a darme a los demás, no dar lo que me sobra sino darme lo que soy aprovechando las cualidades y los dones que he recibido del Padre! ¡Ayúdame, Señor, con la gracia de tu Santo Espíritu, a estar atento a las necesidades del prójimo, a reconocer lo que falta y lo que necesita, a abrirme siempre a los demás y ser sensible a sus carencias! ¡Que mi entrega, Señor, esté basada en la solidaridad y no anteponga nunca mi propio beneficio! ¡Concédeme la gracia, Señor, de apartar mis comodidades e intereses personales y ponerme siempre al servicio de la comunidad! ¡Me abandono a Ti, Señor, para que me hagas instrumento de tu amor!
Siervo por amor, cantamos hoy:


Impregnar el tiempo de silencio

Desde DiosLas horas, los días, las semanas, los meses transcurren a una velocidad que sorprende. Con frecuencia te quedas sin tiempo para ti. Y para el Señor.
En los últimos tiempos por motivos profesionales me veo obligado a viajar con frecuencia a destinos muy alejados de mi residencia habitual. Horas interminables de avión en las que saboreo los tiempos silenciosos de Dios. Horas que te permiten, en la soledad del espacio, impregnarlo todo de silencio. Tiempos para sentir que Él viaja a mi lado, acompañándome en un encuentro de corazón a corazón. Tiempos largos de silencio para meditar un texto, impregnarlo y alimentarlo en el corazón. Grandes tiempos de gracia para un encuentro muy próximo con el Señor. Hay ocasiones que es una gran bendición ese encuentro en la alturas con el Amor.
Estos viajes de horas me han llevado a amar el silencio. En ese silencio que te lleva al encuentro con el Maestro. El silencio que te invita a mirar a Dios. El silencio que te enseña a acomodar los ojos de tu corazón al rostro misericordioso del Padre. Ese silencio que te permite valorar la grandeza de la creación pues en las alturas los reflejos de la belleza del Creador se hacen más claras. El silencio que te permite dar gracias por la grandeza de la vida. El que te permite discernir el valor las cosas obsequio del Creador, las huellas de su bondad infinita. El silencio que te ayuda a impregnarlo todo con la mirada del amor, origen y fin la historia personal de cada ser creado por Dios. El silencio que te ayuda a abrir el corazón para comprender los vacíos que hay en él, las puertas que se abren cuando todo parece no tener salida ni oportunidad. El silencio que te ayuda a vislumbrar en ti el verdadero rostro del Señor.
Él es quien te obsequia con la mirada interior de fe.
Llenarse del silencio me predispone a la oración, a reconocer la voz de Dios pues Él habla en el silencio y es necesario saberlo escuchar. Para mí los largos viajes en avión se convierten en un claustro simbólico, porque es ese espacio cerrado abierto hacia el cielo, en el que disfruto de horas de intimidad con Dios.
¡Gracias, Señor, por esos silencios que me regalas! ¡Tus silencios son, Señor, la respuesta a muchas de mis preguntas! ¡Son silencios de paz, Señor, y te los agradezco porque aminoran el ruido que me envuelve! ¡Señor, muchas veces comprendo mejor tus silencios que otras respuestas más sonoras que me ofreces! ¡Gracias, Señor, porque en tus respuestas silenciosas hay un amor muy grande! ¡Gracias, Señor, porque aunque no lo merezco y bien lo sabes me inundas de tu luz y de tus silencios! ¡Gracias por esa luz que se origina en tu presencia y gracias por esos silencios tan sublimes que se esconden en mi corazón miedoso! ¡Perdona, Señor, cuando tantas veces interpreto tus silencios como ausencias pero es por mi orgullo y mi soberbia que me ciegan el corazón y me cierran el alma a todo regalo de tu gracia! ¡Gracias, Señor, porque en tu silencio te haces presente en mi vida en cada instante! ¡Gracias, Señor, gracias por todos tus silencios llenos de amor y de misericordia!
El sonido del silencio, canción tan adecuada a la meditación de hoy:



¡Levántate y anda!

Desde DiosEn el día de ayer mi ánimo estaba apesadumbrado, cansado, fatigado por las luchas de la jornada. Hay días que el peso de los dificultades abruma. Entré a última hora en una iglesia, necesitaba descargar los fardos de los problemas que se habían ido acumulando con el paso de las horas. Sentí lo que aquel tullido que se encontró con Pedro y Juan en la oración de la hora nona en el templo. Sentado en la última fila de bancos, contemplé fijamente el sagrario. En los Hechos de los apóstoles, Pedro y Juan fijan los ojos en aquel enfermo y le dicen: «Míranos». El hombre espera recibir algo de ellos. Pero Pedro le recuerda que no tienen ni oro ni plata pero le puede ofrecer algo en nombre de Cristo. Y exclama gozoso: «Levántate y anda». En ese momento aquel tullido observa como sus miembros son restaurados, como su vida es transformada, como su corazón es transformado. Como toda su existencia es transformada radicalmente por el poder inmenso del Dios que todo lo puede. Y entra en el interior del templo lleno de alegría y de gozo alabando al Dios de la esperanza. No quería dejar de dar gracias al auténtico dador de aquel extraordinario obsequio que ha cambiado su futuro. Y, viéndome reflejado en ese hombre, por el poder que Dios ejerce en mi vida «me levanto y ando» y salgo de la iglesia descargando en Él los pesados fardos que me abruman. Le doy gracias al Padre de la misericordia pues soy consciente de que no siempre reconozco ese poder, ni acepto su infinito amor y sus gracias y todo lo que ello implica para mi vida. Y «ando» plenamente convencido de que mi día a día es un pequeño gran milagro del que no puedo más que estar agradecido. Que no me puedo acomodar en mis «yoes» y mis problemas porque sus prodigios en mi son reales y exigen de mi alabanza permanente. Cuando el ajetreo cotidiano y la monotonía del día a día te absorben, los ojos del corazón se nublan y te impiden ver con lucidez tantas gracias divinas derramadas en tu vida. Pero es en el silencio de la oración donde se enciende la luz que da claridad a las respuestas que el corazón espera. Allí es donde se siente el soplido suave del Espíritu que te señala el camino.
Las cargas cotidianas convierten al hombre en un ser tullido por las dificultades pero cada día hay un momento en que uno escucha ese esperanzador «¡levántate y anda!» que no es más que el clamor de Dios que, por medio del Espíritu Santo, te libera de los miedos interiores, te hace fuerte en las luchas cotidianas y te ofrece el impulso para afrontar lo que en la vida se vaya presentando. Todo lo que a uno le sucede es una ofrenda de amor y no puede dejar de alabar por ello al Padre exultante de alegría.
¡Señor, tengo la suerte de conocerte, de sentirte a mi lado, de conocer tus caminos, de intentar seguir tu voluntad, de seguir tus enseñanzas! ¡Señor, aunque el peso de las dificultades y los problemas me abruman, tengo la suerte de que por Ti mi vida tiene un sentido, una razón de ser, porque es tu mano la que me sostiene, es tu amor y tu misericordia los que me impulsan, el soplo del Espíritu el que me da la fortaleza! ¡Gracias, Señor, porque mi corazón siente tu cercanía! ¡Gracias, Señor, porque me invitas a levantarme y andar sin miedo, sin rendirme, sin perder la esperanza! ¡Te doy gracias, Señor, porque estás conmigo para lo que venga, sin perder la confianza en Ti! ¡Te alabo, Señor, porque entre tantos obstáculos me prodigas tu amor! ¡Te alabo, Señor, porque siento tu amor, me dices que ame a los demás y me prodigo en tu amor! ¡Te alabo, Señor, porque aunque tantas veces te olvido tu no me abandonas nunca! ¡Te alabo, Señor, porque en Ti todo es amor y misericordia y todo lo que haces en mi vida es una manifestación de tu amor! ¡Señor, tengo la suerte de amarte y de conocerte por eso te alabo porque no quiero desviarme del camino que me lleva hacia a Ti y desde Ti a los demás!
Levántate y anda, cantamos para perder los miedos y acogerse a la esperanza:


viernes, 19 de enero de 2018

¡Excusas!

Aves
Observo la gran capacidad que tenemos los hombres para poner excusas. Somos expertos en crear pretextos. Desde que se inventaron las excusas, parece que nadie queda mal. Pero no es así. En realidad, si somos honestos con nosotros mismos no deberían caber las excusas para dar excusas. El valor supremo es decir la verdad y asumir con todas las consecuencias la responsabilidad que se amaga detrás de cada excusa. Los pretextos están más cerca del (auto)engaño que del argumento pues tienen más que ver con la justificación subjetiva que con la razón objetiva. Lo negativo de vivir de excusas es que acabas quedándote sin argumentos.
Pero detrás de una excusa siempre hay el temor a ser juzgado, a sentirse desaprobado o reprendido, a no ser valorado, a no reconocer qué no hemos hecho lo que sabemos que teníamos que hacer. Existen, por otro lado, grandes de dosis de soberbia y amor propio en ese muro que uno levanta a su alrededor para evitar que el otro conozca nuestras imperfecciones. Hay asimismo cierta falta de madurez y de responsabilidad ante las propias acciones. Y, en algunos casos, también grandes dosis de estrés detrás de las excusas que formulamos.
Pero cuando eres capaz de reconocer tu error, cuando lo asumes desde la humildad, cuando eres capaz de disculparte por ello y evitas la excusa una gran sensación de libertad te invade interiormente. Desde la aceptación del error, asumiendo las consecuencias y el grado de responsabilidad tu propia imagen se enaltece.
Tenemos los seres humanos gran pavor a reconocer nuestras miserias y nuestros errores, nos causa desasosiego pedir perdón y disculparnos. Cuando el corazón se abre y se experimenta la agradable sensación de reconocer la verdad dejamos aparcado en nuestra vida el conformismo y la mediocridad. ¡No hay más claridad en uno que la autenticidad!
¡Señor, a imitación tuya concédeme la gracia de ser perfecto como nuestro Padre celestial es perfecto! ¡Concédeme la gracia, Señor, de vivir siempre buscando la perfección en cada instante de mi vida! ¡No permitas que me acomode en la indolencia y concédeme la humildad para que Tu que eres el ejemplo a seguir moldees mi vida! ¡Dame, Señor, por medio de tu Santo Espíritu la fe para que mis proyectos se sustentes en tu voluntad! ¡Ayúdame, Señor, a vivir para dar frutos, para ser testimonio de verdad, para trabajar en busca del bien y de la perfección! ¡No permitas que la tibieza ni la indolencia me venzan en ningún campo de mi vida y mucho menos en el espiritual que sustenta mi vida de piedad, personal, familiar o profesional! ¡No permitas que las dificultades y la contrariedades me venzan! ¡Que mi relación personal contigo, Señor, me sirva para crecer siempre a mejor, para llenarme continuamente de Ti y poder reflejar tu gloria! ¡Tú, Señor, me revelas cada día tu preciado plan orientado a vivir en la excelencia personal! ¡Que mi búsqueda de la perfección, Señor, sea vivir la plenitud de la vida en Ti! ¡Ayúdame a ser ejemplo de excelencia en mi entorno y no acomodarme en la indolencia! ¡Ayúdame, Señor, a vivir para obrar y actuar conforme a la verdad y cada vez que me equivoque tómame de la mano para que me vuelva a levantar y no dejar de crecer!
Toma tu lugar, cantamos hoy unidos al Señor:


Yo, yo, yo… (mil veces yo)

YO
Yo, yo, yo… ¡Cuántas veces digo y repito interiormente esta palabra! ¡Qué actitud tan egocéntrica, tan soberbia, tan indolente! ¡Pero así soy yo, así somos los hombres, con el «yo» siempre por delante!
Es la soberbia la que conjuga de manera reiterada ese yo, yo, yo que nos convierte en criaturas yermas de amor, infecundas para servir con el corazón, infructuosas cuando se trata de ponerse al servicio del Señor, áridas en la oración, nulas para la caridad, ineficaces para aprovechar al máximo los frutos de nuestros dones.
Yo, yo, yo… ¿Por qué tendemos a pensar que la vida es para uno mismo? La vida es un regalo de Dios. Y como don encierra un propósito para de cada uno de nosotros. Mi vida —tu vida—, es para Dios. Y desde el amor a Dios para el bien de los demás.
Cuesta enterrar el yo para desempolvar del corazón el talento del mandamiento del amor, quitar las telarañas de nuestros propios deseos y llenar de brillo la razón de nuestra vida.
Lo difícil es vivir una vida con corazón, alma, mente y fuerza para Dios y, actuando como Él, amando a los demás. Hay que entregar lo que uno es y posee para dar los mayores frutos. ¡Pero con el yo, yo, yo como estandarte… yerma resulta cualquier tarea!
¡Señor, Dios de bondad, deseo vivir para Ti! ¡Buscar desde Tu Palabra la verdad! ¡Espíritu Santo guía mi camino para aplicar la Palabra en mi vida y renunciar a mí mismo y desear la voluntad de Dios por encima de todo! ¡Contra el otro yo soberbio que jalona mi vida, envíame el Don de Temor de Dios, que me libre del orgullo, la vanidad y la presunción! ¡Señor, tú me invitas a perder la vida por tu causa y por el Evangelio! ¡Pero Tú sabes bien, Señor, el miedo que me produce gastar la vida, entregarla sin reservas, por ese egoísmo que me atenaza! ¡Señor, en el fondo soy un cobarde por eso me cuesta trabajar y servir a los demás, hacer un favor al que no lo va a devolver, lanzarse a fracasar, quemar las naves por el prójimo! ¡Me avergüenzo, Señor, pero así es mi vida! ¡Por eso te pido me ayudes, Señor, a distinguir entre el bien y el mal, a separar la verdad de la mentira, a diferenciar la humildad de la soberbia y el pecado de la perfección! ¡Porque, Tú eres mi ley, Señor, te pido que me ayudes a que nada ni nadie distraiga mi atención y pueda, en la medida de mis posibilidades, ser instrumento de tu amor y de tu gracia aparcando para siempre mi yo!
El que muere por mí, cantamos hoy al Señor, para morir de nuestros yos.