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lunes, 19 de febrero de 2018

¡Es alguien ocupadísimo! ¿Ocupadísimo para qué?





Desde Dios
¡Ocupadísimo! Valoramos a las personas por lo ocupadas que están. Su tiempo está tan lleno que son difícilmente accesibles. Su vida está repleta, su agenda está repleta… su tiempo, sus actividades, sus compromisos son una sucesión demostrativa de que esa persona está ¡muy ocupada! Ese estar ¡ocupadísimo! las convierte en seres importantes a los ojos de los demás.
Hay quien piensa que si las páginas de tu agenda no están llenas y que si tienes muchos huecos por llenar cada día —en definitiva, que no estás ¡ocupadísimo!— es que eres alguien sin relevancia social.
Vivimos tiempos donde el tiempo es un valor escaso. Si uno no es capaz de transitar por el precipicio del ritmo acelerado tampoco se le valora. En este entorno, la persona ¡muy ocupada! es colocada en un pedestal.
Respeto mucho a las personas cuyo tiempo está siempre ocupado. Pero me pregunto, ¿ocupan su tiempo en lo que es necesario, en lo que verdaderamente tiene relevancia, en lo que de verdad importa o lo dedican solo a si mismos o a cosas que, en realidad, no tienen relevancia alguna?
De entre todos los asuntos relevantes de la vida, entre los muchos trabajos que surgen cada día y entre las tantas ocupaciones que nos exige la jornada, hay una superior a todas. Es la propia salvación. Para eso uno sí debe estar siempre ¡ocupadísimo!
En la obra de la salvación humana Cristo ya invita a trabajar por nuestra propia salvación con temor y temblor. La salvación es el business más relevante que el hombre puede realizar en su vida. El que mayor réditos ofrece. El más valioso. La salvación exige tiempo y dedicación porque en el camino pueden surgir —y de hecho surgen— complicaciones, obstáculos y dificultades que hay que superar si uno desea avanzar. Y hay que estar preparado para ello.
Una ocupación importante es estar alerta; vigilante ante esa confianza que nos aligera pero que es el paso previo a la caída. Es la artimaña del enemigo que nos hace creer que basta con nuestra solas fuerzas. Otra importante ocupación es esforzarse en mejorar cada día. Estar vigilante ante nuestra debilidades. O alimentar la fe que las fuerzas del mal buscan debilitar cada día. Ocuparse en vivir una vida de sacramentos, una vida de oración, una vida de penitencia, una vida de entrega a los demás, una vida profundizando en la Palabra. Cuando uno deja espacio a estos alimentos esenciales de la vida da sentido radical a sus muchas otras ocupaciones.
¡Sí vale la pena estar ocupadísimo por Dios, por los demás y por uno mismo! ¡Vale la pena si esa ocupación es por un bien superior! ¡Cuando uno se ocupa de su salvación deja todo en manos del querer y del hacer de Dios que actúa en cada uno por medio del Espíritu Santo!
La pregunta es sencilla: ¿Me considero una persona ocupadísima que centra toda su atención en lo mundano o mi ocupación tiene como objetivo mi propia salvación?o ¿soy el prototipo de persona desocupada al que le falta la sensibilidad para comprender cuál debe ser en su vida la más valiosa de las ocupaciones?
¡Señor, quiero centrar mis ocupaciones en Ti! ¡Quiero centrar mi experiencia en Ti! ¡Quiero aceptar tu voluntad! ¡Quiero amarte más porque Tu me amas aunque tantas veces intento olvidarte! ¡Quiero amarte más aunque tantas veces olvido tu amor! ¡Te alabo, Señor, porque no es posible vivir sin amar y Tu esperas siempre mi amor! ¡No permitas, Señor, que vaya tan deprisa; dame paciencia para caminar a tu lado, para que no me inquieten los vaivenes de la vida! ¡Ayúdame a valorar el tiempo, Señor, para aprender de Ti y de Tu Madre! ¡Tu, Señor, creciste en silencio durante treinta años de vida oculta, en apariencia lo perdiste todo en tres días de completo abandono, pero lo recuperaste todo para nuestra salvación, ofreciendo todo tu tiempo para la esperanza! ¡Te pido, Señor, la gracia del Espíritu para tener la paciencia del tiempo para que pacifique mi corazón! ¡Ayúdame, con la gracia de tu Santo Espíritu, para mejorar cada día, para estar vigilante ante mis debilidades! ¡Ayúdame a acrecentar mi fe, a vivir mi vida de sacramentos, a tener una vida de profunda oración, a una vida de penitencia, una vida entregada a los demás, una vida profundizando en Tu Palabra y buena nueva!
De James MacMillan escuchamos hoy su coral Data est mihi omnis potestas de su colección Motetes de Strathclyde:


viernes, 16 de febrero de 2018

Todo comienza con la conversión cotidiana

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Para que el mundo arda de esperanza, Jesús llama a hombres y mujeres con sus peculiaridades y pequeñeces. Tomo como ejemplo la vocación de los primeros apóstoles. Jesús no los eligió entre los notables del templo, ni entre los poderosos de su tiempo sino entre los más simples pecadores. Estos hombres, sorprendidos en su trabajo, dejaron que todo cayera por si solo. Para Andrés, Simón Pedro, Santiago y Juan fue el comienzo de un gran amor. Recibieron la buena nueva de Cristo y su vida se transformó por completo.
Al igual que estos apóstoles, o como ocurrirá con tantos otro como Pablo, todos estamos llamados por el Señor. Como cristianos bautizados y confirmados nuestra misión es convertirnos en testigos y mensajeros —con nuestras incertezas, pequeñeces y debilidades— del Evangelio. Todo comienza con la conversión cotidiana. A lo largo de los siglos, los grandes testigos de la fe han sido perdonados de sus pecados y miserias. Pienso en san Pedro que negó a Cristo tres veces, en san Pablo acérrimo perseguidor de los cristianos, en San Agustín que vivió parte de su existencia una vida desordenada… Uno puede decir: ¡Estás hablando de dos mil años atrás! Puedo poner muchos otros ejemplos de este siglo como el padre Donald Callaway, que de traficante de drogas pasó a sacerdote católico, o de Joseph Fadelle, de descendiente directo de Mahoma a católico convencido, o de  Serge Abad-Gallardo, de maestro masón a encontrar la fe en Cristo, o de André Frossard, de ateo convencido a católico por la gracia de Dios, o de María Vallejo-Nágera, a quien la religión le importaba un rábano a una potente en Medjugorge… Pero conozco cientos de personas como yo —o como tu—, padres y madres de familia, que sacan sus familias adelante con esfuerzo y sacrificio, que han dicho sí a Dios en algún momento de su vida dejando atrás su vida mundana y vacía. Pero todos, unos de hace dos mil años y otros de ahora han sido liberados de todo obstáculo y proclaman la alegre noticia del encuentro con Cristo. Lo han anunciado a la humanidad cautiva al pecado y de la muerte. Todos han entendido que nuestro Dios es un Dios liberador y salvador. Y eso es lo que testifican con sus vidas.
Es cierto que esta misión implica riesgos. Vivimos en una sociedad que no le gusta oír hablar de Dios o de Jesús. Pero las buenas nuevas deben anunciarse a todos porque Dios quiere la salvación de todos los hombres. Ante la incredulidad, la mala fe o la indiferencia, no podemos permanecer pasivos. El Papa Francisco recomienda que salgamos a las «periferias» para que anunciemos el mensaje de Cristo. La Iglesia solo puede vivir yendo a «Galilea». Es allí donde viven los que parecen más distantes de Dios. Cristo confía en nosotros para ser testigos y mensajeros de Su Reino.
Uno es enviado en comunión con el prójimo y con Cristo. Esta unidad es absolutamente indispensable para el testimonio que tenemos que dar. Divididos, es imposible.
Olvidamos orar con frecuencia para que el Señor nos haga atentos a su llamada, para una conversión auténtica en el día a día. En un día como hoy le pido que me conceda más generosidad para responder a su llamada haciéndome artesano de unidad, caridad, paz, amor y reconciliación en ese pequeño entorno en el que vivo.
¡Señor, predispongo mi corazón para esta atento a tu llamada! ¡Envíame tu Santo Espíritu, Señor, para que pueda acoger tu Palabra y tu buena nueva y me comprometa vivamente con ella! ¡Envíame tu Santo Espíritu, Señor, para que me otorgue el discernimiento para escuchar lo que quieres y esperas de mi, la sinceridad para avanzar acorde con tu voluntad y la fortaleza para aceptarlo todo! ¡Quiero, Señor, mostrarte mi disponibilidad sincera por eso te digo que me hables al corazón que estoy presto para escucharte! ¡Concédeme, Señor, la sabiduría del discernimiento pero también la capacidad para dedicarte tiempo en la oración y en la vida de sacramentos, la serenidad de corazón, la calma del espíritu y la paz interior para acercarme a ti y a los demás! ¡Concédeme, Señor, la gracia de hablar a los demás de Ti con el corazón abierto, desde mi experiencia personal, desde la oración, desde el amor, de la reflexión y desde la verdad, para que puedas convertirte a través mío en una referencia entre los que quiero y conozco! ¡No permitas, Señor, que mi vida se pierda por derroteros sin interés, con agitaciones del corazón inútiles, en oraciones pronunciadas rápidamente y sin interioridad, en oraciones llenas de palabras vacías de contenido que me impiden escuchar tu voz y tu mensaje! ¡Señor, te doy gracias por tu amor, por enviarme el susurro del Espíritu y te pido que me ayudes cada día a buscar la santidad, el encuentro contigo y hacer viva en la realidad de mi vida tu presencia amorosa, misericordiosa y llena de bondad y esperanza!
Entraré, cantamos con Jésed:


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jueves, 15 de febrero de 2018

Tiempo de penitencia… y alegría

Desde DiosOficialmente ayer, miércoles de ceniza, comenzó la Cuaresma. Tuve la ocasión de vivirla en un país musulmán y recibir la ceniza en una pequeña iglesia católica junto a una reducida comunidad de fieles. Fue emotivo. Para muchos la expresión típica de este tiempo es que el cristiano hace «cara de cuaresma» con su rostro con un halo hosco y de tristeza. No era el caso de los que ayer estábamos reunidos en ese pequeño templo. Por eso, ¡Qué pena que tantos vean este período en su aspecto más negativo porque lo consideran un tiempo pretérito y en desuso! Es cierto que es un tiempo de renuncia y sacrificio  —incluso aunque no hagamos ninguno— pero la Cuaresma tiene un valor profundo, valioso y aleccionador.
Aunque la Cuaresma es un tiempo de penitencia para mí lo es también de alegría. Es una invitación a salir de mis caminos de tristeza, de perdición, de desánimo y de desesperación y volver la mirada hacia Cristo. ¡Y qué mayor alegría el poder reconciliarse y ser renovado por la ternura del Padre! ¡Qué mayor alegría que sentir su amor misericordioso que se nos otorga gratuitamente y sin mérito por el Dios que es amor infinito!
En este segundo día de Cuaresma siento que la llamada de Dios es muy clara. Es un clamor que resuena en el corazón y exclama: «¡Ven a mí con todo tu corazón! ¡Reconcíliate conmigo!» Dios es pura misericordia. Por eso, vivir la Cuaresma es devolverle todo su lugar al Señor, que solo nos pide poder llenarnos con su amor y su alegría.
Es cierto que entre las prácticas religiosas de la Cuaresma se presentan la limosna, el ayuno y la oración. Cuando uno ayuna no es por el placer de imponer mortificaciones y sacrificios. Cuando Jesús te pide que lo dejes todo para seguirle es porque tiene mucho mejor para ofrecerte. Este bien superior que se nos propone, es Dios, es su amor y su Reino. Ese es el verdadero propósito de nuestra vida. Y es importante que nos liberemos de cualquier cosa que pueda obstaculizar nuestro viaje de seguimiento a Cristo. Si ayunamos, es para compartir con aquellos que tienen hambre con gestos de caridad y solidaridad con los que demostrar que uno es discípulo de Cristo.
Oración, limosna y ayuno son los tres pilares de la Cuaresma. Pero Cristo recomienda que no actuemos para ser vistos por otros. El objetivo no es la gloria que proviene de los hombres; no se trata de mejorar nuestra reputación. Dios es conocedor de lo que hacemos en secreto. Él nos recompensará. No debemos buscar más. La sinceridad, la discreción y la humildad nos abren a la gracia sobreabundante del Padre.
Este es el camino de conversión que el Evangelio nos muestra, no solo para esta Cuaresma sino también para toda la vida. Nos sigue llamando para que volvamos a Él y demos la bienvenida a su amor, un amor que va más allá de todo lo que podamos imaginar. Me dirijo hoy a Aquel que quiere asociarme con su victoria sobre la muerte y el pecado. Que esta promesa alimente mi esperanza y mi amor en esta Cuaresma.
¡Señor, concédeme la gracia de vivir esta Cuaresma íntimamente unido a Ti porque es un tiempo que tanto me concierne! ¡Ayúdame a vivirla con amor pues soy consciente del gran bien que me hará a mi vida pues este tiempo me ayuda a discernir entre el bien y el mal, entre lo que quieren mis pasiones y lo que es voluntad del Espíritu! ¡Concédeme, Señor, la gracia de que sea para mi un tiempo de gracia, de vida interior, de paz y de serenidad para mi alma, para caminar unido a Ti! ¡Ayúdame, Señor, por medio de tu Santo Espíritu a saber discernir cada día entre el bien y el mal y hazme consciente de que al mal se le vence por medio de la Cruz! ¡Concédeme, Señor, la gracia de convertir esta Cuaresma que me lleva hasta tu Pasión en un tiempo de libertad interior para que mi vida cambie y pueda ser auténtico testimonio cristiano! ¡Concédeme la gracia, Señor, por medio de tu Santo Espíritu de alejar de mi aquellos apegos mundanos que estorban en mi vida, del hacer mi voluntad y no la tuya, de tropezar siempre en la misma piedra, de no hacer el bien y caminar por aguas pantanosas! ¡Renuévame, Señor, por dentro, purifícame y transfórmame; cambia mi corazón! ¡Hazme, Señor, dócil a tu llamada y que acoja cada día en mi vida los signos indelebles de tu amor! ¡Gracias, Señor, por tu paciencia infinita conmigo y no permitas que en esta Cuaresma desfallezca en mi camino de conversión!
Es tiempo de cambiar, de Juanes, muy apropiada para este tiempo de Cuaresma que empezamos a transitar:



martes, 13 de febrero de 2018

Entre el jardín del Edén y el desierto de la vida




Desde Dios
Por razones laborales me encuentro desde hace un par de días en un país del Golfo Pérsico. La capital es una amalgama de rascacielos de formas caprichosas, mercados tradicionales y centros comerciales. Todo es exuberante y excesivo. En mi hotel sobresale la impresionante grandilocuencia de la decoración y las tiendas de primeras marcas y un vergel de plantas que recuerdan un jardín del edén poblando los diferentes rincones del edifico. 
A pocos kilómetros de la ciudad todo es un impresionante desierto que conforma un mar de dunas.
Mañana que comienza la Cuaresma este cuadro me recuerda el exuberante jardín del Génesis y el ahogante transitar por el desierto de la vida.
Esta ciudad que cuenta con todas las comodidades, propia de nuestro tiempo, es como el Jardín del Edén, todo pensado para que el hombre y la mujer puedan vivir como verdaderos hijos de Dios y gozar de su amor. Sin embargo, el hombre, deslumbrado por lo exterior, rehúsa este regalo divino. Prefiere —podríamos afirmar, incluso, que se niega—a escuchar Su palabra, dejándose orientar por la audacia del diablo disfrazado de serpiente. Cada día éste nos susurra al oído la hipocresía y la mentira de Dios y trata de hacernos ver que su poder nos sofoca en el deseo de estar en comunión con la vida que Dios ofrece. Satanás nos propone ser como dioses para que lo que está prohibido se transforme en algo deseable... Así, como los primeros padres, nosotros no aceptamos lo que Dios nos regala como un obsequio lleno de amor. Pero nadie, fuera del registro del amor, puede recibir el amor que se le ofrece. Y, así, uno se acaba descubriendo pobre y desnudo, sin nada y sin dignidad. El pecado, exuberante en cuanto exceso exterior, te hace perder tu dignidad y te aleja de esa gracia que te une íntimamente a Dios.
Hoy me planteo la cantidad de tentaciones que pone el diablo en mi vida. Las veces que como hombre deambulo por el desierto en busca de esa felicidad perdida. Es a este lugar donde está nuestra humanidad al que acude también Jesús al comenzar su ministerio público. Las tentaciones a Jesús son las mismas que sufrió Adán: soberbia, autocomplacencia, gloria vana, codicia, avaricia. Pero Jesús permanece fiel a su Padre, manteniendo su mirada fija en la Palabra de Dios. Esta fidelidad al amor del Padre saca al diablo de sus casillas y conduce a Jesús a la alegría del Padre.
Así es como Jesús hace que el desierto de nuestras vidas florezca de nuevo. Fiel a la Palabra y al amor del Padre, rectifica lo que está torcido y distorsionado en nuestra existencia. Nos sitúa de nuevo al pie del árbol en el corazón del jardín. Este árbol es el árbol de la vida: la cruz. Este árbol ofrece un fruto abundante: el Cuerpo y la Sangre de Cristo que nos han sido dados para que podamos tener vida, para que podamos entrar en intimidad con Dios. Cristo restaura así nuestra dignidad de hijos de Dios.
Mañana comienza la Cuaresma. En este tiempo me propongo reconciliarme interiormente con Dios para poder entrar con Cristo en el jardín donde está plantado el árbol de la Cruz y disfrutar de una vida en plenitud con Él.
Un tiempo de mayor oración para evaluar mis comportamientos, mis actitudes, mi vida, mis proyectos… situándolo todo en torno a una simple y escueta pregunta: ¿qué lugar ocupa Dios en mi vida? Esto me ayudará con toda seguridad a reconocer la tentación que me lleva a cuestionar la bondad, providencia y misericordia que Dios siente por  mi y por la humanidad entera. Un tiempo para que mis labios repitan durante este periodo pascual aquello tan hermoso que el salmo canta para la purificación interior y el reconocimiento humilde del propio pecado: ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! ¡Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí!
Así caminaré por el desierto de la vida pero alimentado por el fruto vivo de Jesús que fortalece mi corazón y me da fuerzas para no caer en tentación.
¡Padre, en el desierto de mi vida quiero envolverme en tu misterio! ¡No permitas que nadie ni nada se interfiera entre nosotros! ¡Envía tu Espíritu sobre mí para que me capacite a entender todo lo que me sucede, a vivirlo como una revelación, a sentirme cercano a Ti! ¡Ayúdame, Señor, a despojarme de mi yo, a desnudar mi alma y mi corazón, a dejar todo lo que es innecesario para acercarme más a Ti! ¡Quiero, Padre, estar totalmente disponible para Ti, postrado con el corazón abierto, a la espera de cumplir tu voluntad! ¡Te busco, Señor, con los ojos puestos en tu Hijo Jesucristo, con la fuerza de tu Espíritu, con el don de la fe! ¡Estoy desnudo ante Ti, Padre, con toda mi miseria y pequeñez para comprender desde lo más íntimo del corazón todo aquello que esperas de mi! ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! ¡Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí!  ¡Aquí estoy, Señor, transparente como el agua pura para poner mi realidad a tus pies! ¡Y esto me permite, Señor, vivir confiadamente, abandonarme esperanzadamente, sumergirme en la inmensidad de tu amor y misericordia! ¡Señor, Dios todopoderoso, que has padecido en el árbol de la cruz, por mis pecados, se mi amparo, aleja de mí cualquier tentación, aparta de mi todo mal, dirige mis pasos hacia el camino de la salvación y desprende de mi corazón cualquier pena amarga que me aleje de Ti! ¡Señor, adoro Tu  Sant Cruz, y a los pies de este árbol de la vida haz que el mal se aleje siempre de mí!
Widerstehe doch der Sünde, BWV 54 (Resiste al pecado), una hermosa cantata de Juan Sebastian Bach para acompañar a la meditación de hoy:


sábado, 10 de febrero de 2018

¿Insistiendo a Dios para lograr algo? Prueba algo mejor

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"Desde

¿Será que quiero atarle las manos a base de oraciones?

En la vida a veces trato de controlarlo todo. Tal vez me atrae ese pensamiento alemán que alguna vez escuché: “La confianza es buena, pero el control es mejor”.
Quiero controlar la vida. Lo que me ocurre, lo que me puede llegar a suceder. Temo perder el control sobre mí mismo, sobre los demás.
Lo tengo claro, el control es poder. El poder sobre la propia vida. El poder sobre los acontecimientos. El poder oculto de mis palabras que manejan los hilos de todo lo que sucede. El control sobre los demás.
Al final me parece inútil, imposible, controlar lo que va a ocurrir. ¿Cómo puedo controlar el devenir de una enfermedad? ¿Cómo puedo controlar lo que hacen o dejan de hacer los que me rodean?
Puedo prevenir, puedo adelantarme a los hechos, pero no puedo controlarlo todo. La vida se me escapa de las manos sin que yo pueda controlarla. Pierdo días, años de mi vida, sin poder parar el reloj. Y eso que lo intento.
En la vida hay dos luchas importantes que me quitan el sueño, como leía el otro día:
“Una señora muy mayor, que tenía casi cien años, me dijo: – A lo largo de la historia las dos preguntas que han traído de cabeza a la humanidad son éstas: ¿Cuánto me quieres? y ¿Quién manda aquí? Todo lo demás tiene solución, pero el asunto del amor y el control nos saca lo peor, nos desquicia, nos lleva a la guerra y nos hace padecer enormes sufrimientos”[1].
El amor y el control sobre la vida, sobre los demás, son las grandes preguntas.
El deseo de ser amado es muy profundo y no tiene límites. Quiero ser amado siempre y en profundidad. Por todos, no solo por algunos. Amado de forma incondicional. Amado pase lo que pase. Siempre.
Ese deseo del amor también me tensiona. Quiero siempre más. Busco siempre más. Quiero agradar. Amar y ser amado. No quiero que nadie me rechace y me deje solo. Es cierto. Necesito aprender a amar bien para ser feliz.
Pero hay otra lucha que consume también mis fuerzas. Es el afán por controlarlo todo. ¿Quién tiene el control aquí? ¿Quién manda de verdad? ¿Quién gobierna la vida? ¿Quién maneja el poder?
Quiero controlar a los que se me confían. Controlar a los que quieren controlar a su vez mi propio camino. Controlar las decisiones que otros toman. Mover los hilos sin que nadie lo perciba. ¡Cuánto mal me hace esta lucha enfermiza! Me tensiona, me hace sufrir.
Y al final tengo que ceder, bajar los brazos y aceptar que la vida siga su curso. No puedo lograr que las cosas sean siempre como yo he decidido. No puedo cambiar los acontecimientos que a veces me duelen y hieren por dentro.
Tal vez es por mi afán de perfección que me hace desear que todo salga bien. Quiero tener una vida plena y perfecta. Sin manchas, inmaculada.
Y cada vez que no lo logro y toco la dureza de mis imperfecciones, sufro y me hundo. Callo y me duele el alma por dentro. Cuanto más me afano por hacer las cosas bien, por tocar todas las cumbres a las que aspiro y lograr todo lo que me propongo, más experimento la fragilidad de mis fuerzas.
Me hace bien saberme débil. Me hace bien saber que no puedo controlar la vida. Que no tengo que pretender controlar a las personas. Que tengo que confiar más en Dios, en los hombres, en mí mismo.
¿Por qué tengo tanto miedo a perder el control? No lo sé. Mi inseguridad de hombre herido. Dios me hizo frágil. Para que aprenda a ver en mis cimientos rotos un camino de vida.
Decía el Padre José Kentenich: ¿Por qué Dios quiso esos cimientos vacilantes? Porque quiere que dependamos de Él, que demos el salto mortal de la oscuridad y la incertidumbre a su mente y su corazón. Solo con esta perspectiva es posible hacer un acto de fe. Cuanta menos seguridad del intelecto, tanto más han de abrazarse a Dios el amor, la voluntad. Y hacerlo con todo fervor”[2].
Mi camino de santidad me exige vivir dando saltos de fe continuamente. Confiando en un Dios que viene a mi vida para hacerme feliz. Para que en mí todo encaje. No aquí en la tierra, ya lo sé. Pero sí en el cielo.
Quiere que ponga mi corazón en el suyo y confíe en su amor incondicional.
No deseo planificar mi vida a la perfección. Hay muchas cosas que no entiendo. No sé el para qué ni el por qué. Pero no importa. Decido no calcular los días que me quedan.
No me obsesiono por la salud queriendo conservarla. No quiero que el mundo gire alrededor de mis planes. No me agobia que alguien estropee lo que he tejido con mis manos hábiles. Vivo sin miedo a que Dios pueda echarlo todo a perder.
Necesito ser más confiado. Confiar en lo que los demás hacen sin pretender controlar por detrás cómo lo hacen.
Confiar en lo que Dios va realizando en mi vida sin querer atarle las manos a base de oraciones. Confiar en que el bien que yo deseo tal vez no sea el bien que necesito.
Confiar en que los planes que fracasan tal vez no eran los planes que iban hacer mi vida más plena. Confiar cuando lo haya perdido todo y tema perder también la vida. Confiar contra toda esperanza en medio de la tormenta.
Dice una oración del Hacia el Padre: Hasta ahora tuve yo el timón en las manos; en el barco de la vida tan a menudo te olvidé; me volvía desvalido hacia ti, de vez en cuando, para que la barquilla navegara según mis planes. ¡Concédeme, Padre, por fin la conversión total! En el Esposo quisiera anunciar al mundo entero: el Padre tiene en sus manos el timón, aunque yo no sepa el destino ni la ruta”.
Confiar cuando no sea capaz de llevar la barca de mi vida a buen puerto. Hoy decido poner las riendas de mi vida en las manos de Dios. El timón, para que sea Dios quien me conduzca. Me gustaría confiar siempre.
[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[2] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann

Tomado de aleteia.org
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