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viernes, 5 de mayo de 2017

Cristo en lo cotidiano de mi vida

orar con el corazon abierto
La vida ordinaria, esa que vivimos cotidianamente, la que nos acompaña en el descanso y en el trabajo, en la familia y con los amigos, en el tiempo de oración, en las pequeñas tareas del día a día, es una aventura maravillosa. Una vida donde reina la discreción, la prudencia y la tranquilidad, esa que se vive pasando sin hacer demasiado ruido y sin llamar la atención de los que nos rodean. Los detalles monótonos del día a día, incluso aquellos con momentos difíciles, deben estar impregnados de santidad y de grandeza.

La vida ordinaria es también tiempo de renuncias, de abandono de lo mundano, de relativizar las cosas y darle a cada cosa y momento su verdadero valor y significado. Es en la grandeza de las pequeñas cosas, en lo ordinario de la vida, donde Dios se hace presente. Aunque no lo percibamos allí está. Depende de nosotros sentir su Presencia. Día a día. Minuto a minuto.
Pero en todo ese palpitar hay algo impresionante que a nadie se le escapa, escondido en el corazón de todo hombre. El Amor con mayúsculas con la que se hacen las cosas. Y eso hace que la vida ordinaria nada tenga de ordinaria. Porque entre las mil pequeñas discusiones diarias, el trabajo en la casa o en la oficina, los problemas que agobian, el estrés, las dificultades económicas, el malestar por una situación… surge una cascada de amor que hace maravilloso el día a día.
Y entonces uno entiende que la vida ordinaria es extraordinaria, sí, que incluso agota porque hasta los pequeños detalles y los más nimios deberes se conviertan en un esfuerzo. Pero entonces piensas en la vida de esa familia de carpinteros de Nazaret, hace más de dos mil años, con una imponente proyección contemplativa. Y entiendes que entre tanto lío allí está Jesús en el centro. Y descubres que para que Dios se haga presente en nuestra vida es necesario transformar la superficialidad de nuestra mirada hacia una más profunda que nos permita observar la historia —nuestra historia— con los mismos ojos con los que Cristo lo mira todo y descubrir entonces su Presencia escondida. Y pides al Espíritu Santo que se haga presente porque con tus solas fuerzas y esfuerzos no puedes. Y descubres que la presencia escondida de Cristo en la cotidianidad de nuestra vida es la gran obra de Dios en cada uno de nosotros. Y Cristo te permite mirar tu entorno con una mirada nueva, con un corazón expansivo. Así es más fácil encontrar a Dios en la vida ordinaria. Vivir desde la fe lo pequeño como un regalo, que en absoluto no es ajeno. Y, así, sin pretenderlo, recuperas poco a poco la alegría escondida en las pequeñas cosas que a uno le van surgiendo. Todo encuentro con Dios une lo espiritual con lo cotidiano. ¡Qué maravilla!

¡Señor, quisiera mirar mi vida sencilla con ojos nuevos, con un corazón abierto a tu llamada! ¡Quisiera vivirlo todo como un regalo que me haces no como un motivo para la queja! ¡Señor, quisiera aprender de Ti que la santidad que Tu viviste durante aquellos años en Nazaret sea una santidad basada en las actividades más sencillas, impregnadas de trabajo y de vida familiar! ¡Padre, Tu estás presente en todas mis tareas diarias, ayúdame a llenarlas de Tu amor y de tu santidad para irradiar a todos los que me rodean! ¡Espíritu Santo, no permitas que los acontecimientos controlen mi vida sino que sea yo con mi actitud positiva impregnada de Dios el que sea dueño de mi vida! ¡María, quiero que seas espejo de mi alma para que cada una de mis acciones, mis pensamientos y mis deseos estén revestidos de amor, caridad y servicio! ¡Señor, que mi servicio y entrega a los demás no sea para ensalzarme y mostrar mis capacidades sino que tengan la humildad y sencillez como ideal, desposeyéndome a mi mismo para despojarme de mi amor propio y de mi interés!
Gloria, de Johannes Eckart:

lunes, 7 de noviembre de 2016

Hablar con Dios

imageHace unos días tuve ocasión de impartir una charla sobre cómo el Espíritu Santo reina en nosotros a un nutrido auditorio. Al terminar el acto, en una conversación informal, uno de los asistentes se me acercó para comentarme que le resultaba muy difícil hablar con Dios en la oración. Que no le salían las palabras, que el silencio le invadía siempre. Se me ocurrió decirle que la mejor manera es abrir las páginas del Evangelio y convertirse en un personaje más. Intentar hablar a Jesús como pudieron hacer aquellas personas que se encontraron con Él en los polvorientos caminos que recorría el Señor. Utilizar sus mismas palabras, en una conversación sencilla. Por ejemplo, como hizo la misma Virgen María cuando encontró al Niño en el templo después de tres días de búsqueda desesperada. En ese encuentro la Virgen exclamó: «¿Por qué haces esto conmigo?». O hacer como aquel ciego que suplicó: «Haz que vea». O, como el leproso, al que todo el mundo rechazaba, y que se dirigió al Señor diciéndole: «Si quieres, Señor, tú puedes curarme». O como San Pedro, atemorizado con el fuerte oleaje del lago, en aquella barcucha de pescadores: «Aléjate de mí, Señor, porque soy un miserable pecador». O como aquel centurión, lleno de fe, al que Jesús le había sanado a su criado y que ante el milagro del Señor fue capaz de pronunciar aquellas impresionantes palabras del «no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarle» y que hoy repetimos confiadamente poco antes de ir a comulgar. O, como aquel hijo, que lo había perdido todo, malgastando la herencia del padre, y que avergonzado regresó al hogar paterno donde apenas pudo balbucear: «no soy digno de llamarme hijo tuyo, he pecado contra el cielo y contra ti; puedes considerarme el último de tus servidores».

Y, si aún así no surgen las palabras, siempre podemos imitar las actitudes de tantos hombres y mujeres que se maravillaron en cada encuentro con Cristo. Embelesarse como hicieron los sencillos pastores en la gruta de Belén. O cantarle una canción y tomarlo en brazos como hizo Simeón en la presentación del Niño Jesús en el Templo. O escucharle en silencio, dejando que en el corazón penetren sus palabras, como hicieron aquellos doctores del Templo de Jerusalén, que se maravillaban con la sabiduría de aquel Niño. O ponerse de rodillas cubriendo a Cristo de besos y con el perfume del amor como hizo la Magdalena. O dejarse maravillar por su sonrisa como hicieron aquellos niños que se sentaron en sus rodillas. O dejarse llevar a hombros como la oveja perdida de la parábola del buen pastor. O extender la mano para que sane nuestras heridas con hicieron el ciego, el paralítico, el leproso, el moribundo… O posar la cabeza en su hombro como hiciera el discípulo amado el día de la institución de la Eucaristía.
Palabras o silencio contemplativo. Son dos maneras para acercarse al corazón de Cristo y hacer de nuestra vida oración sencilla y cercana a la suya descansando todas nuestras alegrías y nuestros pesares en su amistad. Si es de corazón, es en sí una oración que acoge emocionado nuestro Padre Dios.

 ¡Padre Nuestro, gracias por ser mi Padre creador, eso te lo agradeceré siempre porque es el gran regalo que has hecho mi vida! ¡Eres el Padre de todos sin excepción pero más de los desheredados, de los pobres, de los que sufren, de los desesperados, de los hambrientos, de los que no tienen nada… y de todos ellos me has hecho su hermano aunque tantas veces me olvide y me cueste entregarme a ellos! ¡Padre que estás en el cielo: porque tú eres el cielo mismo, la esperanza que da vida a mi vida, el camino que me lleva a la alegría de la salvación, el que me marca la pauta para esperar ese cielo venidero que es estar junto a ti en la eternidad! ¡Padre, Santificado sea tu nombre, porque tu nombre es efectivamente santo quiero alabarlo, bendecirlo, glorificarlo, adorarlo… hacer que todos te conozcan y te glorifiquen y pronunciando tu nombre siempre te den gracias, con alegría y con esperanza; para que pronunciando tu santo nombre todos vivamos en paz y en armonía, dando amor y repartiendo misericordia, para que no haya discusiones entre tus hijos! ¡Padre,Venga a nosotros tu Reino, para que impere entre nosotros la paz, el amor, la justicia, la misericordia y la generosidad; para que siembres en nuestros corazones la semilla del amor y de la misericordia y que crezcan para repartirlas por el mundo y se haga siempre tu voluntad y no la nuestra; haz que través de nuestras manos crezca un mundo mejor a semejanza de lo que tú esperas! ¡Padre, Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: Y aunque es una tarea muy ardua ayúdame a ponerme en tu mano porque contigo todo es posible y hazme entender que hacer tu voluntad muchas veces requiere sacrificios y esfuerzos pero ayúdame a hacerlo con felicidad y alegría porque viene de ti! ¡Padre, Danos, hoy, nuestro pan de cada día: y hazlo a todas horas para que a nadie le falte de nada en ningún momento; aunque tú nos das el pan de la Eucaristía, y nos lo das en abundancia para que podamos alimentarlos cada día de ti; ayúdanos a partirnos y a multiplicarnos como hicisteis con los panes y los peces para que nadie se quede sin saborear tu alimento de vida y esperanza! ¡Padre, Perdona nuestras ofensas: especialmente las mías que soy un miserable pecador pero también la de mis hermanos para que haya en este mundo armonía, paz y mucho perdón! ¡Padre, Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: pero ayúdame hacerlo como lo haces tú siempre, olvidando las ofensas y llenando tu corazón de amor y de misericordia y sin rencores! ¡Padre, No nos dejes caer en la tentación: porque son muchas las trampas que nos pone el demonio cada día, dame la fortaleza para sostenerme siempre en ti, dame un Espíritu fuerte para no caer en esta tentación que no me separe del camino del bien porque tú conoces mi debilidad! ¡Padre, Líbranos del mal: pero sobre todo líbrame de hacer el mal a los demás!
Hoy se celebra la Solemnidad de la Virgen del Pilar, Patrona de la Hispanidad, a ella Pilar nos encomendamos con una de las oraciones más antiguas dedicadas a la "Pilarica":

«Omnipotente y eterno Dios,
que te dignaste concedernos la gracia de que la santísima Virgen, madre tuya,
viniese a visitarnos mientras vivía en carne mortal, en medio de coros angélicos,
sobre una columna de mármol enviada por ti desde el cielo,
para que en su honor se erigiese la basílica del Pilar por Santiago,
protomártir de los apóstoles, y sus santos discípulos,
te rogamos nos otorgues por sus méritos
e intercesión todo cuanto con confianza te pedimos. Amén».

El canto del Padre Nuestro en Arameo que conmovió al Papa en Georgia:

viernes, 7 de octubre de 2016

María, quiero amarte

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La festividad de Nuestra Señora del Rosario que hoy conmemoramos reconoce el lugar que María desempeña en el misterio de la vida Cristo y de la Iglesia. Con el Rosario —que conmemora los veinte misterios principales de la vida de Jesucristo y de la Virgen— María nos invita a la oración vocal, mental, interior y contemplativa. Es la fotografía más nítida para contemplar la entrega de Nuestra Madre a la obra redentora de Cristo. El Rosario es, junto al Padrenuestro, mi oración favorita. Está tejido con los mejores ropajes evangélicos: los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos que nos acompañan desde la luminosa alegría de la Anunciación y de la Encarnación hasta la coronación de la Virgen.
Para mí el Rosario es la oración de la gente sencilla. Casi siempre lo rezo por la calle, caminando a mi ritmo, sentado en el autobús o conduciendo el coche que me lleva a una reunión. Me siento acompañado de Jesús y de María. Me hace sentirme alegre y confiado. Me permite encomendar cada misterio por una intención determinada al tiempo que contemplo la vida de Cristo en compañía de su Madre. ¡Qué más puedo pedir cada día!
Este momento del rezo del Rosario es como contemplar serenamente episodios concretos del Evangelio. En ocasiones pongo mi atención en un detalle sencillo, en la necesidad de una persona, en dar gracias, en pedir por mi santidad —de la que estoy tan lejos—, en pedir por alguien que quiero, por la sanación de un enfermo, para que se solucione un problema, por las vocaciones sacerdotales o por la santidad de los sacerdotes y consagradas amigos... además siento la compañía gratificante de María en cada una de estas peticiones.
En un día como hoy contemplo a María Santísima como intercesora ante el Señor de la Misericordia. Y como Madre y protectora acoge el encargo recibido de su Hijo desde la cruz: «ahí tienes a tu hijo».
La Virgen ha cumplido y cumple siempre con amor maternal esta hermosa misión encomendada por Cristo. Por eso acudo a Ella, especialmente hoy, con una confianza ciega presentándole como cada día todas mis necesidades y mis anhelos. ¡Totus tuus, María!

¡María, Madre, quiero darte gracias porque con el Rosario el Evangelio se convierte en oración y con él puedo llegar a los Misterios de Cristo a través tuyo, que me iluminas para seguir a Jesús! ¡Gracias, María, por tu amor, porque con el rezo del Rosario puedo sentirme más cercano a tu Purísimo Corazón y comprender mejor lo que representas para la humanidad entera! ¡Gracias, María, porque cada uno de los misterios me enseñan la entrega que Jesús hizo por los hombres, me sirve de preparación para el tiempo que me espera el día de mi muerte y me fortalece en mi unión contigo, con Dios, con Jesús y con el Espíritu Santo! ¡Gracias, María, porque con la meditación de los pasajes del Rosario me conduces a la redención, al perdón y a la salvación! ¡Gracias, María, porque en cada rezo del Rosario me permites silenciar mi mentes y mis emociones para abrir tan solo el corazón y ponerse sólo frente a la vida de Tu Hijo para contemplar la grandeza de su amor! ¡Gracias, María, por los misterios de gozo que son la máxima manifestación de la Vida Nueva, que me permiten contamplar el gran acontecimiento de la venida de Cristo, la encarnación del Espíritu Crístico y Su paso por este mundo! ¡Gracias, María, por los misterios de la luz que contemplan la vida pública de Cristo que nos trajo la luz a este mundo siempre empañado de tinieblas! ¡Gracias, María, por los misterios de dolor que nos muestran la generosa donación de Cristo en nombre de la salvación del hombre, con ese Amor tan grande que purifica, perdona, redime y salva! ¡Gracias, María, por los misterios gloriosos que nos permiten contemplar la glorificación de Cristo, la Vida Eterna de tu Hijo y la tuya en el Reino de Dios al que aspiro llegar algún día! ¡Gracias, María, Señora del amor y de la misericordia!
«María, queremos amarte» le cantamos hoy a la Virgen esta fiesta del Rosario: