La vida cristiana exige sacrificio, abnegación, desprendimiento, penitencia, expiación, reparación. En Adviento es un buen momento para mirar el interior del corazón y analizarse bien. Con la colaboración del Espíritu Santo y el concurso de Dios uno va descubriendo en su día a día todos los padecimientos que la vida le ofrece. Cada paso que uno da permite tomar conciencia de su vida asumiendo la intención de cambiar y mejorar. Y ante el defecto, una pequeña mortificación.
La mortificación no es un tema agradable para el hombre de hoy, aunque es un tema crucial para estos tiempos que corren. La mortificación es causa de rechazo pero se convierte en medicina que alimenta el alma y que equilibra interior y espiritualmente. Son como las pilas Duracell de nuestra vida. La mortificación cristiana tiene un valor positivo, de vida y de resurrección.
El sacrificio es innato a la vida de cualquier persona. La mejor mortificación es aquella que se realiza, desde la pequeñez del corazón, no para ganar el aplauso, ni para adquirir gloria, poder o fama, ni para ascender profesionalmente o que se hace por motivos estrictamente de ego y soberbia. En lo terrenal todo sacrificio y esfuerzo suele tener su elogio merecido. En lo espiritual los derroteros son otros: provoca desconcierto, confusión e, incluso, indignación manifiesta.
La mortificación auténtica es la mortificación callada, la que no daña al prójimo, la que nos convierte en seres más atentos y considerados, la que nos vuelve más tolerantes, la que nos coloca en el lugar del otro, la que nos desprende de nuestra soberbia y de nuestro orgullo, la que nos niega a nosotros mismos para hacerlo en beneficio del prójimo, la que pone en orden los sentidos, la que no nos aflige cuando no conseguimos lo que nos proponemos o nuestra voluntad no se sale con la suya.
Al cuerpo y al alma hay que domarlos como el domador hace con un caballo salvaje: así se aplaca nuestras susceptibilidades, nos hace estar menos pendiente de nuestros yoes y nuestros egoísmos, aplaca nuestra furia interior.
Decía un santo sacerdote que cuando uno se decide a ser mortificado su vida interior mejora y acaba siendo más fecundo. ¡Ya me puedo, entonces, poner las pilas!
¡Señor, dame el espíritu de la mortificación porque sé que es principio de vida y dame también la fuerza para que mi vida se organice en torno a la mortificación! ¡Soy consciente, Señor, que el amor me transformará y que necesito ser más mortificado para demostrarte lo mucho que te quiero! ¡Dame Espíritu Santo la la humildad para confesarme con mayor frecuencia y confesarme de corazón lo que más me humilla! ¡Espíritu de paz y de gracia, ayúdame a no salirme con la mía y dejar a los demás lo más honroso! ¡Concédeme, Espíritu de fortaleza, para luchar contra la comodidad y ese espíritu de independencia que tanto me caracteriza!
El Rey vendrá al amanecer, música para este tiempo de Pascua: