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lunes, 17 de abril de 2017

¡Feliz Pascua! Cristo, Luz en nuestra vida.

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¡Día de júbilo y alegría! ¡Feliz Pascua a todos los lectores de esta página! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!
Cristo, al que muchos dan por muerto en esta sociedad desacralizada, al que tantos ven lejano y ausente, vive.
Después de una semana intensa en la que hemos podido revivir los pasos de su dolorosa pasión, la impotencia por su dolorosa flagelación, el desgarro por su sufrimiento, la tensión por la ignominia de su juicio, la misericordia machacada por la venganza, la Bondad masacrada por la maldad, la tristeza de verlo agonizar en la cruz… hoy el canto es de júbilo y alegría. Es un aleluya permanente porque uno constata que lo que Cristo promete lo cumple.
Hoy, domingo de Resurrección, uno siente con profunda alegría que el Amor nunca muere. Que el Amor es realidad en la contradicción de este mundo que abomina de Dios. Que Cristo es el camino, la verdad y la vida. Que el bien siempre vence al mal. Que la vida vence a la muerte. Hoy es el domingo del triunfo del amor.
Hoy es el día para entender que, frente a la oscuridad que tantas veces hay en mi vida, brilla la luz. Que ante el fatalismo y la tristeza a la que se abona mi corazón en tantas ocasiones, brilla la luz. Que frente al peso de la cruz cotidiana, brilla la luz.
Hoy es el día para con mi corazón y mi vida gritar al mundo que Cristo vive. ¡Que Cristo ha resucitado! ¡Que mi vida a su lado es un ¡Aleluya! permanente! ¡Que Cristo vive y es mi esperanza! ¡Que Cristo vive y brilla en lo más profundo de mi corazón! ¡Que es la verdadera paz del mundo y de mi alma! ¡Que nada ni nadie podrá separarme de Él! ¡Que nada ni nadie podrá separarme de su amor!
Si, amigos y amigas, ¡Cristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado! Y yo lo siento en mi corazón, en mi ser, en mi alma, en mi vida, en todo mi yo. Y lo grito desde lo más profundo de mi corazón. ¡Cristo, tu vives! ¡Aleluya!

¡Señor, gracias, por esta tan vivo! ¡Hoy, Señor, tu sepulcro está vacío y mi fe renace más viva y más fuerte que nunca! ¡Mi Señor glorioso, has resucitado! ¡Has resucitado y algo nuevo ha cambiado en el mundo y en mi vida! ¡Te siento más cerca, más vivo, más íntimamente unido a Ti! ¡Señor, desde hoy, me llamas a ser discípulo tuyo. Me llamas a no tener miedo. Cuando aprenda a compartir mis bienes con los necesitados, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de consolar al amigo o al familiar que sufre, sé Señor que has resucitado; si respeto a los que tengo más cerca, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de desprenderme de mis máscaras y de mis egoísmos, sé Señor que has resucitado; si me comporto ejemplarmente en mi vida familiar, espiritual, profesional y social, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de no caer una y otra vez en la misma piedra de mis pecados, sé Señor que has resucitado; si tengo la generosidad de entregarme a Tí de corazón, sé Señor que has resucitado; si estoy dispuesto a dar mi tiempo por los demás, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de mirar la realidad con Tus ojos y no según mis necesidades, sé Señor que has resucitado; si aprendo a escucharte cuando me hablas, a ponerme en la disposición interior del silencio y estar atento a lo que me quieres decir, sé Señor que has resucitado! ¡Te pido, Señor, que el aleluya pascual se grabe profundamente en mi corazón, de modo que no sea una mera palabra sino la expresión de mi misma vida: mi deseo de alabarte y actuar como un verdadero «resucitado»! ¡Aleluya, Señor! ¡Aleluya porque te me presentas en la pulcritud de la vida para convertir mi corazón! ¡Quiero resucitar contigo, Señor, y fijar mi mirada en Ti y en los que me rodean dando amor, generosidad, entrega, misericordia, caridad, servicio, paciencia, esperanza…! ¡Quiero resucitar contigo, Señor, para llenar de amor y humildad mis palabras, mis gestos y mis decisiones!
La Resurrección de G. F. Haendel, bellísimo extracto de su oratorio para este Domingo de Resurrección:

viernes, 14 de abril de 2017

Vivir para el prógimo

orar con el corazon abierto
Jueves Santo. Esta noche, en la celebración de la Cena del Señor, se escenificará el lavatorio de pies, el acto de servicio de Jesús que ejemplifica el mandamiento del amor: “Os doy un mandamiento nuevo; que os améis unos a otros como yo os he amado”.

Como cada año, mientras el sacerdote vierta el agua en un lebrillo y lave los pies de doce laicos, un coro parroquial clamará: «Clavados en carne y en espíritu en la Cruz de Jesucristo, afianzados en la caridad por la sangre de Cristo; amémonos los unos a los otros como Él nos ha amado».
El lavatorio es un gesto que emociona. El oficiante lavará con dulzura los pies cansados de un anciano, de una ama de casa, de un inmigrante, de una maestra, quien sabe si también de un empresario, o de un joven universitario, o de una doctora, o de un seminarista… no importa quien sean los doce que estarán sentados en el altar. En esos pies sufrientes están también las huellas de Dios invisible que nos marca el camino a seguir, con el amor y la caridad como principios básicos.
Y, terminada la ceremonia, después de besar los últimos pies, el coro entonará el Himno a la caridad que impresiona por su hondura, con una idea básica: “si no tengo caridad, no soy nada; si no tengo caridad, nada me aprovecha”.
Y las voces del coro penetrarán en nuestro corazón con las palabras del apóstol: la caridad es paciente, la caridad es amable, la caridad no es envidiosa, la caridad no es jactanciosa, no se engríe, la caridad es decorosa.
Cristo nos ha dejado un testamento y su invitación clara es que nos convirtamos en sus herederos. Pero no es una herencia material sino una invitación a poner todo lo que uno tiene y es para vivir de acuerdo con las enseñanzas del divino Maestro.
Antes de la institución de la Eucaristía Jesús lava, uno a uno, los pies desgastados y cansados de sus discípulos. Mis pies y tus pies. Este gesto resume todo lo que Cristo enseña en tres años de vida pública. Y me ayuda a considerar mi propia fe y cómo debo vivirla para serle siempre fiel. Mi fe está pensada para vivirla y practicarla firmemente, con gestos y con actitudes auténticas, desde el corazón. Aquí se fundamenta el sentido de mi existencia como cristiano. Vivir para el prójimo como servidor, con Cristo en el centro de esta escena de amor cotidiana.
¡Señor, qué día tan hermoso el de este Jueves Santo con la Última Cena, el Lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio y de tu oración en el Huerto de Getsemaní! ¡Me uno a Ti, Señor! ¡Nos invitas a todos a participar en la Cena en esta noche santa, en la que nos dejas tu Cuerpo y tu Sangre! ¡Concédeme la gracia de amarte, de revivir con alegría este gran don y comprometerme a servir a mi prójimo con amor! ¡Me enseñas también a servir con humildad y de corazón a los demás! ¡Me enseñas que este es el mejor camino para seguirte a Jesús y demostrarte mi fe en Ti! ¡Ayúdame a vivir esta virtud todos los días y ser un buen servidor de los demás! ¡Señor, tú me has hecho para amar y para servir porque es el mandamiento nuevo que nos has dado! ¡Concédeme, Señor, la gracia de amar sin esperar nada, de ponerme al servicio desinteresado de los demás, de no hacer distinciones! ¡Quiero, Señor, dar cabida en mi corazón a todos los que se crucen en mi camino! ¡No permitas, Señor, que nunca aparte a nadie de mi mesa! ¡Ayúdame, Señor con la gracia del Espíritu Santo, a ser generoso siempre, a dar sin calcular, a servir sin esperar recompensas y aplausos y con alegría y servicio sencillo, a devolver siempre bien por mal, a amar gratuitamente, a acercarme al que menos me gusta, a donarme con generosidad al que más me necesita! ¡Y hacerlo para recibir la recompensa que más anhelo: tenerte en lo más íntimo de mi corazón! ¡Y a Ti, Padre, quiero darte las gracias! ¡Gracias porque me siento lavado por tu amor a través de Cristo, Tu Hijo! ¡Que este sentimiento me permita salir de mi mismo, de mis sufrimientos y mis miedos, para crecer en mi vida cristiana y ser don para los que me rodean!
Hoy, Jueves Santo, día del amor fraterno para la Iglesia Católica, conmemoración de la institución de la Eucaristía, escuchamos el Tantum ergo que se canta en el momento en que se da la bendición con el Santísimo:

jueves, 13 de abril de 2017

Lavarme las manos ante Jesús

orar con el corazon abierto
Hoy la imagen se dirige hacia el pretorio. Allí Pilatos ordena que le traigan una jofaina llena de agua y se lava las manos. Ante el tumulto ensordecedor y el gentío que exige la muerte de Jesús, al que contempla sereno y con mucha paz interior, levanta su mano para que cese el ruido y exclama timorato: «Soy inocente de la sangre de este hombre». Y pienso: ¡Ay, Señor, cuántas veces me he lavado las manos y no he dado testimonio de la verdad!

Todo porque ante su insistencia Jesús no le niega su condición de Rey. ¡Es que es el Rey del Universo pero, sobre todo, es el rey de nuestro corazón, de ese corazón que tantas veces exclama: «¡crucifícale, crucifícale!»!
Y es que Cristo anhela ser el Rey de nuestros corazones. Acepta por amor —un amor tal vez incomprensible a los ojos humanos— a pasar por el suplicio de la Pasión, a entregarse sin queja alguna a sufrir el oprobio de sus verdugos. Prisionero, escupido, humillado, vejado, flagelado, coronado de espinas, insultado, arrastrado... ¡Señor mío, te ofrezco mi corazón consciente de lo que padeciste por mí!
Pronunciar esta frase tiene muchas implicaciones para mí. Y las tiene porque de verdad creo, siento y deseo que Jesús, el Rey de Reyes, sea Rey de mi corazón; a Él le debo y le someto mi vida, mis anhelos, mi voluntad, mi querer.
No deseo ser ambiguo como Pilatos. Quiero complacer a Jesús. Lavarme las manos ante Jesús, mi Rey y mi Salvador, es un acto de cobardía, de ambigüedad, de falta de compromiso con él. No quiero cometer la misma falta que tuvo Pilatos, no deseo mantenerme neutral ante la verdad de las cosas por eso deseo ardientemente entregarle mi corazón, mi vida y mi alma a Cristo. Sobre todo, porque Cristo desea mi santidad y esta se alcanza con el compromiso veraz. No lavándose las manos en la jofaina de la ambigüedad.

¡Señor, tu imagen preso en las manos de Pilatos me conmueve y me sobresalta! ¡Observo mientras Pilatos se lava las manos para ofrecerte como mercancía que mis pecados se hacen presente en el odio cerril de aquellos que exigen tu crucifixión! ¡Pero yo, Señor, quiero que reines en mi corazón, no quiero ofenderte ni condenarte! ¡Quiero, Señor, que seas mi Rey y mi Soberano! ¡Señor, tu sabes lo que anida en lo más íntimo de corazón, me das la libertad para actuar; no permitas que me lave las manos mostrándote indiferencia y cobardía! ¡Señor, tu eres mi Dios y no tengo más rey que tu! ¡No permitas que te juzgue pecando contra ti y contra los demás! ¡No permitas, Señor, que te abandone nunca pues deseo acompañarte en el dolor y la contrariedad y aprender de Ti a tener siempre mucha paciencia para afrontar los vaivenes cotidianos y ofrecerlos por amor a Ti y a los demás! ¡Ayúdame a no eludir mis responsabilidades ni la verdad, a tener siempre el coraje de estar junto a lo que es cierto, a no buscar argumentos para quedar bien! ¡Ayúdame a que mis intenciones sean siempre bendecidas por Ti, a no justificar mis conductas y que mis hechos vayan acorde con mi buena voluntad! ¡Señor, envía tu Espíritu sobre mi, para que mi corazón sea dócil a la voz de la conciencia que anuncia siempre la verdad y haz que tu Santo Espíritu me indique siempre el camino a seguir!
Un bellísimo Ecce Homo («He aquí al hombre»), palabras de Pilatis antes de lavarse las manos y la conciencia ante el Señor:

En mi Getsemani

El domingo Jesús entró en Jerusalén montado en un humilde pollino. Hoy ya sabe lo que le aguarda entre enemigos llenos de odio que llevan días, desde la resurrección de Lázaro, con ansias por prenderle. Uno del grupo íntimo, teórico amigo, está presto a venderlo por treinta monedas de oro mancillado por esa tibieza que tiene su culmen en el beso de la traición. Los tres discípulos escogidos para acompañarle duermen incapaces de orar en esa noche larga, triste y oscura, la más dolorosa de la vida de Jesús. Los vítores del domingo han quedado atrás. Solo se «escucha» el silencio desgarrador de Getsemaní, en medio de la tiniebla. Caído de rodillas y sudando sangre, tal es el dolor, ruega en su oración al Padre que pase de Él este cáliz. Queda pocas horas para la entrega, para la llegada de esos soldados al que el impetuoso Pedro hará frente y cortará a Malco su oreja. Poco tiempo para poner su mano sobre la herida abierta y sanarla. Tiempo para cruzar su mirada con Pedro, elegido roca que sustente la Iglesia, y que aun así le negará tres veces antes de que cante el gallo y saldrá corriendo a llorar amargamente consciente de su abandono. Quedan por delante acusaciones falsas, conspiración del Sanedrín, un juicio injusto, manos que se lavan exculpándose de un crimen y un malhechor beneficiado por tanta mentira orquestada en su contra. Y eso no es todo. Insultos, golpes, escupitajos, azotes, una corona tejida de espinas sobre la cabeza, largos y terribles clavos, reparto infame de sus vestiduras, una esponja empapada en vinagre, burlas de los presentes al verlo prendido en la Cruz, un ladrón cuestionándole su divinidad, una lanza penetrada en el costado y la muerte en Cruz. ¡Impresionante testimonio de amor!

¡Qué soledad la del Señor desde Getsemaní! ¡Qué triste comprender como sentiría la soledad humana, el abandono, el sufrimiento, el miedo, la amargura! ¡Qué tristeza entender como tuvo que vivir la angustia a solas con el Padre, sin la presencia de los seres humanos por Él creados! ¡Que desazón ver que no hubo nadie capaz de dar consuelo y sanar aquel corazón herido que a tantos dio la vida, la esperanza, la vista, que había saciado tantos estómagos, que tantas lecciones de amor había ofrecido! ¡Y allí está, enfrentado a su muerte en Cruz rodeado de soledad!
En ese huerto repleto de olivos su oración es de súplica. El Espíritu de Dios le cubre. Tiene que ser profundamente desgarrador sentir el peso del pecado caer sobre tu corazón. ¡Pero cuanto amor hay en este Cristo, amor de los amores! ¡Cuanto amor por el ser humano para hacer la voluntad del padre y derramar su sangre para dar nueva vida al mundo. Cristo, el Rey de Reyes, el INRI de lo alto de la cruz, el médico de cuerpos y almas, el maestro divino, dijo «hágase» como su Madre. Y ese «Sí» salvó a la humanidad entera.
Ayer miércoles santo entiendo que debo hacer siempre como Jesús. Aceptar la voluntad del Padre. Permanecer en mi Getsemaní particular despierto, atento; soy conocedor de que se trata de un lugar donde impera el dolor, la turbación, la angustia... pero también es ese espacio en el que, ante la incertidumbre que conlleva el sufrimiento, puedes tomar las decisiones más acertadas. Allí, en el silencio, oras y velas esperando la respuesta del Padre responda. Allí Dios escucha atento, lee el corazón suplicante, asume tu soledad y tu fragilidad humana, tus angustias y temores, y exhala con la fuerza del Espíritu una brisa fresca y una fragancia de vida que llena de rocío esa aridez bendecida por Él.

Hoy no surge de mis labios oración alguna. Me siento incapaz de hacerlo. Prefiero mantenerme en silencio consciente de que estoy entre los que le abandonaron y me dormí en Getsemaní. Solo puedo musitar compungido: ¡Perdón, Señor, perdón; no tengas en cuenta mis abandonos ni mis faltas! ¡Comparto tanto tu tristeza como tu soledad y mi total adhesión a la voluntad de Dios!
En mi Getsemaní, cantamos en oración en este miércoles santo tan cercano a la Pasión del Señor:

martes, 11 de abril de 2017

Una lampara con la luz de Cristo

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Debido a una avería en el tendido, los edificios de mi barrio quedaron durante un buen rato completamente a oscuras. Fue necesario encender unas velas para iluminar las estancias de mi hogar. Y para moverse por la casa utilizar una linterna que diera luz. No se podía encender el horno, ni el ordenador, ni cargar el teléfono móvil ni, por supuesto, encender una lámpara.

Me recuerda esta situación de oscuridad cómo Jesús nos habla de la necesidad de ser luz y de encender la lámpara. Los hombres no alumbramos con nuestra propia luz, lo hacemos con la luz que proviene de Él. Si no lo hacemos así podemos confundir nuestras propias ideas, gustos y opciones con las de Cristo, y actuar, proponer y vivir de forma que nada tenga relación con Él. De ahí que esta imagen repentina de oscuridad me invita a pensar que cada día debo encender mi propia lámpara con la luz de Cristo. Es la luz de Jesús lo que ilumina la sociedad, no mi propia luz por mucho éxito personal que pueda pensar que atesoro. Yo seré capaz de iluminar si soy capaz de ser reflejo de la luz del Señor.
Pero esta luz no es únicamente doctrinal sino esencialmente testimonial: vida que transforma la vida. Luz que me lleva a cambiar interiormente, que cambia mi corazón, mi relación con los demás, mis actitudes, la manera de valorar las cosas y afrontar la realidad de mi vida. Solo puedo ser luz auténtica en el momento en que hago verdad las enseñanzas de Cristo según sus criterios y no los míos y eso exige mucha renuncia, humildad, generosidad, sencillez y grandes dosis de pobreza de espíritu.
Cuando Jesús me invita a ser luz y a convertirme en lámpara lo que realmente me pide es que actúe como Él, que sienta como Él, que hable como Él, que sirva como Él, que piense como Él, que obre como Él... que sea todo en Él. Es decir, iluminar mi vida con la fuerza de su luz y no con la tenue y apagada de mi propio yo.
Sin encender la luz de Cristo en mi corazón solo adoctrinaré a los que están a mi alrededor pero nunca los evangelizaré porque no verán en mi luz sino un foco de contradicción.

¡Señor, pongo junto al icono con tu imagen una vela encendida y con las manos abiertas, como quien espera tu amor y misericordia te digo que quiero ser luz! ¡Señor Jesús, Tú me invitas a ser luz del mundo, Tú me comprometes en tu misión, Tú me invitas a ser tu testigo, ayúdame a vivir mi adhesión a ti con autenticidad y contagiar a otros todo lo que Tú haces en cada uno! ¡Obséquiame, Señor, con la gracia de mostrar con mi vida lo que creo y lo que Tú haces por mi! ¡Dame la gracia de dar testimonio de ti, de anunciarte con mi vida, de comunicarte con mi manera de ser, de anunciarte con mi presencia, para que otros encuentren en ti la vida y la plenitud que Tú me ofreces!. ¡Que mi luz siembre ternura en las rostros tristes y atribulados por los avatares familiares o la difícil situación económica, personal o profesional! ¡Que mi luz transmita bondad para consolar y alentar a los que se encuentran decaídos por lo que les toca vivir! ¡Que sea luz faro de luz en medio de las tormentas d este mundo empeñado cada día en negarte! ¡Vive en mí, Señor, para asemejarme a Ti en todo!