<!-- Global site tag (gtag.js) - Google Analytics 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
-->
¿Será que quiero atarle las manos a base de oraciones?
En la vida a veces trato de controlarlo todo. Tal vez me atrae ese pensamiento alemán que alguna vez escuché: “La confianza es buena, pero el control es mejor”. 
Quiero controlar la vida. Lo que me ocurre, lo que me puede llegar a  suceder. Temo perder el control sobre mí mismo, sobre los demás.
Lo tengo claro, el control es poder. El poder sobre  la propia vida. El poder sobre los acontecimientos. El poder oculto de  mis palabras que manejan los hilos de todo lo que sucede. El control  sobre los demás.
Al final me parece inútil, imposible, controlar lo que va a ocurrir.  ¿Cómo puedo controlar el devenir de una enfermedad? ¿Cómo puedo  controlar lo que hacen o dejan de hacer los que me rodean?
Puedo prevenir, puedo adelantarme a los hechos, pero no puedo controlarlo todo.  La vida se me escapa de las manos sin que yo pueda controlarla. Pierdo  días, años de mi vida, sin poder parar el reloj. Y eso que lo intento.
En la vida hay dos luchas importantes que me quitan el sueño, como leía el otro día:
“Una señora muy mayor, que tenía casi cien años, me dijo: – A lo largo de la historia las dos preguntas que han traído de cabeza a la humanidad son éstas: ¿Cuánto me quieres? y ¿Quién manda aquí?  Todo lo demás tiene solución, pero el asunto del amor y el control nos  saca lo peor, nos desquicia, nos lleva a la guerra y nos hace padecer  enormes sufrimientos”[1]. 
El amor y el control sobre la vida, sobre los demás, son las grandes preguntas.
El deseo de ser amado es muy profundo y no tiene límites. Quiero ser amado siempre y en profundidad. Por todos, no solo por algunos. Amado de forma incondicional. Amado pase lo que pase. Siempre.
Ese deseo del amor también me tensiona. Quiero siempre más. Busco  siempre más. Quiero agradar. Amar y ser amado. No quiero que nadie me  rechace y me deje solo. Es cierto. Necesito aprender a amar bien para  ser feliz.
Pero hay otra lucha que consume también mis fuerzas. Es el afán por  controlarlo todo. ¿Quién tiene el control aquí? ¿Quién manda de verdad?  ¿Quién gobierna la vida? ¿Quién maneja el poder?
Quiero controlar a los que se me confían. Controlar a los que quieren  controlar a su vez mi propio camino. Controlar las decisiones que otros  toman. Mover los hilos sin que nadie lo perciba. ¡Cuánto mal me hace  esta lucha enfermiza! Me tensiona, me hace sufrir.
Y al final tengo que ceder, bajar los brazos y aceptar que la vida  siga su curso. No puedo lograr que las cosas sean siempre como yo he  decidido. No puedo cambiar los acontecimientos que a veces me duelen y  hieren por dentro.
Tal vez es por mi afán de perfección que me hace desear que todo  salga bien. Quiero tener una vida plena y perfecta. Sin manchas,  inmaculada.
Y cada vez que no lo logro y toco la dureza de mis imperfecciones, sufro y me hundo.  Callo y me duele el alma por dentro. Cuanto más me afano por hacer las  cosas bien, por tocar todas las cumbres a las que aspiro y lograr todo  lo que me propongo, más experimento la fragilidad de mis fuerzas.
Me hace bien saberme débil. Me hace bien saber que  no puedo controlar la vida. Que no tengo que pretender controlar a las  personas. Que tengo que confiar más en Dios, en los hombres, en mí  mismo.
¿Por qué tengo tanto miedo a perder el control? No lo sé. Mi  inseguridad de hombre herido. Dios me hizo frágil. Para que aprenda a ver en mis cimientos rotos un camino de vida. 
Decía el Padre José Kentenich: “¿Por qué Dios quiso esos  cimientos vacilantes? Porque quiere que dependamos de Él, que demos el  salto mortal de la oscuridad y la incertidumbre a su mente y su corazón. Solo con esta perspectiva es posible hacer un acto de fe. Cuanta menos  seguridad del intelecto, tanto más han de abrazarse a Dios el amor, la  voluntad. Y hacerlo con todo fervor”[2].
Mi camino de santidad me exige vivir dando saltos de fe  continuamente. Confiando en un Dios que viene a mi vida para hacerme  feliz. Para que en mí todo encaje. No aquí en la tierra, ya lo sé. Pero  sí en el cielo.
Quiere que ponga mi corazón en el suyo y confíe en su amor incondicional.
No deseo planificar mi vida a la perfección. Hay muchas cosas que no  entiendo. No sé el para qué ni el por qué. Pero no importa. Decido no calcular los días que me quedan.
No me obsesiono por la salud queriendo conservarla. No quiero que el  mundo gire alrededor de mis planes. No me agobia que alguien estropee lo  que he tejido con mis manos hábiles. Vivo sin miedo a que Dios pueda  echarlo todo a perder.
Necesito ser más confiado. Confiar en lo que los demás hacen sin pretender controlar por detrás cómo lo hacen.
Confiar en lo que Dios va realizando en mi vida sin querer atarle las manos a base de oraciones. Confiar en que el bien que yo deseo tal vez no sea el bien que necesito. 
Confiar en que los planes que fracasan tal vez no eran los planes que  iban hacer mi vida más plena. Confiar cuando lo haya perdido todo y  tema perder también la vida. Confiar contra toda esperanza en medio de  la tormenta.
Dice una oración del Hacia el Padre: “Hasta  ahora tuve yo el timón en las manos; en el barco de la vida tan a  menudo te olvidé; me volvía desvalido hacia ti, de vez en cuando, para  que la barquilla navegara según mis planes. ¡Concédeme, Padre, por fin  la conversión total! En el Esposo quisiera anunciar al mundo entero: el  Padre tiene en sus manos el timón, aunque yo no sepa el destino ni la  ruta”.
Confiar cuando no sea capaz de llevar la barca de mi vida a buen  puerto. Hoy decido poner las riendas de mi vida en las manos de Dios. El timón, para que sea Dios quien me conduzca. Me gustaría confiar siempre. 
[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[2] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann
Tomado de aleteia.org 


