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martes, 13 de febrero de 2018

Entre el jardín del Edén y el desierto de la vida




Desde Dios
Por razones laborales me encuentro desde hace un par de días en un país del Golfo Pérsico. La capital es una amalgama de rascacielos de formas caprichosas, mercados tradicionales y centros comerciales. Todo es exuberante y excesivo. En mi hotel sobresale la impresionante grandilocuencia de la decoración y las tiendas de primeras marcas y un vergel de plantas que recuerdan un jardín del edén poblando los diferentes rincones del edifico. 
A pocos kilómetros de la ciudad todo es un impresionante desierto que conforma un mar de dunas.
Mañana que comienza la Cuaresma este cuadro me recuerda el exuberante jardín del Génesis y el ahogante transitar por el desierto de la vida.
Esta ciudad que cuenta con todas las comodidades, propia de nuestro tiempo, es como el Jardín del Edén, todo pensado para que el hombre y la mujer puedan vivir como verdaderos hijos de Dios y gozar de su amor. Sin embargo, el hombre, deslumbrado por lo exterior, rehúsa este regalo divino. Prefiere —podríamos afirmar, incluso, que se niega—a escuchar Su palabra, dejándose orientar por la audacia del diablo disfrazado de serpiente. Cada día éste nos susurra al oído la hipocresía y la mentira de Dios y trata de hacernos ver que su poder nos sofoca en el deseo de estar en comunión con la vida que Dios ofrece. Satanás nos propone ser como dioses para que lo que está prohibido se transforme en algo deseable... Así, como los primeros padres, nosotros no aceptamos lo que Dios nos regala como un obsequio lleno de amor. Pero nadie, fuera del registro del amor, puede recibir el amor que se le ofrece. Y, así, uno se acaba descubriendo pobre y desnudo, sin nada y sin dignidad. El pecado, exuberante en cuanto exceso exterior, te hace perder tu dignidad y te aleja de esa gracia que te une íntimamente a Dios.
Hoy me planteo la cantidad de tentaciones que pone el diablo en mi vida. Las veces que como hombre deambulo por el desierto en busca de esa felicidad perdida. Es a este lugar donde está nuestra humanidad al que acude también Jesús al comenzar su ministerio público. Las tentaciones a Jesús son las mismas que sufrió Adán: soberbia, autocomplacencia, gloria vana, codicia, avaricia. Pero Jesús permanece fiel a su Padre, manteniendo su mirada fija en la Palabra de Dios. Esta fidelidad al amor del Padre saca al diablo de sus casillas y conduce a Jesús a la alegría del Padre.
Así es como Jesús hace que el desierto de nuestras vidas florezca de nuevo. Fiel a la Palabra y al amor del Padre, rectifica lo que está torcido y distorsionado en nuestra existencia. Nos sitúa de nuevo al pie del árbol en el corazón del jardín. Este árbol es el árbol de la vida: la cruz. Este árbol ofrece un fruto abundante: el Cuerpo y la Sangre de Cristo que nos han sido dados para que podamos tener vida, para que podamos entrar en intimidad con Dios. Cristo restaura así nuestra dignidad de hijos de Dios.
Mañana comienza la Cuaresma. En este tiempo me propongo reconciliarme interiormente con Dios para poder entrar con Cristo en el jardín donde está plantado el árbol de la Cruz y disfrutar de una vida en plenitud con Él.
Un tiempo de mayor oración para evaluar mis comportamientos, mis actitudes, mi vida, mis proyectos… situándolo todo en torno a una simple y escueta pregunta: ¿qué lugar ocupa Dios en mi vida? Esto me ayudará con toda seguridad a reconocer la tentación que me lleva a cuestionar la bondad, providencia y misericordia que Dios siente por  mi y por la humanidad entera. Un tiempo para que mis labios repitan durante este periodo pascual aquello tan hermoso que el salmo canta para la purificación interior y el reconocimiento humilde del propio pecado: ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! ¡Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí!
Así caminaré por el desierto de la vida pero alimentado por el fruto vivo de Jesús que fortalece mi corazón y me da fuerzas para no caer en tentación.
¡Padre, en el desierto de mi vida quiero envolverme en tu misterio! ¡No permitas que nadie ni nada se interfiera entre nosotros! ¡Envía tu Espíritu sobre mí para que me capacite a entender todo lo que me sucede, a vivirlo como una revelación, a sentirme cercano a Ti! ¡Ayúdame, Señor, a despojarme de mi yo, a desnudar mi alma y mi corazón, a dejar todo lo que es innecesario para acercarme más a Ti! ¡Quiero, Padre, estar totalmente disponible para Ti, postrado con el corazón abierto, a la espera de cumplir tu voluntad! ¡Te busco, Señor, con los ojos puestos en tu Hijo Jesucristo, con la fuerza de tu Espíritu, con el don de la fe! ¡Estoy desnudo ante Ti, Padre, con toda mi miseria y pequeñez para comprender desde lo más íntimo del corazón todo aquello que esperas de mi! ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! ¡Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí!  ¡Aquí estoy, Señor, transparente como el agua pura para poner mi realidad a tus pies! ¡Y esto me permite, Señor, vivir confiadamente, abandonarme esperanzadamente, sumergirme en la inmensidad de tu amor y misericordia! ¡Señor, Dios todopoderoso, que has padecido en el árbol de la cruz, por mis pecados, se mi amparo, aleja de mí cualquier tentación, aparta de mi todo mal, dirige mis pasos hacia el camino de la salvación y desprende de mi corazón cualquier pena amarga que me aleje de Ti! ¡Señor, adoro Tu  Sant Cruz, y a los pies de este árbol de la vida haz que el mal se aleje siempre de mí!
Widerstehe doch der Sünde, BWV 54 (Resiste al pecado), una hermosa cantata de Juan Sebastian Bach para acompañar a la meditación de hoy:


sábado, 10 de febrero de 2018

¿Insistiendo a Dios para lograr algo? Prueba algo mejor

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"Desde

¿Será que quiero atarle las manos a base de oraciones?

En la vida a veces trato de controlarlo todo. Tal vez me atrae ese pensamiento alemán que alguna vez escuché: “La confianza es buena, pero el control es mejor”.
Quiero controlar la vida. Lo que me ocurre, lo que me puede llegar a suceder. Temo perder el control sobre mí mismo, sobre los demás.
Lo tengo claro, el control es poder. El poder sobre la propia vida. El poder sobre los acontecimientos. El poder oculto de mis palabras que manejan los hilos de todo lo que sucede. El control sobre los demás.
Al final me parece inútil, imposible, controlar lo que va a ocurrir. ¿Cómo puedo controlar el devenir de una enfermedad? ¿Cómo puedo controlar lo que hacen o dejan de hacer los que me rodean?
Puedo prevenir, puedo adelantarme a los hechos, pero no puedo controlarlo todo. La vida se me escapa de las manos sin que yo pueda controlarla. Pierdo días, años de mi vida, sin poder parar el reloj. Y eso que lo intento.
En la vida hay dos luchas importantes que me quitan el sueño, como leía el otro día:
“Una señora muy mayor, que tenía casi cien años, me dijo: – A lo largo de la historia las dos preguntas que han traído de cabeza a la humanidad son éstas: ¿Cuánto me quieres? y ¿Quién manda aquí? Todo lo demás tiene solución, pero el asunto del amor y el control nos saca lo peor, nos desquicia, nos lleva a la guerra y nos hace padecer enormes sufrimientos”[1].
El amor y el control sobre la vida, sobre los demás, son las grandes preguntas.
El deseo de ser amado es muy profundo y no tiene límites. Quiero ser amado siempre y en profundidad. Por todos, no solo por algunos. Amado de forma incondicional. Amado pase lo que pase. Siempre.
Ese deseo del amor también me tensiona. Quiero siempre más. Busco siempre más. Quiero agradar. Amar y ser amado. No quiero que nadie me rechace y me deje solo. Es cierto. Necesito aprender a amar bien para ser feliz.
Pero hay otra lucha que consume también mis fuerzas. Es el afán por controlarlo todo. ¿Quién tiene el control aquí? ¿Quién manda de verdad? ¿Quién gobierna la vida? ¿Quién maneja el poder?
Quiero controlar a los que se me confían. Controlar a los que quieren controlar a su vez mi propio camino. Controlar las decisiones que otros toman. Mover los hilos sin que nadie lo perciba. ¡Cuánto mal me hace esta lucha enfermiza! Me tensiona, me hace sufrir.
Y al final tengo que ceder, bajar los brazos y aceptar que la vida siga su curso. No puedo lograr que las cosas sean siempre como yo he decidido. No puedo cambiar los acontecimientos que a veces me duelen y hieren por dentro.
Tal vez es por mi afán de perfección que me hace desear que todo salga bien. Quiero tener una vida plena y perfecta. Sin manchas, inmaculada.
Y cada vez que no lo logro y toco la dureza de mis imperfecciones, sufro y me hundo. Callo y me duele el alma por dentro. Cuanto más me afano por hacer las cosas bien, por tocar todas las cumbres a las que aspiro y lograr todo lo que me propongo, más experimento la fragilidad de mis fuerzas.
Me hace bien saberme débil. Me hace bien saber que no puedo controlar la vida. Que no tengo que pretender controlar a las personas. Que tengo que confiar más en Dios, en los hombres, en mí mismo.
¿Por qué tengo tanto miedo a perder el control? No lo sé. Mi inseguridad de hombre herido. Dios me hizo frágil. Para que aprenda a ver en mis cimientos rotos un camino de vida.
Decía el Padre José Kentenich: ¿Por qué Dios quiso esos cimientos vacilantes? Porque quiere que dependamos de Él, que demos el salto mortal de la oscuridad y la incertidumbre a su mente y su corazón. Solo con esta perspectiva es posible hacer un acto de fe. Cuanta menos seguridad del intelecto, tanto más han de abrazarse a Dios el amor, la voluntad. Y hacerlo con todo fervor”[2].
Mi camino de santidad me exige vivir dando saltos de fe continuamente. Confiando en un Dios que viene a mi vida para hacerme feliz. Para que en mí todo encaje. No aquí en la tierra, ya lo sé. Pero sí en el cielo.
Quiere que ponga mi corazón en el suyo y confíe en su amor incondicional.
No deseo planificar mi vida a la perfección. Hay muchas cosas que no entiendo. No sé el para qué ni el por qué. Pero no importa. Decido no calcular los días que me quedan.
No me obsesiono por la salud queriendo conservarla. No quiero que el mundo gire alrededor de mis planes. No me agobia que alguien estropee lo que he tejido con mis manos hábiles. Vivo sin miedo a que Dios pueda echarlo todo a perder.
Necesito ser más confiado. Confiar en lo que los demás hacen sin pretender controlar por detrás cómo lo hacen.
Confiar en lo que Dios va realizando en mi vida sin querer atarle las manos a base de oraciones. Confiar en que el bien que yo deseo tal vez no sea el bien que necesito.
Confiar en que los planes que fracasan tal vez no eran los planes que iban hacer mi vida más plena. Confiar cuando lo haya perdido todo y tema perder también la vida. Confiar contra toda esperanza en medio de la tormenta.
Dice una oración del Hacia el Padre: Hasta ahora tuve yo el timón en las manos; en el barco de la vida tan a menudo te olvidé; me volvía desvalido hacia ti, de vez en cuando, para que la barquilla navegara según mis planes. ¡Concédeme, Padre, por fin la conversión total! En el Esposo quisiera anunciar al mundo entero: el Padre tiene en sus manos el timón, aunque yo no sepa el destino ni la ruta”.
Confiar cuando no sea capaz de llevar la barca de mi vida a buen puerto. Hoy decido poner las riendas de mi vida en las manos de Dios. El timón, para que sea Dios quien me conduzca. Me gustaría confiar siempre.
[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[2] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann

Tomado de aleteia.org
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viernes, 9 de febrero de 2018

Ciudadano del cielo en la tierra

Desde Dios Cada día cuando escucho la Palabra de Dios en la Misa me surgen preguntas que cuestionan mi propia existencia, la realidad de mi propia vida. Las lecturas me llevan a una profundización de mi realidad como cristiano. Cuando centro mi atención en ellas en lo más profundo de mi corazón algo se remueve interiormente porque, de alguna manera, marcan parte de ese itinerario íntimo que delimita mi vida espiritual; me ayudan a crecer espiritual y humanamente y me sirven para orar después de la comunión. Aunque soy consciente de mi pequeñez en esa escucha trato de que haya un avance sereno y gradual hacia la santidad que tanto anhelo y de la que tan alejado estoy.
La santidad es la meta del camino del cristiano. Ser santo en esta vida no es sencillo. El corazón tiene excesivos apegos que te impiden progresar como realmente anhelas. Hay preguntas recurrentes que se plantea mi corazón: ¿es la santidad mi máxima aspiración? ¿A qué aspiro realmente en esta vida? ¿Me alejo con frecuencia de la Cruz de Cristo a consecuencia de mis aspiraciones terrenales? ¿Me marco ideales nobles y sueños y metas grandes? ¿Aspiro a ellas?
En ocasiones las respuestas son decepcionantes. Y lo son porque uno se deja arrastrar con frecuencia por la mediocridad y la falta de autenticidad aún cuando uno sea, como dice el apóstol Pablo, ciudadano del cielo.
¡Ciudadano del cielo en la tierra! Sí, caminamos por la vida terrera aspirando al cielo. Somos peregrinos y nuestro destino es la patria celestial. Pero esta noble aspiración no te impide dejar de lado las obligaciones y responsabilidades que tienes encomendadas. Cada uno debe mirar cuál es su meta. Disfrutar de las maravillas de esta vida, gozar de las cosas buenas que ésta nos ofrece, y ser conscientes de que la plenitud la disfrutaremos únicamente en Dios.
Así, el único que puede ayudarnos a cambiar nuestra vida es Cristo. Él es el que transforma nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa. Él es el que puede ayudarnos a borrar el egoísmo, la soberbia, la autosuficiencia y la vanidad, el considerarnos más que el prójimo, el que puede destruir la esclavitud de las pasiones mundanas y los apegos terrenales, la rutina, las envidias y los rencores… defectos todos que nos alejan de Dios y del prójimo.
¡Se trata de vivir lo que cada uno es verdaderamente: ciudadano del cielo! ¡Transformarse día a día hasta alcanzar el cielo prometido y este proceso comenzó el día mismo del bautismo!
Mi lealtad es para Dios, para el cielo. Y aunque soy consciente de que mi vida está hecha de arcilla, soy del mundo aunque cuento con la carta de ciudadanía del cielo. ¡Que esto me ayude a perseverar en la fe, fundada en fuerza del Espíritu Santo, en la humildad de Jesús y a perseverar como cuerpo de Cristo en la fidelidad de quien me llama a la gloria celestial! ¡Qué dignidad y que responsabilidad ser representante de esta ciudadanía!
¡Señor, sin ti nada soy y nada puedo, nada valgo ni nada tengo; tu sabes que soy un siervo inútil pero quiero ser servidor tuyo pues soy ciudadanos del cielo! ¡Señor, hazme comprender que cualquier renuncia vital debe pasar por entregarme primero a Ti! ¡Señor, anhelo tomar opción por mí aunque muchas veces me desvíe del camino como consecuencia de mi tibieza y mi debilidad! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que me de la fuerza y la sabiduría para convertirme en un auténtico seguidor tuyo sabiendo discernir lo que es mejor para mi! ¡Señor, que no tenga miedo a las renuncias mundanas y que sea siempre consciente que ser cristiano implica renunciar a cosas que pueden ser importantes pero que tienen como fin la eternidad y el encuentro con tu amor! ¡Señor, que no olvide nunca que ser cristiano no permite dobleces sino que tiene una única verdad: el encuentro contigo! ¡Señor, hazme consciente de que la santidad es un mandato tuyo, que tu voluntad es mi santificación y no permitas que me conforme a los deseos que impone mi voluntad; ayúdame a ser santo en todos los aspectos de mi vida a imitación tuya!
Ciudadanos del mundo, cantamos hoy:


Paz perfecta

Desde Dios
Había una vez un rey que ofreció un gran premio a aquel artista que pudiera captar en una pintura la paz perfecta. Muchos artistas lo intentaron.
 El rey observó y admiró todas las pinturas, pero solamente hubo dos que a él realmente le gustaron y tuvo que escoger entre ellas.
La primera era un lago muy tranquilo. Este lago era un espejo perfecto donde se reflejaban unas plácidas montañas que lo rodeaban. Sobre éstas se encontraba un cielo muy azul con tenues nubes blancas. Todos quienes miraron esta pintura pensaron que ésta reflejaba la paz perfecta.

La segunda pintura también tenía montañas. Pero estas eran escabrosas y descubiertas. Sobre ellas había un cielo furioso del cual caía un impetuoso aguacero con rayos y truenos. Montaña abajo parecía retumbar un espumoso torrente de agua. Todo esto no se revelaba para nada pacífico. 

Pero cuando el Rey observó cuidadosamente, él miró tras la cascada un delicado arbusto creciendo en una grieta de la roca. En este arbusto se encontraba un nido. Allí, en medio del rugir de la violenta caída de agua, estaba sentado plácidamente un pajarito en su nido...

¿Paz perfecta... ? ¿Cuál crees que fue la pintura ganadora?

El Rey escogió la segunda.  ¿Sabes por qué?

El rey explicaba que "Paz no significa estar en un lugar sin ruidos, sin problemas, sin trabajo duro o sin dolor. Paz significa que a pesar de estar en medio de todas estas cosas permanezcamos calmados dentro de nuestro corazón. Este es el verdadero significado de la paz."

¿Y tú... ?.... ¿sabes dónde o con quién está la verdadera paz de tu corazón?...

La actitud del más, y más y más

Desde DiosCon relativa frecuencia uno piensa que su vida de creyente se reduce a un sucesión de buenas obras, gestos hermosos hacia los demás, actitudes de buen samaritano; uno siente que debe ser más caritativo, más entregado, más generoso, más cordial y amable, más atento con el prójimo. Es la actitud del más, y más y más. Y con esto te quedas henchido de satisfacción. Tu orgullo interior se infla… corriendo el riesgo de satisfacer el ego de la falsa autosatisfacción.
¡Qué hermoso entonces es recordar la parábola del viñador: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que yo os anuncié. Permaneced en mí, como yo permanezco en vosotros. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco vosotros, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada podéis hacer». La he releído hoy. Va bien recordarlo de vez en cuando para profundizarla en el corazón. Al compararse con un viñedo, Dios es como ese enólogo minucioso y sensible que cuida de sus viñedos y nosotros somos las ramas que tienen que ser cuidadas. Jesús nos ofrece otro punto de vista. No todo depende de mis esfuerzos: es el enólogo que poda y corta las ramas del sarmiento. De mi parte corresponde permanecer firmemente unido a la vid y permitir que la savia fluya en mi interior. El objetivo es "conectar" con el Dios de amor que Cristo anuncia, para abrir todos los poros de mi vida a su Espíritu, a su acción vivificadora que transforma desde lo más íntimo de mi propio ser.
Esto es lo que nos hace dar fruto: la oración, la meditación, la palabra que surge de este Evangelio que siempre nos lleva de nuevo a lo que es importante en la vida, de nuestra vida en la que el Evangelio te permite distinguir y restar lo que, en cada uno, está muerto, estéril o es superfluo. Así podado, devuelto a lo básico y esencial, uno puede crecer un poco más porque el deseo es verse liberado; sentir la sed de volverse profunda y humanamente vivificado, con la energía interior movilizada para buscar ardientemente la plenitud de la comunión con los demás y sentir en el corazón la intensidad del amor verdadera. Y, entonces sí, las buenas obras tienen un significado de autenticidad porque están impregnadas del amor de Dios, de la esencia de Cristo, de la fuerza del Espíritu. No son obras humanas, son obras bendecidas desde la plenitud del amor.
¡Padre, tu eres el viñador que cuida de mi sarmiento interior! ¡Tú eres el que se ocupa de cuidar de mí; por medio de tu Santo Espíritu ayúdame a comprender todo lo que tengo que ir podando interiormente para unirme espiritual y humanamente a la vid que tanto amas que es Cristo, tu Hijo! ¡Ayúdame a que la poda sea limpia y auténtica para poder vivir en gracia, en amor y en plenitud con Jesús y ser testigo suyo en el mundo, misionero de su Palabra y testimonio de su amor! ¡Señor, quiero dar fruto pero para ello debo ser un sarmiento sano que viva siempre en unión plena contigo! ¡Dame, Señor, por medio de tu Santo Espíritu un corazón vivo, alegre, lleno de esperanza, proclive al amor y a la gratitud, un corazón lleno de fuerza y abierto al bien! ¡Que los frutos que sea capaz de dar, Señor, sean verdaderas obras cristianas! ¡Ayúdame, Señor, por medio de tu Santo Espíritu a dar frutos abundantes! ¡Ayúdame a permanecer siempre en Ti, ser fiel a la elección que hago por Ti! ¡Para ello necesito de la gracia de tu misericordia, de tu amor y de tu perdón! ¡Que cada paso de mi vida esté impregnado del amor, de un amor que no decaiga nunca, que sea capaz de resistir a las tentaciones del abandono y a las dificultades que se presentan en la vida, que se fortalezca con la unión contigo! ¡Señor quiero ser savia nueva aferrada a la vid que eres Tú, Señor, que siempre me acompañas por el camino de la vida!
El viñador, cantamos hoy para acompañar la meditación: