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miércoles, 18 de abril de 2018

Palabras que hieren, palabras que sanan.


Desde Dios

 ¿Con cuánta frecuencia dices algo y luego te cuestionas de dónde han salido esas palabras? En ocasiones es la sabiduría que pronuncian nuestros labios lo que más sorprende. ¡Qué lucidez!, se enorgullece uno. Pero lo que más nos sorprende es el sarcasmo, la crítica o la ira con la que uno se expresa. Entonces surge ese susurro interior que te cuestiona: «Hubiera estado mejor callado» o «¿Por qué dije eso tan inconveniente?» ¡Con cuánta frecuencia justificamos nuestra reacción convencidos de que nuestro interlocutor merecía escuchar esas palabras hirientes!
 Cada palabra que pronunciamos tiene un enorme poder. Las palabras que emiten nuestros labios pueden convertirse en fuente de vida o de muerte. Si alguien nos pidiera que recordásemos palabras que nos han herido no nos llevaría demasiado tiempo en reabrir esa cicatriz marcada en el corazón por aquel que dejó la impronta del dolor. Del mismo modo, cualquier palabra benéfica recibida calienta nuestro corazón cuando regresa a nuestra memoria.
He abierto hoy el capítulo 12 del Libro de los Proverbios. Me ha hecho consciente de que las palabras hieren como los golpes de una espada, mientras que el lenguaje de los sabios es como un bálsamo que sana. Y que la muerte y la vida están en el poder del lenguaje, que tienes que contentarte con los frutos que tu lenguaje haya producido. 
Las palabras de la vida nos animan a todos. Pero también es cierto que las palabras irreflexivas pueden terminar con un sueño o demoler la autoestima, ya sea de manera intencional o involuntaria. Toda palabra negativa desalienta a las personas y empeoran las situaciones.
¿Cómo puedo llegar a ser un auténtico discípulo de Cristo que ofrezca palabras de vida cuando me es tan fácil pronunciar palabras de las que luego tengo que arrepentirme? Cuando siga la máxima de ser capaz de sacar la bondad que llevo en mi corazón porque de la abundancia del corazón habla mi boca y cuidando los pensamientos con los que entretengo mi corazón. Esto equivale a invitar al Espíritu Santo a hacerse cargo de todos mis pensamientos para que las actitudes correctas reemplacen aquellas revestidas de negatividad. Así, las palabras de la vida saldrán de manera natural de mi corazón.
¡Señor, cuanto tengo que aprender de Ti que en los momentos de mayor tensión, en el límite de tu paciencia, supiste callar y no responder! ¡Gracias, Padre, por el ejemplo vivo de tu Hijo Jesucristo! ¡Gracias, Jesús, por hacerme comprender que este es el camino y esta es la mejor actitud! ¡No permitas Espíritu Santo que salgan de mi boca palabras hirientes, frases despectivas, respuestas punzantes pues quiero parecerme a Jesús! ¡Espíritu Santo concédeme la gracia de la humildad y la sencillez para callar cuando conviene! ¡Ayúdame a encontrar en Jesús y en la luz del Evangelio las palabras adecuadas para que ser testimonio de verdad y de amor! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a aprender a callar y vivir en la Palabra de Jesús; ayúdame a hablar y proclamar su Palabra! ¡Concédeme la gracia, si conviene, de hacerlo desde la cruz porque allí es desde donde se perdona de corazón, se construye la paz y se es fiel a la voluntad del Padre! ¡Pero ayúdame a no permanecer callado ante las mentiras que atacan a la Verdad!
Sublime gracia (Amazing grace):

sábado, 24 de marzo de 2018

La “pobreza de espíritu”, ¿que alguien me explique qué es?

Para algunos, “la clave de la vida espiritual”

Lo leemos en San Mateo 5, 1-12: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos”. El papa Francisco insiste que el las Bienaventuranzas son “el único camino de la verdadera felicidad y único medio también de reconstruir la sociedad”.
Pero concretamente, ¿qué tipo de pobreza es la “de espíritu”? Jacques Philippe, sacerdote de la Comunidad de las Bienaventuranzas, en la que ha desempeñado responsabilidades, piensa que “el mundo de hoy “está enfermo de su orgullo”, de su “avidez insaciable de riqueza y poder, y no puede curarse sino acogiendo el mensaje de las Bienaventuranzas”.
El padre Philippe es un sacerdote que predica ejercicios en todo el mundo y cuya obra se encuentra en español editada por completo por la editorial Rialp.com.
La “pobreza de espíritu”, es para el autor “la clave de la vida espiritual”.
Jacques Philippe, en La felicidad donde no se espera. Meditaciones sobre las Bienaventuranzas, reconoce que cuando él era un joven sacerdote, “tenía cierta dificultad para predicar sobre las Bienaventuranzas”.
“Las Bienaventuranzas son una promesa de felicidad: no se trata de una felicidad o una satisfacción simplemente humana”. El texto griego evangélico usa la expresión “ptochós to pnéuma” (pobres en el espíritu), o según en qué traducción, “los que tienen un corazón pobre”.

La pobreza “buena”

Hay una pobreza negativa: miseria material o moral, vacío interior, que “por supuesto hay que combatir, y es lo que hace la Iglesia”.
Pero también hay una “pobreza que es buena, fuente de vida y de alegría”. Se trata de “una forma de libertad, la libertad de recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente”.
“La pobreza de corazón es a fin de cuentas la libertad de recibirlo todo gratuitamente, sin que nuestro ego, sus pretensiones y reivindicaciones, se interpongan”, explica este biblista.
Supone “una muerte a sí mismo, un desprendimiento radical”.
Una de las afirmaciones más recurrentes del Antiguo Testamento y en los Salmos en particular es la de la ternura de Dios para con el pobre que acude a Él.
Ser pobres es en primer lugar “estar en la verdad de Dios”, reconocer “nuestra limitación radical de criatura” y también “nuestra total dependencia de su amor”.
Esta toma de conciencia conduce a la humildad, al arrepentimiento, pero nunca a la tristeza o al desánimo”, aclara Philippe.
“Ser pobre de espíritu significa aceptar la total dependencia de la misericordia de Dios”. No tener nada, no ser nada por sí mismo, pero recibirlo todo, con una conciencia muy viva de la gratitud absoluta de los dones de Dios.
En la pobreza de corazón es muy importante “no reclamar nada, no reivindicar nada por el bien que hemos realizado”.

viernes, 9 de marzo de 2018

¿Si no me gusta la cruz puedo ser cristiano?

Me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad

Me cuesta aceptar el mal. No entiendo la maldad que veo y toco. No comprendo las injusticias que me hieren. Me rebelo ante la muerte de un niño inocente. Ante las calamidades provocadas por la naturaleza indómita.
Busco a Dios como juez culpable de todo lo que pasa. Porque Él lo ha creado todo. Culpo su poder, su omnipotencia.
Me dicen para calmarme: “Está en su plan”, “Dios lo ha querido así”, “tendrá algún sentido en su corazón”.
Pero yo sigo sin comprenderlo. Y aún más me rebelo con estas explicaciones, porque no lo entiendo.
Tampoco logran consolarme los que no han sufrido mis mismos males. Yo solo conozco mi dolor: “Porque al que sufre, los consuelos de un consolador dichoso no le resultan de gran ayuda, y su mal no es para nosotros lo que es para él”[1].
No saben lo que yo sufro. Y no acepto un consuelo de quien no padece mi mal.
También me dicen que Dios me lo ha mandado y que habrá algún sentido escondido detrás del sinsentido. Que viene de su mano y es bondadoso. Y me quiere con locura aunque no lo note en mi desgarro.
Sé que el bien está unido a su amor. ¡Cuántas veces le agradezco por todo lo bueno que me ocurre! ¿Pero el mal? No lo entiendo.
El mal parece que solo lo permite. Pero me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad. Un Dios que lo tolera todo sin hacer nada por solucionarlo.
Eso se llama omisión.
Es como un padre que abandona a su hijo en medio de una injusticia permitiendo su dolor. O lo deja ahogarse sin tenderle una mano salvadora. ¿Cómo no voy a condenar a ese padre injusto, cómplice del mal? Lo condeno.
Condeno a Dios por su pasividad. No lo puedo amar. Me parece un Dios débil, pusilánime. No sé muy bien cómo explicar entonces el sentido del mal a quien me pregunta. Yo mismo me turbo y me duele muy dentro.
En la película La Cabaña escucho una afirmación sobre Dios que me da algo de luz: “Puede hacer un bien enorme a partir de tragedias, pero eso no significa que Él orqueste esas tragedias”.
Sí, Dios puede sacar un bien inmenso de un mal que Él no ha querido. Él no lo ha orquestado. Él no quiere que yo sufra. Eso me da paz.
El otro día leía: “Los cristianos saben que Dios no desea el mal. Y si ese mal existe, Dios es su primera víctima. El mal existe porque no se recibe su amor. Un amor ignorado, rechazado y combatido. Cuando más monstruoso es el mal más evidente se hace que Dios es, en nosotros, la primera víctima”[2].
Dios mismo es víctima del mal. Dios participa de mi mal. Herido por mi mal. No lo entiendo, pero sé que Dios está ahí, en medio de mi cruz. Su amor se hace presente en mi dolor.
No me gusta el sacrificio, ni renunciar, ni sufrir. Me dicen que en el mal Dios me educa para hacerme fuerte.
Pero me hace daño esa forma de educar. Yo no educo así, al menos. No me gusta castigar con dureza para que aprendan. No hago daño para que mi hijo comprenda cuánto lo amo. No lo dejo solo en su desgracia para que se haga fuerte sin mi ayuda.
Dios no es así. Él me sostiene en mi dolor, solo eso. Sólo quiere que sea feliz.
Pero también sé que ese sufrimiento del que huyo es el lugar en el que aprendo a vivir. Porque cuando sufro, me curto, me hago más fuerte. En las duras batallas me hago resistente al desánimo. Más resiliente para no caer en la depresión.
Cuando mi vida no es fácil me esfuerzo y crezco y me hago más hombre. Dejo de ser un niño dependiente y frágil.
Me recuerda a ese gusano que lucha por salir del capullo y al final lo consigue. Ese esfuerzo imposible fortalece sus alas y así la mariposa en la que se ha convertido puede volar.
Si yo le ayudara a salir evitando su esfuerzo, sus alas no le permitirían volar. Eso lo entiendo.
Al luchar por vencer en la tormenta, por salir de las desgracias, por vencer en el abandono y en el fracaso, veo cómo mis alas se hacen más fuertes.
Mis músculos, mi alma. Y puedo volar más alto, llegar más lejos. Me hago fuerte, con más resistencia al desánimo.
Salir adelante en medio del temporal me da más capacidad para tolerar la frustración. Puede hacerlo el dolor, el sufrimiento.
Las dificultades que me abruman me acaban haciendo más fuerte. La comodidad y la vida fácil me debilitan. Lo he visto tantas veces. Sé que me cuesta la cruz.

[1] Paul Claudel, La anunciación a María, 34
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

lunes, 5 de marzo de 2018

Plantearse la propia vocaciónAparte de la introspección interior, la Cuaresma me invita a salir de mi tierra de confort e ir a la casa del Padre. Subir a la montaña del silencio para dedicar un tiempo a la oración y tener una mayor cercanía con Dios. La Cuaresma también es un momento adecuado para plantearse la propia vocación cristiana. La vocación es parte del plan que Dios tiene para cada uno. Si es el plan de Dios es también mi plan; la vocación reajusta mis intereses y mis voluntades, la pobreza de mis proyectos y mis grandes veleidades. La vocación es la aceptación de la voluntad divina en mi propia vida; es una llamada, que puedo aceptar libremente, y desde ese momento mi voluntad queda sometida a la voluntad del Padre. Como la vocación es un proyecto fundado en el amor divino ningún plan humano es mejor que el plan de Dios, aunque a los ojos de los hombres pueda parecer disparatado o sorprendente. Porque lo que Dios ofrece es siempre lo más conveniente para mi y aceptando su plan, aceptando mi vocación, acepto generosamente un encuentro de amor con Dios. Dándole mi sí, también le ofrezco lo mejor de mi propia existencia. Dándole sentido a mi vocación respondo con amor al amor infinito de Dios. Mi vocación personal, de esposo, de padre, de empresario, de buscar la santidad personal… forma parte de mi manera de entender y vivir la vida y, sobre todo, de ordenarla como parte de mi servicio para la mejora de la sociedad. Pero la llamada —origen de la vocación— no emana de la persona. Viene de Dios a través de Cristo, que es quien invita. Uno puede recibirla y es libre o no de aceptarla. Así, mi vocación, comporta una responsabilidad tanto en la sociedad como en la Iglesia, exige de mi una conducta intachable porque vivir la vocación, cualquier que sea, es la respuesta a una llamada divina en la plenitud del amor. Un don de Dios y como tal comprendes que tu vida es una misión en la que vas descubriendo que formas parte del plan divino para el que has sido creado. ¡Ven Espíritu Santo, dame la sabiduría para llevar a cabo mi vocación y las cualidades para llevarla a cabo! orar con el corazon abierto ¡Ven Espíritu Santo, dame la sabiduría para llevar a cabo mi vocación y las cualidades para llevarla a cabo! ¡Espíritu divino, he sido creado en Cristo y para Cristo, concédeme la gracia de responder a la llamada de Dios a la santidad! ¡Ayúdame a comprender que mi vocación forma parte del plan establecido por Dios para mi santidad personal, que forma parte del sentido profundo de mi existencia, la razón de mi ser cristiano! ¡Ayúdame, Espíritu divino, a permanecer siempre en comunión con Dios! ¡Concédeme la sabiduría para saber elegir, libremente, mi vocación para aceptar la elección que Dios ha hecho para mi! ¡Hazme ver que mi vocación tiene una dimensión eterna! ¡Permíteme, Espíritu Santo, entender mi vocación como parte de la llamada amorosa de Dios, estar atento a la llamada de Jesús por medio de su Palabra, mediante terceras personas, por medio de los diferentes acontecimientos de mi vida! ¡Dame, Espíritu Santo, la capacidad de discernimiento para darle autenticidad a mi vocación cristiana! ¡Que sea capaz de leer, Espíritu de Amor, los signos que se me presentan para tener siempre la certeza moral de la llamada del Señor! ¡Hazme ser siempre obediente a la llamada y no permitas que mis obstinación y mi voluntad prevalezcan sobre los planes que Dios tiene pensados para mi! ¡Dame mucha fe, Espíritu consolador, para entregarme a Dios! ¡Concédeme la gracia del sacrificio y del amor para atender la llamada de Jesús y mucha vida interior para ser generoso a esta llamada! ¡Dale relieve y profundidad a mi vida! ¡Dame mucha luz para ver el camino de mi vocación; fortaleza para recorrerlo, gracia para vivirlo, libertad para aceptarlo, carisma para transmitirlo, sencillez y humildad para ejercerlo, certeza para experimentarlo, amor para vivenciarlo, perseverancia para seguirlo, generosidad para compartirlo y fidelidad y compromiso para llevarlo a cabo! ¡Indícame siempre, Espíritu de amor, cuál es la meta a la que me debo dirigir! ¡Ayúdame a ser testimonio de Cristo ante mi prójimo y dirigir todo lo que hago hacia Dios! Vocación al amor, cantamos hoy:


Desde Dios

Aparte de la introspección interior, la Cuaresma me invita a salir de mi tierra de confort e ir a la casa del Padre. Subir a la montaña del silencio para dedicar un tiempo a la oración y tener una mayor cercanía con Dios.
La Cuaresma también es un momento adecuado para plantearse la propia vocación cristiana. La vocación es parte del plan que Dios tiene para cada uno. Si es el plan de Dios es también mi plan; la vocación reajusta mis intereses y mis voluntades, la pobreza de mis proyectos y mis grandes veleidades.
La vocación es la aceptación de la voluntad divina en mi propia vida; es una llamada, que puedo aceptar libremente, y desde ese momento mi voluntad queda sometida a la voluntad del Padre.
Como la vocación es un proyecto fundado en el amor divino ningún plan humano es mejor que el plan de Dios, aunque a los ojos de los hombres pueda parecer disparatado o sorprendente. Porque lo que Dios ofrece es siempre lo más conveniente para mi y aceptando su plan, aceptando mi vocación, acepto generosamente un encuentro de amor con Dios. Dándole mi sí, también le ofrezco lo mejor de mi propia existencia. Dándole sentido a mi vocación respondo con amor al amor infinito de Dios.
Mi vocación personal, de esposo, de padre, de empresario, de buscar la santidad personal… forma parte de mi manera de entender y vivir la vida y, sobre todo, de ordenarla como parte de mi servicio para la mejora de la sociedad. Pero la llamada —origen de la vocación— no emana de la persona. Viene de Dios a través de Cristo, que es quien invita. Uno puede recibirla y es libre o no de aceptarla.
Así, mi vocación, comporta una responsabilidad tanto en la sociedad como en la Iglesia, exige de mi una conducta intachable porque vivir la vocación, cualquier que sea, es la respuesta a una llamada divina en la plenitud del amor. Un don de Dios y como tal comprendes que tu vida es una misión en la que vas descubriendo que formas parte del plan divino para el que has sido creado.
¡Ven Espíritu Santo, dame la sabiduría para llevar a cabo mi vocación y las cualidades para llevarla a cabo!
¡Ven Espíritu Santo, dame la sabiduría para llevar a cabo mi vocación y las cualidades para llevarla a cabo! ¡Espíritu divino, he sido creado en Cristo y para Cristo, concédeme la gracia de responder a la llamada de Dios a la santidad! ¡Ayúdame a comprender que mi vocación forma parte del plan establecido por Dios para mi santidad personal, que forma parte del sentido profundo de mi existencia, la razón de mi ser cristiano! ¡Ayúdame, Espíritu divino, a permanecer siempre en comunión con Dios! ¡Concédeme la sabiduría para saber elegir, libremente, mi vocación para aceptar la elección que Dios ha hecho para mi! ¡Hazme ver que mi vocación tiene una dimensión eterna! ¡Permíteme, Espíritu Santo, entender mi vocación como parte de la llamada amorosa de Dios, estar atento a la llamada de Jesús por medio de su Palabra, mediante terceras personas, por medio de los diferentes acontecimientos de mi vida! ¡Dame, Espíritu Santo, la capacidad de discernimiento para darle autenticidad a mi vocación cristiana! ¡Que sea capaz de leer, Espíritu de Amor, los signos que se me presentan para tener siempre la certeza moral de la llamada del Señor! ¡Hazme ser siempre obediente a la llamada y no permitas que mis obstinación y mi voluntad prevalezcan sobre los planes que Dios tiene pensados para mi! ¡Dame mucha fe, Espíritu consolador, para entregarme a Dios! ¡Concédeme la gracia del sacrificio y del amor para atender la llamada de Jesús y mucha vida interior para ser generoso a esta llamada! ¡Dale relieve y profundidad a mi vida! ¡Dame mucha luz para ver el camino de mi vocación; fortaleza para recorrerlo, gracia para vivirlo, libertad para aceptarlo, carisma para transmitirlo, sencillez y humildad para ejercerlo, certeza para experimentarlo, amor para vivenciarlo, perseverancia para seguirlo, generosidad para compartirlo y fidelidad y compromiso para llevarlo a cabo! ¡Indícame siempre, Espíritu de amor, cuál es la meta a la que me debo dirigir! ¡Ayúdame a ser testimonio de Cristo ante mi prójimo y dirigir todo lo que hago hacia Dios!
Vocación al amor, cantamos hoy:



¿Cuál es mi monte?

Desde Dios
Me impresiona las veces que en las Escrituras aparece la figura del monte como lugar concreto en el que se revela la cercanía de Dios. En el monte, construye Noé su arca y levanto su altar para que Dios hiciera un nuevo pacto con el hombre creado pro Él. En el monte, junto a la zarza ardiente, Moisés recibe de Dios las tablas de la ley. En el monte se revela Dios a Abraham y su propósito para la salvación de la humanidad. En el monte tiene lugar uno de los sermones más hermosos y profundos de Jesús, el Sermón de la Montaña. En el monte sana a los desventurados. En las verdes montañas de Galilea, se manifiesta como salvador del mundo. Al monte sube con frecuencia a orar. En el monte es tentado por el diablo. En el monte tiene lugar su Transfiguración. En el monte vive momentos de angustia y desolación ante el momento trágico de la Pasión. Al monte del Calvario asciende con la cruz y es crucificado por la salvación del mundo.
En la vida de Jesús, como en la de cada uno, hay montes decisivos vinculados entre sí.
Cada uno puede subir a los montes junto a Jesús. Los más importantes, el de la Transfiguración en el que Jesús experimenta la mayor experiencia del amor de Dios; el del Calvario donde se experimenta la mayor entrega del hombre por amor; y el de los Olivos, el de su ascensión para su glorificación. Los tres marcan los caminos de la vida cristiana. Para llegar al último hay que experimentar primero el amor de Dios y, con la fuerza de este amor, ser capaces de portar la cruz para, resucitando con él, llevar a nuestro mundo la verdad de la esperanza en la buena nueva.
Las montañas de la vida son difíciles de subir. Esta dificultad, sin embargo, te lleva al encuentro con el Señor por medio de la oración, de la Palabra, de la Eucaristía, en el ejercicio de la caridad y las obras de misericordia. A la cima de una montaña se accede por caminos sinuosos, pedregosos, llenos de obstáculos. Hay caídas, heridas, esfuerzo y sufrimiento. Pero una vez llegados a la cima sientes la cercanía de Dios, el respirar el aire limpio que todo lo purifica, el descubrir la belleza inmensa de la creación, el admirar desde lo alto la propia interioridad con el corazón elevado al cielo, el entregarse a la verdad y, aunque la actitud normal es intentar permanecer en ella acomodado, es necesario regresar al valle para, habiéndose encontrado con uno mismo, libre de las ataduras del mundo, con la claridad de ser conscientes de tener al mismo Dios en el corazón, disponerse al encuentro con el prójimo y hablarle del amor de Dios como hicieron Moises y Abraham y, sobre todo, como hizo Jesús.
Pero la pregunta clave es: ¿Cuál es el monte al que debo subir? ¿Estoy dispuesto a hacerlo para como dice el Señor, presentarme ante Él preparado para encontrarme ante su presencia?
¡Padre, tu le dijiste a Moisés: «Prepárate y sube de mañana al monte, y preséntate ante mí en la cumbre del monte», pero sabes que muchas veces me cuesta ponerme en marcha y comenzar a caminar! ¡Ayúdame a que cada día pueda subir al monte y encontrarme contigo! ¡Ayúdame a subir descargado de todo, dejándolo todo en tus manos, sin temores ni ansiedades, sin miedos ni angustias, sin preocupaciones mundanas porque Tu eres mi protector! ¡Quiero subir al monte, Padre, para que comer de tu Palabra y beber de tu Espíritu! ¡Quiero subir al monte, buen Dios, para revestirme de nuevas fuerzas y bajar al valle de la vida revestido de tu gracia! ¡Quiero subir al monte para que las flechas del enemigo no me dañen! ¡Quiero subir al monte para encontrarme con Jesús en la oración, para alimentarme de su Palabra, para sentir la agradable sensación de su presencia en mi vida, para sentir los chorros de gracia del Espíritu derramándose sobre mi pequeña persona! ¡Espíritu Santo, ayúdame a alzar la mirada hacia lo alto para encontrar las respuestas adecuadas! ¡Ayúdame a subir al monte para descargar mis afanes cotidianos, para escuchar tu susurro y seguir la voluntad de Dios, para no vivir centrado solo en lo mundano, para no dejarme engañar por las falsedades de este mundo, para encontrar el valor de las cosas eternas, para tener un encuentro auténtico con Cristo! ¡Ayúdame a subir al monte para no tratar de cambiar las cosas según mi voluntad y mis capacidades sino por medio de las que tu gracia me otorga! ¡Ayúdame a subir al monte de la oración para elevar mi mirada a lo sagrado más allá de mis preocupaciones y mis problemas buscando siempre la presencia de Jesús en mi vida! ¡Ayúdame a subir al monte para contemplar el poder y la gloria de Dios que se manifiesta cada día en mi vida! ¡Ayúdame a subir al monte de la adoración para creer en Dios y en su promesas, para abrir mi corazón y llenarlo del amor de Dios y alejar de mi interior todas las amarguras, rencores y egoísmos que me atenazan, de las quejas que salen de mis labios, de los reproches constantes! ¡Y en este tiempo de Cuaresma, ayúdame a subir al monte para ver la luz transfigurada de Cristo que es mi esperanza, que es el destino al que me lleva el misterio de la Pascua, el que todo lo inunda y todo lo transforma! ¡Ayúdame a subir al monte para bajarlo lleno de su amor y de su misericordia y en el valle de lágrimas que es la vida caminar lleno de paz, de esperanza, de amor y de fortaleza!
Salvum me fac, Domine! (¡Sálvame, Señor!) con la música de Alessandro Grandi: