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ADORACIÓN EUCARÍSTICA ONLINE 24 HORAS

Aquí tienes al Señor expuesto las 24 horas del día en vivo. Si estás enfermo y no puedes desplazarte a una parroquia en la que se exponga el...

lunes, 7 de noviembre de 2016

¡La gloria del Señor brilla sobre mí!

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«¡La gloria del Señor brilla sobre mi! ¡La gloria de Dios maneja mi vida con hilos finos de amor!». Hoy me he levantado con este hermoso pensamiento. Antes de poner los pies en el suelo, la oscuridad en la habitación es absoluta, pero nada puede detener la luz que brilla en mi corazón. Y esa luz, es lo que hoy —como cada día, a pesar de los problemas y las dificultades— me permite levantarme con alegría. La oscuridad no impide en ningún caso detener la luz cuando la gloria de Dios brilla en mi corazón, fundamentalmente porque no hay nada que no pueda superar sin Él.
Así que, como cada mañana, me levanto con esperanza renovada porque el Señor me dice: «levántate y resplandece, que tu luz ha llegado». Ante tan jubilosa invitación, no puedo negarme porque me creo a pies juntillas aquello que dijo Jesús: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en la oscuridad».
Mis expectativas vitales están puestas en que la gloria de Dios se manifieste en la realidad de mi vida cotidiana; su luz, es el favor que Dios tiene conmigo —con cada uno de nosotros—, y ese favor arregla ese problema que parecía no tener solución; moviliza a ese amigo o ese familiar para que me ayude; me ofrece una palabra de consuelo; surja esa idea que cambiará una situación negativa; que me enfrente con valentía y resolución a algo imposible; que disfrute de una gracia inesperada; que acepte un imprevisto doloroso...
Estoy resuelto a permitir que la gloria de Dios brille sobre mi: en la medida que la abrace, respete, actúe conforme a la fe, se convertirá en una situación cierta. Lo único necesario es pedirlo, esperar con confianza su favor, tener esperanza cierta, confiar en su misericordia… y la gloria del cielo brillará sobre mi.
Me lo creo. Porque Dios es mi Padre que nunca abandona y porque Él planifica todas las cosas en base a su amor, su misericordia y su poder. Así que hoy, iluminado por esa luz que brilla sobre mí, voy a honrarle con mi fe y mi oración, le voy a pedir con confianza, no me voy a conformar con menos y le voy a glorificar con actitudes de confianza cierta para que su gracia y su favor no me abandonen nunca.

¡Señor, gracias porque hoy siento que tu gloria brilla sobre mi! ¡Que Tú manejas mi vida con hilos finos de amor! ¡Espero tu favor en cada momento, Señor, y decido seguirte y abrazarte con mi adoración! ¡Que así como en el cielo tu gloria brilla cumpliendo tu voluntad, que en este día también suceda en mi vida! ¡Señor, gracias porque tu luz me ilumina, tu amor me envuelve, tu poder me protege y tu presencia me ofrece confianza¡ Gracias, Señor, porque donde quiera que yo estoy, Tu estás conmigo! ¡Gracias, Señor, porque este resplandor no permite que se me acerquen a mi corazón las sombras del mal! ¡Gracias, Señor, porque con tu luz me abres el paso en mi caminar y sigo firme con tu fortaleza, tu Palabra pavimenta mi camino y me ofrece claridad para tomar decisiones, enfrentar los problemas y salir en victorioso de las pruebas! ¡Gracias, Señor, porque estás conmigo y tu presencia es una bendición para mi!
Damos gloria a Dios con el bellísimo Gloria in excelsis Deo RV589 de Antonio Vivaldi:

domingo, 6 de noviembre de 2016

En adoración con el Señor

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Espero cada semana con ilusión que llegue el día de la Adoración ante el Santísimo. Es un grupo pequeño, pero lleno de amor a Cristo, a María, y muy ungido por el Espíritu Santo al que nos encomendamos en el momento mismo que se expone la custodia.
En el silencio de la capilla, frente a ese Cristo que nos llena con su amor y en compañía de María (ver fotografía) es posible ver como el corazón se transforma por su amor misericordioso en plenitud de vida, en esperanza firme y en confianza plena.
A los pies del altar, entre silencio y alabanza, de rodillas en oración y contemplación, uno dona sus heridas a Cristo para que sea Él el que las acoja con su misericordia. Nuestra pequeñez y nuestra miseria se entrecruzan con la misericordia de Cristo y obran el gran milagro del amor. Es Dios quien penetra en el pobre corazón del hombre.
A medida que pasan los minutos y que el corazón se va abriendo, el espíritu se llena de alegría, el alma se desnuda por completo, las heridas abiertas empiezan a cicatrizarse al sentir el amor y la misericordia de Dios, el verdadero médico de cuerpos y almas.
Es tiempo también de acción de gracias, de decirle al Señor que uno no es merecedor de todo lo que nos regala, y también de aquellas cosas que en apariencia nos hemos tenido que desprender y que pensamos que no se ha arrebatado pero que en realidad no nos convenían.
Entonces va emergiendo del corazón esa fina línea de arrepentimiento, de tristeza, de contrición, por las ofensas cometidas, por sentir tanta imperfección, tantos defectos, tantas faltas y tantas infidelidades con el más fiel de nuestros amigos.
Pero como toda enfermedad puede ser curada, uno acude al Dios del perdón y del amor para sanar sus heridas y entonces surge la alegría y el gozo de sentirse curados por Cristo, de sentir como nos entrega su amor de la manera más generosa y gratuita. Es la alegría de percibir su amor y sentir en su mirada misericordia y en su sonrisa amor.
Y Cristo nos renueva su amistad con ese abrazo tierno que transforma el corazón.
Y al final de la Adoración sales con el corazón lleno de gozo con el firme propósito de amar más, amar mejor, amar con el corazón, desprenderte de tu yo y no ofender más al Señor.

¡Señor, quiero renovar mi amistad contigo! ¡Quiero sentir tu amor y tu misericordia! ¡Quiero que mi vida sea un total acto de amor! ¡Transforma, Señor, mi corazón! ¡Cura mis heridas, Señor! ¡Necesito experimentar tu abrazo misericordioso que apenas me deja respirar! ¡Señor, te doy gracias porque me acompañas en el camino de la vida y me perdonas cada vez que mis infidelidades me alejan de ti! ¡Señor, gracias por todo lo bueno que he vivido y por todo lo que he podido hacer con tu ayuda! ¡Gracias, Señor, por las personas que me rodean y a las que tanto quiero y te pido por la gente a quien me cuesta más amar! ¡Gracias, Señor, por la fe y por todas los personas que me han ayudado a conocerte y amarte! ¡Ayúdame a ser cada día mejor cristiano y mejor persona tanto en mi vida ordinaria como en medio de la sociedad! ¡Señor, te entrego mi vida y la de mi familia, mi trabajo, mis preocupaciones, mis alegrías y mis tristezas, mi anhelo es ser fiel al compromiso cristiano! ¡Todo mi agradecimiento por lo que de ti, Señor, recibo cada día! ¡Que toda mi vida sea un testimonio de amor como lo fue la tuya!
«Levanto mis manos», cantamos en alabanza al Señor:

La dicha de la comunión

orar-con-el-corazon-abiertoUna de las cosas más hermosas con las que puedo disfrutar cada día es la comunión. No hay nada más intenso en mi vida que ese momento. Es como permanecer arrodillado a los pies de Cristo. Y esos cinco, diez, quince... minutos en los que permanezco en la iglesia después de la comunión mi alma se siente íntimamente unida a la de Jesús. Son momentos de una intimidad impresionante en la que tienes el gozo de poder contemplar a Cristo como muy probablemente lo estarán haciendo en el cielo todos aquellos que han llegado a la dicha de la eternidad.

Te encuentras en actitud abierta sentado en el banco o agazapado en el reclinatorio y todo lo terrenal, todas aquellas preocupaciones que te embargan, desaparecen ante el gozo inmenso de tener a Cristo en tu interior. Y te sientes feliz de poder decirle al Señor: «Gracias, por estar en mi interior», «¡Aquí me tienes, Señor!»...
Son instantes de gozo que permiten concentrar toda la atención única y exclusivamente en aquel que se ha transfigurado para estar cerca de uno. Me viene a la mente la figura de aquel ciego, que en el camino de Jericó, oyendo a la muchedumbre seguir al Señor, aprovechando que pasaba a su vera, aún sin poderle ver, le llama y le pide que se acerque a él. Esa llamada es una llamada de transformación interior. Aquel ciego de Jericó estaba perdido pero, en su sencillez, fue capaz de llamar al Cristo que pasaba. No sabemos, porque no lo dice el Evangelio, que se hizo de él. Pero seguro que en su alma, en lo más profundo de su alma, el Maestro debió permanecer toda su vida. Por eso, después de la comunión, siempre le puedes decir al Señor que antes de comulgar has afirmado «que no soy digno de que entres en mi casa, pero ahora estás aquí, en tu casa, porque mi alma es tuya y te pertenece y puedes hacer de ella todo lo que quieras».

Hoy, en lugar de la oración personal que habitualmente acompaña a la meditación, comparto esta hermosa oración universal del Papa Clemente IX que, por su belleza y profundidad, nos pueden ayudar a orar después de la comunión:

«Creo en Ti, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero en Ti, pero ayúdame a esperar con más confianza; te amo, Señor, pero ayúdame a amarte más ardientemente; estoy arrepentido, pero ayúdame a tener mayor dolor.
Te adoro, Señor, porque eres mi creador y te anhelo porque eres mi último fin; te alabo porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en Ti, porque eres mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor mis pensamientos, para que se dirijan a Ti; te ofrezco mis palabras, para que hablen de Ti; te ofrezco mis obras, para que todo lo haga por Ti; te ofrezco mis penas, para que las sufra por Ti.
Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres Tú, quiero como lo quieras Tú y durante todo el tiempo que lo quieras Tú.
Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que inflames mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi alma.
Ayúdame a apartarme de mis pasadas iniquidades, a rechazar las tentaciones futuras, a vencer mis inclinaciones al mal y a cultivar las virtudes necesarias.
Concédeme, Dios de bondad, amor a Ti, celo por el prójimo, y desprecio a lo mundano.
Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, ser comprensivo con mis inferiores, saber aconsejar a mis amigos y perdonar a mis enemigos.
Que venza la sensualidad con mortificación, con generosidad la avaricia, con bondad la ira; con fervor la tibieza.
Que sepa tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor frente a los peligros, paciencia en las dificultades, humildad en la prosperidad
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mis conversaciones y a llevar una vida ordenada.
Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener la salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.
Concédeme, Señor, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme del infierno y alcanzar el paraíso.
Por Cristo nuestro Señor. Amén».

«Eucaristía, milagro de amor», cantamos hoy:

Salve, Reina de la Misericordia

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En este mes que concluye el mes del Rosario pongo mis manos en María, Reina de la Misericordia. El mes de octubre ha volado y con él los días nos han dejado un encuentro con María a través de la contemplación de los misterios del Rosario. Coincide este mes con el fin del Año Santo de la Misericordia convocado por el Santo Padre y eso me invita a meditar sobre la gran misericordia que surge de la Virgen María.
Misericordia que se encuentra representada en sus manos siempre plegadas en oración, colocadas amorosamente en su pecho, como ocurría en los momentos de oración o cuando recibió aquella gran noticia de la Encarnación y su corazón dio el «Hágase» más generoso y hermoso de la Historia o cuando acoge con sus manos abiertas nuestras plegarias para elevarlas al Padre. Manos abiertas y un «Hágase» que nos enseñan que hay que cumplir siempre la voluntad de Dios y no la nuestra, repleta de mezquindad, egoísmo, «yoísmo» y falta de caridad.
Misericordia que se muestra también en ese ponerse en camino, cuando la Virgen se dirige hacia la pequeña aldea donde vivía su prima santa Isabel que nos demuestra que hay que servir siempre, para ir al encuentro del que lo necesita, para ser apóstoles de la caridad y la entrega. En esto consiste en gran parte el Año de la Misericordia, vivir la caridad desde el desprendimiento, desde el silencio del corazón, desde la entrega desinteresada, desde el compromiso cristiano, desde el servir a cambio de nada y no quedarse parado pensando en las propias cosas, en las propias necesidades, en el propio relativismo, en el egoísmo de pensar que lo de uno es lo único importante.
Misericordia de María que emerge de lo más íntimo del corazón, mostrando sensibilidad por los problemas ajenos, como ocurrió en aquellas bodas de Caná cuando de los labios de la Virgen surgió aquella frase tan directa: «Haced lo que Él os diga». Una frase que ayuda a comprender que nuestra fe tiene que ser una fe firme, sustentada en la confianza en Dios, que no se desmorone cuando nuestras peticiones no parecen ser escuchadas o cuando el Señor no nos concede aquello que voluntariosamente le pedimos.
Misericordia de María que tiene en la oración su máxima expresión para meditar desde lo más profundo de su corazón y de su alma todo aquello que venía de Dios. Éste es uno de los puntos clave de su misericordia porque ella conservaba todas las cosas en su corazón, para comprender los misterios de Dios en su vida, para dejarlo todo en sus manos y no en las suyas, para poner sus fuerzas en las manos de Dios y no en la voluntad propia, para fiarse de los designios del Padre y no en su propia inteligencia, para dejar que sea él quien lleve las riendas de nuestra vida y no nuestra propia voluntad. Oración para meditar, para profundizar, para comprender, para sentir, para disfrutar y para que el eco de la Palabra de Dios resuene fuerte y decidido como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda y se pueda repetir con confianza y sin descanso: «Acuérdate, Señor, de tu misericordia y de tu amor; que son eternos».

¡Dichosa eres, María, Reina de la misericordia, dichosa te llaman todas las generaciones! ¡Te damos gracias por tu infinita misericordia y por tantos signos de tu presencia en mi pequeña vida! ¡Tú eres, María, el signo vivo de la misericordia! ¡Quiero aprender de ti, María, a ser más cercano a los humildes y a los que necesitan de la misericordia, hacer contigo el camino para revestir mis actos de amor y generosidad, para asumir con alegría mi desempeño misionero en el entorno en el que me muevo y compartir con todos la alegría de Dios! ¡Quiero experimentar contigo la misericordia divina, tu que acogiste en tu seno la fuente misma de esta misericordia: Jesucristo; que viviste siempre íntimamente unida a Él y sabes mejor que nadie lo que Él quiere: que todos los hombres se salven, que a ninguna persona le falte nunca la ternura y el consuelo de Dios! ¡María, eres Madre del perdón en el amor, y del amor en el perdón, ayúdame a perdonar siempre como perdonaste a Pedro cuando negó a Jesús, o a Judas el traidor o a los que crucificaron a Cristo y acudiste al Padre para repetir con tu Hijo: “Padre, perdónalos…”! ¡María tu me ofreces la Misericordia de Tu Hijo y me diriges hacia Él por medio del rezo del Rosario, por la confesión y la Eucaristía! ¡María, Madre de misericordia, de dulzura y de ternura, gracias por tu compañía, ayuda, mirada y compasión!
Salve, María, Madre de Misericordia:

¿Tengo la conciencia tranquila y el corazón en paz?

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La Solemnidad de Todos los Santos, fiesta que nos permite invocar a los que nos han precedido en la fe y gozan la alegría de la contemplación de Dios, es para mí una fiesta de gran alegría y de esperanza porque anticipa mi comunión futura y me permite caminar en este peregrinaje terrenal invocando a los amigos de Dios, especialmente a los de mi familia que disfrutan de su compañía.
Es un día de comunión íntima con los muertos de la familia y de todos aquellos cercanos que hemos querido que gozan de la misericordia divina y que interceden ante Dios por nosotros, en ese amor celestial que imagino se debe vivir desde las alturas.
Es un día para grabar en el corazón de nuevo su nombre, para dar gracias al Señor por tantos hombres y mujeres —familiares, amigos, compañeros de trabajo, gente de la parroquia...— a los que estamos hoy unidos para que juntos podamos hacer lo posible para llegar a ese cielo deseado.
Es un día para recordar que la santidad no es una quimera; que es posible alcanzar la santidad sencilla como lo testimonian tantos hombres y mujeres que hicieron de su vida un proyecto de amor a Dios y que de forma silenciosa dejaron la vida terrena para vivir en la gloria de Dios.
Es un día para sentirse profundamente querido por el Padre, que tanto nos ama y nos protege, y para entender que pese a todos los problemas, las dificultades, las dudas, los sufrimientos, la desesperanza, siempre hay un camino de certidumbre como han dejado patente tantos santos anónimos que nos han precedido.
Es un día para responder desde el corazón y desde la fe a esa pregunta que lanza el señor en el Evangelio de San Juan: «Yo soy la resurrección y la Vida el que creé en mí vivirá; el que vive y creé en mí no morirá jamás. ¿Lo crees?».
Es un día para tomar conciencia de mi preparación hacia la vida futura porque mi tiempo en esta vida no depende de mí sino que está en las manos de Dios. Será como Él quiera y cuando Él quiera por eso debo prepararme bien cada día y hacer el propósito de respetar y cumplir sus mandamientos, alejarme del pecado, vivir con amor y desde el amor y frecuentar con devoción la vida de sacramentos.
Es un día para comprender que uno no puede vivir engañado con las mentiras y las vanidades que nos ofrece esta sociedad en la que vivimos y que mi labor consiste en trabajar para salvar mi alma, la única que no morirá nunca y que tiene la oportunidad de gozar de la alegría eterna.
En definitiva, es un día para analizar mi vida, contemplar desde el corazón cuál es el camino que estoy tomando para ir hasta el cielo y que si voy por veredas confusas y sendas erradas debo enderezar el camino y cambiar mi actitud en la vida. Y preguntarme con el corazón abierto: si en este mismo instante tuviera que presentarme ante de Dios, ¿puedo tener la conciencia tranquila y el corazón en paz?

¡Padre, en este año que celebramos tu misericordia, y confiamos en tu amor y en el poder de tu bondad, te pedimos por todas las personas que hacen el camino junto a nosotros y por nosotros mismos para que llevemos un camino de santidad y podamos dejar este mundo para vivir contigo la vida eterna! ¡Te pedimos, Padre, que no tengas en cuenta nuestras miserias, nuestras debilidades humanas, nuestra podredumbre de corazón, nuestra pobreza de intención, nuestros egoísmos y nuestra soberbia, nuestra falta de caridad con los demás y contigo, y que podamos presentarnos ante ti con un corazón limpio y puro! ¡Espíritu Santo, ayúdanos a caminar por la vida con rectitud de intención, buscar la santificación personal en todas las cosas que hagamos, que lo que nazca de nuestro corazón no sea más que ternura y generosidad a imitación de aquellas personas que descansan ya en la gloria eterna! ¡Ayúdame,Espíritu Santo, a estar siempre vigilante en la oración, para que con independencia de la brevedad de mi vida, pueda encontrarme siempre con el Padre con un corazón predispuesto y abierto a su voluntad! ¡Señor de bondad y de misericordia, en este día tan especial queremos confiarte las almas de todas las personas a las que queremos y especialmente aquellos que han fallecido sin arrepentirse de sus pecados, sin el consuelo de los sacramentos o sin haber reconocido que en ti está el camino, la verdad y la vida! ¡Padre, uno de estos días contigo me encontraré contigo, te pido que tus brazos misericordiosos que tanto me buscan me acojan y alcanzar tu Amor! ¡Para ello ayúdame a tener una relación personal contigo y no permitas que olvide que el camino de la eternidad lo estoy recorriendo ya!
Del compositor inglés William Byrd escuchamos hoy su sensible y delicado motete compuesto para la festividad que hoy celebramos: Iustorum animae, que recuerda serenamente a los que mueren en Dios: