Un lugar que te ayudara a encontrarte con Dios. Aquí encontraras, artículos, reflexiones,música, entrevistas, enseñanzas, catequesis y todo aquello necesario para el encuentro con Cristo.
La carta a los Filipenses es el punto de partida de mi oración de hoy. Y leo: «nuestra ciudadanía está en los cielos». Yo amo profundamente a mi país y a sus gentes pero soy peregrino y huésped de la tierra creada por Dios, en mi camino a la vida eterna. Soy un pobre peregrino que camina por la senda de la fe y trata de vivir cristianamente.
¿Cómo tengo que vivir —me pregunto— para ganarme el cielo? Avivando en mi corazón el deseo ferviente de alcanzar la vida terna. Poniéndome en oración para contemplar la grandeza del premio extraordinario que me espera en el cielo. Animando mi fe con la lectura y el estudio de la Palabra divina, ejercitando las virtudes, haciendo mortificaciones y penitencias, haciendo frente a las dificultades de la vida con entereza y esperanza, soportando los dolores y los sufrimientos con alegría, los desprecios y las humillaciones con perdón, las necesidades materiales con generosidad; amando —sobre amando— a los demás… todo compensa si el premio es el eterno amor del Padre.
Para ganar el cielo —mi verdadera patria—, no puedo decaer en la esperanza. La esperanza en Dios y no en las seguridades de este mundo. Mirar el cielo es fecundar el alma. Es vivir con alegría a la espera de recibir el premio deseado. Soy peregrino, un peregrino alegre, que va de camino y que espera en Dios que todo lo puede, que no falla nunca y que es fiel a sus promesas. ¡Señor, consérvame la virtud de la perseverancia para esperar siempre en ti y haz fecunda mi vida para llegar algún día al cielo deseado!
¡Señor, ayúdame a no ser nunca un obstáculo para tu Divina Voluntad por mis acciones u omisiones de pensamiento, palabra u obra! ¡Jesús mío, te doy mi corazón, te consagro toda mi vida, en tus manos pongo la suerte de mi alma y te pido la gracia de vivir siempre cristianamente! Tu, Señor, no me estás esperando para juzgarme o condenarme sino que quieres recibirme con amor y misericordia: yo confieso que Tu Jesús eres el Señor, y creo en mi corazón que Dios te levantó de los muertos! ¡Quiero ganar el cielo pero sé que soy un pecador y te pido perdón por ello, por eso me quiero apartar del pecado! ¡Creo, Jesús, que moriste por mis pecados y resucitaste para darme una nueva vida! ¡Te invito a entrar en mi corazón y en mi vida! ¡Confío en ti como mi Señor y Salvador por el resto de mi vida!
Alégrense el cielo y la tierra (In resurrectione tua):
Hay una frase que escucho con mucha frecuencia: «¡Estoy al límite!». Al límite de la capacidad de aguante por los problemas económicos, conflictos familiares, personales, sentimentales, profesionales, por enfrentamientos y diferencias entre personas que se quieren... Vivir no es sencillo porque las heridas en el corazón merman nuestra capacidad humana. Siempre hay noches oscuras —más o menos largas— en la vida del hombre. Pero también hay un límite en la capacidad del hombre al sufrimiento. Contemplas la cruz y lo comprendes todo: Cristo abrazó el sufrimiento por amor.
El «¡Estoy al límite!» es siempre relativo. Es un «¡Estar al límite!» según nuestra percepción humana porque Dios sabe perfectamente hasta qué extremo voy a ser capaz de soportar una determinada presión o una larga noche de oscuridad. Y cuando todo parece llegar al límite, se enciende la luz de la esperanza que da alivio al alma. Son los destellos fulgurantes de su misericordia que alivian el sufrimiento. Y, a continuación, viene la luz que permite caminar con la vista fija en la esperanza.
Se trata, simplemente, de descubrir en el sufrimiento —en la oscuridad de la noche— el amor que Dios me tiene. El sufrimiento es la gran oportunidad para unirme a Cristo y cooperar con Él en la redención del mundo. Y el corazón asume la enseñanza de todo lo vivido y experimentado. Y uno aprende lo que ninguna universidad del mundo, por más prestigiosa que sea, puede enseñarme. Apruebas con matrícula de honor la asignatura de la fe. Uno se examina del misterio de la oscuridad de la noche; de su auténtico poder sanador y purificador; del porque no hay que temer nada llevando la Cruz junto a Cristo; del sentido del dolor; de cómo es posible desechar la trivialidad de lo mundano para llenar el corazón de la paz de Dios; de cómo sufriendo puedo ofrecerme a Dios en comunión con Cristo; de cómo puedo convertir mi vida con dificultades en un apostolado activo.
El sufrimiento tiene más valor cuando se abraza por amor. Unido a la cruz de Cristo puedo reaccionar de dos maneras: aceptándolo unido al sacrificio de Cristo como expresión viva de mi unión y confianza en Él o culpabilizando a Dios de lo que me sucede y manteniendo una actitud de rebeldía y de descontento.
Un cristiano es siempre un apóstol del sufrimiento. Por eso un cristiano con fe nunca puede «estar al límite» porque a través de ella uno es capaz de apreciar la nobleza y autenticidad del sufrimiento. El camino del cristiano nunca «está al límite» porque lo que le motiva a continuar es su fidelidad al amor y el compromiso a Cristo que escogió —para revolucionar la historia de la humanidad— el amor hasta la propia muerte. Jesús sí estuvo «estuvo al límite» pero fue un «límite» que rompió la comodidad, el camino fácil de la queja, del egoísmo, de la renuncia a la mediocridad y el pecado, de la soberbia, del abandono. Lo tenía fácil. Era el Hijo de Dios y podría haber renunciado. Pero de haberlo hecho habría dejado de amar.
«¡Estoy al límite!». Me propongo no almacenar esta expresión en mi vocabulario.
¡Señor ya conoces mi debilidad ante el dolor, y cómo mi alma es como un frágil papel ante el fuego del sufrimiento! ¡Dios necesito sentir los destellos de tu amor y misericordia porque sin Ti soy incapaz de vencer los miedos que me vencen cada día! ¡Dios mío, te necesito para ser capaz de decir rotundamente que «no» a todo aquello cosa que envenena mi alma! ¡Te necesito, Señor, porque sin Ti no tengo fuerzas para afrontar las dificultades de la vida! ¡Dios te necesito, para que ilumines con tu luz la oscuridad de mi vida! ¡Te necesito, Señor, porque sé que contigo mis fracasos son más llevaderos! ¡Te pido perdón por mis muchos momentos de flaqueza y ayúdame en los momentos de debilidad! ¡Conviértete, Señor, en la fuerza que sostiene mi vida y ayúdame a guardar siempre la fe! ¡Ayúdame a ser consciente de que sin Ti nada puedo y que todo en mi vida depende de Ti! ¡Muéstrale a mi corazón lo mucho que te necesito y ayúdame a recordarle a mi alma la multitud de beneficios y gracias con la que colmas continuamente! ¡Señor, mi Dios, lo eres todo para mi, eres mi fuerza, eres mi consuelo, eres mi respirar, eres mi razón, eres mi bastón, eres mi alegría, eres mi fe, eres mi luz, eres mi esperanza, eres mi entereza, eres mi amor, eres mi valentía, eres mi amigo, eres mi consejero, eres mi referencia, eres mi sabiduría, eres mi vida entera!
Me decía el hace un tiempo un antropólogo que en algunos países africanos la vida más larga no alcanza de media los cuarenta años. Yo veo a mi abuela que con sus noventa y seis años como alarga su estancia en esta tierra con la alegría del primer día. Pero ¿qué son estos cuarenta o casi cien años comparados con la eternidad? Lo cierto es que muchas veces me olvido de esto pero debería valorar mi vida actual a la luz de la eternidad futura. Una vida de duración sin fin. Para siempre.
Lo cierto es que estamos a las puertas de la eternidad... desde el mismo día de nuestro nacimiento y cuanto menos lo pensemos, cuando menos lo esperemos, llegará la hora en la que debo estar alerta. Y ese día no habrá tiempo de rectificar. El tiempo corre, corre y corre. Y se va. Por eso hay que vivir santamente para la eternidad, sentir para la eternidad, trabajar para el eternidad, amar para la eternidad, sembrar para la eternidad, estudiar para la eternidad, crear para la eternidad, perdonar para la eternidad, servir para la eternidad, pensar para la eternidad, dejar la impronta para la eternidad, ser virtuoso para la eternidad, obrar para la eternidad, hablar para la eternidad... Todo con el fin de imprimir en mi alma y en mi corazón la imagen de Dios con el que voy a compartir la eternidad.
¡Señor, ayúdame a valorar mi vida actual a la luz de la eternidad! ¡Sé, Señor, que estoy a las puertas de la eternidad y a veces me cuesta pensar en ella! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que mi corazón arda en deseos de eternidad, de elevar mi vida a la altura del cielo, amar las cosas eternas más que las cosas mundanas, desear ir a la casa del Padre! ¡Ayúdame Espíritu Santo a vivir para la eternidad siempre y en cada momento, echar aquí en la tierra la semilla que decida mi eternidad, regarla, cuidarla, y recoger sus frutos! ¡Ayúdame Espíritu Santo a que cada una de mis acciones estén pensadas para la eternidad! ¡Hazme Espíritu Santo consciente de que la llegar a la vida eterna depende de mí y ayúdame a estar preparado, a servir fielmente los mandatos del Señor que redundan siempre en mi beneficio! ¡Señor, me dices que si quiero entrar en la vida eterna guarde tus mandamientos, quiero ponerlos en práctica cada día! ¡Ayúdame Tú, con la fuerza de tu Espíritu y por intercesión de María de lograrlo cada día!
Puede parecer sorprendente que la lengua sea un don de Dios. Es a través de ella como los hombres nos comunicamos con nuestros semejantes y expresamos a Dios los sentimientos que anidan en lo más íntimo de nuestro corazón. La vida está en poder de la lengua porque con ella tengo la oportunidad de bendecir al Padre, hablar de y con las personas que me rodean, algunas veces en positivo y en otras en negativo. ¡Con cuanta frecuencia olvido que son seres humanos hechos a imagen y semejanza de Dios!
La lengua se puede convertir en una navaja muy afilada que puede hacer mucho daño a la persona que tengo a mi lado. Si me examinara cada día de la pureza de mis labios comprobaría que la mayor parte de los azotes de mi vida provienen de la lengua, de mi incapacidad de callar y de haber hablado en demasía.
Es la lengua la que revela lo que hay en el interior de nuestro corazón. El mismo Jesús ya nos dice que «de tal abundancia del corazón habla la boca».
Hoy siento que como cristiano tengo que encadenar muchas veces mi lengua y procurar que mis obras respondan a las palabras que surgen de mi boca.
¡Qué examen más útil, más fructífero y más auténtico es el de examinar cada día las palabras que he proferido a lo largo de la jornada! ¡Y qué bien me iría se hubiese sido capaz de callar en todo! ¡Qué bien mi iría aplicarme ese adagio que dice «que las palabras mueven, pero el ejemplo arrastra»!
¡Señor, tú guardaste silencio ante el sanedrín cuando te acusaron de querer destruir el templo y levantarlo en tres días; cuando Herodes se burló de ti poco antes de tu Pasión; cuando Pilato te hizo aquellas preguntas fuera de contexto; te callaste ante los acusadores de la mujer adúltera dibujando con el dedo en el suelo... podría poner muchos más ejemplos en los que tú me muestras como el silencio es también perdón, amor, entrega y misericordia! ¡Con esto demuestras, Señor, que un pecador no debe acusar ni juzgar nunca a otro sino que ha de perdonarlo siempre porque él también necesita de tu perdón y de su perdón! ¡Tú que eres la verdad callaste y soportaste siempre las acusaciones falsas que formularon contra ti! ¡Qué ejemplo el tuyo mi Señor! ¡Enséñame a guardar silencio ante las faltas de mi prójimo, que no lo acuse o critique sino que lo ame para que me corrija a mi! ¡Enseñame a guardar silencio y no criticar a mis hermanos y recuérdame que con la misma medida con que mida a los demás seré yo mismo juzgado! ¡Señor si yo juzgo con severidad a los demás tú me medirás con la misma moneda! ¡Si no soy misericordioso, no puedo pensar cómo será tu misericordia! ¡Te pido,Señor, que me enseñes a callarme cuando me calumnien, injurien, me acusen sin razón, me humillen, porque tú soportase todo esto en silencio y a mí me servirá para espiar mi orgullo, mi soberbia, y mi vanidad!
La palabra laico es difícil encontrarla en el Nuevo Testamento. Sencillamente porque no aparece. Tampoco se encuentra en los escritos de los primeros tiempos de la Iglesia. Surge algunos siglos más tarde para referirse a aquellos que no eran sacerdotes. Desde el siglo XIX el término laico se emplea para referirse a todo lo que no es religioso: una persona laica, una prensa laica, un estado laico, una escuela laica...
Pero los cristianos si definimos a los laicos de una manera especial: somos fieles cristianos que incorporados a Cristo por el bautismo integramos el pueblo de Dios. Nuestra misión es ejercer en el mundo y en la iglesia la labor que nos corresponde. Y la Iglesia nos reconoce una enorme dignidad: hijos de Dios, hermanos de Cristo, templos del Espíritu Santo, hombres y mujeres llamados a la santidad. Un laico es un cristiano de los pies a la cabeza, cuya misión es santificar la vida y cumplir la misión que Dios le ha encomendado en el mundo desarrollando cada día de la mejor manera posible las pequeñas cosas ordinarias de su vida.
Somos gente que trabajamos, estudiamos, mantenemos relaciones de amistad, profesionales, sociales, culturales... y que no tenemos miedo a desarrollar nuestra vocación cristiana para intentar transmitir al mundo la presencia de Cristo en nuestra vida.
Estamos en este mundo para santificarnos en la vida profesional, la vida familiar y la vida ordinaria y en todas las actividades de nuestra vida tenemos la ocasión para unirnos a Dios y servir a los hombres.
Es un compromiso y una responsabilidad enorme. La Iglesia ha reconocido la santidad de muchos hombres. Pero yo conozco a muchos santos anónimos que caminan a mi lado porque viven la vida diaria desde la santidad, intentando unirse cada día a Cristo, siguiendo a Cristo, siendo conducidos por el Espíritu; hombres y mujeres corrientes llamados por Dios a dejar de lado la mediocridad para intentar buscar la perfección de su vida aunque sea con pequeños gestos y detalles.
Por eso el cristiano debe ser el más responsable de los hombres; debe poner delante la conciencia y la propia vida.
Hoy me hago esta pregunta: ¿soy un laico modelo? ¿Soy consciente de que formo parte del único pueblo reunido en la Unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y que estoy llamado a ejercer una misión, como Iglesia, de servicio al mundo, a ser testigo del Reino, a comprometerme con el Reino en el mundo en mi situación, a humanizar y cristianizar con mi testimonio y con mi obrar, trabajando por la promoción humana en las distintas esferas de mi vida familiar, laboral, social, política...? ¿Qué hago yo desde el punto de vista cristiano por la sociedad?
¡Señor, quiero tener contigo un encuentro auténtico, profundo, íntimo, porque tú me invitas a la conversión, a dejar atrás el hombre viejo para convertirme en un hombre nuevo! ¡Señor, quiero seguirte aún a sabiendas de mi fragilidad, de mis caídas, de mis debilidades y hacer frente a todas estas caídas buscándote a ti en la palabra, en los sacramentos, en la oración y en cada una de las acciones de mi vida! ¡Seguirte a ti es un proceso que dura toda la vida, dame la fuerza de tu espíritu para no desfallecer nunca, para ser fermento y signo del cristiano! ¡Señor, te pido por todas las familias del mundo para que nos convirtamos en pequeñas iglesias domésticas, a ejemplo de la Sagrada Familia, que crezcamos en un ambiente propicio donde reine el amor, la generosidad, una espiritualidad firme, donde la fe esté arraigada Y donde todos nos sirvamos unos a otros sin esperar nada cambio! ¡Señor, danos la fortaleza para crecer cristianamente, para que los padres de familia estemos empeñados en trasmitir a nuestros hijos los valores cristianos! ¡Que tu Espíritu, Señor, nos ayude a vivir está espiritualidad frente al mundo, por eso te pedimos también formadores de laicos que sean capaces de transmitir la palabra y tus enseñanzas para alimentarnos y vivir nuestra vida cotidiana en unión contigo! ¡Señor, danos también sacerdotes santos que caminen junto a los laicos para crecer en la vida de comunidad! ¡El hecho constitutivo del laico es haber recibido el Sacramento del Bautismo por el cual nos convertimos en hijos de Dios, miembros de la Iglesia, herederos de la vida eterna, ayúdanos a consagrar nuestra vida al servicio tuyo y de la iglesia y que en este seguimiento radical estemos siempre acompañados con la fuerza del Espíritu Santo! ¡Virgen María, se Tú nuestro modelo; que Tu «sí» en la Encarnación y al pie de la cruz sea nuestro ejemplo! ¡San José, padre y esposo fiel, fidelísimo al Señor, conviértete tú en nuestro modelo ejemplar!
De Johann Sebastian Bach (1685-1750) escuchamos hoy su cantata Zerreißet, zersprenget, zertrümmert die Gruft, BWV 20 (Romped, destruid, reducid a escombros la tumba):
La palabra laico es difícil encontrarla en el Nuevo Testamento. Sencillamente porque no aparece. Tampoco se encuentra en los escritos de los primeros tiempos de la Iglesia. Surge algunos siglos más tarde para referirse a aquellos que no eran sacerdotes. Desde el siglo XIX el término laico se emplea para referirse a todo lo que no es religioso: una persona laica, una prensa laica, un estado laico, una escuela laica...
Pero los cristianos si definimos a los laicos de una manera especial: somos fieles cristianos que incorporados a Cristo por el bautismo integramos el pueblo de Dios. Nuestra misión es ejercer en el mundo y en la iglesia la labor que nos corresponde. Y la Iglesia nos reconoce una enorme dignidad: hijos de Dios, hermanos de Cristo, templos del Espíritu Santo, hombres y mujeres llamados a la santidad. Un laico es un cristiano de los pies a la cabeza, cuya misión es santificar la vida y cumplir la misión que Dios le ha encomendado en el mundo desarrollando cada día de la mejor manera posible las pequeñas cosas ordinarias de su vida.
Somos gente que trabajamos, estudiamos, mantenemos relaciones de amistad, profesionales, sociales, culturales... y que no tenemos miedo a desarrollar nuestra vocación cristiana para intentar transmitir al mundo la presencia de Cristo en nuestra vida.
Estamos en este mundo para santificarnos en la vida profesional, la vida familiar y la vida ordinaria y en todas las actividades de nuestra vida tenemos la ocasión para unirnos a Dios y servir a los hombres.
Es un compromiso y una responsabilidad enorme. La Iglesia ha reconocido la santidad de muchos hombres. Pero yo conozco a muchos santos anónimos que caminan a mi lado porque viven la vida diaria desde la santidad, intentando unirse cada día a Cristo, siguiendo a Cristo, siendo conducidos por el Espíritu; hombres y mujeres corrientes llamados por Dios a dejar de lado la mediocridad para intentar buscar la perfección de su vida aunque sea con pequeños gestos y detalles.
Por eso el cristiano debe ser el más responsable de los hombres; debe poner delante la conciencia y la propia vida.
Hoy me hago esta pregunta: ¿soy un laico modelo? ¿Soy consciente de que formo parte del único pueblo reunido en la Unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y que estoy llamado a ejercer una misión, como Iglesia, de servicio al mundo, a ser testigo del Reino, a comprometerme con el Reino en el mundo en mi situación, a humanizar y cristianizar con mi testimonio y con mi obrar, trabajando por la promoción humana en las distintas esferas de mi vida familiar, laboral, social, política...? ¿Qué hago yo desde el punto de vista cristiano por la sociedad?
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¡Señor, quiero tener contigo un encuentro auténtico, profundo, íntimo, porque tú me invitas a la conversión, a dejar atrás el hombre viejo para convertirme en un hombre nuevo! ¡Señor, quiero seguirte aún a sabiendas de mi fragilidad, de mis caídas, de mis debilidades y hacer frente a todas estas caídas buscándote a ti en la palabra, en los sacramentos, en la oración y en cada una de las acciones de mi vida! ¡Seguirte a ti es un proceso que dura toda la vida, dame la fuerza de tu espíritu para no desfallecer nunca, para ser fermento y signo del cristiano! ¡Señor, te pido por todas las familias del mundo para que nos convirtamos en pequeñas iglesias domésticas, a ejemplo de la Sagrada Familia, que crezcamos en un ambiente propicio donde reine el amor, la generosidad, una espiritualidad firme, donde la fe esté arraigada Y donde todos nos sirvamos unos a otros sin esperar nada cambio! ¡Señor, danos la fortaleza para crecer cristianamente, para que los padres de familia estemos empeñados en trasmitir a nuestros hijos los valores cristianos! ¡Que tu Espíritu, Señor, nos ayude a vivir está espiritualidad frente al mundo, por eso te pedimos también formadores de laicos que sean capaces de transmitir la palabra y tus enseñanzas para alimentarnos y vivir nuestra vida cotidiana en unión contigo! ¡Señor, danos también sacerdotes santos que caminen junto a los laicos para crecer en la vida de comunidad! ¡El hecho constitutivo del laico es haber recibido el Sacramento del Bautismo por el cual nos convertimos en hijos de Dios, miembros de la Iglesia, herederos de la vida eterna, ayúdanos a consagrar nuestra vida al servicio tuyo y de la iglesia y que en este seguimiento radical estemos siempre acompañados con la fuerza del Espíritu Santo! ¡Virgen María, se Tú nuestro modelo; que Tu «sí» en la Encarnación y al pie de la cruz sea nuestro ejemplo! ¡San José, padre y esposo fiel, fidelísimo al Señor, conviértete tú en nuestro modelo ejemplar!
De Johann Sebastian Bach (1685-1750) escuchamos hoy su cantata Zerreißet, zersprenget, zertrümmert die Gruft, BWV 20 (Romped, destruid, reducid a escombros la tumba):