Hay días que las jornadas resultan agotadoras. No solo por el esfuerzo físico sino por el esfuerzo intelectual, emocional, por las dificultades de todo tipo que hay que vencer... No encontramos tiempo para nosotros mismos y nuestro lamento es descorazonador. Nos gustaría encontrar más espacio para disfrutar de lo nuestro pero las obligaciones nos superan.
Leyendo los Evangelios encontramos también como las jornadas del Señor eran extenuantes. Es difícil imaginarse la cantidad de personas que, al concluir el día, habría tenido que tratar, todos buscando algo de Él. Unos para escuchar simplemente sus enseñanzas, otros para aplacar sus miedos, otros para sanar las heridas de su corazón o tratar de curar sus enfermedades. Imagino la tensión también de los apóstoles tratando de poner orden entre tanto gentío. Y su imperiosa necesidad de alejarse de tanto barullo y poder disfrutar de la intimidad con el Señor, que tanta paz debía infundir en sus rudos corazones. Pero son muchas las ocasiones que Cristo les descoloca con sus respuestas. Como el día que se encuentran con aquellos niños o la extraordinaria jornada de la multiplicación de los panes y los peces.
El Evangelio es una escuela de vida. Un Cristo siempre al servicio de los demás; unos apóstoles cumplidores, prudentes, acomodaticios, tantas veces incrédulos, incapaces de comprender lo que estaba transformando sus vidas. En definitiva, siguiendo los patrones mundanos más que la sabiduría divina. Así es tantas veces nuestra vida -mi vida-, buscando la seguridad de lo terreno sin comprender que, tal vez lo que Dios tiene preparado para mi, es radicalmente opuesto al plan que yo me había hecho de mi vida. ¿Y entonces? Entonces... Entonces comprendo que Dios escribe con renglones torcidos y que cada minuto de mi vida me está invitando a seguirle para que deje de lado esa comodidad mediocre que atenaza mi vida, para que me aleje de ese vivir sin exigencias cumpliendo lo mínimo... El Señor quiere obrar cada día de mi vida un milagro tan extraordinario como el de la multiplicación de los panes y los peces. Un milagro para el que tan solo necesitó tres panes y cinco peces. Y con sólo estos pocos bienes sació a miles de personas. El gran milagro radica en que no solo los nutrió físicamente sino que los sació espiritualmente para conmoción de unos apóstoles cansados que hubieran preferido retirarse a descansar con el Maestro.
Contemplo ahora mi vida. Observo cual es mi comportamiento cotidiano, y me pregunto si mi búsqueda de lo fácil, lo cómodo, lo superficial me alejan de Dios. Me pregunto también si mis intereses egoístas tratan de aminorar la acción de Dios en mi vida. Me cuestiono si las excusas que pongo porque estoy cansado no convierten mi fe en un trozo de esos panes sobrantes que con el paso de los días se van endureciendo y solo sirven para hacer pan rallado. Si es así es que soy alguien incapaz de acoger en mi corazón los dones que Dios me ofrece cada día.
¡Señor, quiero ser autentico como el oro y brillante como las esmeraldas! ¡Quiero que ese brillo natural nazca porque tu vives en mi, Señor! ¡Te pido, Señor, que me ayudes a brillar en mi vida con el brillo de la autenticidad de ser hijo de Dios! ¡Te pido, Espíritu Santo, que fluyas en mi interior para que limpies todo lo malo que haya en mi y transformes por completo mi ser! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a ser siempre auténtico y verdadero tal y como me ha creado Dios! ¡Ayúdame a escoger siempre la vida que Dios ha diseñado para mí y no la que mi pequeño ser trata de organizar a espaldas de Él! ¡Ayúdame a conocerme más y mejor para en la profundidad de mi corazón aceptarme como soy y tratar de mejorar cada día! ¡Dame, Espíritu Santo, la capacidad para construir y edificar en mi interior bases sólidas para alcanzar la santidad! ¡Dame, Espíritu Santo, la fortaleza, serenidad y paciencia para avanzar cada día! ¡Dame, Espíritu de Dios, la inteligencia, la sabiduría y la creatividad para caminar por la senda del bien, del agradecimiento y de la esperanza para descubrirme a mi mismo y dar alegría al Señor! ¡Ayúdame, Espíritu divino, a aceptar siempre la voluntad de Dios en mi vida!
O Salutaris Hostia es una preciosa antífona de Adviento que nos recuerda: «Oh, ofrenda salvadora que abres la puerta del cielo: nos asedian enemigos peligrosos, danos fuerza y préstanos auxilio». La disfrutamos hoy en nuestro camino hacia el encuentro de Jesús en Belén: