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miércoles, 7 de diciembre de 2016

El Señor quiere obrar cada día de mi vida un milagro

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Hay días que las jornadas resultan agotadoras. No solo por el esfuerzo físico sino por el esfuerzo intelectual, emocional, por las dificultades de todo tipo que hay que vencer... No encontramos tiempo para nosotros mismos y nuestro lamento es descorazonador. Nos gustaría encontrar más espacio para disfrutar de lo nuestro pero las obligaciones nos superan.

Leyendo los Evangelios encontramos también como las jornadas del Señor eran extenuantes. Es difícil imaginarse la cantidad de personas que, al concluir el día, habría tenido que tratar, todos buscando algo de Él. Unos para escuchar simplemente sus enseñanzas, otros para aplacar sus miedos, otros para sanar las heridas de su corazón o tratar de curar sus enfermedades. Imagino la tensión también de los apóstoles tratando de poner orden entre tanto gentío. Y su imperiosa necesidad de alejarse de tanto barullo y poder disfrutar de la intimidad con el Señor, que tanta paz debía infundir en sus rudos corazones. Pero son muchas las ocasiones que Cristo les descoloca con sus respuestas. Como el día que se encuentran con aquellos niños o la extraordinaria jornada de la multiplicación de los panes y los peces.
El Evangelio es una escuela de vida. Un Cristo siempre al servicio de los demás; unos apóstoles cumplidores, prudentes, acomodaticios, tantas veces incrédulos, incapaces de comprender lo que estaba transformando sus vidas. En definitiva, siguiendo los patrones mundanos más que la sabiduría divina. Así es tantas veces nuestra vida -mi vida-, buscando la seguridad de lo terreno sin comprender que, tal vez lo que Dios tiene preparado para mi, es radicalmente opuesto al plan que yo me había hecho de mi vida. ¿Y entonces? Entonces... Entonces comprendo que Dios escribe con renglones torcidos y que cada minuto de mi vida me está invitando a seguirle para que deje de lado esa comodidad mediocre que atenaza mi vida, para que me aleje de ese vivir sin exigencias cumpliendo lo mínimo... El Señor quiere obrar cada día de mi vida un milagro tan extraordinario como el de la multiplicación de los panes y los peces. Un milagro para el que tan solo necesitó tres panes y cinco peces. Y con sólo estos pocos bienes sació a miles de personas. El gran milagro radica en que no solo los nutrió físicamente sino que los sació espiritualmente para conmoción de unos apóstoles cansados que hubieran preferido retirarse a descansar con el Maestro.
Contemplo ahora mi vida. Observo cual es mi comportamiento cotidiano, y me pregunto  si mi búsqueda de lo fácil, lo cómodo, lo superficial me alejan de Dios. Me pregunto también si mis intereses egoístas tratan de aminorar la acción de Dios en mi vida. Me cuestiono si las excusas que pongo porque estoy cansado no convierten mi fe en un trozo de esos panes sobrantes que con el paso de los días se van endureciendo y solo sirven para hacer pan rallado. Si es así es que soy alguien incapaz de acoger en mi corazón los dones que Dios me ofrece cada día.

¡Señor, quiero ser autentico como el oro y brillante como las esmeraldas! ¡Quiero que ese brillo natural nazca porque tu vives en mi, Señor! ¡Te pido, Señor, que me ayudes a brillar en mi vida con el brillo de la autenticidad de ser hijo de Dios! ¡Te pido, Espíritu Santo, que fluyas en mi interior para que limpies todo lo malo que haya en mi y transformes por completo mi ser! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a ser siempre auténtico y verdadero tal y como me ha creado Dios! ¡Ayúdame a escoger siempre la vida que Dios ha diseñado para mí y no la que mi pequeño ser trata de organizar a espaldas de Él! ¡Ayúdame a conocerme más y mejor para en la profundidad de mi corazón aceptarme como soy y tratar de mejorar cada día! ¡Dame, Espíritu Santo, la capacidad para construir y edificar en mi interior bases sólidas para alcanzar la santidad! ¡Dame, Espíritu Santo, la fortaleza, serenidad y paciencia para avanzar cada día! ¡Dame, Espíritu de Dios, la inteligencia, la sabiduría y la creatividad para caminar por la senda del bien, del agradecimiento y de la esperanza para descubrirme a mi mismo y dar alegría al Señor! ¡Ayúdame, Espíritu divino, a aceptar siempre la voluntad de Dios en mi vida!
O Salutaris Hostia es una preciosa antífona de Adviento que nos recuerda: «Oh, ofrenda salvadora que abres la puerta del cielo: nos asedian enemigos peligrosos, danos fuerza y préstanos auxilio». La disfrutamos hoy en nuestro camino hacia el encuentro de Jesús en Belén:

Sin nada que decirle a Jesús

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Hace unos días, durante unas charlas sobre liturgia tuve ocasión de hablar sobre como el Espíritu Santo actúa en nuestra vida. Al terminar una de las charlas, una persona se me acercó y me comentó que habitualmente no encuentra palabras para hablar con el Señor, que no sabe como dirigirse a Él, que se queda siempre en blanco sin nada que decir.

Le digo: lo tienes muy sencillo; abre una página del Evangelio y trata de dirigirte a Jesús como lo haría cualquiera de los personajes que hablaron con Él en los diferentes escenarios donde tuvo lugar su vida pública. Verás como te resulta fácil encontrar alguna palabra. Dile, como le dijo la Virgen al encontrar a Jesús tras tres días perdido en el templo: «¿por qué haces esto conmigo?» O dirígete al Señor como hizo Pedro, el pescador temeroso ante aquellas aguas embravecidas: «Señor, aléjate de mí que soy un miserable pecador». O como el ciego Bartimeo cuando le dijo a Cristo: «haz que vea». O como el centurión, el día que Jesús resucitó a su hija: «Señor, no soy digno que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme», frase icónica de fe que pronunciamos con fervor antes de la Comunión. Son simples ejemplos que ilustran cómo dirigirse humildemente al Señor para que a continuación, bajo el influjo del Espíritu Santo, las palabras vayan surgiendo de nuestro corazón contrito para confiarse al Amigo por excelencia.
Pero si aún así las palabras tampoco salen se puede imitar las actitudes de todos aquellos que se cruzaron con Él por los caminos de Palestina. Hacer como los pobres pastores que se quedaron embelesados contemplando el cuerpo del Niño Jesús en el portal de Belén. O cantarle una canción, como hizo el anciano Simeón cuando lo circuncidó en el templo. O permanecer en silencio, contemplando el Sagrario, a imitación de los doctores de la ley que le escuchaban maravillados. O ponerse de rodillas, turbado por la emoción, como hizo la Magdalena cuando se arrodilló a sus pies y sus lágrimas lo empaparon y el perfume inundó su cuerpo. O permitir que el Buen Pastor nos tome a hombros como ocurrió con la oveja perdida de la parábola. O mirarlo como aquellos niños que se sentaron en sus rodillas y sonrieron viéndole a Él sonreír. O tender la mano para ser curado como el ciego, el leproso, el paralítico, el enfermo... O recostar la cabeza en su pecho con mi hizo San Juan el día de la institución de la Eucaristía. O tomar la Cruz, sin quejarse, como el Cirineo...
¡Qué fácil puede ser dirigirse y hablar con el Señor y qué complicado lo hacemos siempre por esa cerrazón y esas cadenas que cierran nuestro corazón!

¡Señor, desde la fidelidad pero desde la más profunda sencillez y pobreza, con el corazón abierto a Ti, necesito hablar contigo! ¡Necesito, Señor, que me escuches porque son muchas las veces que tengo miedo y no sé cómo expresarlo! ¡Señor, Tú nos dices que no tengamos miedo, que no se turbe nuestro corazón porque Tú estarás con nosotros hasta el final! ¡Me lo creo, Señor, pero aún así a veces me surgen las dudas! ¡Recuérdamelo siempre, Señor, especialmente en aquellos momentos en que el sufrimiento y la dificultad se me hagan más presentes! ¡Señor, ayúdame con la fuerza de tu Espíritu a decir siempre que sí a todo lo que me envías para que la turbación y el desasosiego no hagan mella en mí! ¡Necesito hablar contigo, Señor! ¡Dame, Señor, la luz y la paz interior para balbucear desde la pobreza de mi ser todo lo que me ocurre! ¡Escúchame, Señor, Tú que nunca nos abandonas y nos consuelas! ¡Purifícame, Señor, con la fuerza de tu Santo Espíritu y poda todo aquello que encuentres superfluo en mí para que mi diálogo contigo esté impregnado de sencillez y de verdad! ¡Señor, como los personajes del Evangelio ayúdame a aceptar las pruebas, a llevar la cruz, a ser consciente de mi fragilidad…y darte siempre gracias! ¡Señor, ven a mi corazón y desde dentro de él transfórmame para que me sienta más cerca de Ti y mi diálogo contigo sea fluido! ¡Señor, que nunca me falte tu amor! ¡Señor, ten paciencia conmigo y ten misericordia de mis debilidades y miserias! ¡Puríficame, Señor, con la fuerza de tu Santo Espíritu y sáname! ¡Aumenta mi fe, mi confianza y mi amor a Ti y, por favor, no me sueltes nunca de esa mano amorosa que  tanta seguridad y esperanza me transmite cada día!
Por tu gloria, cantamos hoy en estilo góspel al Señor:

lunes, 5 de diciembre de 2016

¡Señor, gracias por la Eucaristía!

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«Voy a misa cuando me apetece». «O no voy». «Voy algunos domingos, cuando tengo tiempo y me va bien». Estos argumentos los oigo muy a menudo entre personas de mi entorno.
Pienso hoy pienso en la grandeza de la Misa. De lo cautivador que supone ir cada día a recibir al Señor. No ver solamente lo externo, el adorno mundano, sino el aspecto íntimo y esa espera del Señor en el altar. Ese drama de amor que sucede cada día, victimización por mis faltas. Para mí la Misa es como si cada día fuese el día de Navidad, voy a postrarme delante del altar como si estuviera ante el pesebre, ese lugar revestido de gloria, para encontrarme al Señor y a María, la Madre, en ese memorial que, a la vez, rememora la Cruz y el drama del Calvario.
Me impresiona como el Señor desciende cada día, en miles de altares en todo el mundo, a la tierra junto a la Virgen y todos los ángeles y los santos que pueblan el cielo. Es imposible imaginarse el espectáculo que se debe vivir en torno al altar en ese momento, en esa fusión maravillosa entre la Iglesia del cielo y la iglesia de la tierra.
Sentir como el Señor da su Vida, su Sangre, su Cuerpo, como ocurrió aquel Viernes Santo de hace más de dos mil años. Ese drama ahora se revive bajo la fuerza de la Hostia consagrada y del cáliz con la Sangre del Cordero que el sacerdote eleva en la consagración.
Nadie quiere perderse un clásico entre el Madrid y el Barça, o entre el Manchester City y el United que temporada a temporada son bautizados como el clásico del siglo. Y, sin embargo, nos perdemos el mayor espectáculo del mundo, acontecimiento que tiene lugar en pequeños y grandes altares del mundo entero. La Misa es un encuentro entre uno y Dios. Es en esa intimidad donde uno encuentra la grandeza del misterio.

¡Gracias, Señor, por la Eucaristía que nos has regalado; ayúdame a amarla, valorarla y sentirla interiormente!  ¡Gracias, Señor, porque a través de la Eucaristía sacias nuestra hambre y nuestra sed cada día y nos revistes con tu gracia y con tu amorosa presencia! ¡Gracias, Señor, por este gesto de amor y de entrega en la que nos invitas a sentarnos en torno a Ti en la mesa para crear entre nosotros la mayor comunidad de amor jamás instituida! ¡Gracias, Señor, por ese encuentro personal que tienes en la Eucaristía con cada uno individualmente! ¡Gracias por esta unión personal e íntima para que cada uno pueda darse también contigo! ¡Gracias, Señor, por esta transformación interior que experimento cada vez que te siento en mi corazón! ¡Gracias, Señor, por todos los beneficios y bendiciones que recibo de Ti, por este acto de entrega que me une a Ti en caridad y amor! ¡Gracias, Señor, porque me permites abrazarte a Ti como lo hiciste Tu al hombre en la Santa Cena, durante la Pasión y en el monte Calvario! ¡Gracias, Señor, porque te ofreces en este sacrificio eucarístico que limpia todas mis imperfecciones! ¡Gracias,  Señor, porque me haces comprender que Tu sacrificio es mi sacrificio! ¡Gracias, Señor, por todo lo que me das incluso aquello que me hace sufrir ante tanta dificultad, penuria y dolor!
Oración para encender hoy la segunda vela de Adviento:
Los profetas mantenían encendida la esperanza de Israel. Nosotros, como un símbolo, encendemos esta segunda vela. El viejo tronco está rebrotando, florece el desierto… La humanidad entera se estremece porque Dios ha asumido nuestra carne.
Que cada uno de nosotros, Señor, te abra su vida para que brotes, para que florezcas, para que nazcas, y mantengas la esperanza encendida en nuestro corazón.
¡Maranatha, ven, Señor Jesús!
Escuchamos en este segundo domingo de Adviento una de las más bellas antífonas polifónicas compuesta para este tiempo de preparación para el nacimiento de Jesús, titulada O Radix Jesse ("Oh Renuevo del Tronco de Jesé"):

No es sólo una canción, sino una oración sincera a Nuestra Señora


Jesse Demara es el nombre de este cantante que a sorprendido a todos. Primero porque él posee una voz fuerte y sobresaliente, que con certeza te conmoverá. Segundo, porque el video que ha realizado fue justamente un homenaje a la Virgen María, a quien celebraremos los próximos días 8 y 12 de diciembre.

“Madre, no me dejes caer. De tu mano sé que llegaré al otro lado donde me espera tu hijo amado”, dice el coro de la canción.

Un óptimo consejo musical para ti que quieres vivir intensamente esos dos momentos importantes para toda la Iglesia y sentir la dulce presencia de la Madre de Jesús.

“Para hacer comprobar si tu vocación cristiana está bien, es necesario que te preguntes: ¿cómo va mi relación con las dos madres que tengo, la madre Iglesia y la madre María?” – Papa Francisco.

La caridad de María

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Amar al que te ha herido no es sencillo. En el amor al prójimo hay mucho de caridad. El hábito de la caridad que ha infundido Dios en nuestro corazón y en nuestra alma con el único fin de que le amemos es el que nos lleva a amar al otro. El amor auténtico al prójimo es cuando se le ama por amor a Dios porque ese prójimo es alguien creado a su imagen y semejanza y que ha sido redimido por su Hijo con su sangre en la Cruz. ¡Estremece solo de pensarlo!

En este Adviento observo a María y trato de meditar con qué caridad ama María a los hombres. La Virgen puso en práctica la caridad con todos los que se cruzó por el camino. Obviando que el amor caritativo de María nace de su comunión con el corazón de Cristo; obviando la caridad que tuvo con los más necesitados de su aldea, incluso adelantándose a sus reclamos; obviando la caridad servicial que le llevó a viajar embarazada al encuentro de su prima Isabel, episodio en la que llevando a Dios en sus entrañas lleva a Cristo a los demás; obviando el profundo amor que le llevó a implorar a Jesús que realizara su primer milagro en Caná como ejemplo de atención por los pequeños detalles que afectan al prójimo…; obviando que su caridad le llevó a excusar la huída de los apóstoles y rezar con ellos durante la espera de Pentecostés; su mayor prueba de caridad y amor hacia el ser humano fue aceptar ser la Madre del Redentor. Y con ese «Sí» se convirtió en corredentora del género humano.
La caridad de María es silenciosa, generosa, delicada, dulce, amorosa, buscando el bien ajeno, procurando que Jesús entre en la vida del otro. La caridad de María conduce directamente a Jesús. Es la máxima del «Haced lo que Él os diga».
Son numerosas las ocasiones en las que nos orgullecemos de ser caritativos con los demás por el mero hecho de no desearles ningún mal. ¡Esta es, en realidad, una caridad imperfecta! Para una caridad auténtica es imprescindible hacer al prójimo todo el bien que esté en nuestra mano; prestarle todos las ayudas que podamos; ser partícipes de sus sufrimientos y tribulaciones; ser capaces de aliviar sus penas y aflicciones; consolarlos en sus congojas; y sacrificarse por ellos cuando la circunstancia así lo exija. Pero la gran prueba de amor y caridad con el prójimo es hacer el bien al que nos daña y nos detesta. En otras palabras, amar al otro por amor a Dios. Ahora contemplo el interior de mi corazón y… ¿Y?
Y, entonces, vuelvo a María. Allí, a los pies de la Cruz. Ante el cuerpo llagado de su Hijo. En el Gólgota, María es el ejemplo de caridad sincera. Junto a los atroces torturadores de Jesús, con sus espadas y sus manos ensangrentadas con sangre inocente, con los ojos llenos de rabia y su corazón lleno de odio, María calla. Calla y ora por ellos. Implora a Dios por su conversión interior. Calla y ruega el perdón del Padre. Calla y suplica que sobre cada uno se vierta la misericordia divina.
Y vuelvo a mirar el interior de mi corazón…. y ¡Cómo salto a la primera por ese desaire, esa crítica, esa ofensa, ese desdén, ese comentario enrarecido que en realidad no tiene importancia! ¡Cuánto me cuesta perdonar el más liviano de los agravios recibidos! ¿Y soy capaz con estos mimbres de llamarme cristiano?

¡María, Madre de la Caridad, me encomiendo a Ti para que tu caridad maternal me acoja y me ayude a transformar el corazón! ¡Quiero imitar tu corazón repleto de amor y caridad, ese corazón que santificó todas tus palabras, tus pensamientos, tus gestos, tus miradas, tus acciones y tus sentimientos! ¡María, tu me enseñas que el amor auténtico y la verdadera unión con Dios nace de la conformidad con su querer! ¡Te pido, María, que tengas caridad conmigo, enséñame a rezar para que no me quede en lo superficial, en mis oraciones egoístas, sino poner todo mi corazón, todo mi ser, toda mi mente, toda mi voluntad en Dios para luego abrirme a los demás! ¡Ayúdame a ser caritativo siempre, a vivir una caridad bien ordenada, a amar a los demás por amor a Dios, a amar con caridad en la diferencia!¡Que a imitación tuya, María, mi caridad sea disponibilidad auténtica!

Del compositor francés Joseph Bodin de Boismortier escuchamos este bellísimo Motet a la Sainte Vierge de su colección Motets a voix seule, mêlés de Simphonies.¡Te lo dedicamos María!