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lunes, 17 de abril de 2017

Siete palabras de absoluta actualidad

orar con el corazon abiertoViernes Santo. La contemplación de Cristo en la Cruz me deja sin palabras. Mudo. Desconcierta verle en su desnudez, despojado de todo y abandonado por todos. Impresiona su fidelidad al Padre pese a tanto sufrimiento, humillaciones y desprecios humanos. Te das cuenta de la verdad de ese principio de que Dios entregó a su hijo por amor al género humano. Desde lo alto de la Cruz cae sobre los hombres una tormenta de amor impresionante. Un tsunami de perdón eterno que llena de esperanza.

Cuando uno contempla sus propios pecados es consciente plenamente del valor de este rescate desde la Cruz. Cada uno de mis pecados y de mis culpas —nuestros pecados y nuestras culpas— representan un latigazo con tiras de cuero trenzado con bolas de metal sobre el cuerpo de Jesús, un martillazo en los clavos que penetran en sus manos y en sus pies, una lanza que traspasa su costado y una espina clavada en su cabeza...
Miras el cuerpo de Cristo ensangrentado, sufriente, dolorido, con la piel hecha jirones y comprendes la hondura de tu propio pecado, de tus egoísmos, de tus idolatrías, de tu soberbia, de tus autosuficiencias, de tu falta de caridad….
Lo ves en la más grande de las soledades y eres consciente de tus abandonos pero también de su fidelidad amorosa que no tiene fin.
Cristo en la cruz es signo de amor, de perdón y de reconciliación. El amor, el perdón y la reconciliación del mismo Dios. La prueba de que Dios es amor.
Contemplar los brazos de Cristo abiertos abrazando el cielo y la tierra es comprender la bondad de Dios. En esta actitud Jesús abraza la gracia y la purificación del pecado. En la Cruz todo se renueva. Todo cambia. Todo se purifica. Todo se transforma.
Hasta el momento de su último suspiro, Cristo permaneció seis horas colgado de la Cruz. Durante esta interminable agonía sus labios, secos y llagados, solo pronunciaron siete palabras. Es el mensaje de la Cruz.
En el «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» siento la intercesión por amor al enemigo, la disculpa por la entrega, la esperanza de una segunda oportunidad. Cristo excusa al hombre aunque tantas veces despreciemos su súplica.

En el «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso», me siento representado a cada lado de la Cruz. En el que reniega de Él y el que transforma su corazón por Él. Es el gran regalo de su misericordia porque Cristo se compadece del que suplica su perdón de corazón.

En el «Hijo, ahí tiene a tu Madre […] Mujer, ahí tienes a tu hijo», Cristo me entrega lo más valioso para su corazón: a su propia Madre. Y a María le entrega al hombre nuevo que nace a los pies del madero santo. ¡Qué hermoso es sentir el amor y las dádivas del Señor!

En el «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», Cristo me enseña que en el sufrimiento, la angustia y la desesperación cabe siempre el refugio de la oración.

En el «Tengo sed», Cristo me muestra que mi fragilidad la puedo sostener con el agua de la vida que es Él mismo.

En el «Todo está cumplido», aprendo que debo negarme a mi mismo, que todo dolor es gracia, que todo sufrimiento es plenitud, que toda pobreza es riqueza, que mi barro está moldeado por las manos del Alfarero, que mi vida es suya y que la muerte es el inicio de algo mejor.

Y en el «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» siento que todo está en manos de Dios, que me puedo abandonar plenamente a Él que todo lo puede, lo sostiene y lo guarda.

Siete palabras de rabiosa actualidad, que Cristo pronuncia cada día para ser acogidas en mi corazón con el único fin de renovar y transformar mi vida.
¡Señor, tú exclamas “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” y eso es lo que te pido, tu perdón por mis cobardías, por mis egoísmos, por mi falta de compromiso, por mi persistencia en caer en la misma piedra, por mis faltas de caridad, por mis faltas de amor, por mis indiferencias con los demás, por mi corazón cerrados al perdón, por mi prejuicios, por mi tibieza, por mi falta de generosidad, por no seguir con autenticidad las enseñanzas del Evangelio, por mi mundanidad, por mi falta de servicio… por todo ello, perdón Señor! ¡Enséñame a amar como lo haces Tú, a entregarme como lo haces Tú y perdonar como lo haces Tú! ¡Señor, Tú le prometes al buen ladrón que “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” y por eso te pido hoy que sepa mirar a los demás con Tu misma mirada de amor, perdón y misericordia! ¡Hazme, Señor, ver sólo lo bueno de los demás y que no me deje llevar por las apariencias! ¡Concédeme la gracia de acoger siempre al necesitado, de no juzgar ni criticar y tener siempre palabras de amor y consuelo al que lo demanda cerca de mí! ¡Señor, tu exclamas “He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre”, por eso hoy te doy las gracias por esta donación tan grande que es Tu propia Madre! ¡Que sea capaz de imitarlas en todo cada día! ¡Señor, tu gritas angustiado “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, en este grito yo me siento identificado con mi angustias, mis problemas y mis dificultades! ¡Confórtame siempre con tu presencia, Señor! ¡Envía tu Espíritu para que me ilumine siempre y me haga fuerte ante la tentación, seguro en la dificultad, tenaz en la lucha contra el pecado y firme ante los invitaciones al mal de los enemigos de mi alma! ¡Señor, tu suplicaste un “Tengo sed”! ¡Yo también tengo sed de Ti porque son muchas las necesidades que me embargan pero las más grandes son tu amor, tu esperanza, tu consuelo y tu paz! ¡Ayúdame a no desconfiar de Ti, Señor, porque Tú eres la certeza de la Verdad! ¡Que nada me aparte de Ti, Señor, pues es la única manera de saciar mi sed! ¡Señor, tu dices que “Todo está consumado” pero en realidad me queda mucho camino por recorrer! ¡Ayúdame a serte fiel, a tomar la cruz y seguirte, a levantarme cada vez que caigo, de dedicarme más a los demás y menos a mi mismo, a contemplar la Cruz como una gracia y no como una carga, a descubrir que en la cruz todo se renueva, que es el anticipo de la vida eterna! ¡Señor, tu exclamas “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, yo también pongo las mías en tus manos para que las llenes de gracias, dones y bendiciones, para que me agarre a Ti, para sentirme seguro y protegido! ¡Señor, ayudarme a orar más y mejor, a darte gracias y a bendecirte, a maravillarme por tu amor y tu gracia!
Las Siete Palabras de Cristo en la Cruz de Theodore Dubois, una obra profunda e intensa propia de este día en que todo está consumado para dar nueva esperanza al mundo:

A lomos de mi autenticidad

orar con el corazon abierto
Ya a pasado la Semana Santa, pero no así sus efectos, Voy a hacer unas reflexiones lo que ha sido para mi esta Semana. No llevaran un orden cronológico, sino más bien lo que me vaya surgiendo con ayuda del Espíritu.

Domingo de Ramos. La Pasión el Señor es inminente. Entras ya en la liturgia “de pasión” en su sentido más profundo.
Este domingo lo vivo desde la perspectiva de este drama de la pasión y muerte del Señor enfrentando dos conceptos que resumen perfectamente este día: Exaltación y humillación.
Cuando el éxito te sonríe en la vida profesional y personal crees que andas entre los vítores de los que te aclaman a tu alrededor. Es todo un espejismo de la vanidad. Nos contagian los criterios con que el mundo computa la eficacia y la valía de las personas y los acontecimientos de la vida. Valoramos a las personas por su rango social, por los éxitos que han cosechado en la vida, por el trabajo que tienen, por el nivel económico que atesoran, por su popularidad, por los favores que en algún momento pueden beneficiarnos. Si la vida de Jesús fuese evaluada por una escala de eficacia según criterios mundanos con toda probabilidad descartaríamos como un sinsentido la mayoría de años que vivió trabajando en el humilde hogar de Nazareth, junto a María y José, o adjetivaríamos como un rotundo y estrepitoso fracaso su muerte en la Cruz, momento clave de su obra redentora.
Nos dejamos tentar por el espejismo de la fama, buscamos el renombre y el reconocimiento de los demás, nos encantan los halagos, incluso aquellos que provienen por nuestro servicio a la Iglesia. Nunca hemos de menospreciar tareas menos vistosas, que nadie valorará o reconocerá y por las que, muy probablemente, lo único que recojamos sean desavenencias, críticas, incomprensiones o divergencias. Lo importante es que nuestras obras las conozca Dios y que cara a Él actuemos con autenticidad. Es la única manera de conservar esa libertad real de quien sólo pretende la eficacia según los criterios de Dios y no los humanos. Basta recordar a ese granito de trigo de la parábola, que para dar frutos se esconde bajo tierra, o la semilla de mostaza que, desde su pequeñez e insignificancia, acabará convirtiéndose en un árbol que permitirá obtener grandes frutos.
Y en este domingo de Ramos debería convertirme en ese pollino sobre el que iba montado Cristo, callado y silencioso, mientras la algarabía aclamaba al Señor en el momento que traspasaba las puertas de Jerusalén. Aquel asno pasó desapercibido a los ojos de todos y nadie le aclamó ni mereció atención alguna. En su sencillez desempeñó su papel y nunca consideró que le aclamaban a él.

¡Señor, quiero proclamarte mi rey y el centro de mi vida, quiero seguirte de manera fiel! ¡Quiero que seas el rey de mi vida, de mi familia, de mi parroquia, de mis grupos de oración, de mi ciudad y del mundo entero! ¡Quiero ser tu amigo en todos los momentos de mi vida! ¡No quiero ser un mero espectador, insensible y pasivo, que te vea pasar a mi lado mientras exclamo ¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! para olvidarme de ti unos días o, incluso, unas horas más tarde! ¡Quiero ser consciente, Señor, de que tu no te vas de vacaciones esta Semana Santa porque de nuevo más a padecer por mi y morir en la Cruz! ¡Y que tu muerte es por mi orgullo, por mi soberbia, por mi prepotencia, por mi egoísmo, por mi doblez, por mis ambiciones, por mi sensualidad, por mi falta de capacidad de amar, por mi testarudez, por mi falta de compromiso hacia los demás, por mi insensibilidad ante el dolor ajeno, por desconfianza ante la grandeza de Dios…! ¡Dame la fortaleza para seguirte y entregarme de verdad a los que me rodean! ¡Que mi vocación cristiana sea un verdadero testimonio de amor! ¡Espíritu Santo, ilumina en este día mi mente y mi corazón para comprender lo que de verdad implica la Pasión de Jesús!
Hosanna al Hijo de David, cantamos hoy en este Domingo

¡Feliz Pascua! Cristo, Luz en nuestra vida.

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¡Día de júbilo y alegría! ¡Feliz Pascua a todos los lectores de esta página! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!
Cristo, al que muchos dan por muerto en esta sociedad desacralizada, al que tantos ven lejano y ausente, vive.
Después de una semana intensa en la que hemos podido revivir los pasos de su dolorosa pasión, la impotencia por su dolorosa flagelación, el desgarro por su sufrimiento, la tensión por la ignominia de su juicio, la misericordia machacada por la venganza, la Bondad masacrada por la maldad, la tristeza de verlo agonizar en la cruz… hoy el canto es de júbilo y alegría. Es un aleluya permanente porque uno constata que lo que Cristo promete lo cumple.
Hoy, domingo de Resurrección, uno siente con profunda alegría que el Amor nunca muere. Que el Amor es realidad en la contradicción de este mundo que abomina de Dios. Que Cristo es el camino, la verdad y la vida. Que el bien siempre vence al mal. Que la vida vence a la muerte. Hoy es el domingo del triunfo del amor.
Hoy es el día para entender que, frente a la oscuridad que tantas veces hay en mi vida, brilla la luz. Que ante el fatalismo y la tristeza a la que se abona mi corazón en tantas ocasiones, brilla la luz. Que frente al peso de la cruz cotidiana, brilla la luz.
Hoy es el día para con mi corazón y mi vida gritar al mundo que Cristo vive. ¡Que Cristo ha resucitado! ¡Que mi vida a su lado es un ¡Aleluya! permanente! ¡Que Cristo vive y es mi esperanza! ¡Que Cristo vive y brilla en lo más profundo de mi corazón! ¡Que es la verdadera paz del mundo y de mi alma! ¡Que nada ni nadie podrá separarme de Él! ¡Que nada ni nadie podrá separarme de su amor!
Si, amigos y amigas, ¡Cristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado! Y yo lo siento en mi corazón, en mi ser, en mi alma, en mi vida, en todo mi yo. Y lo grito desde lo más profundo de mi corazón. ¡Cristo, tu vives! ¡Aleluya!

¡Señor, gracias, por esta tan vivo! ¡Hoy, Señor, tu sepulcro está vacío y mi fe renace más viva y más fuerte que nunca! ¡Mi Señor glorioso, has resucitado! ¡Has resucitado y algo nuevo ha cambiado en el mundo y en mi vida! ¡Te siento más cerca, más vivo, más íntimamente unido a Ti! ¡Señor, desde hoy, me llamas a ser discípulo tuyo. Me llamas a no tener miedo. Cuando aprenda a compartir mis bienes con los necesitados, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de consolar al amigo o al familiar que sufre, sé Señor que has resucitado; si respeto a los que tengo más cerca, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de desprenderme de mis máscaras y de mis egoísmos, sé Señor que has resucitado; si me comporto ejemplarmente en mi vida familiar, espiritual, profesional y social, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de no caer una y otra vez en la misma piedra de mis pecados, sé Señor que has resucitado; si tengo la generosidad de entregarme a Tí de corazón, sé Señor que has resucitado; si estoy dispuesto a dar mi tiempo por los demás, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de mirar la realidad con Tus ojos y no según mis necesidades, sé Señor que has resucitado; si aprendo a escucharte cuando me hablas, a ponerme en la disposición interior del silencio y estar atento a lo que me quieres decir, sé Señor que has resucitado! ¡Te pido, Señor, que el aleluya pascual se grabe profundamente en mi corazón, de modo que no sea una mera palabra sino la expresión de mi misma vida: mi deseo de alabarte y actuar como un verdadero «resucitado»! ¡Aleluya, Señor! ¡Aleluya porque te me presentas en la pulcritud de la vida para convertir mi corazón! ¡Quiero resucitar contigo, Señor, y fijar mi mirada en Ti y en los que me rodean dando amor, generosidad, entrega, misericordia, caridad, servicio, paciencia, esperanza…! ¡Quiero resucitar contigo, Señor, para llenar de amor y humildad mis palabras, mis gestos y mis decisiones!
La Resurrección de G. F. Haendel, bellísimo extracto de su oratorio para este Domingo de Resurrección:

viernes, 14 de abril de 2017

Vivir para el prógimo

orar con el corazon abierto
Jueves Santo. Esta noche, en la celebración de la Cena del Señor, se escenificará el lavatorio de pies, el acto de servicio de Jesús que ejemplifica el mandamiento del amor: “Os doy un mandamiento nuevo; que os améis unos a otros como yo os he amado”.

Como cada año, mientras el sacerdote vierta el agua en un lebrillo y lave los pies de doce laicos, un coro parroquial clamará: «Clavados en carne y en espíritu en la Cruz de Jesucristo, afianzados en la caridad por la sangre de Cristo; amémonos los unos a los otros como Él nos ha amado».
El lavatorio es un gesto que emociona. El oficiante lavará con dulzura los pies cansados de un anciano, de una ama de casa, de un inmigrante, de una maestra, quien sabe si también de un empresario, o de un joven universitario, o de una doctora, o de un seminarista… no importa quien sean los doce que estarán sentados en el altar. En esos pies sufrientes están también las huellas de Dios invisible que nos marca el camino a seguir, con el amor y la caridad como principios básicos.
Y, terminada la ceremonia, después de besar los últimos pies, el coro entonará el Himno a la caridad que impresiona por su hondura, con una idea básica: “si no tengo caridad, no soy nada; si no tengo caridad, nada me aprovecha”.
Y las voces del coro penetrarán en nuestro corazón con las palabras del apóstol: la caridad es paciente, la caridad es amable, la caridad no es envidiosa, la caridad no es jactanciosa, no se engríe, la caridad es decorosa.
Cristo nos ha dejado un testamento y su invitación clara es que nos convirtamos en sus herederos. Pero no es una herencia material sino una invitación a poner todo lo que uno tiene y es para vivir de acuerdo con las enseñanzas del divino Maestro.
Antes de la institución de la Eucaristía Jesús lava, uno a uno, los pies desgastados y cansados de sus discípulos. Mis pies y tus pies. Este gesto resume todo lo que Cristo enseña en tres años de vida pública. Y me ayuda a considerar mi propia fe y cómo debo vivirla para serle siempre fiel. Mi fe está pensada para vivirla y practicarla firmemente, con gestos y con actitudes auténticas, desde el corazón. Aquí se fundamenta el sentido de mi existencia como cristiano. Vivir para el prójimo como servidor, con Cristo en el centro de esta escena de amor cotidiana.
¡Señor, qué día tan hermoso el de este Jueves Santo con la Última Cena, el Lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio y de tu oración en el Huerto de Getsemaní! ¡Me uno a Ti, Señor! ¡Nos invitas a todos a participar en la Cena en esta noche santa, en la que nos dejas tu Cuerpo y tu Sangre! ¡Concédeme la gracia de amarte, de revivir con alegría este gran don y comprometerme a servir a mi prójimo con amor! ¡Me enseñas también a servir con humildad y de corazón a los demás! ¡Me enseñas que este es el mejor camino para seguirte a Jesús y demostrarte mi fe en Ti! ¡Ayúdame a vivir esta virtud todos los días y ser un buen servidor de los demás! ¡Señor, tú me has hecho para amar y para servir porque es el mandamiento nuevo que nos has dado! ¡Concédeme, Señor, la gracia de amar sin esperar nada, de ponerme al servicio desinteresado de los demás, de no hacer distinciones! ¡Quiero, Señor, dar cabida en mi corazón a todos los que se crucen en mi camino! ¡No permitas, Señor, que nunca aparte a nadie de mi mesa! ¡Ayúdame, Señor con la gracia del Espíritu Santo, a ser generoso siempre, a dar sin calcular, a servir sin esperar recompensas y aplausos y con alegría y servicio sencillo, a devolver siempre bien por mal, a amar gratuitamente, a acercarme al que menos me gusta, a donarme con generosidad al que más me necesita! ¡Y hacerlo para recibir la recompensa que más anhelo: tenerte en lo más íntimo de mi corazón! ¡Y a Ti, Padre, quiero darte las gracias! ¡Gracias porque me siento lavado por tu amor a través de Cristo, Tu Hijo! ¡Que este sentimiento me permita salir de mi mismo, de mis sufrimientos y mis miedos, para crecer en mi vida cristiana y ser don para los que me rodean!
Hoy, Jueves Santo, día del amor fraterno para la Iglesia Católica, conmemoración de la institución de la Eucaristía, escuchamos el Tantum ergo que se canta en el momento en que se da la bendición con el Santísimo:

jueves, 13 de abril de 2017

Lavarme las manos ante Jesús

orar con el corazon abierto
Hoy la imagen se dirige hacia el pretorio. Allí Pilatos ordena que le traigan una jofaina llena de agua y se lava las manos. Ante el tumulto ensordecedor y el gentío que exige la muerte de Jesús, al que contempla sereno y con mucha paz interior, levanta su mano para que cese el ruido y exclama timorato: «Soy inocente de la sangre de este hombre». Y pienso: ¡Ay, Señor, cuántas veces me he lavado las manos y no he dado testimonio de la verdad!

Todo porque ante su insistencia Jesús no le niega su condición de Rey. ¡Es que es el Rey del Universo pero, sobre todo, es el rey de nuestro corazón, de ese corazón que tantas veces exclama: «¡crucifícale, crucifícale!»!
Y es que Cristo anhela ser el Rey de nuestros corazones. Acepta por amor —un amor tal vez incomprensible a los ojos humanos— a pasar por el suplicio de la Pasión, a entregarse sin queja alguna a sufrir el oprobio de sus verdugos. Prisionero, escupido, humillado, vejado, flagelado, coronado de espinas, insultado, arrastrado... ¡Señor mío, te ofrezco mi corazón consciente de lo que padeciste por mí!
Pronunciar esta frase tiene muchas implicaciones para mí. Y las tiene porque de verdad creo, siento y deseo que Jesús, el Rey de Reyes, sea Rey de mi corazón; a Él le debo y le someto mi vida, mis anhelos, mi voluntad, mi querer.
No deseo ser ambiguo como Pilatos. Quiero complacer a Jesús. Lavarme las manos ante Jesús, mi Rey y mi Salvador, es un acto de cobardía, de ambigüedad, de falta de compromiso con él. No quiero cometer la misma falta que tuvo Pilatos, no deseo mantenerme neutral ante la verdad de las cosas por eso deseo ardientemente entregarle mi corazón, mi vida y mi alma a Cristo. Sobre todo, porque Cristo desea mi santidad y esta se alcanza con el compromiso veraz. No lavándose las manos en la jofaina de la ambigüedad.

¡Señor, tu imagen preso en las manos de Pilatos me conmueve y me sobresalta! ¡Observo mientras Pilatos se lava las manos para ofrecerte como mercancía que mis pecados se hacen presente en el odio cerril de aquellos que exigen tu crucifixión! ¡Pero yo, Señor, quiero que reines en mi corazón, no quiero ofenderte ni condenarte! ¡Quiero, Señor, que seas mi Rey y mi Soberano! ¡Señor, tu sabes lo que anida en lo más íntimo de corazón, me das la libertad para actuar; no permitas que me lave las manos mostrándote indiferencia y cobardía! ¡Señor, tu eres mi Dios y no tengo más rey que tu! ¡No permitas que te juzgue pecando contra ti y contra los demás! ¡No permitas, Señor, que te abandone nunca pues deseo acompañarte en el dolor y la contrariedad y aprender de Ti a tener siempre mucha paciencia para afrontar los vaivenes cotidianos y ofrecerlos por amor a Ti y a los demás! ¡Ayúdame a no eludir mis responsabilidades ni la verdad, a tener siempre el coraje de estar junto a lo que es cierto, a no buscar argumentos para quedar bien! ¡Ayúdame a que mis intenciones sean siempre bendecidas por Ti, a no justificar mis conductas y que mis hechos vayan acorde con mi buena voluntad! ¡Señor, envía tu Espíritu sobre mi, para que mi corazón sea dócil a la voz de la conciencia que anuncia siempre la verdad y haz que tu Santo Espíritu me indique siempre el camino a seguir!
Un bellísimo Ecce Homo («He aquí al hombre»), palabras de Pilatis antes de lavarse las manos y la conciencia ante el Señor: