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martes, 18 de julio de 2017

Prudencia no es cobardía

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Al amor de Dios no se le pueden poner límites porque Dios ama sin medida. Pero para progresar en el amor la prudencia es una necesidad pues es la prudencia la ciencia de los santos. Prudencia no es cobardía, ni limitación, ni miedo. La prudencia es esa virtud que Dios infunde para que uno sepa siempre lo que debe hacer. En unas ocasiones nos llevará a tomar decisiones justas y rápidas, otras a recular antes de la acción. La prudencia capacita para las acciones sencillas y también para las difíciles.

Pienso hoy en el Señor. ¿Era realmente un hombre prudente, Él que comía con publicanos y pecadores, que atizó a los vendedores del templo que profanaban la Casa del Padre, que se enfrentó a los Sumos Sacerdotes, que curaba en sábado, que perdonaba los pecados…? Lo era, porque el prudente levanta la voz ante la injusticia, condena al que ejerce el mal, piensa y actúa antes de pensar que puede equivocarse, busca la conversión de los alejados, trabaja por anunciar el Reino de los Cielos antes de evitar complicarse la vida…
Es la razón buena compañera de la prudencia. El complemento perfecto para dictar a nuestro corazón lo que más conviene en cada situación. Con la prudencia es más sencillo discernir el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo trascendente de lo intranscendente, lo conveniente de lo inconveniente… La prudencia nos otorga la docilidad suficiente para dejarse aconsejar y acoger el consejo con humildad.
¡Qué importante es también la prudencia en la vida espiritual! ¡Qué importante es obrar siempre siguiendo los caminos de la gracia!
Reconozco que me gustaría ser más prudente pues el prudente es el que es capaz de ver lo que Dios desea de él y lo hace sin pensar que va a encontrarse un sinfín de obstáculos en su camino. En la medida que sepa discernir lo que Dios quiere de mí mayor será mi crecimiento personal y espiritual.

¡Señor, Tú mismo dices que el sabio oirá e incrementará su saber; que el entendido adquirirá consejo! ¡Ayúdame, Señor, a ser prudente pues la prudencia es la senda por la que debo caminar por la vida pues es gracia tuya ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a trabajar la prudencia para aplacar ante las adversidades que surjan cada día; a reaccionar ante situaciones injustas o dolorosas! ¡Concédeme, Espíritu Santo, el don de la prudencia para aparcar la necedad y abrazar la sabiduría, para desechar los pensamientos y las actitudes egoístas, de ausencia de autodominio o de insensatez! ¡Señor, siento que debo ser alguien con más fe y más ferviente pero al mismo tiempo más prudente, siendo más diligente en servirte a Ti y a los demás! ¡No permitas, Señor, que me avergüence de mis creencias y mis principios! ¡Otórgame, Espíritu divino, la prudencia para saber en cada circunstancia lo que conviene hacer! ¡No permitas, Espíritu Santo, que caiga en estas faltas que atentan contra la prudencia como son la inconstancia, el actuar mal por no querer conocer la verdad, la precipitación, el moverse por los caprichos, la inconsideración, el dar juego a las pasiones…! ¡Lléname de Ti para ser prudente al actuar!
Del compositor andaluz Francisco de la Torre, máximo exponente de la música en la época de los Reyes Católicos, escuchamos hoy esta bellísima obra polifónica a cuatro voces Adorámoste Señor Dios. Adjunto el texto para seguirlo pues es una poema precioso:
Adoramoste, Señor,

Dios y hombre Ihesu Cristo
Sacramento modo visto
universal Redentor
Adoramoste, vitoria
de la santa vera cruz
y el cuerpo lleno de luz
que nos dejaste en memoria
Criatura y criador,
Dios y hombre Ihesu Cristo
en el Sacramento visto
adoramoste, Señor.

sábado, 15 de julio de 2017

Por las almas del purgatorio

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Dedico cada día una brevísima oración por las almas del purgatorio, especialmente por mis familiares y amigos. Cada ser querido difunto ha cargado también con su cruz; la cruz del sufrimiento, de la enfermedad, del trabajo, de las dificultades económicas, de las preocupaciones cotidianas, de las adiciones... Y, gracias precisamente por haberlas llevado encima, gozan en el cielo dando alabanza al Señor el habérselas concedido. Ninguna de esas almas sufre el olvido celestial porque con la muerte, en el umbral del atrio eterno, el hombre recibe el primer abrazo de Dios y allí enjuga sus primeras lágrimas. El purgatorio es un lugar donde el amor fluye a raudales.Uno de los motivos de mi oración por ellos es porque yo puedo haber sido la causa de su sufrimiento y de sus penas. En algunos casos pude provocar dolor en su vida, heridas en el corazón del que me amaba; no supe satisfacer sus necesidades o me mostré incapaz de comprender sus anhelos. En otras, pude herirles con el desdén de mis palabras o la cerrazón de mis pensamientos. Y no puedo negar también que hubiera podido hacer más el bien al que caminaba a mi lado.
Rezo por las almas del purgatorio porque merecen la esperanza del cielo pero también porque es una manera sencilla y humilde de tratar de reparar aquel daño provocado y tratar de ayudar, desde mi insignificancia, a aquel que se encuentra en la agonía del purgatorio. Cuando oro por las almas del purgatorio mi oración es de consuelo y de invocación a la esperanza.
En el purgatorio El amor no tiene límites ni fronteras, y se recibe el consuelo del saber que tras el sufrimiento llega la gloria del gozo infinito. En cada oración por un alma del purgatorio doy consuelo a esa alma y acorto su sufrimiento. Y un vez llegado al atrio celestial esa alma devolverá en su agradecimiento su intercesión por quien contribuyó a aminorar su sufrimiento y su espera.
Compensa rezar por las almas del purgatorio. En cada oración por un alma del purgatorio no solo uno mi alma si no que me siento más unido a Dios cuyo deseo es que todos lleguen a la gloria eterna.

Mi breve oración reza así: «Dales el descanso eterno a las almas del purgatorio, Señor, y que la luz perpetua ilumine sobre ellas. Que descansen en paz. Amén».
Una oración larga bien podría ser esta:
Dios omnipotente, Padre de bondad y de misericordia, apiadaos de las benditas almas del Purgatorio y ayudad a mis queridos padres y antepasados.
A cada invocación contestar: «¡Jesús mío, misericordia!»
Ayudad a mis padres.

Ayudad a todos mis bienhechores espirituales y temporales.
Ayudad a los que han sido mis amigos.
Ayudad a cuantos debo amor y oración.
Ayudad a cuantos he perjudicado y dañado.
Ayudad a los que han faltado contra mí.
Ayudad a aquellos a quienes profesáis predilección.
Ayudad a los que están más próximos a la unión con Vos.
Ayudad a los que os desean más ardientemente.
Ayudad a los que sufren más.
Ayudad a los que están más lejos de su liberación.
Ayudad a los que menos auxilio reciben.
Ayudad a los que más méritos tienen por la Iglesia.
Ayudad a los que fueron ricos aquí, y allí son los más pobres.
Ayudad a los poderosos, que ahora son como viles siervos.
Ayudad a los ciegos que ahora reconocen su ceguera.
Ayudad a los vanidosos que malgastaron su tiempo.
Ayudad a los pobres que no buscaron las riquezas divinas.
Ayudad a los tibios que muy poca oración han hecho.
Ayudad a los perezosos que han descuidado tantas obras buenas.
Ayudad a los de poca fe que descuidaron los santos Sacramentos.
Ayudad a los reincidentes que sólo por un milagro de la gracia se han salvado.
Ayudad a los superiores poco atentos a la salvación de sus súbditos.
Ayudad a los pobres hombres, que casi sólo se preocuparon del dinero y del placer.
Ayudad a los de espíritu mundano que no aprovecharon sus riquezas o talentos para el cielo.
Ayudad a los necios, que vieron morir a tantos no acordándose de su propia muerte.
Ayudad a los que no dispusieron a tiempo de su casa, estando completamente desprevenidos para el viaje más importante.
Ayudad a los que juzgaréis tanto más severamente, cuánto más les fue confiado.
Ayudad a los pontífices y gobernantes.
Ayudad a los obispos y sus consejeros.
Ayudad a mis maestros y pastores de almas.
Ayudad a los finados sacerdotes de esta diócesis.
Ayudad a los sacerdotes y religiosos de la Iglesia católica.
Ayudad a los defensores de la santa fe.
Ayudad a los caídos en los campos de batalla.
Ayudad a los sepultados en los mares.
Ayudad a los muertos repentinamente.
Ayudad a los fallecidos sin recibir los santos sacramentos.

V. Dadles, Señor, a todas las almas el descanso eterno.

R. Y haced lucir sobre ellas vuestra eterna luz.
V. Que en paz descansen.
R. Amén.

Canto para las ánimas:

viernes, 14 de julio de 2017

Renunciar no es perder

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Perder algo que me pertenece y que por justicia me corresponde y a lo que tengo derecho pero que, por las circunstancias, no puedo seguir disponiendo. Ocurre muchas más veces de las que pensamos.Aparcar una actitud de comodidad consciente de que no agrada a Dios.

Cuando uno anhela avanzar en la vida el principio no siempre es ir escalando peldaños, saltar obstáculos, superar escollos, solventar situaciones desagradables y avanzar para prosperar. Hay momentos en que es necesario detenerse, desprenderse de ciertas cosas, recular y observar, desde otra perspectiva, las circunstancias que te han conducido hasta allí.
La renuncia no tiene porque significar pérdida pues cualquier renuncia puede ir acompañada de grandes dosis de libertad; el despojarse de aquellos pensamientos, sentimientos e ideas que hieren, bloquean y estancan para ayudar a subir a un nivel superior en el que resulte más fácil elegir.
Enseguida te viene a la memoria la figura de ese joven del Evangelio que entregó al Señor sus tres panes y cinco peces; gracias a esa renuncia pudo Jesús realizar un prodigioso milagro. Eso me demuestra que cuando renuncio a esas actitudes que solo me benefician a mí permito que se expanda la gracia de Dios sobre mi prójimo. Una renuncia pura, hecha desde el corazón, tiene la virtud de alentar a los demás; mi desapego por la comodidad permite que otro se pueda ver favorecido de mi desprendimiento.
No deseo ser como ese custodio del talento que el dueño de la hacienda le entrega para hacerlo rendir y que éste cava en la tierra y esconde por miedo a defraudar a su señor. No es mi intención devolverle intacto lo que tan generosamente me entrega pues deseo hacer que produzca el fruto deseado. Pero si no soy capaz de renunciar a mis intereses, a mis comodidades, a mi bienestar, a mi yoes, a mis apetencias, estoy indicando a los que me necesitan que nada voy a hacer nada por ayudarles pues lo único que me interesa es lo que gira a mi alrededor y es mi única necesidad.
Pero hay algo muy maravilloso; a través de las renuncias también se manifiesta el amor de Dios. Y más cerca estoy de Él cuando aparco mi voluntad y acepto plenamente la suya. Cuando alejo de mi todo individualismo y la centralidad de mí yo permito a Dios llevar el timón de mi vida. Con ello Él marca el destino, guía la embarcación que avanza impertérrita ante cualquier tormenta que se presente. Toda renuncia va acompañada de un aprendizaje; la renuncia del yo me acerca cada vez a un encuentro más personal e íntimo con el Señor.

¡Señor, mi abandono a ti y le pido al Espíritu Santo que me moldee en los momentos de oscuridad, búsqueda, fracaso y turbación! ¡Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, Espíritu de Amor y haz que yo sea Uno con Cristo para vivir siempre por Él, con Él y en Él! ¡Ven, Espíritu Santo, por medio de la poderosa intercesión del Inmaculado Corazón de María, a derramar tu efusión divina en mi pequeña alma para que me poseas y yo te posea totalmente con El fin de renunciar a mi voluntad y aceptar siempre la voluntad de Dios! ¡Ven, Espíritu Santo, y concédeme la gracia de conocer tu Voluntad para que la ame y la acoja como acto de mi búsqueda de la santidad! ¡Ven, Padre Eterno, y haz que tu Reino se manifieste enteramente en mi vida! ¡Espíritu Santo dame la clarividencia de conocer mis propios limites personales y sociales y la clarividencia de mi necesidad de Dios! ¡Padre bueno, me pongo en tus manos, haz de mí lo que Tú quieras, sea lo que sea te doy gracias, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo con tal de que tu Santa Voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas! ¡Dame luz para conocer tu Voluntad y fuerza para cumplirla!
Jaculatoria a María : ¡Ven, oh María Santísima, Madre de Jesús y Madre mía, a repetir en mi vida la santidad de tus acciones!
Santa es la verdadera luz (Holy is the light) es una preciosa obra de William Harris que invita a la reflexión interior:

jueves, 13 de julio de 2017

Alegría

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Me duele pensar la cantidad de veces que pierdo la serenidad por tonterías e intrascendencias. Un cristiano, me digo, debe mantener siempre la serenidad. Cuando te mantienes sereno ante la dificultad o ante una situación comprometida das luz a la fe y gozas de una visión sobrenatural. Fijarse en Cristo y en María es la mayor escuela de la serenidad. El mismo Cristo me pide que no me turbe ni tema mi corazón. La serenidad es el regalo más hermoso que el Señor hace a las almas sencillas, frágiles y confiadas.
Un corazón sereno nunca tiene miedo pues es consciente de que cuenta con la gracia del Espíritu santo para no temer a nada ni a nadie.
Tampoco trata de cambiar ni modificar las actitudes del prójimo ni necesita cambiar los acontecimientos de la vida. Los afronta con entereza y valentía, dando gracias a Dios por ellos y mira al prójimo buscando solo su belleza.
Un corazón con paz interior confía plenamente en Dios y trata de encontrarse con Él cada día pues en esa intimidad surge el dialogo, la confianza, la alabanza… Cuando se mira a Dios uno acaba mirando al prójimo de la misma manera.
Un corazón rebosante de serenidad solo se fija en la belleza y no en las imperfecciones.
Cuando piensas en la serenidad de Cristo, esa serenidad que mantuvo en los momentos más difíciles y en las circunstancias más atroces, comprendes que aparte de sentir como nadie sintió las emociones humanas de sufrimiento, enfermedad, injusticia, negatividad o muerte, también manifestó una absoluta sensibilidad a los aspectos más hermosos de la existencia. Cristo no se mostró indiferente al vuelo cadencioso de una mariposa, ni a la candidez de un niño, ni a la brillantez de las estrellas de la noche, ni a la alegría inherente de un casamiento, ni al hallazgo de una oveja perdida. Y, sobre todo, llama poderosamente la atención como trataba el Señor a sus enemigos. Con una serenidad, amor y misericordia que estremece.
La paz de Cristo es serenidad completa y viva armonía interior. Es ese aliento que te impulsa a cambiar de vida. Siguiendo el ejemplo de su serenidad todo puede ser posible en la pequeñez de mi persona; en mi manera de pensar, como actuar, de enfocarme, de amar y de vivir.¡Ojalá mi corazón tuviera la bondad para imitar siempre la serenidad, la paciencia y la paz de Cristo!

¡Señor tu eres la paz y la serenidad, entrégamela para que tu paz sea mi descanso! ¡Tú, Señor, eres para mi como la brisa suave que serena, como el agua fresca que sacia mi sed y la voz que apacigua cualquier tormenta interior! ¡Tú, Señor, eres la paz que todo lo serena y lo reconforta, que perdona y que acoge, que disculpa y ama! ¡¡Ven a mí, entonces, Señor; en vía tu Espíritu sobre mi! ¡Concédeme, Señor, la serenidad de aceptar los acontecimientos de la vida con paz, a la gente con amor, lo que no puedo cambiar con alegría! ¡Dame, Señor, el coraje para cambiar interiormente, para apartar de mi lo que ensucia y ayúdame a buscar la perfección y la santidad! ¡Hazme, Señor, testimonio vivo de tu poder que todo lo transforma y de tu obra que todo lo cambia! ¡Guíame, Señor, a afrontar con serenidad y sabiduría los pasos de cada día y dame siempre la sabiduría de recordar quien soy para transformar mi corazón en un corazón manso, humilde y sereno como el tuyo!
Dame un nuevo corazón le pedimos cantando hoy al Señor:

miércoles, 12 de julio de 2017

El secreto de la felicidad

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Cierto mercader envió a su hijo con el más sabio de todos los hombres para que aprendiera el secreto de la felicidad. El joven anduvo durante cuarenta días por el desierto, hasta que llegó a un hermoso castillo, en lo alto de la montaña. Allí vivía el sabio que buscaba.
Sin embargo, en vez de encontrar a un hombre santo, nuestro joven entró en una sala y vio una actividad inmensa; mercaderes que entraban y salían, personas conversando en los rincones, una pequeña orquesta que tocaba melodías suaves y una mesa repleta de los más deliciosos manjares de aquella región del mundo.
El sabio conversaba con todos, y el joven tuvo que esperar dos horas para que lo atendiera.
El sabio escuchó atentamente el motivo de su visita, pero le dijo que en aquel momento no tenía tiempo de explicarle el secreto de la felicidad. Le sugirió que diese un paseo por su palacio y volviese dos horas más tarde.
-Pero quiero pedirte un favor- añadió el sabio entregándole una cucharita de té en la que dejó caer dos gotas de aceite-. Mientras caminas, lleva esta cucharita y cuida que el aceite no se derrame.
El joven comenzó a subir y bajar las escalinatas del palacio manteniendo siempre los ojos fijos en la cuchara. Pasadas las dos horas, retornó a la presencia del sabio.
¿Qué tal?- preguntó el sabio- ¿Viste los tapices de Persia que hay en mi comedor? ¿Viste el jardín que el Maestro de los Jardineros tardó diez años en crear? ¿Reparaste en los bellos pergaminos de mi biblioteca?
El joven avergonzado, confesó que no había visto nada. Su única preocupación había sido no derramar las gotas de aceite que el Sabio le había confiado.
Pues entonces vuelve y conoce las maravillas de mi mundo -dijo el Sabio-. No puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.
Ya más tranquilo, el joven tomó nuevamente la cuchara y volvió a pasear por el palacio, esta vez mirando con atención todas las obras de arte que adornaban el techo y las paredes.
Vio los jardines, las montañas a su alrededor, la delicadeza de las flores, el esmero con que cada obra de arte estaba colocada en su lugar.
De regreso a la presencia del Sabio, le relató detalladamente todo lo que había visto.
¿Pero dónde están las dos gotas de aceite que te confié? -preguntó el Sabio-.
El joven miró la cuchara y se dio cuenta de que las había derramado.
Pues éste es el único consejo que puedo darte - le dijo el más Sabio de todos los Sabios-.
El secreto de la felicidad está en mirar todas las maravillas del mundo, pero sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite en la cuchara.
El secreto de la felicidad está en saber disfrutar de los grandes placeres de la vida sin olvidar las pequeñas cosas que tenemos a nuestro alcance.