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sábado, 3 de marzo de 2018

¿Te atribuyes resposabilidades inexistentes?

Quiero dejar de juzgar, a los demás, a mí, al mundo y a Dios

Me gusta juzgar y juzgo sin ningún problema. Me detengo delante de la vida. Observo en silencio. Decido lo que está bien y lo que está mal. Destaco la palabra oportuna y condeno la que está fuera de lugar.
Decido yo los comportamientos que corresponden y me indigno con los que se salen de mi norma. Agredo al que infringe la ley. Me obsesiono con el que no cumple.
Cuando juzgo me siento superior, es la condición para el juicio: Juzgar requiere que te creas superior a quien juzgas.
Pero tengo que reconocer que muchas veces son mis complejos y límites los que me hacen juzgar y condenar. Tal vez por eso caigo con tanta frecuencia en el juicio.
En la película La Cabaña el protagonista se erige en juez de todo. Y en un momento dado se pregunta: “¿Qué derecho tenía él a juzgar a nadie? Cierto, tal vez era culpable, en alguna medida, de juzgar a casi todas las personas que había conocido, y muchas que no. Supo que era absolutamente culpable de ser egocéntrico. ¿Cómo se atrevía a juzgar a quienquiera? Todos sus juicios habían sido superficiales, basados en actos y apariencias, cosas fáciles de interpretar por cualquier estado anímico o prejuicio que sustentara la necesidad de exaltarse a sí mismo, sentirse seguro o pertenecer”.
Es como si mi juicio me hiciera sentirme mejor. Me fijo en la apariencia. En la forma de mirar. En el lenguaje corporal. Y juzgo.
“Has juzgado a muchas personas a lo largo de tu vida. Has juzgado los actos, e incluso los motivos de los demás, como si supieras cuáles son en realidad. Has juzgado el color de piel y el lenguaje corporal y el olor. Has juzgado la historia y las relaciones”.
Me atrevo a juzgar las motivaciones ocultas. Y me creo con la habilidad para asociar la conducta de una persona con alguna causa arrinconada en un lugar escondido dentro de su historia personal.
Y todo sin apenas conocer a quien condeno.
Al sentirme juez me creo importante. Es como si alguien me hubiera dado el poder de juzgar la realidad. Me siento seguro.
Interpreto los comportamientos de los demás. Aunque no me incumban. Aunque no tengan nada que ver conmigo. Suelo ser inmisericorde cuando juzgo comportamientos y actitudes ajenas.
Y de ese juicio tampoco escapo yo. Siempre me encuentro culpable. Y no me perdono los errores, olvidos y caídas. Soy implacable con mi debilidad. No hay misericordia. Mi juicio es duro.
Me atribuyo responsabilidades inexistentes. Y creo que soy yo el responsable de muchos males. Yo dejé de hacer. O no cuidé. O pasé por alto. Soy yo el que debe pagar. No hay perdón posible. ¿Cómo se pueden perdonar tantas debilidades? Implacable es mi mirada.
Y también juzgo el mundo y decido lo que no es justo. Veo lo que tendría que cambiar. Y hago responsable a Dios. Porque Él en definitiva es el último responsable de todo.
Si Él es todopoderoso tiene que ser capaz de cambiar las cosas. Y si no lo hace es que no puede, o no quiere que es mucho peor. Casi prefiero a un Dios impotente antes que a un Dios injusto. No lo conozco. No lo amo.
En la misma película: “Son ustedes, los seres humanos, quienes han abrazado el mal, y Dios ha respondido con bondad. Renuncia a ser su juez y conoce a Dios tal como es. Entonces podrás abrazar su amor en medio de tu dolor, en vez de alejarlo con tu egocéntrica percepción de cómo debería ser el universo. Dios se ha introducido en tu mundo para estar contigo”.
No conozco a Dios. No creo en ese amor lleno de bondad que me ama en un mundo injusto. ¡Cuántas veces en mi vida he condenado a Dios!
He sentido que no me quería y que su proceder no era justo. Y me he llenado los labios de rabia. Y el alma de oscuridad.
No he perdonado a ese Dios que ha permitido que mi vida sea como es hoy. Con sus carencias y sus pérdidas.Quiero cambiar mi mirada. Quiero dejar de ser juez.



miércoles, 28 de febrero de 2018

No soy una sorpresa para Dios


Dsede Dios

Me gusta recordar con frecuencia algo que es importante en mi vida: no soy una sorpresa para Dios. Antes de formarme en el vientre materno, Él ya sabía de mi. Antes de que saliera del seno de mi madre, ya me había consagrado. Dios sabía lo qué podía esperar de mí desde el momento mismo de mi nacimiento,
Nadie ha aparecido en este mundo por casualidad. Somos su creación. Él conoce mi principio y mi final. Cada uno de los días de mi vida están escritos en mi libro de vida. Cada una de las decisiones que adopto en esta vida, acertadas o no, justas o injustas, buenas o malas, Dios las conoce con antelación. Cada palabra, cada pensamiento, cada gesto, cada actitud que tomo, Dios es consciente del sentido que le quiero dar. Como sabe de cada debilidad y cada error que cometo.
Y no por ello Dios se decepciona de mi porque una característica de Dios es tener esperanza en el hombre. Dios nos ofrece libertad y sabe que puede cambiar nuestro corazón si permanecemos unidos a Él.
Dios no me descalifica por no ser capaz de alcanzar la perfección pero por medio de su Santo Espíritu quiere trabajar en mi. Por eso, en este tiempo de transformación interior no puedo más que exclamar: ¡Gracias, Padre, por confiar en mi y ayudarme a renovar mi interior!
 ¡Gracias, Padre, porque soy un milagro tuyo! ¡Gracias, Padre, por tu infinito amor! ¡Gracias, porque soy una creación personal tuya, un proyecto del amor tan grande que sientes por mi! ¡Gracias, Padre, porque esto me hace un humilde heredero de tu gloria! ¡Gracias, porque ser hijo tuyo me predispone a alcanzar el cielo el lugar al que aspiro llegar para sentir todo tu amor! ¡Gracias, Padre, porque no soy una sorpresa para ti, porque tu amor me convierte en un milagro de tu creación! ¡Gracias, Padre, por el aliento de vida, de esperanza, de fortaleza, de sabiduría, de gratitud que recibo de tu Santo Espíritu, que me hace capaz de superar las dificultades y de caminar hacia Ti! ¡Gracias, Padre, porque todo lo que tengo y lo que soy es un regalo que viene de Ti! ¡Gracias, Padre, por los talentos que me ofreces que son un don que recibo gratuitamente de Ti! ¡Gracias, Padre, porque siempre estás a mi lado aunque tantas veces no lo sepa ver! ¡Gracias, Padre, porque me das la oportunidad cada día para comenzar de nuevo porque Tú no pones límites, porque eres único en misericordia! ¡Gracias, Padre, porque me envías tu Santo Espíritu para que me ayude a discernir y seguir tu voluntad con libertad! ¡Gracias, Padre, por la felicidad que me ofreces! ¡Gracias, Padre, porque pones en mi camino al Espíritu Santo para reconstruir cada día mi vida y no desperdiciarla con el pecado! ¡Gracias, Padre, porque me enseñas a amar, a ser caritativo, a darme a los demás, a ser misericordioso, a perdonar, a ser sensible al sufrimiento y el dolor de los demás, a rezar! ¡Gracias, Padre, por la gracia de la fe y de la esperanza, por la capacidad que me das para elegir la verdad y para aceptar tu amor! ¡Gracias, Padre, porque a tu lado nada tempo porque soy un milagro de tu amor! ¡Gracias, Padre, porque me das la oportunidad para responder a tu amor! ¡Gracias, Padre, porque miro mi interior y me reconozco en ti pese a mi miseria y mi pequeñez: y como milagro de tu amor en este tiempo cuaresmal te pido que me purifiques, me salves, me renueves y me transformes el corazón!
Hoy, Señor, te doy gracias, cantamos acompañando a esta meditación:



lunes, 26 de febrero de 2018

Creo en Dios Padre Todopoderoso: ¿Todopoderoso?


Desde Dios
Creo en Dios Padre Todopoderoso. ¿Todopoderoso? Lo recitamos en el Credo pero, ¿se puede afirmar la omnipotencia divina cuando en nuestro mundo hemos de enfrentamos al sufrimiento, a la tribulación o al mal que Él, Creador de todo, permite? ¿Es lógico que ante tanto sufrimiento y tanto dolor para muchos sea problemático creer en Dios, al que los católicos definimos como Padre Todopoderoso? Dios es Dios. 
Esta realidad tan obvia se cita en el Catecismo. Uno debe salir de sus estereotipos y de sus patrones de pensamiento tan radicalmente humanos y recordar que nuestros pensamientos no son los de Dios y nuestros caminos no son los suyos.
La omnipotencia de Dios no es, en ningún caso, una fuerza arbitraria. La omnipotencia de Dios se ilumina por una luz deslumbrante, la luz de su paternidad. Y esta omnipotencia se presenta ocupándose de nuestras necesidades y con el gran regalo de nuestra adopción filial y, sobre todo, tiene su máxima expresión en la dulzura del gran amor que siente por cada uno de nosotros, por su infinita y paciente misericordia, por el poder que demuestra con el perdón gratuito de nuestros pecados en la confesión, en la libertad que otorga a nuestra vida y con la invitación permanente a que convirtamos nuestro corazón. ¡Qué manera tan hermosa y humilde de expresar su poder!
Pero hay un poder más profundo todavía. Es el de su entrega total por medio de Cristo, su Hijo, cuya presencia para la salvación del mundo revela su omnipotencia de Padre. Dar la vida por el otro, para la redención de los pecados, venciendo al mal con el bien.
¿Se puede afirmar, entonces, la omnipotencia divina cuando en nuestro mundo hemos de enfrentamos al sufrimiento, a la tribulación o al mal que Él permite? Pues cada vez que en el Credo recito la frase «Creo en Dios Padre Todopoderoso» no hago más que expresar mi fe en el poder de inconmensurable del amor de Dios que por medio de Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, fue crucificado, muerto y sepultado y resucitó al tercer día para vencer el odio, el dolor, el sufrimiento, el mal y el pecado; y afirmo también que gracias a esta muerte en Cruz nos ha abierto las puertas de par en par a la vida eterna para, según nuestra libertad, entrar algún día en la Casa del Padre.
¡Yo creo en Dios y, sobre todo, creo en su omnipotencia!
¡Padre bueno, creo en Ti, creo que eres Padre Todopoderoso; creo que has creado el cielo y la tierra y a los hombres por puro amor; creo en Tu Hijo, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y que padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado y resucitó para salvarnos del pecado y abrirnos las puertas del cielo! ¡Yo te glorifico, Dios mío, y te adoro porque eres un Padre amoroso, rico en gracia, magnífico en tu misericordia, generoso en el perdón y paciente con nuestras faltas! ¡Te glorifico, Padre, y te doy gracias por el regalo de Jesucristo, Tu hijo, Salvador de la humanidad, ejemplo a seguir como modelo de vida! ¡Concédeme la gracia, Padre, de fijar mi mirada siempre en Él y contemplarle con humildad y sencillez para a través suyo comprenderte y entenderte a Ti que eres la grandeza suma! ¡Te doy gracias, Padre, porque en tu omnipotencia nos amas con un amor desbordante, nos amas desde el momento mismo en que pensaste en nosotros, tu que eres justo y generoso! ¡Te doy gracias, Padre, porque eres el Dios Todopoderoso que rechaza el mal, el uso de la fuerza, la imposición y ejerces tu poder desde el amor!
Hoy, la Cantata 171 de Bach con el sugerente título de Dios, tu gloria es como tu nombre:



viernes, 23 de febrero de 2018

Sensible a la cruz del prójimo

Desde Dios
Ayer, meditando la quinta estación del Via Crucis, mi corazón se sobresalta y siento un profundo respeto por Simón de Cirene, hombre de fatigas, padre de familia, luchador tenaz… Como él, yo también transito por la vida trampeando según mi voluntad. Pero, en un momento determinado, Jesús fortuitamente le reclama. Y ese encuentro, en contra de su propia voluntad, se convierte en un punto decisivo en la vida. El Cirineo toma la Cruz de Jesús y se niega a si mismo. El débil lleva la cruz del fuerte debilitado por el amor. Y, más impresionante todavía, el que es salvado lleva con entereza la cruz del Salvador. ¡Puede uno imaginarse la enorme dignidad que implica llevar la Cruz de Jesús, el regalo del gran don de participar en la obra de la redención!
¿Como entendería pasado el tiempo el Cireneo aquella oportunidad de ponerse al servicio de Jesús? ¿Cómo entiendo yo el poder ser un Cirineo de Cristo? ¿Comprendo, como entendió Simón de Cirene, que si ofrezco mi vida me convierto en grano que da frutos para mi bien y el de los demás pero que si me aferro a la mundanalidad del mundo mi vida se mustia abrasada por la falta de amor?
¡Cuanto valor tiene en esta estación el ejemplo de Jesús que ha venido a este mundo a servir y no a ser servido!
Hay que llevar la cruz y, cuando sea necesario, llevar también la cruz del hermano porque el dolor llevado con un Cireneo aligera la carga. Estar siempre atentos a la necesidad del otro. Cualquier palabra, llamada, queja o desfallecimiento del hermano es un clamor que proviene del mismo Dios.
Uno contempla en el Cirineo la necesidad de ser sensible a la cruz del prójimo. Saber llevarla con ternura y amor para radicar el egoísmo de nuestro corazón. Ser capaces de descubrir la mirada de Dios en cada necesidad y en cada pena de la persona que reclama nuestro favor.
El Cirineo te enseña a abrir el corazón al amor de Dios para dar al prójimo la felicidad que espera. Pero te recuerda también los rostros de tantos que han cargado tu propia pesada cruz en los momentos de necesidad, de sufrimiento y dificultad. Te enseña a abrirte a la humildad para dejarse siempre ayudar y ser auténticos y humildes Cirineos para aquellos que conviven a nuestro alrededor.

¡Jesús, soy consciente de que necesitas de mis manos para ayudar al prójimo! ¡Que necesitas de mis hombros para cargar con el peso de su sufrimiento y de su dolor! ¡Necesitas de mis pies para llevarlo hacia Ti! ¡Necesitas que abra mi corazón para que lo acoja con amor! ¡Quiero ser tu Cireneo, ese Cireneo decidido, sincero, auténtico y valiente de los otros Cristos perdidos en el camino de la vida y cuyas vidas carecen de sentido! ¡Señor, como Tu, quiero ser un Cireneo de valores objetivos, absolutos, que asuma libre, valiente y conscientemente la necesidad de llevar la Cruz! ¡No quiero rechazar la Cruz, Señor, como hizo inicialmente el Cireneo sino aceptarla y abrazarla con amor; sabiendo cargarla en los momentos de fracaso, de sufrimiento, de debilidad, de tentación, de pena y de dolor pero también en esos momentos en que todas las cosas me van bien! ¡Quiero que cada día sea un encuentro fortuito como el de Simón pero que con el paso de las horas se haga más profundo! ¡Hazme, Cireneo de los demás, Señor, para llevarles tu amor y estar siempre disponible en sus necesidades! ¡Y te doy gracias, Señor, por los Cireneos que has puesto en mi vida, han sido un regalo de tu infinita misericordia; solo tu sabes lo que han supuesto para mi! ¡Y no permitas que falten en este mundo Cireneos que ayuden a tantos a llevar con esperanza las cargas de su cruz, te lo suplico Señor!

Eres mi Cireno, cantamos hoy:



miércoles, 21 de febrero de 2018

Ser feliz en la imperfección.




Miro mi desorden, miro mi camino, y sonrío.

A veces tengo claro lo que tengo que hacer y me pongo manos a la obra. Actúo, decido, pienso. Y soy coherente con lo que emprendo. Mis pensamientos y mis acciones parecen ir al unísono por un tiempo. Hay armonía.
Pero no dura demasiado. Súbitamente surge algo que me distrae. Me aleja de lo importante. O de lo que yo creo que es lo más importante.
Y me encuentro pensando en cosas diferentes a las que de verdad deseo. Me veo navegando por mares que no he soñado. O alcanzando cimas jamás pensadas.
Puede ser mi apego a mis riquezas lo que me hace débil. Esas riquezas del mundo que tientan mi alma. Son los síntomas que me muestran que no estoy en paz conmigo mismo o con la vida que Dios me regala.
¿Cuáles son mis riquezas? ¿Qué me entristece y tienta en este mundo que llama a la puerta de mi corazón?
Voy con prisas. Surgen los miedos. No soy tan libre como deseo y me pesan las cadenas. Estoy atado a mi vida.
Me da miedo no ser fiel a lo emprendido. O dejar de soñar con lo más grande para mi vida. O pensar que ya está bien de malgastar mis días sirviendo sin que nadie lo valore. Y tiemblo.
La vida es muy corta. O puede que demasiado larga. Según se mire. Y quiero poseer todo lo que me tienta. El cielo y la tierra. La eternidad y el presente. El amor y el poder. La juventud y todos los sueños. Me veo desordenado por dentro. Lleno de deseos.
El otro día leía: “El hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre – la relación con Dios – entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata en el mensaje y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado”[1].
Miro mi mal. Mi pecado. Mi tentación más grande. Me detengo en mi orgullo y en mi vanidad. Me veo tan lejos de Dios.
Me consume por dentro el deseo de vencer siempre. De salirme siempre con la mía. De conseguir todo lo que quiero. Sin tener en cuenta a quién dejo derrotado en el camino.
La obsesión por controlar las horas. La pasión por ser admirado y querido por todos y siempre. El desorden de mi corazón herido que busca afecto.
No he aprendido a perdonar del todo las heridas de antaño. Y me alejo lentamente del Dios de mi vida al que juzgo y condeno. Él, que camina conmigo y me hace ver una y otra vez que si me distraigo y alejo de Él todo empieza a dejar de tener sentido.
Vuelvo hoy la mirada a ese Dios impotente ante mi miseria.
Me dice el padre José Kentenich: ¿Cómo nos ayuda Dios a resistir las tentaciones? No podemos hacerles frente nosotros solos. Es Dios quien nos dará las fuerzas necesarias. Nos convenceremos de ello en la medida en que nos convenzamos del desorden de nuestra naturaleza y de los efectos del pecado original”[2].
Las tentaciones de un mundo en estampida, que corre por los caminos de la vida sin un sentido claro… y me tienta. Y yo me adhiero a las propagandas que me invitan a guardar mi vida, a enriquecer mi vida. A soñar con lo que no poseo.
En una película le preguntaban al protagonista: “¿Y eres feliz? ¿Qué te falta, qué deseas que aún no posees, para ser feliz?”.
Me despierto con esta misma pregunta prendida en la piel. ¿Soy feliz? ¿Qué me falta? Miro mi desorden. Miro mi camino. Y sonrío.
¿Qué más deseo? En realidad lo tengo todo para ser pleno. Si me miro bien sólo puedo dar gracias a Dios por lo vivido.
El protagonista respondió: “Paz. Solo quiero paz”.
Tal vez me falta esa paz para ser feliz. Para vivir sin prisas, sin stress.
No me importan tanto las distracciones. Son parte del camino. Y Dios me habla en ellas. Me susurra. Porque al caminar veo lo que me rodea y me distraigo.
Y en esas voces del camino me encuentro con Dios hablando. Y me dice tantas cosas. Me recuerda mi misión última. La de dar la vida.
Y me dice que mire dentro de mi corazón. Que no me equivoque buscando fuera. Que ahí me habla aunque a veces me tiente lo que no me da paz. Y me cueste entender sus silencios.
¿Por qué me obsesiono con poseer lo que al final tal vez no me haga tan feliz? Ese puesto de trabajo soñado, esa persona con la que compartir la vida para siempre, ese hijo que no llega, esa casa que deseo, ese coche, ese viaje, ese proyecto, esa tranquilidad económica, ese perdón que no logro, esa respuesta a mi pregunta que no escucho, esa persona que no regresa y me perdona…
Hay tantas cosas todavía por arreglar… Tantos sueños que no se hacen realidad en mi camino…
Me da miedo no ser feliz deseando lo que no me hace feliz. Y no quiero desaprovechar el presente que Dios me regala para encontrar sentido a todo lo que hago.
Hoy miro mi corazón. Me desnudo ante Dios que se acerca a mi vida. Despacio. Y pongo en sus manos mis sueños y mis miedos. Lo que no me hace feliz, lo que me alegra. Voy de su mano. Que Él venga a mí es lo único que me salva allí donde me encuentro.

[1] Benedicto XVI, La infancia de Jesús
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
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