Me  impresiona las veces que en las Escrituras aparece la figura del monte  como lugar concreto en el que se revela la cercanía de Dios. En el  monte, construye Noé su arca y levanto su altar para que Dios hiciera un  nuevo pacto con el hombre creado pro Él. En el monte, junto a la zarza  ardiente, Moisés recibe de Dios las tablas de la ley. En el monte se  revela Dios a Abraham y su propósito para la salvación de la humanidad.  En el monte tiene lugar uno de los sermones más hermosos y profundos de  Jesús, el Sermón de la Montaña. En el monte sana a los desventurados. En  las verdes montañas de Galilea, se manifiesta como salvador del mundo.  Al monte sube con frecuencia a orar. En el monte es tentado por el  diablo. En el monte tiene lugar su Transfiguración. En el monte vive  momentos de angustia y desolación ante el momento trágico de la Pasión.  Al monte del Calvario asciende con la cruz y es crucificado por la  salvación del mundo.
En la vida de Jesús, como en la de cada uno, hay montes decisivos vinculados entre sí.
Cada uno puede subir a los montes junto a Jesús. Los más importantes, el de la Transfiguración en el que Jesús experimenta la mayor experiencia del amor de Dios; el del Calvario donde se experimenta la mayor entrega del hombre por amor; y el de los Olivos, el de su ascensión para su glorificación. Los tres marcan los caminos de la vida cristiana. Para llegar al último hay que experimentar primero el amor de Dios y, con la fuerza de este amor, ser capaces de portar la cruz para, resucitando con él, llevar a nuestro mundo la verdad de la esperanza en la buena nueva.
Las montañas de la vida son difíciles de subir. Esta dificultad, sin embargo, te lleva al encuentro con el Señor por medio de la oración, de la Palabra, de la Eucaristía, en el ejercicio de la caridad y las obras de misericordia. A la cima de una montaña se accede por caminos sinuosos, pedregosos, llenos de obstáculos. Hay caídas, heridas, esfuerzo y sufrimiento. Pero una vez llegados a la cima sientes la cercanía de Dios, el respirar el aire limpio que todo lo purifica, el descubrir la belleza inmensa de la creación, el admirar desde lo alto la propia interioridad con el corazón elevado al cielo, el entregarse a la verdad y, aunque la actitud normal es intentar permanecer en ella acomodado, es necesario regresar al valle para, habiéndose encontrado con uno mismo, libre de las ataduras del mundo, con la claridad de ser conscientes de tener al mismo Dios en el corazón, disponerse al encuentro con el prójimo y hablarle del amor de Dios como hicieron Moises y Abraham y, sobre todo, como hizo Jesús.
Pero la pregunta clave es: ¿Cuál es el monte al que debo subir? ¿Estoy dispuesto a hacerlo para como dice el Señor, presentarme ante Él preparado para encontrarme ante su presencia?
En la vida de Jesús, como en la de cada uno, hay montes decisivos vinculados entre sí.
Cada uno puede subir a los montes junto a Jesús. Los más importantes, el de la Transfiguración en el que Jesús experimenta la mayor experiencia del amor de Dios; el del Calvario donde se experimenta la mayor entrega del hombre por amor; y el de los Olivos, el de su ascensión para su glorificación. Los tres marcan los caminos de la vida cristiana. Para llegar al último hay que experimentar primero el amor de Dios y, con la fuerza de este amor, ser capaces de portar la cruz para, resucitando con él, llevar a nuestro mundo la verdad de la esperanza en la buena nueva.
Las montañas de la vida son difíciles de subir. Esta dificultad, sin embargo, te lleva al encuentro con el Señor por medio de la oración, de la Palabra, de la Eucaristía, en el ejercicio de la caridad y las obras de misericordia. A la cima de una montaña se accede por caminos sinuosos, pedregosos, llenos de obstáculos. Hay caídas, heridas, esfuerzo y sufrimiento. Pero una vez llegados a la cima sientes la cercanía de Dios, el respirar el aire limpio que todo lo purifica, el descubrir la belleza inmensa de la creación, el admirar desde lo alto la propia interioridad con el corazón elevado al cielo, el entregarse a la verdad y, aunque la actitud normal es intentar permanecer en ella acomodado, es necesario regresar al valle para, habiéndose encontrado con uno mismo, libre de las ataduras del mundo, con la claridad de ser conscientes de tener al mismo Dios en el corazón, disponerse al encuentro con el prójimo y hablarle del amor de Dios como hicieron Moises y Abraham y, sobre todo, como hizo Jesús.
Pero la pregunta clave es: ¿Cuál es el monte al que debo subir? ¿Estoy dispuesto a hacerlo para como dice el Señor, presentarme ante Él preparado para encontrarme ante su presencia?
¡Padre,  tu le dijiste a Moisés: «Prepárate y sube de mañana al monte, y  preséntate ante mí en la cumbre del monte», pero sabes que muchas veces  me cuesta ponerme en marcha y comenzar a caminar! ¡Ayúdame a que cada  día pueda subir al monte y encontrarme contigo! ¡Ayúdame a subir  descargado de todo, dejándolo todo en tus manos, sin temores ni  ansiedades, sin miedos ni angustias, sin preocupaciones mundanas porque  Tu eres mi protector! ¡Quiero subir al monte, Padre, para que comer de  tu Palabra y beber de tu Espíritu! ¡Quiero subir al monte, buen Dios,  para revestirme de nuevas fuerzas y bajar al valle de la vida revestido  de tu gracia! ¡Quiero subir al monte para que las flechas del enemigo no  me dañen! ¡Quiero subir al monte para encontrarme con Jesús en la  oración, para alimentarme de su Palabra, para sentir la agradable  sensación de su presencia en mi vida, para sentir los chorros de gracia  del Espíritu derramándose sobre mi pequeña persona! ¡Espíritu Santo,  ayúdame a alzar la mirada hacia lo alto para encontrar las respuestas  adecuadas! ¡Ayúdame a subir al monte para descargar mis afanes  cotidianos, para escuchar tu susurro y seguir la voluntad de Dios, para  no vivir centrado solo en lo mundano, para no dejarme engañar por las  falsedades de este mundo, para encontrar el valor de las cosas eternas,  para tener un encuentro auténtico con Cristo! ¡Ayúdame a subir al monte  para no tratar de cambiar las cosas según mi voluntad y mis capacidades  sino por medio de las que tu gracia me otorga! ¡Ayúdame a subir al monte  de la oración para elevar mi mirada a lo sagrado más allá de mis  preocupaciones y mis problemas buscando siempre la presencia de Jesús en  mi vida! ¡Ayúdame a subir al monte para contemplar el poder y la gloria  de Dios que se manifiesta cada día en mi vida! ¡Ayúdame a subir al  monte de la adoración para creer en Dios y en su promesas, para abrir mi  corazón y llenarlo del amor de Dios y alejar de mi interior todas las  amarguras, rencores y egoísmos que me atenazan, de las quejas que salen  de mis labios, de los reproches constantes! ¡Y en este tiempo de  Cuaresma, ayúdame a subir al monte para ver la luz transfigurada de  Cristo que es mi esperanza, que es el destino al que me lleva el  misterio de la Pascua, el que todo lo inunda y todo lo transforma!  ¡Ayúdame a subir al monte para bajarlo lleno de su amor y de su  misericordia y en el valle de lágrimas que es la vida caminar lleno de  paz, de esperanza, de amor y de fortaleza!
Salvum me fac, Domine! (¡Sálvame, Señor!) con la música de Alessandro Grandi:
 
